Estas cosas son las que ocurren con Sergio ¡Le fascina que le rompan el culo!
Cosas que pasan
Hola, mi nombre es Sergio y hoy les contaré las cosas que me han empezado a pasar este vernao.
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Unos fuertes ruidos me sobresaltaron, despertándome súbitamente de mi profundo sueño. Arrugué el gesto, llevándome las manos a la cara para cubrir la claridad que me cegaba. La luz entraba por la ventana, iluminando todo mi cuarto. Presté atención y escuché las alteradas voces de mi madre y de su marido discutiendo en el salón, de nuevo. Estiré los brazos y las piernas antes de quitarme la fina sábana que cubría mi cuerpo semidesnudo y me senté en el bordillo de mi cama. Cogí mi teléfono de la mesita de noche y conecté los auriculares que había a su lado. Me los llevé a los oídos a la vez que ponía una canción aleatoria en Spotify. Una canción en inglés que no conocía se superpuso a los gritos que reinaban en la casa. Me levanté y me fui directamente hasta el cuarto de baño, cerrando la puerta. Me acerqué hasta el lavabo y me miré al espejo.
Un muchacho joven de ojos verdosos me devolvió la mirada. Tenía su oscuro pelo despeinado por la almohada, una cara afilada, unas cejas no muy gruesas encima de su fina nariz y unos labios rosados que se abrían a la vez que bostezaba. Me enjuagué la cara para despejarme un poco y pasé a lavarme los dientes. Tras llevarme la toalla a la boca, me fijé en que unas líneas estaban marcadas en la tostada piel de mi cuerpo, debido a las sábanas. Recorrí con mi dedos aquellas marcas que pronto desaparecerían de mi torso poco marcado y sin un pelo, que nacían en mi pecho y se esparcían por mi delgado abdomen.
Me retiré del lavabo y me acerqué al wáter para hacer mis necesidades. Cogí mi teléfono para ver si alguien me había hablado. A parte de algunos mensajes de un par de grupos, nadie me había hablado. Incluso a través de los auriculares, seguía escuchando la fuerte discusión que había al otro lado de la pared. No tenía muchas ganas de estar en casa, así que le mandé un mensaje a mi amigo David para ver si podía irme a su casa a echar el rato.
– Ey, David, ¿cómo tienes el día?
Me metí en YouTube mientras esperaba su contestación, pero antes de decidir qué ver, su repuesta me llegó:
– Hola, coleguilla. Nada de momento, ¿por qué?
– Por si podía acercarme a echar una Play o algo.
– Claro, ven cuando quieras. – me respondió.
– Muchas gracias, macho. En 10 o 15 minutos me tienes allí. – le escribí mientras tiraba de la cadena.
– Perfecto, bro. ¿Va todo bien? – preguntó.
– Lo mismo de siempre, no te rayes.
– Ahora me cuentas.
– Okey, ahora nos vemos. – me despedí.
Abrí la puerta del baño y me dirigí hasta mi cuarto. Allí, abrí mi armario y cogí una camiseta y unos pantalones cortos. Me vestí lentamente, mientras Billie Eilish ponía banda sonora a aquella intrascendente acción. Acabé de ponerme unos desgastados botines encima de mis calcetines blancos, cuando un fuerte porrazo se coló a través de un “Bad guy” y me quité uno de mis auriculares.
– ¿¡Por qué no lo entiendes!? – escuché decir a Mario, el marido de mi madre.
Escuché algo que decía mi madre en voz baja y abrí la puerta para ver qué pasaba. Vivíamos en un pequeño piso, por lo que podía ver casi al completo el resto del apartamento desde donde estaba. Mario se encontraba en frente de la puerta de su dormitorio con aspecto enojado.
Era un hombre de 43 años, alto (sobre 1’85m) de tez clara, barba de un par de días y cabello entrecano. Vestía una camiseta verde oscura que dejaba al descubierto sus grandes brazos y que se pegaba a su incipiente barriga. Unos vaqueros se ceñían a unas largas y grandes piernas, mientras que sus pies estaban descalzos. Los duros rasgos de su rostro se contorsionaban en una cara de enfado mientras miraba desquiciado la puerta.
