Se que no es correcto, pero no puedo evitar estar con mi secretaria. Es una hermosa mujer que tiene cara de niña y cuerpo de mujer

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Convencido que María había sido educada por una perturbada, decido a enfrentarme con la arpía de su madre. No me podía creer que una persona en su sano juicio fuera capaz de obligar a una virgen a buscar un amo y por eso azucé a mi asistente a que se diera prisa. Malinterpretando mis deseos y suponiendo erróneamente que lo que me urgía era hacerla mía, esa morenita llamó a un taxi llena de alegría. Al salir de la oficina, el conductor nos esperaba con su vehículo en la puerta y no tuvimos que esperar para salir rumbo a la casa de la muchacha.

«Trata de tranquilizarte, no montes la bronca frente a María», me iba repitiendo durante el camino, «tienes que conseguir sacarla de ahí y que te acompañe voluntariamente».

Sin ser plenamente consciente, se había producido un cambio en mí. Si en un principio, mi idea era aceptar que fuera mi sumisa, en ese instante, lo único en lo que podía pensar era en salvar a esa criatura del destino para el que la habían educado.

«Debo ser inteligente y disimular mi enfado para que esa zorra crea que soy el malnacido que espera», pensé.

Debido al pequeño tamaño de esa ciudad, al cabo de cinco minutos, el taxista aparcó frente a nuestro destino. Para mi sorpresa, la casa donde esas dos mujeres vivían era una enorme mansión en el barrio más selecto de Oviedo.

―¿Vives aquí?― no pude menos que preguntar a mi asistente.

La morena asintió y sonriendo, esperó a que yo pagara la carrera para abrir la puerta del chalet. Para entonces, había decido tomármelo con calma y evitar en lo posible cualquier enfrentamiento pero os tengo que confesar que no estaba preparado para encontrarme a una mujer vestida con un exiguo atavío de criada.

«Joder, ¡menudo uniforme han puesto a la chacha», pensé para mí mientras me relamía admirando el pedazo culo del que era propietaria esa cuarentona. Para más inri, ese trasero iba acompañado por un buen par de tetas, que desde ese momento se convirtieron en mi obsesión.

«La madre también tiene sometida a la chacha», convencido pensé mientras el objeto de mi admiración se daba cuenta del minucioso examen al que la estaba sometiendo. Como esclava perfectamente adiestrada no se quejó y aguantó en silencio que mis ojos recorrieran su voluptuoso cuerpo.

«Dios, ¡qué buena está!», sentencié tras confirmar que de buen grado le echaría un polvo.

Justo en ese momento, María y a modo de presentación, me soltó:

―Te presento a Azucena, mi madre y tu futura zorra.

Estaba todavía tratando de asimilar sus palabras cuando la aludida se arrodilló a mis pies y sin ser capaz de mirarme, me saludó diciendo:

―Amo, bienvenido a su hogar.

No me había repuesto de la impresión cuando su hija, con tono duro, le preguntó si me había preparado la habitación donde me quedaría.

―Sí, señora. La habitación principal está lista para ser ocupada.

Saliendo de mi aturdimiento, agarré a mi secretaría del brazo y de muy malos modos, le pregunté qué pasaba allí y porqué su vieja actuaba así. La morenita sonriendo me contestó:

―Desde que murió mi padre y mientras te encontraba, tuve que actuar como la señora de esta casa. A pesar de no gustarme ese papel, mi madre ha sido feliz como mi sumisa pero ahora ya es hora que haya un nuevo dueño y yo ocupe mi lugar que siempre he soñado― tras lo cual se arrodilló junto a su progenitora y copiando su actitud, extendió sus manos hacia mí, diciendo:

―Amo, bienvenido a su hogar…

No supe qué decir. Durante unos instantes, me quedé mirando a las dos mujeres que permanecían prostradas a mis pies. Os he de confesar que al verlas en esa postura, me excité y aunque nunca había fantaseado con la dominación, supe que tenía que ocupar mi puesto en esa casa.

