Una sacerdote demasiado pervertido y sobre todo calentón

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Cuentan las antiguas crónicas, que yo no osaré contradecir; que en un pueblo de La Mancha de cuyo nombre nadie sabe dar fe que un clérigo, barrigón y de natural colérico, se encendía como una antorcha cuando una moza sonreía. Decía el pastor que el demonio habitaba en las entrañas de las mujeres alegres y que él estaba dispuesto a exorcizar a toda aquella mujer a la que el maligno intentase perder. Eran famosas en la comarca las filípicas que desde el altar lanzaba a los atribulados campesinos que ya veían caer sobre ellos el ardiente azufre del infierno.

Ocurrió entonces que en tiempos del reinado de nuestro Señor Carlos el segundo de su nombre, por mal nombre el hechizado, un matrimonio joven llegó al pueblo para hacerse cargo de la humilde herencia del padre del varón. Era esta herencia una casa miserable con varias fanegas de buen terreno que proporcionaba sus buenos quintales de centeno. El joven se llamaba Nuño y su tierna esposa atendía al nombre de Floriselda.

El matrimonio resolvió quedarse allí a vivir para labrar la tierra que la providencia les había regalado. Eran jóvenes pero Dios nuestro señor no había querido todavía bendecirlos con vástagos que continuasen el apellido a pesar de los incesantes intentos de los esposos. Cosa que podían atestiguar las vecinas a tenor de los gemidos y jadeos que decían se podían escuchar cada noche cuando el trabajo en el campo había acabado.

Los domingos el joven matrimonio acudía puntual a los oficios religiosos y cuando el pecunio se lo permitía no dudaban en dejar limosna en el cepillo. Esos gestos los hacían gratos a los ojos del buen pastor y de los vecinos del pueblo que veían como ambos jóvenes eran de buen trato , generosos con los menesterosos y cristianos cabales a pesar de las murmuraciones de las viejas que decían oír jadeos lujuriosos en su casa a la caída de la noche. Cosa extraña pues la dicha casa estaba apartada del pueblo como a un tiro de piedra y es bien sabido que el oído de las viejas no es de fiar.

Mas quiso la mala fortuna que al poco tiempo de llegar al pueblo, cuando todavía la cosecha no estaba en sazón para la siega, los alguaciles del Rey nuestro señor pasasen por el pueblo haciendo leva para los ejércitos del Rey que debían partir a pelear con los herejes de Flandes para llevarles la fe verdadera.

Se fijaron los alguaciles en el buen porte de Nuño y sin atender a los ruegos de Floriselda que invocaba la necesidad de la pronta siega del terruño resolvieron unirlo a la cuerda de desdichados mancebos recién alistados. Ni el llanto del virginal rostro de Floriselda, ni sus ruegos al párroco para que intercediese ante los alguaciles para que permitiesen a Nuño quedarse al menos hasta pasada la siega sirvieron de nada. El buen párroco alegó que él solo se encargaba de los negocios de Dios dejando los problemas mundanos a los hombres.

Partió el joven Nuño a la guerra con su regimiento y quedose sola la desdichada Floriselda. Ay que congoja provocaba verla de sol a sol trabajando la tierra. Algunos vecinos decidieron que bastante desdicha era perder un marido cuando apenas había probado las mieles del himeneo, así que decidieron ayudarla con la siega cuando llegó el momento una vez que sus respectivas haciendas quedaron atendidas.

Quiso así la fortuna que un día apareciesen de buena mañana varios vecinos y vecinas armados de hoces, guadañas y otros aperos dispuestos a ayudar a la pobre Floriselda cuando ya ella estaba afanada con la hoz segando los primeros haces de centeno. Gracias a la ayuda de los vecinos cuando el sol había llegado a lo más alto, estaba ya el grano guardado en el pajar de la casa para alegría de Floriselda.

Pero, ¡ay! Cuan poco duran las alegrías en la casa del pobre. Sucedió que acabada la jornada la buena y gentil Floriselda quiso agradecer a sus vecinos el favor prestado y bajo una parra a la puerta de casa colocó mesa y mantel a allí mismo agasajó a los hombres y mujeres que la ayudaron con un queso, un poco de jamón de la última matanza y unas jarras de vino. Un poco de alegría había llegado al fin a su humilde hogar al comprobar que los vecinos, agradecidos por su generosidad habían sabido corresponder con su ayuda.