Mario me miró en lo que yo salía de mi cuarto. Conforme me iba acercando se giraba para ponerse en frente mía.
– Qué. – me espetó.
Yo me encogí de hombros, mirando al suelo, y continué mi camino, pero este me cogió del brazo derecho fuertemente y me puso de nuevo delante suya.
– ¿Algo que decir? – me preguntó bruscamente, bajando la cabeza para mirarme, iracundo, mientras apretaba con fuerza su mano y haciéndome daño.
– Nada, nada. – me limité a decir, asustado.
– Eso creía. – contestó con voz fría mientras me soltaba el brazo.
Sentí cómo la sangre volvía a llegarme hasta la mano, seguí caminando rápidamente, temeroso de que volviera a por mí y salí por la puerta del piso, no sin antes coger mis llaves. Bajé las escaleras, enfadado por haberme achantado de aquella manera. Abrí la puerta del portal y salí a la calle.
El verano acababa de empezar, y esos meses en Sevilla siempre eran muy calurosos. Solo eran las 12 del mediodía, pero el sol ya estaba en lo más alto del cielo, haciendo que mi cuello picase cada vez que salía de alguna zona sombreada. El trayecto era corto, por lo que en pocos minutos ya estaba timbrando al chalet de David. Me planté delante de su puerta y toqué el botón del telefonillo.
– ¿Sí? – preguntó su madre a través de este.
– Hola, Carmen, soy Sergio. – contesté.
– ¡Hola! Pasa, cariño. – me dijo mientras un sonido metálico indicaba que podía empujar la puerta para abrirla.
Cerré la pesada puerta metálica que protegía el terreno de la gran casa de mi amigo. Nunca dejaría de embelesarme con la vista de aquella finca: tenía una gran porche donde un Mercedes deportivo estaba aparcado, justo al lado de un Jaguar todocamino; justo al lado había una gran expansión de césped con algunos árboles frutales, dividido por un camino de losas, escoltado por unos arbustos muy bien recortados. Al final de aquel sendero estaba la casa. Un gran chalet hecho de ladrillo descubierto, de dos planta y con altos muros que lo decoraban. Vi a la madre abrir la puerta de la casa, con una amplia sonrisa en la cara. A Carmen siempre le gustaba que fuese a su casa a estar con David, el mayor de sus hijos. Le faltó tiempo para darme un gran abrazo y un fuerte beso en la mejilla.
Era una mujer de unos 50 años, aunque parecía bastante más joven. Tenía el pelo rubio y su cara irradiaba una luminosidad increíble, con unos ojos inteligentes de color azul intenso y una nariz afilada. Era una mujer deportista, por lo que estaba delgada y su cuerpo tenía muchas curvas. Siempre vestía elegantemente, como en aquella ocasión, con un vestido fino que le tapaba hasta los pies de color celeste y con un cinturón que le marcaba su pequeña cintura.
– ¿Qué tal, corazón? – me preguntó mientras me guiaba hasta dentro de la casa con sus manos en mis hombros.
– Bien, bueno… No me puedo quejar. – respondí alegremente.
– ¿Cómo han ido esas notas? – me dijo, una vez estuvimos ya en el recibidor.
– Muy bien, todo notables y algún sobresaliente. – contesté yo.
– Ay… Ojalá David se fijara más en ti. Solo ha conseguido un notable. Claro, si no se tirase todo el día con la maquinita…
– ¡Mamá! – escuché gritar a David, mientras bajaba las escaleras apresuradamente. – ¿Quieres dejar de darle la chapa a Sergio?
David se plantó de un salto entre su madre y yo. Era un chico de mi misma altura, quizá un par de dedos más alto. Tenía el pelo rubio (como su madre) peinado en un tupé que oscilaba con los movimientos de su cabeza. Sus ojos eran grisáceos y de mirada simpática, bajo unas cejas gruesas del mismo color que el de su cabello. Una nariz chata hacía sombra a unos gruesos labios rojizos, que quedaban perfectos con su barbilla poco pronunciada. David siempre había sido de los chicos más atléticos de la clase, por lo que se podía apreciar un cuerpo fibroso debajo de la camiseta básica de color rojo y de las bermudas azules que llevaba.
