Es imposible aguantar las ganas de entrar al infierno
Tal vez aún se preguntase qué diablos hacía allí, donde la oscuridad se recoge en una habitación, rodeado de criaturas extrañas, sombras iluminadas, cual fogonazos, por destellos rojizos. Seguramente fue incapaz de resistir la tentación de empujar las pesadas puertas de “El Infierno”.
Vestidos cortos y tacones de vértigo, pelucas, mucho maquillaje, silicona que nunca falta y carne que en ocasiones sobra. Las habituales de “El Infierno” tenemos nuestras armas, suelen ser similares, lo que cambia es la manera de usarlas. Puede servir un simple coqueteo, o llegar a ser una mano que retiene tu nuca hasta descolocarte el peinado, a veces un cachete en la nalga, incluso un desagradable insulto. Una acaba aceptando casi todo por comportarse como realmente se siente. Que nadie entienda esto como un reproche a las tímidas que no abandonan la soledad de su cuarto, a las casadas que deben contentarse con vestir las ropas de sus señoras, simplemente algunas no tenemos más remedio que vivir de esta manera.
Verdaderas damas, auténticas putas, jovencitos aniñados, maduros de vuelta de todo. Entre todo lo que podía encontrar, él me eligió a mí, discreto empleado público de día, travesti de noche. Su mirada me huye cuando la busco desde abajo. Antes no ha sido así, antes me ha invitado a una consumición, se ha mostrado educado, tímido, terriblemente tímido, cuando le he dicho que lo entendía, que no se preocupara, que yo sabía perfectamente lo que esperaba de mí. Por eso estamos ahora así, en este banco corrido, rodeado de otras sombras emparejadas, por eso su mirada me huye cuando lo busco, le cuesta aceptarlo, a todas nos lleva nuestro tiempo, pero también por eso su mano se hunde entre las fibras de mi peluca cobriza y trata de acompañar los movimientos de mi cabeza. Porque es algo que llevamos dentro, algo que no podemos mantener callado durante más tiempo, algo que en algún momento tiene que sobrepasar los muros, salir de los armarios, expandirse más allá de los mundos virtuales. Seguramente él también dudaba, también tenía miedos, también ha prolongado la espera mucho tiempo, hasta reunir el coraje necesario. Habrá captado el nombre al vuelo en una conversación ajena, en una de machitos, en una en la que se nos trataba de yo no sé qué al Infierno y a sus moradores. Quizás él también se ha reído, nos ha insultado, ha dicho “yo no…” No, claro, nadie viene nunca por aquí; si un día se encendieran las luces de repente iba a haber muchas explicaciones que dar.
Pero ahora no puede negar que le gusta, que sentir unos labios sin género tragando su polla lo excitan. Vuelvo a levantar la cabeza para mirarlo y encuentro unos párpados que caen al compás de un gemido. Redoblo esfuerzos. Mi mano tira de su pantalón, quiero masajear sus huevos, pero sus dedos agarran mi muñeca y la vuelven a colocar en un sitio menos pudoroso. Mi cara apenas si se separa de su vientre. Siento múltiples calores, el del ambiente cargado, el del alcohol, pero mi preferido es el suyo corporal. Chupo sin prisas, mis dientes lo torturan, mi lengua lo calma, siento su glande chocando con las paredes internas de mis mejillas. Me acomodo, en cuclillas sobre mis tacones, vuelvo a sumergir mi cabeza hasta tragármelo entero. Quisiera que me agarrara la cara con ambas manos y me hiciera mamar rítmicamente, pero ante su indecisión yo no me detengo. Mi lengua recorre su pene de abajo a arriba, remato con un largo lengüetazo a su capullo, varias veces, hasta que él se revuelve en su asiento. Intuyo que el final está cerca. Trago una buena porción, el resto es recorrida por mi mano frenéticamente, hasta golpearme los labios. Lo masturbo, apenas unos segundos, está nervioso y es inexperto. Luego siento una descarga de semen pegándose a mi paladar, rebotando en mi garganta, formando hilos desde mis dientes hasta su pene que mi lengua se empeña luego en limpiar.
– ¿Crees que en un rato podrás…? Tienes buena pija, me gustaría poder sentirla- digo sentada en sus rodillas. Si me ha permitido esta postura sé que el único impedimento es la naturaleza. No dice nada, pero yo ya conozco la respuesta. Mira hacia otros lados, quizás en la cercanía mis rasgos no están suficientemente escondidos por el maquillaje y la oscuridad y lo perturban. Mis dedos giran su cara, quiero que me mire a mí, no quiero que pueda encontrar a otra que juzgue mejor. No ahora que siento, bajo mi vestido, en su regazo desnudo, el calor de un pene retornando a su estado natural. Ruego a una conocida que se acerque a la barra y pida dos margaritas por nosotros, pues no quisiera nunca bajarme de mi trono. Quisiera muchas cosas, que me rodeara con sus brazos, que me prometiera más y mejor, pero lo que no estoy dispuesta es a dejar de sentir su sexo contra mi cuerpo.
