Papá me ayuda a dormir

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Eran cerca de las dos de la madrugada cuando Manuel, después de innumerables vueltas en la cama, se rindió al hecho de que el sueño no lo alcanzaría por enésima noche ese verano. Tenía mucha calor y el miembro tremendamente duro, pero la idea de tener que masturbarse para aliviar las ganas le fastidiaba. Siempre era insuficiente, le quitaba el ardor del momento pero lo dejaba insatisfecho y poco le ayudaba a conciliar el sueño.

Se levantó de la cama y se dirigió al cuarto de baño a refrescarse la cara. Después de secarse ligeramente con la toalla se quedó mirando su reflejo en el espejo. Era un hombre de cuarenta y nueve años, moreno y algo velludo. No estaba en forma pero se mantenía en una figura bastante decente para el poco ejercicio que hacía.

Su desdichada soledad y abandono sexual se debía a que Helena, su esposa y única mujer de toda su vida, había fallecido tres años atrás dejándolos solos a él y a su pequeña y única hija Romina, que por entonces contaba solamente con once añitos. Desde aquél momento Manuel se volcó en su preciada nenita, quizá más de lo aconsejable, pues algunos miembros de la familia comentaban que la mimaba demasiado. Para él resultaba natural por la tristeza que ambos compartían. Romina adoraba a su padre y él a ella. Los demás y sus opiniones podían irse a tomar por viento. Entre el trabajo y cuidar de la pequeña y de la casa no le quedaba ningún tiempo para conocer a nuevas mujeres. Tampoco se sentía con ganas, más allá de los momentos de lujuria ciega que lo asaltaban en las noches de insomnio. No pensaba tampoco traer a ninguna extraña a casa ni dejar sola a Romina para salir por ahí a ligar. Aunque en días como ese ya quisiera haber dedicado tiempo a tener alguna amiga con la que desahogarse.

Soltó un leve suspiro de resignación y se acercó al cuarto de Romina como hacía a menudo para observar con anhelo su sueño profundo. La puerta estaba entreabierta, como siempre. Se asomó a la habitación oscura y vio a la pequeña durmiendo de costado plácidamente bajo la sábana, que se alzaba y descendía suavemente al ritmo de su pausada respiración. Era una chiquilla risueña y morena, que había heredado el carácter desenfadado y revoltoso de su madre. Tenía los ojos y el cabello oscuros y la piel aceitunada de él. Cuanto más crecía más se iba convirtiendo en el vivo retrato de Helena.

Manuel se fijó en que la sábana le resbalaba por el hombro y lo dejaba al descubierto y sin pensarlo de forma automática se acercó a su cama para arroparla. Alargó la mano y antes de llegar a tocarla se detuvo en seco al darse cuenta de que, debajo de la sábana, Romina parecía estar desnuda. O por lo menos, sin camiseta ni parte de arriba alguna. Se sorprendió pues nunca antes había dormido así. Siempre llevaba pijama, tanto en invierno como en verano. Se quedó paralizado y sin respiración, sin saber qué hacer a continuación. Romina murmuró en sueños y se volteó, acostándose boca arriba. Aquel movimiento hizo que la sábana bajase un poco más y dejó al descubierto el inicio de dos pechitos pequeños y firmes. Manuel los contempló sin atreverse a mover ni un músculo y la lujuria contenida le jugó una mala pasada. Su miembro dio un respingo y a pesar de que ya había empezado a calmarse recuperó enseguida su vigor y dureza. Manuel apartó la mano pero no dio ningún paso atrás y, como embrujado, siguió mirando a su hija dormida.

Se fijó que respiraba por la boca, con los labios entreabiertos. Observó con dedicación esa boquita pequeña y tierna de labios jugosos y finos y muy a su pesar miles de pensamientos sucios empezaron a apelotonarse en su imaginación. Quería marcharse de allí y se sintió culpable pero no se movió. En su lugar volvió la mirada de nuevo a aquellos pechos incipientes que subían y bajaban despacio. Como llevado por una mano invisible, alargó la suya y pellizcó la sábana de una esquina y la deslizó cuidadosamente hacia abajo, dejando al descubierto el torso de la pequeña. El corazón le dio un vuelco. Efectivamente Romina estaba desnuda. Los pechitos estaban coronados por pezones pequeños y tiesos. A Manuel se le hizo la boca agua y la verga le dolía ya de lo dura que la tenía. Pensó que aquello estaba mal y que debía volver a la cama y olvidar lo que había visto cuando Romina se movió de nuevo.