– No, hombre… No me está dando la chapa… – dije tímidamente.
– Si te la está dando, lo que pasa es que eres demasiado educado. – contestó David mientras sonreía a su madre.
– De verdad… Una ya no puede ni preguntar. – dijo su madre alegremente, mientras se daba la vuelta para dejarnos a solas.
Su madre se dirigió a la cocina, mientras que David me hizo señas para que lo siguiera escaleras arriba. Puse mi mano derecha sobre la fría y elaborada barandilla de hierro que aseguraba los escalones que formaban una descubierta escalera. Una vez arriba, empecé a contar las puertas que había, aunque ya me las sabía de memoria. La primera, de la habitación de Irene, la más pequeña; la segunda, del cuarto de baño; la tercera, de Miguel, el mediano; la cuarta, de David y la quinta y última puerta, de los padres de estos. Todas ellas repartidas en un pasillo cuadrado custodiado por la barandilla, que servía para guardar el abismo que había en el centro de ese mismo cuadrado.
Continuamos hasta la habitación de David y entramos en ella. La habitación, pintada de azul celeste, era muy espaciosa. Contaba con un gran escritorio debajo de una amplia ventana, por donde entraba la luz del sol, una cama de matrimonio pegada a la pared y unos grandes armarios empotrados que ocupaban toda una pared. El cuarto estaba algo desordenado: había algo de ropa tirada en el suelo, un par de cajones abiertos en el armario, la cama deshecha y un par de latas vacías al lado de la televisión que había en el escritorio. Nada de lo cual yo me sorprendiese, ya que estaba acostumbrado a verlo bastante peor. Me senté en la cama mientras que David se sentaba en su silla gamer de color negra y encendía la PlayStation.
– Bueno, y ¿qué ha pasado esta vez? – me preguntó mientras me pasaba uno de los mandos.
– Lo de siempre. – le contesté. – No sé por qué tontería estarían discutiendo otra vez.
David puso cara de “vaya puta mierda” mientras me miraba a los ojos, cuando estos se desviaron hasta mi brazo derecho.
– Tío, ¿y eso? – me dijo mientras señalaba mi brazo.
Bajé la mirada hasta el lugar donde me indicaba mi amigo y pude ver una señal medio amoratada a la altura de mi bíceps. Marca que me habría dejado Mario al agarrarme fuertemente unos minutos antes y de la que no me había dado ni cuenta.
– Ni idea, la verdad. – le respondí, a sabiendas de que era mentira.
– ¿Te ha pegado? – me preguntó mientras me interrogaba con la mirada.
– No, no. – le dije, sonriente. – De verdad, tío. – dije otra vez, viendo que no lo convencía.
– Sabes que me puedes contar lo que sea, ¿no? – me dijo mientras se acercaba para sentarse a mi lado.
– No ha sido nada, solo que me ha agarrado del brazo un poco más fuerte de la cuenta, nada más. – confesé ruborizado.
– Tío… No sé cómo tu madre permite esa mierda. – puso su mano en mi hombro mientras hablaba suavemente. – Debería mandarlo a la mierda.
– Ya… Yo pienso lo mismo. Estoy harto de decírselo, pero no entra en razón.
David iba a contestarme cuando Miguel entró en el cuarto despreocupadamente.
– David, te bañas en… – se quedó clavado en el sitio cuando vio que su hermano no estaba solo, pero me sonrió cuando se dio cuenta de que era yo. – Hey, que pasa Sergio.
Se acercó hasta mí y me chocó la mano. Miguel era tan solo un año más pequeño que nosotros y siempre nos habíamos llevado muy bien. Él era todo lo contrario a su madre y a su hermano: era un palmo más bajito, aunque bastante delgado también, de rasgos mediterráneos y con el pelo negro como la noche. Su piel morena se asemejaba mucho a sus ojos marrones y expresivos, protegidos por unas espesas cejas del mismo negro intenso que su pelo. Su nariz redondeada le hacía un rostro amable y su sonrisa blanca contrastaba a la perfección con lo tostado de su piel. Iba tan solo vestido con un bañador corto de color amarillo chillón que dejaba a la vista unas fibrosas piernas. No llevaba camiseta, por lo que pude ver a la perfección su torso poco desarrollado pero marcado.