«Joder, son tal para cual», me dije al tiempo que me encontraba que eran dos las mujeres que tendría que proteger aunque fuera de ellas mismas.

Analizando la situación, comprendí que mi actuación debía ser diametralmente distinta con cada una de ellas, Porque Azucena era de mi edad y estaba habituada a ser propiedad de su difunto marido. El convencimiento que iba a ser difícil cambiar a esa cuarentona por el tiempo que llevaba soportando el maltrato, me determinó que si no conseguía sacarla, al menos debía intentarlo.

En cambio, su hija nunca había sentido las delicias del sexo y su única ambición era imitar a su progenitora. Sin tener nada previsto, decidí que lo primero que tenía que hacer era hablar a solas con la madre para luego y viendo su reacción, hacer lo mismo con su retoño. Por ello, levantando el tono de mi voz, señalé a la madre y le dije:

―Quiero darme un baño.

La mujer adivinó que tras ese deseo se escondía una orden y levantándose del suelo, salió corriendo a preparar la bañera, mientras María no pudo evitar que su rostro reflejara la envidia al suponer que su vieja sería la primera en ser tomada.

Queriendo consolarla de alguna forma, acaricié su pelo, murmurándole al oído:

―En cuanto acabe con ella, me dedicaré por entero a ti.

La cría refunfuñando aceptó mi promesa y acompañándome por la casa, me enseñó mi cuarto. Una vez allí, tuve que hacer uso de toda mi persuasión para que me dejara solo. Ya sin la presencia de mi asistente, me acerqué al baño y eché un vistazo a lo que estaba haciendo su progenitora.

No me extraño, verla cumpliendo mis directrices. Lo que si me resultó raro fue comprobar la sonrisa que lucía mientras preparaba el jacuzzi.

«Parece feliz», mascullé entre dientes al ver la alegría de su rostro y por primera vez dudé si realmente merecía la pena sacarla de ese mundo después de tantos años.

«Quizás en vez de hacerle un favor, le destrozo la vida», medité en silencio mientras espiaba a la mujer, «si lleva desde joven como sumisa, puede que no sepa enfrentar el futuro sin alguien que la dirija».

Estaba a punto de informarle que estaba ahí cuando esa rubia me descubrió en la puerta:

―Amo, ¿le ayudo a desnudarse?

Su tono eufórico me confirmó que mi presencia en esa casa era bienvenida y que aunque no llegaba a comprender los motivos, estaba radiante al saber que volvía a haber un hombre entre sus paredes. Malinterpretó mi silencio, dando por sentado que aceptaba su ofrecimiento y acercándose a mí, me empezó a quitar la camisa mientras bajo su uniforme de criada sus pezones se ponía duros.

«¡Le pone bruta ese papel!», sentencié al vislumbrar en sus ojos satisfacción y entrega.

Su respiración entrecortada y la manera casi reverencial con el que me iba desabrochando los botones, me confirmaron su creciente calentura. En cuanto me despojó de la camisa, quiso hacer lo mismo con mis pantalones pero parándola en seco, le pregunté porque quería hacerlo.

Tras unos segundos de confusión, creyó que la estaba poniendo una prueba y mirando mis ojos con una seguridad que me desarmó, me dijo:

―Deseo servirle.

Escandalizado, contesté:

―¡Ni siquiera me conoces!

La madre de mi secretaria, sonriendo de oreja a oreja, me soltó:

―Se equivoca. Ayer mi hija me comentó que por fin había encontrado su príncipe azul y que además de ayudarla a realizarse como mujer, también podría sustituir a mi marido en mi vida. Al principio dudé pero María me explicó cómo le había conocido y cómo había descubierto su carácter dominante. Es más, durante toda la noche estuvimos hablando de usted y por eso puedo asegurarle que le conozco.

―¿Estas segura?― murmuré avergonzado por semejante confesión.

―Sí, amo. ¡Estoy segura!― respondió mientras con su mano volvía a intentar quitarme el pantalón, ―Sé que junto a usted, volveré a ser feliz.