– Papá…

Se había despertado. Manuel se puso muy nervioso pero se calmó un poco al ver que ella no había abierto los ojos. Estaba medio dormida todavía.

– No pasa nada pequeña, he venido a ver si dormías bien.

– He tenido una pesadilla, no quiero volver a dormir…

Romina abrió los ojos y parpadeando se dio cuenta de que tenía la sábana a la altura de la cadera. Manuel no supo que decir pero ella se le adelantó:

– Hacía demasiada calor papi, no podía dormir.

– No pasa nada hija, yo tampoco puedo dormir del calor.

No pareció molestarle que su padre la viera desnuda. Manuel decidió actuar de la manera más natural posible.

– Intenta dormirte de nuevo Romina, que descanses.

Se iba a dar la vuelta para volver a su cuarto aliviado de haberse librado de un momento bochornoso pero ella se lo impidió agarrándole la muñeca.

– No puedo, tengo miedo… ¿Por qué no me das un masaje como cuando era pequeña?

Cuando Romina tenía cinco o seis años y sufría de pesadillas continuas su padre le masajeaba los pies o la espalda para que se tranquilizara y pudiera volver a dormir. En aquél momento le pareció una idea terriblemente mala y peligrosa: su miembro seguía como una barra de acero palpitante. La miró sin querer negarse pero dudando.

– Porfa…

Nunca había podido resistirse a cualquier cosa que la niña le pidiese, y menos cuando se lo pedía así. Se sentó en la cama a su lado esperando que ella se diera la vuelta, pero no se movió. Nervioso y sin saber muy bien qué hacer le cogió una mano con delicadeza y empezó a masajearla. La niña suspiró y cerró los ojos y a Manuel le dolió todavía más la verga. Casi sudando de los nervios y dolorosamente excitado fue subiendo por la muñeca masajeando el brazo hasta poco más allá del codo. No se atrevió a subir más. Le tendió el brazo en la cama y fue a alcanzar la otra mano. En el acto fregó sin quererlo la tripita de Romina y el contacto con su piel suave casi le arranca un gemido. Cogió su otra mano y repitió la operación anterior, cada vez más acalorado. No había llegado al codo cuando, todavía con los ojos cerrados, Romina dijo flojito:

– Los hombros…

Manuel estaba muerto de miedo y de excitación a la vez. Llegados a aquel punto lo segundo pudo por mucho a lo primero. Dejó su mano y acercó las suyas a los pequeños hombros de la nenita. Estaban tibios y suaves y las grandes manos de Manuel los abarcaban por completo. Empezó a masajearlos con prudencia, con los dedos puesto que si usaba toda la mano casi alcanzaría a rozar los pechos de la niña.

– Mmh…

Romina suspiró con los ojos aún cerrados. Manuel sentía sus latidos desbocados y su verga a punto de estallar. Miró los pechitos turgentes de Romina y se le fue la cabeza. Presa de la lujuria y sin dejar de masajearle los hombros se levantó y subió a la cama de rodillas con cuidado. Puso una a cada lado del cuerpo de su hijita y se sentó en sus muslos sin apoyar del todo el peso. Romina abrió los ojos mirándolo extrañada pero no mucho. Se veía que ya le estaba entrando el sueño.

– Así estoy más cómodo nena.