– Todo bien, ¿y tú qué? – le contesté, sonriendo.
– Bien, aquí que le iba a decir a este si se quería pegar un baño. – me dijo, señalando con la cabeza a su hermano.
David me interrogó con la mirada, levantando las cejas. Yo me encogí de hombros, dando a entender que me daba igual. Se giró de nuevo hacia su hermano y dijo:
– Vale, ahora bajamos nosotros.
– Okey, os espero abajo. – dijo Miguel.
Este se dio la vuelta y desapareció por la puerta tan sigilosamente como había entrado.
– Me vas a tener que dejar un bañador, que no he traído nada. – le dije a David.
– Claro, sin problema. – contestó este mientras se levantaba a apagar la consola.
Se acercó al armario y cerró los cajones que estaban abiertos. Justo después, cogió un par de bañadores que estaban en una balda, encima de estos.
– ¿Cuál prefieres? – me dijo, enseñándome uno negro y uno rojo.
– Me da igual. – le contesté, riéndome.
Me tiró el bañador rojo al regazo y se quitó la camiseta. David dejó al descubierto su trabajado torso. Los últimos meses en el gimnasio le estaban empezando a dar frutos, haciendo que sus pectorales se marcaran y que sus dorsales crecieran de tamaño. Dos hileras de cuadraditos se dejaban ver en su abdomen, el cual no tenía ni un pelo, excepto una finísima línea que bajaba desde su ombligo hasta perderse en sus pantalones.
Acto seguido, se bajó de un tirón las bermudas y la ropa interior que llevaba puesto, quedando completamente desnudo. Yo miré hacia su entrepierna para ver si podía ver aquello que tanto me llamaba la curiosidad, pero David se giró justo al incorporarse, negándome aquella visión. En cambio, me dejó ver un par de cachetes blanquísimos, manchados solo por un pequeño lunar y divididos por la raja de su trasero.
Mientras, yo me incorporé para hacer lo mismo, solo que me tuve que quitar los zapatos primero. Me los quité y los dejé al lado de la cama para bajarme el pantaloncillo y la ropa interior después. La camiseta me cubría mi zona íntima mientras estaba desnudo, antes de ponerme el bañador. Justo cuando levanté la mirada, David ya estaba vestido y desvió rápidamente la mirada hacia la puerta. Me quité la camiseta y la dejé encima de los pantalones, sobre la cama. Cogí el móvil antes de salir de la habitación, al igual que David.
Bajamos hablando tonterías por el camino y salimos por la puerta que daba al patio trasero. Un porche gigantesco precedía a la inmensa piscina rectangular, llena de un agua cristalina. Paseé con mis pies descalzos por el frío suelo de baldosas que había bajo el techado porche, pasando al lado de las butacas que rodeaban una gran mesa de cristal. Dejamos los móviles encima de esta mesa, junto al jarrón con flores que la adornaba.
Migue estaba sentado en el blanco bordillo que rodeaba la piscina, con los pies en el agua y disfrutando del sol. Nos acercamos a la piscina, pisando el cálido césped que rodeaba esta y tapándonos los ojos del sol que nos cegaba. Entre bromas y risas, acabamos entrando en el agua por la escalinata de la parte más baja de la piscina, aunque a mitad de esta David me hizo un placaje y acabamos los dos zambullidos.
Estuvimos hablando, jugando y pegándonos con los churros de gomaespuma hasta que llegó la hora de comer. Miré mi reloj y vi que ya eran las tres del mediodía.
– Bueno, yo me tengo que ir ya. – les dije.
– ¿Qué? ¿Por qué? – me preguntó David, tirándose encima de mí para que no me escapara.
– Ya es la hora de comer. – empecé a forcejear con él. – Y, además, mi madre estará esperándome.
– Mi madre ha hecho comida para ti también, so melón. – dijo Miguel. Así que te tienes que quedar.
Se abalanzó sobre mí y, junto a su hermano, me devolvieron al agua. Entre risas y llaves improvisadas, pasaron unos minutos más, hasta que tuve que parar para:
– Tengo que llamar a mi madre. – dije, jadeando después de una ahogadilla de David.
