El peor de los cómplices en la última noche de soltero

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El rumor del mar anunciaba la llegada del barco que arrastraba con sigo el hermoso viento de agosto. Como costumbre, se vio atestada de curiosos la plataforma del fuerte de San Andrés; porque siempre es cosa que llama la atención en San Andrés el arribo de una embarcación, sobre todo cuando era de Don Goryachev, un magnate ruso que estaba punto a casarse en esa isla en dos días con su amada novia. Estaba planeada la boda en una caseta frente al mar, con unos cuantos invitados y familiares de la novia.

Todo en esos días fue hermoso, Don Goryachev llevaba a su amada a visitar todo tipo de lugares exóticos de la isla de San Andrés: La playa, restaurantes elegantes, obras de teatro y de ópera, etc. Pero frente a estos regalos, se podía identificar en el rostro de la futura señora Goryachev cierta inseguridad.

«¡Seguro en su rostro está plasmado el sentimiento de amor intrínseco! Mismo que siente la madre de los pichones a los mismos. Solo que ella no lo sabe expresar» decía el Don, en la víspera de su boda, frente a las dudas de su mejor amigo y confidente, Anton, que durante esos días calurosos ayudaba a la prometida a «calmarse».

«No lo sé Lucas, ¿Como se puede confundir el gesto de inseguridad con el de amor?»- respondía Anton frente a la testarudez de su amigo.

«¡Dejemos el tema por sanjado! Mañana ya es el día añorado y quiero festejar mi última noche de soltero»

Durante esa noche Anton se ausentó con la excusa de un dolor inefable de cabeza, el cual no era más que el miedo y el estrés que se apoderaban de él, pero… ¿Por qué? Anton siempre fue un maestro del estoicismo, ¿Como es que lo nervios de una boda, que no era de él, iban a evitar celebrar codo con codo la noche de soltero de su mejor amigo?… La verdad, igual que el sol, se iban a asomar al día siguiente.

El turno de Selene de dominar la mitad del mundo acabó y sol con sus incomparables llamas anunciaba, igual que el mar, que el día en el que dos seres se unían hasta la muerte, había llegado. Toda la servidumbre se puso a maquinar para que las nupcias fueran perfectas y Don pudiera besar como marido a su novia. Estaba planeada la hora de la unión a las siete de la noche.

Las manecillas del reloj tendían hacia las siete, Anton lo sostenía en la mano. Con su traje de padrino, pero no estaba en el sitio donde debería estar el padrino, yacía en una colina apartada de la caseta en la que iba a presenciar a su mejor amigo casarse, sentado sobre una simple manta de pícnic. ¿Por qué no estaba al lado de su amigo?

Anton miraba las olas del mar y escuchaba el ruido que hablaba de paz, de indiferencia a lo que pasará con todos nosotros. Ese ruido seguirá sonando sin importarte que ya no hayan humanos, igual que el sol que salió anunciando el bello día, o la luna que le da entrada a morfeo y deja que nosotros degustemos de sus abrazos.

Una mano cálida y pequeña se reposó sobre su hombro, liberándolo de sus pensamientos. Anton dirigió su mirada al altar y vio al novio confundido, igual que todos los invitados. A la novia no la vio… Vio a su mejor amigo despavorido preguntando donde estaba su novia. Todos en la boda miraban a todos lados. Cuando un primo de la Goryachev llamó a la novia, Anton escuchó el timbre de un teléfono a sus espaldas, para luego ver el mismo ser arrojado con fuerza al mar, mismo que con su indiferencia era cómplice de la peor de las alevosías; tres almas pasan a estar marcadas hasta el fin de sus días, y el mar sonaba igual que siempre.

-Eres mala…- Dijo el nuevo novio.

-¿Nos vamos?…- Dijo la novia.