Corría el vino y comenzaban las canciones cuando quisieron los hados que acertase a pasar el clérigo por cerca de la humilde casa y al sentir la fiesta se acercó. Los más viejos del lugar al ver al cura cesaron las canciones temerosos de la ira del pastor. Pero la buena de Floriselda se acercó a él para invitarlo a disfrutar con su rebaño de un vaso de la sangre de nuestro señor pidiéndole que tuviese la bondad de bendecir la mesa.

Se acercó el pastor a la concurrencia y procedió a bendecir las viandas más se excusó con sus múltiples obligaciones antes de marchar. Iba por el camino de mal humor el cura. La osada de Floriselda se había atrevido a sonreír cuando lo invitó a compartir su comida. Había sido una tímida sonrisa, poco más que una mueca. Pero sonrisa al fin. Aquella muchacha estaba poseída, decidió el pastor. Él arrancaría al maligno de sus entrañas para salvación de su alma.

Al día siguiente era fiesta, nadie recuerda en honor a que santo o santa, y tocaba por lo tanto oficio religioso. El sacerdote vistió sus mejores galas y abrió la iglesia para dar paso a su rebaño. Antes de la sagrada misa dedicó un encendido sermón a advertir del peligro cierto de arder en lo más hondo del infierno a todos los pecadores poseídos por el demonio de la lujuria. Los fieles bajaban la cabeza y buscaban en sus corazones el asomo del tal pecado. Floriselda, como los demás, oraba por su alma en los primeros bancos mientras pensaba que ese era al único pecado del que estaba libre desde que su amado Nuño había partido con los ejércitos del Rey.

Acabada la eucaristía, el pastor dejó marchar a su rebaño en paz. Cuando Floriselda se levantó para marchar, el pastor le ordenó quedarse para tratar un grave asunto con ella. La pobre muchacha temía que el pastor tuviese malas noticias de Flandes y en tris estuvo de perder el sentido mas el cura le dijo que nada se sabía de la guerra. Cuando ya todos habían abandonado el templo y el sacerdote había cerrado la puerta, con gesto grave ordenó a la atribulada joven que lo siguiese hasta la sacristía.

La pobre mujer siguió obediente al pastor intentando adivinar cómo habría podido ofender a Dios, pues no veía otro motivo para la gravedad que revestía el rostro del sacerdote.

Llegados a la sacristía, el párroco levantó una pesada trampilla del suelo. Tomó después una farol de la pared e invitó a la pobre muchacha a seguirlo pues tenía algo importante que mostrarle. Una escalera labrada en la piedra se perdía en la oscuridad de las profundidades de la tierra. ¿Cómo osar desconfiar del buen pastor? —se dijo la joven desechando el miedo que atenazaba su corazón.

—¿Qué deseáis mostrame, padre? —preguntó la ingenua mujer.

—La salvación de tu alma, hija mía —contestó el pastor elevando un dedo hacia Dios nuestro Señor.

Cuando llegaron al final de las escaleras la pobre Floriselda creyó estar en la antesala del mismo infierno. Una bóveda tan alta que la pobre luz del farol no lograba descubrir hacía resonar las palabras y las pisadas de los zapatos del clérigocon lúgubre eco. Las paredes negras se veían cubiertas de cadenas, argollas, cuerdas y mil artilugios cuya naturaleza se escapaba a su pobre conocimiento.

—¿Dónde estamos, padre? —preguntó la incauta.

—Donde salvaremos tu alma de las llamas de la condenación eterna, hija —contestó el Pater dejando el farol en una mesa.

—¿Es qué corre peligro mi alma? —quiso saber la infortunada muchacha con la congoja propia de quien teme.

—Ciertamente, hija. Ayer me sonreíste. ¡A mí! ¡A un representante de Dios en la tierra! —aulló el cura amenazando con un dedo sarmentoso a la infeliz.

—Yo solo le pedí que bendijese los alimentos y compartiese con nosotros una jarra de vino —se defendió la pobre muchacha.

—El diablo mora en tu cuerpo. Y pretendía que yo me embriagase para mofarse de un pastor ante su rebaño —acusó el cura—. Pero Dios que todo lo puede me ha dado fuerzas para vencer al maligno. Y ahora lo expulsaré de tu cuerpo.