– Por esa te vas a escapar. – me dijo riendo, soltándome.
David se echó en lo alto de su hermano, que estaba desprevenido, y comenzaron a luchar mientras yo salí del agua. Me acerqué al pequeño mueble que había junto a la puerta de la casa, ya que era el lugar donde estaban las toallas. Lo abrí y cogí una toalla azul muy bien doblada. La extendí y me cubrí con ella, secándome la cabeza primero y el bañador después. Me dirigí hasta la mesa, escuchando a los hermanos chapotear en la piscina mientras cogía mi teléfono. Tenía un mensaje de mi madre de hacía algún tiempo que rezaba:
– Hola, amor. ¿Dónde estás?
– Estoy en casa de David. Me ha invitado a comer. ¿Puedo? – le contesté.
Vi cómo a los pocos segundos de escribirle se puso ‘en línea’ y me decía:
– Ok. No vuelvas muy tarde. Te quiero.
– Vale. Yo también te quiero!!
Bloqueé el móvil y lo dejé en la mesa, cuando escuché a David y Miguel saliendo del agua y dirigiéndose hasta donde yo estaba. Aquello parecía un pase de modelo, ya que sus cuerpos relucían con el agua mientras que el sol arrancaba destellos de sus pieles chorreantes y se peinaban sus mojados cabellos.
Fueron hasta el estante de las toallas y sacaron una cada uno. Se cubrieron con ellas y vinieron hacia donde yo me encontraba.
– ¿Te deja? – preguntó David.
– Sí. – contesté yo mientras me retorcía los dedos.
Miguel se acercó hasta la puerta de la casa y vociferó:
– ¡Mamá, Sergio se queda a comer!
– ¡Vale, cariño! – se escuchó decir a la madre desde dentro,
Yo me quedé un poco cortado, ya que cría que Carmen sabía que me quedaría.
– Pero…, ¿no habías dicho que…? – dije yo, mirando a Miguel a la vez que se acercaba a nosotros.
Este sonrió y me guiñó un ojo justo antes de que su hermano dijese:
– La vieja confiable, bro. – me dio un par de collejitas y se sentó en una butaca.
Miguel y yo también tomamos asiento y empezamos a hablar de chorradas varias, cuando su madre nos llamó para poner la mesa. Los tres nos levantamos y fuimos hasta la cocina, donde Carmen se encontraba hablando con una niña. Irene se dio la vuelta, sonriendo al verme y se acercó a darme un beso en la mejilla.
Tenía cuatro años menos que David y era un encanto. Su largo pelo de color caoba le caía por la espalda, adornado con un lacito rosa. Su rostro aniñado y encantador estaba compuesto por unos ojos marrones llenos de viveza, unas finas cejas del mismo color de su pelo y una pequeña nariz encima de una sonrisa dulce. Llevaba un vestidito de color rosa palo que acentuaba la inocencia de su cara y unas sandalias que combinaban con la ropa.
Yo le devolví el beso y le di un pequeño abrazo. Irene era una niña muy cariñosa y me había cogido estima de cada año que la había visto crecer. Carmen nos dijo que comeríamos fuera y las cosas que debíamos llevar. En un par de viajes, la mesa quedó cubierta por un mantel de tela blanco, llena de platos llenos de pasta a la boloñesa, aceitunas, patatas, vasos, una jarra de agua, una botella de refresco, cubiertos…
Nos sentamos en la mesa los cinco y empezamos a comer. La comida estaba exquisita y pronto entablamos una amistosa charla sobre cosas baladí. Después de dejar todos los platos vacíos, estábamos llenos y pocas palabras salieron de nosotros mientras nos recostábamos en las butacas.
Después de unos minutos, comenzamos a levantarnos perezosamente para recoger la mesa. Tras terminar, subimos de nuevo al piso de arriba los tres, aunque Miguel fue a dormirse a su cuarto. David y yo entramos en su cuarto y nos tiramos de bruces a la cama, yo a la izquierda y el a la derecha.
– Bueno, ¿y tan mal van las cosas en tu casa? – dijo David de repente.