– ¿De verdad crees que tengo una buena polla? – dice después de apurar de un trago media copa. Yo saco mi lengua esperando el encuentro con la suya, allí, a medio camino de nuestras bocas; cuando se traban, se da por respondido.
Han pasado unos minutos cuando llevo sus manos a mi trasero. Ya no hay rastro de turbación en su cara, el sexo oral le ha gustado demasiado como para pararse a pensar, aún así tengo que insistirle para que apriete, para que calibre por si mismo la dureza. A nuestro alrededor no faltarían voluntarias para hacer rebrotar el esplendor de su pene, pero prefiero ser yo quien lo haga. Lo hago aparecer entre nuestros cuerpos, uno sobre el otro, e inmediatamente desaparece preso en mi mano. Lo masturbo lento, no quiero que vuelva a terminar antes de tiempo, lo siento crecer, endurecerse. Algunas miradas se posan sobre nosotros, ya ni siquiera eso le inquieta. Sigo masturbándolo, deslizando mi mano a lo largo de un pene que crece y crece. Cuando su mano me coge el relevo, me giro. Levanto el vestido, bajo la ropa interior, no le doy tiempo de fijarse en mi pene, pequeño y arrugado, ni de comparar mi culo con otros más femeninos. Me agacho, siento que su pene se dobla, que él lo dirige casi a tientas, que por fin acierta y va entrando poco a poco en mí. Hundo mi cuerpo, lo dejo caer esperando que él me sostendrá. Me siento sobre él, con su pene duro alojado en mi ano y la espalda apoyada en su pecho. Comienzo a moverme lento, no por conocido un dolor inesperado me hace detenerme. Luego continúo; me yergo, me dejo caer despacio, sintiendo como su tronco me abre en dos. A nuestro alrededor un corrillo se ha formado, la música que resuena a todo volumen me ahorra las envidias, los comentarios insidiosos. Él es mío, yo soy suya, aunque no más sea por esta noche. Está concentrado en follarme, aunque no lo pueda ver imagino su vista dirigida a la parte más baja de mi espalda, allá donde su vientre se contrae en cada caída de mi cuerpo. En algún movimiento más brusco, escapo de él, le urjo a que vuelva a metérmela. Así lo hace y yo sonrío satisfecha.
Se incorpora y me agarra de las muñecas para que no salga disparada. Trastabillo y se me sale un zapato. Le pido que pare, jamás sin mis tacones. La expectación a nuestro alrededor se ha disuelto, otras parejas en diferentes estadios del mismo juego llaman más la atención. Apoyo mis manos en el lugar donde él había estado sentado, la espalda recta, las piernas estiradas y ya sobre mis tacones, puede volver a follarme. Lo hace. Va incrementando el ritmo, haciendo que cada vez suene más alto el choque de nuestros cuerpos, aunque la música lo tape todo, también mis gemidos. Sus manos alternan mis caderas con mis hombros, él empuja, siempre a mi espalda y mi cuerpo se sacude por sus ímpetus. Ya no temo por un movimiento más brusco que haga caer mi peluca, simplemente dejo que se alborote, que caiga por mi frente y me nuble la vista. Me folla, ya sin rastro de la timidez inicial, ya sin miedo al qué dirán, me folla y con su polla enterrada en mi ano yo me siento en la gloria. He acostumbrado a mi pene a permanecer tranquilo, más adelante, en la tranquilidad de mi apartamento, me masturbaré recordando cada detalle de esta noche, pero ahora apenas si es un mínimo trozo de carne al que mi amante permanece ajeno. Maldigo las pausas con la misma intensidad que adoro sus idas y venidas; tan sólo deseo que me folle sin descanso, sentir el placer rayano con el dolor de una polla dura abriendo mi culo, recorriendo mis entrañas, esa sensación que consigue que me sienta en verdad tal como soy.
Quisiera prolongar eternamente este momento, pero su respiración se agita, sus movimientos son más torpes. Intuyo el final. Le pido que acabe sobre mi nalga. Lo siento salir, trato de mirar, pero el giro forzado de mi cuello únicamente me permite adivinar el frenético gesto de su mano. Apoya el glande en mi piel, golpea mi trasero en cada viaje de su mano, y al fin siento varias gotas gruesas regando mi carne. Después, él se retira, como haría un pintor para contemplar su obra, hasta perderse en la oscuridad. Tal vez vuelva a encontrarlo, tal vez nunca vuelva por aquí. Mientras, yo mojo mis dedos en el semen y degusto una vez más ese intenso sabor que alimenta mi espíritu.