El optimismo con el que manifestaba su confianza en mí como su futuro dueño me dejó sin habla, momento que la cuarentona aprovechó para liberar mi pene de su encierro y antes que pudiera hacer, se arrodilló frente a mí y cogiendo mi verga entre sus manos, dijo sin levantar su mirada:

―Eres maravillosa― para a continuación, murmurar: ― mi hija y yo sabremos darte placer.

Que hablara a mi pene como si tuviera vida propia, me sorprendió pero cuando sin pedirme permiso usó su lengua para dar un largo lametazo en mi tallo, decidí que era suficiente y usando por primera vez el poder que esa mujer me había otorgado, cabreado, le solté:

―¿Quién te ha autorizado a hacerme una mamada?

Automáticamente, cesó cualquier intento y sumisamente, respondió:

―Lo siento, amo. Llevo tanto tiempo sin un dueño que creí que era lo que usted deseaba.

―Pues te equivocas, ¡ahora quiero un baño!

Y dejándola de rodillas en el suelo, me metí en la bañera. Nada más aposentar mi culo, la miré y descubrí que lejos de estar disgustada por mi reacción, esa loca estaba mordiéndose los labios.

―Ahora, ¿qué coño te pasa?― pregunté mosqueado.

Muerta de vergüenza y colorada como un tomate, me informó:

―Estoy excitada… me ha puesto bruta darme cuenta que tengo que aprender a reconocer sus deseos y que quizás usted tenga que usar mano dura mientras lo consigo.

―¿Me estás diciendo que te pone cachonda pensar en que pueda castigarte?

―Sí― respondió mientras involuntariamente juntaba sus rodillas, intentando apaciguar el incendio que crecía entre sus piernas.

La calentura de esa mujer era total y aunque os resulte increíble, más que excitarme, me intrigó.

«¿Hasta dónde llegará su sumisión?», pensé mientras, a un metro escaso de la bañera, esa madura tenía dificultades en retener la fiebre que la iba dominando por momentos. Ante mis ojos, Azucena se estaba poniendo como una moto sin que yo tuviera que hacer otra cosa que mirarla.

No me preguntéis porqué pero en ese instante, olvidándome que era una persona con sentimientos, lo único que me importaba era averiguar los límites de su adicción y por ello, elevando mi voz, la ordené:

― Desnúdate para mí.

Azucena al escuchar esa orden, suspiró aliviada y levantándose del frio suelo, me miró agradecida al tiempo que empezaba a despojarse de su ropa.

―Despacio― comenté satisfecho por la rapidez de la mujer en obedecer sin caer en la cuenta que la alegría que mostró al recibir mi orden había conseguido espantar los últimos resquicios de vergüenza por mostrar mi lado dominante.

«¡Esta zorra me necesita!», me dije al ver su enorme sonrisa mientras retiraba los tirantes que sostenían su vestido. Ajena a que todavía seguía debatiendo en mi interior su destino, dejándolo caer con infinita sensualidad, su cuerpo maduro se me fue revelando lentamente.

«¡Menudas tetas!», sentencié al comprobar que tal y como había previsto esa cuarentona tenía un par de pechos dignos para ser inmortalizados por un artista.

Sin la cortapisa de su vestido, la belleza de Azucena quedó de manifiesto cuando sin dejar de sonreír pude admirar su cuerpo casi desnudo. También os he de decir que el coqueto conjunto de ropa interior que todavía conservaba puesto, lejos de minorar su sexualidad, la incrementaba. Asumiendo que me estaba viendo afectado por ese striptease, quise ralentizarlo. Por ello, no permití que se lo quitara y la ordené que me modelara en ese estado.

La cuarentona comprendió que estaba disfrutando de su entrega y queriendo complacerme, se dio la vuelta y me dejó admirar la perfección de su trasero.

―¡Tienes un culo estupendo!― exclamé en voz alta al contemplar sus duras nalgas.

Satisfecha con el piropo y antes de que se lo mandase, Azucena poniendo cara de puta, se desabrochó el sujetador para acto seguido dejarlo caer sobre la alfombra mientras me preguntaba:

―Amo, ¿le gusta lo que ve?