Aquello me dejó un poco en fuera de juego, ya que era un tema del que me costaba hablar, aunque él siempre sabía hacerme sacar todo lo que pensaba. Mi madre conoció a Mario hacía un par de años. Por aquel entonces, hacían ya tres años desde que mi padre se fue con su amante a Argentina a empezar una nueva vida. Aunque me dejó una nota donde me explicaba todo, nunca fui capaz de perdonarle que nos abandonara de aquella manera y todo el dolor que le causó a mi madre.
Aunque nos pasaba una pensión cada mes, mi madre tuvo que empezar a doblar turnos y a buscar trabajos complementarios para poder llegar a fin de mes. Hasta que conoció a Mario. Era el director de una empresa de gasolina y tenía muchas influencias. Convenció al jefe de mi madre para que la ascendiera y así tuvo que dejar de echar horas extras. Mi madre se enamoró de él y pronto se casaron, viniéndose a vivir a nuestro pequeño nido.
Él continuaba en trámites de divorcio con su exmujer, que se quedó con su casa y con la custodia de su hijo que, según creía, tenía más o menos mi edad. Mario era encantador, pero poco a poco dejó de serlo. Cada día discutía más con mi madre y pasaba menos tiempo en casa. Desde hacía un par de meses, llegaba muchas veces bebido y hacía o decía alguna estupidez.
– Bueno…, un poco. – dije, sonrojado. – No hay día en el que no se peguen un par de gritos y después lo arreglen.
– Joder, vaya mierda. – me dijo, mientras apoyaba la cabeza en sus brazos y seguía mirándome. – Sabes que puedes contar conmigo para lo que sea, ¿no?
– Claro. Muchas gracias, en serio. – le dije mientras le despeinaba la cabeza.
– Espero que no vuelva a ponerte la mano encima, porque si no… – comentó mientras pasaba su dedo por la zona amoratada de mi brazo llena de escamas. – Tío, estamos llenos de cloro. – raspó con su uña, dejando una línea en mi brazo. – ¿Nos duchamos?
– Mm, vale. La verdad es que me pica un poco el cuerpo. ¿Quién se ducha primero? – le dije, mientras me incorporaba en la cama.
– Nos duchamos juntos y así acabamos antes, ¿no? – me preguntó, incorporándose a mi lado.
– Eeh, no sé… – respondí tímidamente.
– Vamos, no me digas que te da vergüenza que te vea en pelotas. – respondió mientras se reía. – ¿Tan pequeña la tienes? – siguió burlándose.
– No digas tonterías. Lo que pasa es que me da miedo acomplejarte. – ahora el que se reía era yo y David ponía los ojos en blanco mientras se reía también.
– Bueno, ya lo veremos, jaja.
Se acercó hasta su armario y rebuscó hasta sacar una muda limpia, una camiseta y unos pantaloncillos. Yo, por mi parte, cogí la ropa que tenía puesta antes y nos dirigimos hasta el cuarto de baño. David conectó su móvil a un altavoz y puso música, aunque no muy alta para no despertar a nadie. Abrió el grifo de la ducha y el agua comenzó a caer sobre la gran bañera rectangular, defendida por una mampara de cristal transparente que solo cubría la mitad más cercana al grifo.
Cuando el vapor comenzó a inundar la habitación, ya cerrada, David y yo nos quitamos a la vez los bañadores. Pude apreciar un bonito miembro, aún en estado de flacidez, colgando sobre unos depilados huevos. La piel, un poco más oscura, cubría por completo su pene y estaba completamente afeitada.
– Nada mal, chaval. – me dijo David, señalando con la mirada mi paquete.
El mío era más o menos de la misma estatura que el suyo, quizá algo menos grueso pero un poco más largo, y también estaba afeitado de un par de días antes.
– Tú tampoco te puedes quejar. – le contesté yo, sonriendo.
David se acercó de nuevo al grifo y reguló la temperatura para que estuviese templada. Nos metimos los dos y él fue el primero en meterse debajo del agua que caía desde la pared. Cuando ya estuvo mojado entero, me cambió el sitio, rozando su pene contra mi culo cuando pasé a su lado. El tibio agua recorrió todo mi cuerpo mientras caía con fuerza. Me giré y pude ver cómo David se enjabonaba el cuerpo, dándome la espalda.