La pobre Floriselda rompió en un inconsolable llanto pensando que había condenado su alma. Pero esperaba que una penitencia de varios padrenuestros y un poco de agua bendita lavarían sus pecados. Mas no era esa la intención del avieso sacerdote.

Acercose el cura a la desventurada mujer y la tomó de las muñecas. Agarró después unas argollas que la oscuridad del techo ocultaba a la vista y las cerró alrededor de los brazos de Floriselda. La pobre mujer al verse de esa guisa temió que no bastarían diez avemarías. El cura se alejó unos pasos y tomó un látigo de la pared. Armado con el vergajo se acercó a la atribulada muchacha que lo miraba con los ojos desorbitados por el miedo.

Alzó el cura el brazo y descargó con toda su furia un golpe en la espalda de la muchacha. La pobre mujer emitió un agudo alarido de dolor al sentir las carnes laceradas por la correa.

—Grita cuanto quieras Belcebú. Nadie oirá tus lamentos desde aquí —se burló el párroco con diabólica sonrisa antes de dejar caer el brazo de nuevo para maltratar la espalda de la mujer.

Cuatro latigazos bastaron para quebrar la voluntad de la pobre Floriselda que perdió la presencia de ánimo y cayó desmayada. Cuando recuperó la consciencia vio que el malvado sacerdote la había desnudado y se relamía lascivo ante ella.

—¿Quieres pecar, hija de Satanás? ¿Quieres infectar con tu veneno el puro cuerpo de este servidor de Cristo? —preguntó el cura abriendo su sotana para mostrar sus vergüenzas a la desventurada joven que no pudo evitar ver el monstruoso miembro del cura.

Asombrose la muchacha del tamaño del badajo del clérigo y tiñéronse sus mejillas de rubor obligándose a apartar la mirada.

Riose el cura ante el pudor de la bella con una carcajada rebosante de maldad.

—Este es el hisopo que bendecirá tus entrañas para el perdón de tus pecados —amenazó ante la temerosa mirada de Floriselda.

Despojándose de la sotana tomó dos nuevas argollas y las ató a los tobillos de la asustada joven. Después maniobró con unas cuerdas para levantar el infortunado cuerpo y dejarlo paralelo al suelo a la altura de su cintura. La pobre Floriselda quería morirse. El miedo y la vergüenza hicieron que cerrase los ojos y llorase como lo había hecho antes María Magdalena. A ella se encomendó para soportar el trance que sospechaba venía a continuación.

El hereje cura metió su miembro en un calderillo lleno de lo que identificó como agua bendita y sin más dilación se abrió paso a través de la vulva de la joven que recibió el castigo con alaridos de dolor y lágrimas de vergüenza.

—Protesta lo que quieras, Belcebú. Siente como mi bendito hisopo impregna de agua bendita tu maldito cuerpo para la salvación del alma de esta pobre criatura. Nadie podrá acudirte en este trance —advirtió entre estocadas a la desdichada.

Siguió el cura fornicando a la pobre Floriselda entre risas e insultos al diablo y a la pobre víctima hasta que vio llegado el momento de escupir su maldita semilla.

—Toma en tu vientre mi sagrada semilla que engendrará un niño limpio de pecado —advirtió a la desdichada que se temió ya embarazada de tan maligno ser—. Recibe mi simiente para el perdón de tus pecados, desdichada y agradece a dios que me haya puesto en tu camino para salvar tu alma.

Apartose el clérigo de su víctima tras haberse vaciado en ella y se sentó a la mesa en la que tenía dispuestas unas viandas y una jarra de vino.

—Los exorcismos acaban mis fuerzas —explicó a la joven que no dejaba de llorar su desdicha—. Pero pronto estaré presto para una nueva batalla con el maligno.

Tras descansar unos minutos se acercó de nuevo a la muchacha con sonrisa aviesa. Tras bajarla de las cuerdas la pobre mujer quedó tendida en el suelo exánime. El cura la levantó como si fuese una pluma y la tendió de bruces sobre una barrica de vino. Ató después manos y pies a unas argollas que sobresalían del suelo y a continuación se colocó a espaldas de su víctima. Acarició un momento las nalgas de la joven provocando un estremecimiento de pánico. Floriselda temió que el cura la empalase como había oído decir que hacían los hombres que cometían el nefando pecado.