«Dios, ¡qué melones!», mascullé entre dientes, obsesionado por los negros pezones que las decoraban.

Mi alborozo se incrementó hasta límites insoportables, al observar que a pesar de su edad, sus senos se mantenían firmes sin la sujeción de esa prenda. No contenta con ello, la cuarentona se pellizcó las areolas mientras se lamía los labios, buscando mi excitación.

―Eres una zorra― comenté muerto de risa cuando, ya con sus pezones erectos, tampoco esperó a que se lo ordenara para despojarse del diminuto tanga que llevaba.

―Lo sé― respondió con alegría completamente desnuda y esperando a ser inspeccionada, me preguntó: ―Amo, ¿puedo tocarme?

―No te he dado permiso de hablar― la recriminé y ejerciendo ese poder que nunca creí en disfrutar, la ordené: ―Acércate.

Deseando quizás ser castigada, se acercó y poniendo su culo en pompa, esperó mi inspección. Lo que nunca supuso es que separando sus nalgas, me dedicara a examinar la flexibilidad de su entrada trasera.

―Tu anterior amo nunca te lo estrenó― comenté ilusionado al comprobar que nunca nadie había hoyado ese rosado esfínter.

―Así es― respondió casi sollozando de deseo al sentir cómo recorriendo sus bordes, comprobaba con mis dedos la resistencia de su ano.

Os reconozco que me encantó comprobar el sumiso modo en que esa mujer se mordía el labio para no demostrar su deseo mientras una de mis yemas se introducía en el interior de su culo.

―Gírate― más cachondo de lo que me gustaría reconocer, le ordené mientras le soltaba un sonoro azote – quiero ver tu coño.

Con la seguridad de saber que había superado con nota el examen de su trasero, se volteó y separando sus rodillas, expuso su vulva a mi escrutinio.

―¡Estás totalmente mojada!― exclamé sorprendido al descubrir que lo llevaba completamente depilado y que eso hacía que el coño de Azucena pareciera el de una quinceañera.

―Mi amo me pone así― contestó encantada de mi reacción.

Ya inmerso en el papel, incrementé su entrega ordenándo que separara sus labios para así poder disfrutar de su chocho por entero. Obedeciendo, usó sus dedos para mostrarme lo que le pedía. Al hacerlo, fui testigo de la humedad que brotaba de su interior.

―¿Estás caliente? ¿Verdad, puta?

―Sí, amo― reconoció con un breve gemido.

Su entrega era tal que disfrutando de su sumisión, la ordené que se masturbara. Sin dudarlo, Azucena abrió sus piernas y comenzó a acariciarse con inmensa necesidad su clítoris mientras desde la bañera, la miraba.

«No tardará en correrse», pensé al escuchar sus jadeos y sin quererlo, el fuego de su cuerpo me empezó a calentar.

La cuarentona al comprobar con sus ojos que mi pene reaccionaba, suspiró y llevando una mano a su pecho, lo pellizcó mientras aceleraba su masturbación. Poco a poco la excitación fue dominándola y dejándose llevar, comenzó a gemir de placer.

Jugando con ella, esperé que estuviera a punto de correrse y entonces la ordené que parase. Su expresión de disgusto me informó que había hecho bien al retener su placer y soltando una carcajada, le exigí que continuara. Azucena, obedeciendo, volvió a masturbarse con un mayor ímpetu. Nuevamente cuando ya temblaba con los primeros síntomas del orgasmo, evité que se corriera prohibiéndoselo.

Durante más de diez minutos, la torturé con ese juego hasta que convencido que iba a ser incapaz de no correrse, le solté:

―Para ser una puta tan vieja tienes un buen par de tetas― dije mientras acariciaba sus pechos con el propósito de humillarla.

La madre de mi secretaria al sentir el contacto de mis dedos en su piel, suspiró excitada:

―Amo, ¡necesito ser suya!― dijo fuera de sí mientras, ya sin disimulo, incrementaba la tortura de su sexo.

Para dar mayor énfasis a la necesidad que sentía por ser usada, con una mano se pellizcó los pechos al tiempo que meneaba su culo ante mis ojos.