Aquella visión me estaba encendiendo, pero puse todo mi empeño en no dejar crecer una erección. David se giró de nuevo para meterse bajo el grifo y aclarar su cuerpo, cuando pude fijarme en que él no había podido resistir a empalmarse. Su pene apuntaba al techo y había crecido varios centímetros, llegando a ser de un tamaño muy considerable. La piel se estiró también, aunque no pudo llegar a cubrir la punta, dejando a la vista parte de su rosado glande. Como se podía apreciar antes, tenía un gran grosor que hacía que pareciese mucho más grande.
– A mí no me apuntes con eso, eh, a ver si me vas a sacar un ojo o algo. – le dije mientras me reía a carcajadas.
– Ja, ja. Es por lavármelo, que se ha puesto tontorrona, so tonto. – me dijo mientras sonreía.
Yo, para hacer la broma, me pegué totalmente a la pared de espalda y me moví de esa forma para dejarle paso. David avanzó, negando con la cabeza mientras se mordía el labio, riéndose. Se puso debajo del agua y yo comencé a enjabonarme también. Para cuando ya me tocaba enjabonarme mis partes íntimas, una gran erección reinaba aquella zona. Mi pene era a simple vista más largo que el de David, que ya era bastante, pero más fino. Se podía apreciar mi rosado glande en su totalidad, ya que el prepucio no llegaba a cubrirlo. Me enjaboné por completo y me di la vuelta para dirigirme al grifo.
– ¿Ahora quién le va a sacar un ojo a quién? – comenzó a reír David cuando vio que yo también me había empalmado.
– Ñiñiñi. – le contesté riéndome yo también. – Es verdad eso de que se pone tonta cuando se lava…
Ahora fue David el que se pegó a la pared para dejarme pasar, imitándome, aunque yo no pude aguantar la tentación de darle un golpetazo con la mano en su pene, que rebotó como un muelle.
– ¡Ah! Cabrón, jaja. – me dijo, mientras se tocaba sus partes.
Me enjuagué todo el jabón que tenía en el cuerpo, cuando David me preguntó:
– ¿Quieres que te lave la espalda?
– Jaja, vale. – respondí yo, dando un paso atrás para que dejase de caer agua sobre mi espalda.
Sentí las suaves manos de David extendiendo el frío gel de baño sobre mi espalda, haciéndome cosquillas cada vez que se acercaba a mis costados. Cuando llegó a la parte de mis lumbares, me puse un tanto nervioso, pero el siguió bajando mientras hacía círculos. Pasó las manos por el exterior de mi cintura y bajó hasta la parte posterior de mis mulos. Cuando creía que ya había terminado, subió sus manos hasta pasarlas por mi trasero, dibujando circunferencias con ellas. Yo estaba a más no poder, disfrutando del roce de sus manos sobre aquella zona tan erógena. Pero el culmen fue cuando pasó su mano derecha por el interior de mi raja, rozando mi ano con uno de sus dedos.
Un gemido se escapó de mi boca y David llevó su mano derecha hasta mi pene, que estaba casi explotando. Sentí la palma de su mano y sus dedos rodear mi miembro mientras que David daba un paso adelante y pegaba su pecho a mi espalda, colocando su paquete en mi culo. Así, comenzó a subir y a bajar la piel que cubría mi pene, mientras refregaba el suyo entre mis cachetes y respirando en mi cuello.
El agua caía sobre nosotros a la vez que los gemidos que salían de mi boca eran ahogados por la música. Un placer indescriptible me recorría el cuerpo entero gracias a la paja de David y unido al morbo de su pene frotándose contra mi culo, lo que hizo que en un par de minutos mi cuerpo comenzara a hacer espasmos, mientras mi pene palpitaba y me temblaban las piernas. El deseado orgasmo llegó, arrancando una nota de placer de mi boca, haciéndome estremecer y contraer mi cuerpo, juntándose con el de David a la vez que de mi miembro varios chorros de semen salieron y se estrellaron contra la pared.
David paró progresivamente de masturbarme, hasta que finalmente separó su mano de mi pene mientras que yo jadeaba.