Efectivamente, el cura había recuperado su hombría y la apuntaba ahora al agujero trasero de la joven. Humedeció la punta del badajo con los fluidos que salían todavía de la vulva de la mujer y, sin encomendarse a dios ni al diablo, de una sola estocada entró en la última cueva de la infortunada mujer. Como estremecían el alma los alaridos que profería Floriselda. ¿Quién no se habría compadecido de su alma?

No el maldito cura que empujaba con toda su alma hasta enterrarse hasta lo más hondo en el cuerpo de la muchacha.

—He taponado el otro agujero con mi esperma sagrado. Ahora el diablo intentará escapar por detrás. Pero una nueva descarga acabará por siempre con él —explicó el sacerdote su plan.

Tan ocupado estaba con el exorcismo que no logró oír los pasos a su espalda. Tampoco dios lo advirtió del garrote que se cernía sobre su cabeza. Un certero golpe en la tonsura lo dejó inconsciente. El salvador de Floriselda cortó las ataduras de sus pies y luego las de sus manos antes de recoger el desmayado cuerpo que depositó amorosamente en el suelo para encargarse de amarrar al sacerdote para evitar que escapase del infierno.

Un rato tardó Floriselda en abrir los ojos. Cuando lo hizo pudo ver a su amado Nuño, pues no era otro si no él quien había acudido en su ayuda. Se vistió la pobre muchacha con los jirones que habían quedado de sus ropas mientras Nuño esperaba que el sátiro recobrase el conocimiento.

Despertó al cabo el cura y al verse suspendido en el aire protestó.

—¿Quién osa atacar al enviado de Dios nuestro señor? —gritó—. ¡Suéltame al punto o no respondo del destino de tu alma!

—No sé dónde acabará mi alma, paternidad. Pero sé que la vuestra arderá en los infiernos hasta el fin de los días —contestó Nuño acariciando una daga damasquinada.

—Que me sueltes te ordeno, aborto de Satanás —rugió el cura peleando para romper las ataduras. Mas Nuño era diestro en nudos y cuanto más peleaba más se cerraban a su alrededor.

—Ten piedad de un pobre pecador —imploraba ahora el clérigo apelando a la bondad del joven soldado.

—¿La qué vos habéis mostrado? —se burló Nuño—. Mejor haríais pidiendo perdón a Dios, aunque pronto podréis hacerlo en su presencia. Si es que Él se digna miraros.

—Más bien será el mismo diablo quien lo reciba —se oyó detrás de Nuño la ronca voz de Floriselda, rota por el llanto.

La mujer pasó al lado de su esposo y torció la cabeza para contemplar el cuerpo colgado del malvado cura. Acarició la mano de su salvador y después tomó la daga de su mano. Nuño soltó la daga de buen grado sabiendo lo que planeaba la bella Floriselda.

Acercose la mujer al cura y acarició el miembro del prisionero. Este, incapaz de controlar sus impulsos, no pudo evitar que su virilidad lo descubriese. En ese momento Floriselda pasó bajo el cimbel la daga y mientras tomaba el miembro con una mano, con la otra de un solo tajó cortó el colgajo del sacerdote mientras sonreía como habría de hacerlo la misma Némesis.

—Aquí tiene usted al verdadero diablo, Pater. Lo he cazado para usted. No permita que se escape —le escupió mientras metía el despojo en la abierta boca del aterrorizado cura.

Nuño arrancó un trozo de la sotana para amordazar al cura y que no pudiese soltar la presa y tras tomar a su esposa en brazos comenzó a subir escapando de aquel infierno.

Nadie supo nunca más de los esposos. Unos dicen que pasaron a tierra de moros y otros que a Las Indias donde vivieron felices. Tampoco se supo nada más del cura hasta que en tiempos de Carlos III un nuevo cura quiso reparar el suelo y descubrió la infectacripta. Un esqueleto con una mordaza en la calavera colgaba de unas cuerdas. Una gran mancha de color pardo aparecía a sus pies.

En las paredes descubrieron gran número de nichos. En cada uno de ellos, un esqueleto de mujer lloraba todavía por la maldad del sacerdote maldito.

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