Por toda respuesta ella cerró los ojos de nuevo y suspiró por el masaje de su padre. En aquella posición Manuel sintió rozar muy levemente su verga entre los muslos cerrados de la pequeña. Se movió muy despacio, hacia adelante y atrás, rozándola por completo. Ella no pareció inmutarse y él continuó frotándose levemente mientras pasaba de usar sus dedos a usar las manos enteras. Sus palmas rozaron la parte superior de los pechitos, muy suaves y calientes. Romina gimió de forma casi imperceptible pero lo suficiente para animar a Manuel a continuar. Fue bajando sus manos mientras masajeaba de los hombros hasta los pechos de la nena para amasarlos por completo. Pudo notar los pezones endurecerse bajo sus palmas y la respiración de la nenita se aceleró un poco. Apretó un poco más las dulces tetitas mientras apretaba también un poco más su verga contra las piernas de Romina. Ella jadeó sin abrir los ojos.

Manuel no pudo más y acercó su boca a uno de los pezoncitos. Lo besó suavemente primero y luego lo lamió y succionó con cuidado.

– Papá, qué haces…

Romina cortó su queja con un gemido, estaba medio despierta medio dormida y no hizo ademán de apartarlo.

– No te preocupes nena, relájate y verás cómo te duermes enseguida con el masaje de papá.

Manuel siguió chupando el pezoncito y Romina jadeaba y gemía debilmente. Frotándose con cada vez más energía contra sus muslos pudo notar como la punta de su verga chocó con lo que debía de ser el chochito de su hija. Aquello lo enloqueció todavía más. Realentizó el roce pero apretaba contra aquel bollito su verga dura y babeante por encima de las sábanas. Desesperado abandonó el pecho de Romina y olvidado ya el masaje fue bajando por su tripa y su vientre repartiendo besos y chupones por el camino. Deslizó el borde de la sábana por debajo de su cadera y de sus rodillas y contempló el fruto prohibido y tierno de la niña. Apenas tenía un poco de fino vello y la rajita se veía perfectamente delineada y con un brillo de humedad que Manuel recorrió de arriba a bajo suavemente con el índice.

– Ay, papi no, ahí no… Me da vergüenza…

Romina se revolvió ligeramente, apretó la sábana bajera con las manitas e hizo un gesto instintivo pero vago de cerrar las piernas. Su padre las acarició y apartó con gentileza mientras le susurraba palabras tranquilizadoras.

– No tengas vergüenza, cariño, lo tienes muy bonito y se va a sentir muy bien, ya lo verás.

Sin darle tiempo a decir nada más Manuel acarició el chochito de Romina con suavidad y seguidamente empezó a pasarle su caliente lengua. Ella se retorcía un poco pero sus gemidos le indicaron que era del gusto. Lamiendo con cuidado pronto encontró su pequeño botoncito y lo chupó y succionó con ternura. Los jadeos de la niña se hicieron más fuertes y Manuel se agarró la verga con desesperación y la colocó entre los piecitos de su hija, que en esa posición quedaban perfectamente a la altura para frotarse con ellos dejándolos apretados con su mano izquierda, mientras con la derecha acariciaba y pellizcaba los pequeños pezones duritos de Romina.

Siguió chupando el bollito de la nenita con dedicación siguiendo los gemidos de ella, y con la lengua acarició la apretada entrada de su vagina y poco a poco fue penetrándola mientras ella se retorcía excitada entre jadeos y le suplicaba.

– Papá por favor, para, por favor… No puedo más…

En ese momento la chiquilla estalló en un orgasmo y Manuel lamió con dedicación, mientras se corría a su vez en los pies de la pequeña Romina con un gusto inmenso que hacía años que no sentía.

Como salido de un trance Manuel miró los pies de su hija, que había dejado bañados en su semilla y se sintió avergonzado. A Romina sin embargo, jadeante todavía, no pareció importarle lo más mínimo y dijo casi con un hilo de voz:

– Gracias papá, ahora podré volver a dormir.

Sus palabras tranquilizaron a Manuel, que fue a buscar una toalla, limpió los piecitos de su hija ya dormida de nuevo y la cubrió con la sábana. Se marchó aliviado y soñoliento a su cama no sin antes darle un paternal beso en la frente.

– Buenas noches, pequeña Romina.

Continuará.

Éste es mi primer relato, espero que les haya gustado. No duden en dejar sus opiniones e ideas en los comentarios.