Su actitud y su dependencia me dejaron alucinado porque no solo se manifestaba abiertamente como sumisa sino que me reconocía a mí como su amo. Ejerciendo del poder que voluntariamente me había concedido, le pedí se colocara a mi lado y comencé a masturbarla sin parar mientras pensaba en cómo sacar partida del papel que estaba representando.

Sus gritos no tardaron en informarme que había alcanzado el orgasmo y justo cuando su sexo se desbordó dejando su humedad entre mis dedos, me levanté y saliendo de la bañera, le exigí que me secara.

Azucena presa del placer, miró con deseo mi polla tiesa y mientras su cuerpo se estremecía, creyó que esta vez deseaba que me la comiera y por eso, arrodillándose a mis pies, comenzó a besarla con un ardor que me impidió durante unos segundos rechazarla.

«Joder que fijación con las mamadas», pensé descojonado y separándola nuevamente, le lancé una toalla diciéndole:

―Sécame, zorrita. ¡Ya tendrás tiempo de mamármela!

La expresión de esa cuarentona me confirmó su disgusto pero obedeciendo de inmediato, se puso a retirar las gotas de agua que caían por mi cuerpo mientras entre sus muslos se acumulaba la excitación por saberse de mi propiedad. Es más rápidamente comprobé como esa mujer temblaba de deseo al verse obligada a pasar la toalla por mis muslos y ver a escasos centímetros de su cara una erección que le estaba prohibida.

«Está cachonda y le urge el chupármela», certifiqué al observar tanto la dureza de sus pezones como el brillo de sus ojos fijos en mi verga. Sabiendo que debía comportarme como un cabrón, le exigí que me acompañara a mi habitación y obligándola a permanecer de pie frente a la cama, me tumbé totalmente desnudo en ella.

―¿Quieres que te deje mamármela?― pregunté en plan de guasa mientras, mirándola a los ojos, llevaba mi mano hasta mi pene y lentamente comenzaba a masturbarme.

Las rodillas de Azucena flaquearon al sentir que su entrepierna se licuaba y conociendo a la perfección que iba a tener que pagar un peaje para que le dejara apoderarse de mi miembro, mordiéndose los labios, contestó:

―Sí, ¡daría mi vida por tenerla entre mis labios!

Muerto de risa y sin dejar de meneármela, contesté:

―Si quieres que te lo permita, antes deberás de responderme unas preguntas.

La cuarentona demostró su urgencia al aceptar diciendo:

―No tengo secretos para mi amo.

Confieso que me excitó tenerla en mi poder y recreándome en ello, la ordené que me diera un lengüetazo como anticipo. Azucena al escuchar mi orden se sentó a mi lado y acercando su boca hasta mi glande, recorrió todos sus bordes con la lengua. Una vez había dejado la cabeza de mi verga bien húmeda, no cometió el error de seguir mamando sino que levantando su mirada, me dijo:

―¿Qué es lo que quiere saber?

La seguridad de esa mujer me permitió no andarme con remilgos y sin pensármelo dos veces, le pregunté a bocajarro:

―¿Cuándo descubriste que eras sumisa?

Al escuchar la pregunta, sonrió y me dijo:

―Desde bien niña, me gustaban los hombres fuertes pero fue al conocer a mi marido cuando comprendí que me debía a él y que solo sirviéndole podría ser feliz.

Su respuesta parecía tan sincera que comprendí que no mentía pero también que de algún modo el poder presentarse como tal ante mí la estaba tranquilizando y premiándola permití que durante unos segundos, esa zorra se metiera mi miembro en su boca, antes de insistir:

―¿Qué habéis visto tu hija y tú en mí?

Sabiendo que ese era el punto importante del que dependería nuestra futura relación, no me importó que se tomara un momento para responder. Al contrario que con la otra pregunta, con esta se le notaba tensa.