– ¿A qué ha venido eso? – le pregunté extrañado cuando me giré para verlo.
– No sé, simplemente ha pasado. – se sonrojó bastante. – Perdón si te ha molestado, no volverá a pasar. – dijo, mientras agachaba la cabeza.
– ¿Bromeas? Ha sido espectacular. – le dije, riendo. – Venga, cámbiame el sitio, que te voy a enjuagar ahora yo la espalda.
David levantó la cabeza y me sonrió, pasando a mi lado y poniéndose él ahora bajo el agua. Yo me acerqué a por el bote de gel y eché una cuantiosa cantidad de este en mis manos. Me dirigí de nuevo hasta David, que estaba dándome la espalda, con el agua cayéndole en el pecho. Puse mis manos sobre su espalda, que estaba tensa que y se erizó cuando notó mi presencia. Comencé a extender el gel por toda la extensión de su espalda mientras hacía círculos con las palmas de mis manos.
Imité el recorrido que hizo David, pasando de su baja espalda hasta sus muslos, pasando por sus caderas. Cogí aire y subí mis manos hasta los apretados glúteos de mi amigo, que formaban una especie de pompa. Masajeé con todo el gel la zona, hasta que separé mi mano derecha y la pasé a través de esa franja que dividía sus cachetes. Noté con mi dedo corazón tocar el fondo y un pequeño agujero cuando comencé a subir, hasta tocar su coxis. David dejó escapar un casi imperceptible “Uff” cuando mi dedo rozó su ano.
Di un paso hacia David y pegué mi pecho contra su espalda primero y mi pene entre culo después, para pasar a tomar con mi mano derecha su rabo. Sentí el calor que desprendía su miembro a través de su fina y blanca piel, que empecé a subir y a bajar a lo largo de su tronco. David se movía rítmicamente con sus caderas mientras lo masturbaba, haciendo que mi flácido pene comenzara a frotarse entre sus glúteos. Mi respiración se estrellaba contra el cuello de David, que puso sus manos contra la pared mientras que el agua nos caía encima.
En aquella posición, su culo quedaba mucho más expuesto, dejándome ver su rosado ano. Aquella visión fue superior a mí y mi pene cobró vida de nuevo. Comencé a frotarme entre los cachetes con movimientos de cadera, cuando noté cómo las piernas de mi amigo le fallaban un poco, su respiración se paraba y su pene palpitaba en mi mano.
Bajé el ritmo a la vez que veía por encima de su hombro cómo los chorros que salían de su pene se estrellaban junto a los míos y manchaban mi mano, aunque una sensación caliente me confirmó que tenía la mano llena de los restos de mi amigo. Quité la mano de su pene y me retiré con un paso. Cogí un poco de gel con la mano que tenía limpia y me limpié la otra, aclarándolo con el agua después.
Mientras, David se reponía de aquel trote, recuperando el aliento y limpiándolo todo a la vez. Después, cogió el champú que tenía al lado y se enjuagó la cabeza. Yo estaba algo desconcertado, aunque actué con normalidad. Cuando me tocó a mí lavarme la cabeza, justo cuando David salió de la bañera, puse el agua fría para calmar mi erección y terminé la tarea rápidamente. Antes de salir de la bañera, David me alcanzó una toalla con una sonrisa en la cara.
– Ha sido impresionante, ¿no? – me dijo.
– Sí, la verdad es que no ha estado nada mal, jaja. – le respondí.
Mentira, de nada mal nada. Había sido impresionante. Era la primera vez que alguien tocaba mi pene y, por supuesto, la primera vez que alguien me hacía una paja. Pero no quería que David me lo notase, ya que él había estado con varias chicas y no era virgen, al contrario que yo. Yo había salido con algún par de chicas durante el último trimestre, pero nada cuajó con ninguna y no pudimos pasar de los morreos y los magreos por encima de la ropa. Realmente estaba muy confuso sobre qué me gustaba, si los chicos o las chicas, ya que con ambos me excitaba.
Hasta aquí la primera parte de esta historia. Es una introducción a esta serie de relatos, bastante distintos a lo que acostumbro a hacer, pero con los que estoy disfrutando mucho escribiendo. Espero que les haya gustado.