Las aventuras de la joven millonaria Helena Ravenscroft
Helena Ravenscroft se hallaba aún dormida a las once de la mañana. Su recámara estaba en total obscuridad, los rayos del sol no podían penetrar las gruesas cortinas de tela negra que cubrían los vitrales ojivales de la habitación, ubicada en el piso último de una de las torres del enorme castillo gótico medieval; fabricado en roca negra, que se alzaba en lo alto de la encumbrada colina.
La núbil joven estiró su voluptuoso cuerpo desnudo bajo las sábanas de seda negra, era una atractiva adolescente. Helena era a su corta edad una billonaria, huérfana heredera de una de las mayores compañías del mundo, su fortuna personal se ubicaba entre las mayores a escala global.
Un hombre entró silencioso a la habitación. El sujeto estaba desnudo por completo, con excepción de un collar de cuero negro alrededor de su cuello, y de gruesos grilletes, hechos del mismo material, alrededor de las muñecas y tobillos. Debía tener unos cuarenta años, pero poseía un cuerpo soberbio, fuerte y musculoso, desarrollado a base de entrenamiento duro y constante. Llevaba una bandeja de plata que depositó sobre una mesa de noche junto a la cama, luego se puso de rodillas en el suelo, junto al borde final de la cama y con su legua comenzó a lamer las plantas de los pies descalzos de la joven.
Helena despertó al sentir las caricias de la lengua húmeda sobre las tersas y suaves plantas de sus pies descalzos. La joven se incorporó, sentándose sobre la cama, apartó de su bello rostro, su abundante y larga cabellera castaña, despacio flexionó su hermoso cuerpo de ninfa. Las sábanas de seda negra se deslizaron por sus curvas, bajando hasta su cintura, dejando al descubierto un perfecto par de pechos, grandes y redondos, de piel tersa y bronceada. Deslizó su mano a la mesa de noche y cogió una larga fusta de cuero negro, terminada en una lengüeta cuadrada.
-¡Tommy, corre las cortinas! -Ordenó al sumiso hombre, el cual era su mayordomo esclavo.
El hombre se movió presuroso a cumplir la orden, su enorme verga presentaba ahora una erección descomunal. No debía de permitirlo, pensó, pero ya era demasiado tarde, no podía permitirse el sufrir una erección matutina, de hecho tenía prohibidas las erecciones sin el permiso expreso de Helena, pero el olor y la voz de su Ama le sobreexcitaban, en especial el olor de sus pies descalzos, además saberla desnuda, ahí, sobre la cama, claro que no se había atrevido ni a verla de reojo, no osaría a tanto. Descorrió las cortinas de la ventana más cercana y los rayos del sol de verano inundaron la habitación, el paisaje que se ofrecía era de una soberbia majestuosidad, el castillo, emplazado sobre la montaña, en una posición estratégica, ofrecía una vista completa, que abarcaba ladera abajo, densos bosques de coníferas, luego la gran ciudad moderna, con sus edificios, el puerto y por fin el mar. Era una visión digna de ser inmortalizada por un artista.
-¡Acércate, Tom! -Ordenó la joven autoritaria.
El hombre se dirigió a la cama, y se plantó frente a su Ama. Se paró con las piernas abiertas, la cabeza baja, y las manos tras la espalda, ofreciéndole sus genitales, sin poder ocultar su tremenda erección. Helena blandió la fusta y estirando su brazo dio unos toquecitos suaves con la lengüeta sobre los testículos del hombre, los cuales le colgaban libres entre las piernas. luego cogió impulso, y con un rápido golpe de muñeca le dejó ir un duro latigazo a los huevos. El hombre se encorvó, gimiendo de dolor, su rostro estaba desencajado por el sufrimiento.
-¡Ponte erguido! ¡Sabes que debo castigarte! ¡Tienes prohibido tener erecciones sin mi permiso!
La fusta silbó cortando el aire, mientras un par de duros latigazos dieron de lleno en los huevos, espaciados uno del otro por escasos milisegundos. El hombre se dobló hacia adelante, luego cayó sobre sus rodillas gimiendo.
-¡De pie, tu castigo aún no ha terminado!
Él se incorporó, alzó el mentón, apretó los dientes, y respirando profundo ofreció de nuevo a su Ama los genitales para ser castigados, ella le azotó los testículos con fuerza, hasta estar satisfecha, luego dejó la fusta sobre la cama y tomó asiento al borde, junto a la mesa de noche, donde se hallaba la bandeja con el desayuno, todo frutas tropicales, alimentos orgánicos y leche de avellanas, tomó el desayuno mientras su mayordomo esclavo se mantenía en el suelo pecho a tierra, lamiéndole los pies en silencio, sobre la piel de su escroto comenzaban a marcarse algunas líneas rojizas y gruesas de piel inflamada, señales de los azotes pasados, al menos en esa posición podía disimular su enorme y dura erección.