―Un hombre del que nos podemos fiar y junto al cual no tenemos que esconder el tipo de sexualidad que nos gusta. Llevamos desde la muerte de mi marido, jugando entre nosotras pero nunca nos ha bastado. Mi hija es una sumisa como yo y por eso cuando descubrió que un amo en usted, ambas supimos que usted nos daría la seguridad que necesitamos y muchísimo placer.

A pesar que la contestación de esa mujer era de lo más elocuente, había una cuestión que me urgía resolver antes de dar mi conformidad a ser su amo y tanteando el terreno, le solté:

―Hay algo que no comprendo. Según tengo entendido, María es virgen…

―Así es. Mi bebé se ha estado reservando para el día que conociera a su dueño― contestó.

Haciéndole saber que había cometido un error al interrumpirme, pasando mi mano por sus pechos, regalé a sus pezones un duro pellizco mientras le decía:

―No vuelvas a cortarme― y viendo que mi ruda caricia era bien recibida, insistí:― Siendo virgen, ¿cómo sabe que es sumisa?

―Ummm― gimió: ―aconstumbrada a ver diariamente lo feliz que yo era con su padre, lo supo desde la pubertad.

―No entiendo― comenté: ― ¿me estás diciendo que envidiaba el modo en que tu marido te usaba?

―No―respondió― lo que le excitaba era el modo en que yo le servía.

Fue entonces cuando comprendí parte de la naturaleza sumisa esas dos mujeres y supe que para ellas lo realmente importante era el atender a su amo.

«Cuadra con la actitud de Maria en el trabajo. Desde el principio se ha mostrado solicita con mis órdenes y ha buscado anticiparse a mis deseos», sentencié impresionado.

Azucena, malinterpretó mi silencio y con voz temblorosa, casi llorando me soltó:

―Juro que dedicaremos las veinticuatro horas del día a hacerle feliz pero no nos rechace: ¡le necesitamos!

El dolor sus palabras consiguió enternecerme y admitiendo interiormente que no podría dejarlas en la estacada, tomé la decisión de admitirlas en mi vida. Más nervioso de lo que nunca había estado al no saber si podría estar a la altura, subiéndola a la cama, la obligué a ponerse a cuatro patas.

La mujer suspiró aliviada al comprender ese gesto y feliz con el futuro que tendría conmigo, ya en esa postura, dejó que llevara mi mano hasta su sexo y golosamente gimió al sentir mis dedos recorriendo sus pliegues. Durante un buen rato jugué con su clítoris hasta que noté que estaba a punto de llegar al orgasmo, entonces y solo entonces, la comenté:

―¿Hasta dónde estás dispuesta a dar?

Reteniendo el placer que se iba acumulando en su cuerpo, respondió:

―No puedo darle nada porque todo mi ser ya es suyo.

Satisfecho, premié a esa zorrita metiendo un par de yemas en su interior. Azucena al experimentar la intrusión de mis dedos, se derrumbó sobre las sabanas y mientras de su coño brotaba un ardiente geiser de flujo, se corrió muerta de alegría al saberse mía. Dejándola que disfrutara del placer, metí y saqué mis yemas con rapidez, dándome tiempo de analizar mis siguientes pasos.

―Dios, ¡cómo lo echaba de menos! ― aulló al sentir un nuevo orgasmo y como la adicta al sexo que era, esa rubia sonrió después de haber obtenido su dosis de placer y sin que yo se lo preguntara, me dijo:―Mi hija y yo sabremos hacerle feliz. Nuestros mentes y nuestros cuerpos serán suyos cuando, donde y tantas veces como le venga en gana. ¡Siempre estaremos dispuestas para nos tome!

Esa promesa era irrechazable y deseando probar su entrega, decidí que lo más difícil para una mujer era dar su trasero. Tras ponerme detrás de ella y abrí sus dos nalgas para inspeccionar su ojete. Me satisfizo descubrir que estaba completamente cerrado y que al menos exteriormente parecía no haber sido usado.

―¿Me darás entrada en tu culo? – le espeté mientras entre mis piernas mi pene reaccionaba a esa belleza consiguiendo una erección de caballo.

Aunque se sobreentendía que una sumisa no podría negar a su amo el acceso a esa parte de su cuerpo, nunca me imaginé que aceptara de buen grado el hacerme entrega de esa belleza y menos que, con una felicidad desbordante, ella misma usara sus manos para separar sus cachetes al tiempo que me decía:

―Me encantará que mi nuevo amo sea el primero en usarlo.

Su disposición me informó que si todavía mantenía la virginidad de su entrada trasera se debía deber a las reticencias de sus antiguos amantes y no a que esa mujer pusiera impedimento alguno a usarlo. Sabiéndolo no comenté nada y únicamente le pedí que me trajera un bote con crema. La rapidez con la que trajo lo que le había pedido, me ratificó que el sexo anal no era uno de sus tabúes. Por ello no me extrañó ver en sus ojos la emoción por lo que iba a pasar y menos que posando su cabeza sobre la almohada, esa mujer alzara aún más su trasero para facilitar mis maniobras.

―Menuda zorra estás hecha― murmuré descojonado mientras esparcía una buena cantidad de lubricante por su esfínter.

Azucena sonrió al oírme y dando por sentado que no iba a tardar en experimentar por primera vez que alguien rompiera su culo, me dijo:

―Soy la zorra de mi amo.

―No me cabe duda― contesté al tiempo que empezaba a relajar los músculos de su trasero con una de mis yemas― que eres lo suficientemente puta para estar deseándolo.

Mis palabras le hicieron reír y dejándome impactado, me contestó:

―Llevo años soñando con esto pero mi marido nunca quiso tomarme por detrás. Aunque sé que duele, lo deseo.

Que diera por sentado que iba a dolerle y aun así quisiera pasar por ese trance, me tranquilizó y no queriendo hacer un destrozo irreparable, seguí relajando su virginal ojete durante un minuto antes de introducir mi segundo dedo.

―¡Qué gusto!― aulló al notar esa nueva incursión― ¡Úseme! ¡Estoy dispuesta!

La resolución con la que esa madura me pedía que la tomara me excitó aun antes de observar como sus muslos temblaban de deseo cada vez que introducía mis falanges dentro de su trasero. Decidido a no acelerar mis pasos, me permití regalar un azote a una de sus nalgas justo cuando le introducía la tercera yema en ese orificio.

―Ahhhh― chilló y entregada a la lujuria, me demostró la necesidad que tenía de ser usada, pellizcando sus pezones mientras me rogaba que me diera prisa.

Realmente comprendí a qué extremo llegaba su calentura cuando sin que tuviera que hacer nada más esa rubia mordiendo la almohada pegó un berrido y colapsando sobre las sábanas, se corrió sonoramente. El placer que estaba asolando el cuerpo de Azucena lo tomé como mi banderazo de salida. Sin esperar a que cesara su orgasmo y mientras toda ella temblaba de gozo, cogí mi verga y embadurnándola con la crema, coloqué mi glande en su virginal entrada:

―Todavía estás a tiempo de arrepentirte― susurré en su oído mientras jugueteaba con su esfínter.

La respuesta de la mujer no tardó en llegar y dejando caer su cuerpo hacia atrás, se fue empalando lentamente mientras no paraba de chillar satisfecha. Con el dolor reflejado en su rostro, Azucena siguió presionando sobre mi verga hasta que la sintió rellenando su conducto por completo. Notando que había conseguido embutir toda mi extensión en su interior, con voz quebrada, me dijo:

―Me duele mucho pero no pare.

Aunque en ese instante todas las células de mi cerebro me pedían iniciar un galope alocado sobre ese culo, comprendí que debía ir con cuidado para que, tras gozar, en el futuro esa zorra no pusiera ningún reparo en volvérmelo a entregar. Por ello, esperé que fuera ella quien decidiera cuando estaba lista.

Mientras tanto para que no se enfriara, acaricié con mis yemas su clítoris una y otra vez hasta que se relajara. El doble estímulo sobre cada uno de sus agujeros permitió a la mujer relajarse en menos de un minuto y levantando su cara de la almohada, me rogó que comenzara diciendo:

―¡Rómpame el culo de una puta vez!

Su exabrupto así como la expresión de deseo que leí en su rostro me terminaron de convencer y adoptando un ritmo fui sacando y metiendo mi sexo de su interior.

―Fólleme, ¡por favor!― chilló tras un par de embestidas y aullando de pasión, usó sus caderas para volvérselo a embutir hasta el fondo.

―Si eso quieres, ¡eso tendrás!― grité cogiendo su rubia melena e iniciando una brutal carrera en la cual yo era el jinete y Azucena, mi montura.

Pasó poco tiempo para que el compás con el que la penetraba se volviera frenético y mientras ella no dejaba de gritar que la tomara, tuve que usar sus enormes tetas como ancla para no descabalgar.

―¡Sigue! ¡Me está volviendo loca!― aulló entregada.

Sus gritos eran tan fuertes que supe que sin duda su hija los estaba escuchando pero no supe cuan consciente era María de lo que estaba sucediendo en esa habitación hasta que en un momento dado, al levantar mi mirada, la descubrí espiándonos desde la puerta. Eso lejos de cortarme, me excitó y por eso mirando a los ojos de su retoño, solté un azote sobre una de las ancas de la madre mientras le exigía que se moviera.

Azucena al sentir mi mandoble rugió de placer y sin saber que su hija estaba observando, de viva voz, confesó mediante un chillido que le gustaba ese duro trato y en plan zorrón, me rogó que le diese más. Como imaginareis, esa guarra no tuvo que repetírmelo dos veces y mientras a pocos metros María veía cómo domaba a su madre, fui alternando de un cachete al otro sin dejarla de follar.

―¡Me encanta!― aulló como loca al notar por fin esos golpes tanto tiempo añorados y ya con su culo por entero rojo, se dejó caer sobre la cama diciendo: ― Amo, ¡No deje de follarme!

Desde el umbral de la habitación, mi secretaria no pudo más y sin importarle lo que pudiera yo pensar, se empezó a masturbar mirándonos mientras a escasos dos metros, las neuronas de la mujer que le había dado la vida eran asoladas por la sobredosis de dolor y placer que estaba recibiendo.

El morbo de tenerla ahí, en ese estado, fue el acicate que necesitaba para terminar de desmelenarme y disfrutando del deseo que manaba de sus ojos, me dediqué a usar el estrecho culo de su madre como frontón.

―Amo, ¡me corro!― agitando sus caderas mi montura me informó.

Habiendo conseguido mi objetivo, decidí que ya era mi hora y forzando ese ojete cruelmente, lo fui rebanando usando mi pene como cuchillo jamonero. La violencia que usé con su progenitora, azuzó a la chavala y acercándose a mí, me empezó a besar.

Azucena al notar su presencia, se quedó paralizada por lo que mientras jugaba con la lengua de su hija, con una nueva nalgada, le exigí que no parara. Ese azote asoló sus últimas defensas y sin dejar de empalarse con mi miembro, su sexo se calcinó de tanto placer.

―¡Mi hija también necesita sentirse suya!― consiguió balbucear antes de caer agotada sobre las sábanas.

Mi orgasmo coincidió con sus palabras y mientras mis manos se apropiaban de los pechos de su niña, vertí mi simiente en sus intestinos. Azucena al notar que su conducto era regado por mí, convirtió sus caderas en una ordeñadora industrial y no paró hasta que consiguió que vertiera hasta la última gota de esperma en su interior.

Tras lo cual, agotado y exhausto, me dejé caer sobre las sábanas y María sabiendo que era su turno, se tumbó a nuestro lado, diciendo:

―Mamá nunca te había visto disfrutar tanto― y girándose hacía mí, con una sonrisa me pidió: ―Deje que le mime mientras descansa porque esta noche tiene que complacer a su otra puta.

Muerto de risa, contesté:

―¿A quién te refieres?

Sabiendo que era broma, soltó una carcajada y despojándose de su camisa, puso sus tetas en mi boca, diciendo:

―A mí, la versión joven y morena de la zorra que acaba de someter.

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