Me vuelvo la esclava sexual de mi propio hijo

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Soy una mujer liberal, aunque nadie debería confundir eso con que soy una mujer abierta a todo y con cualquiera. Mis actos podrían catalogarse de liberales en cuanto al sexo, pero sigo siendo una mujer, con mis gustos, mi principio y una moralidad escrita a mi gusto. Adoro acostarme con varios hombres al mismo tiempo, pero debe suceder cuando me apetezca y con quien me apetezca. Me separé de mi esposo hace ocho años, desde ese momento, he vivido el sexo como algo esporádico sin la necesidad de establecer ningún vínculo afectivo. Cuando estaba casada, intenté convencer a mi marido para hacer algún trio o participar en alguna orgia, incluso le provoqué vistiendo de forma extrema en la calle. Solo conseguí negativas o que me preguntase si estaba loca. No estoy loca. O al menos creo no estarlo, porque la semana pasada sucedió algo que me hace replantear mi estado mental. Supongo que me separé de mi marido porque necesitaba más, y es esta necesidad que me consume por dentro la que me ha llevado a hacer algo que nunca debería haber hecho.

Mi nombre es Amanda, tengo cuarenta años, mido cerca de metro setenta y peso sesenta kilos. Desde que me separé me he adelgazado mas de veinte kilos, acudo cada día al gimnasio y como con moderación. Me gusta lo que veo en el espejo, cuando refleja mi desnudez al vestirme o desvestirme. Soy una mujer atractiva, o así me siento. Mis piernas son esbeltas y torneadas, mi cintura es estrecha y mis pechos, aunque no son demasiado grandes, aun ganan la batalla a la inevitable gravedad. Antes llevaba el pelo largo de color caoba. Ahora lo llevo corto y teñido de rubio. Ahora salgo a la calle y los hombres giran su cabeza al verme pasar. Eso es lo que siempre quise, sentirme deseada. Por eso me separé, por eso he cambiado mi aspecto físico. Por eso soy feliz.

Hasta la semana pasada.

¿Qué sucedió? Antes de contar lo sucedido os contaré que vivo con mi hijo en un piso en la zona alta de Barcelona, soy comercial de una empresa de alarmas y, gracias a los ladrones y a la desconfianza de los ricos, me gano la vida estupendamente. Mi hijo se llama Adrián, tiene dieciocho años y supongo que debo decir que se dedica a estudiar aunque, en realidad, siempre está en su habitación, tumbado en su cama, jugando con la consola o viendo películas en su teléfono móvil.

Y eso es algo que no soporto.

La semana pasada, el sábado por la tarde, cuando entré en su habitación puede darme cuenta, una vez mas, del desastre que era mi hijo. La cama sin hacer, la ropa sucia tirada por el suelo, platos de comida o vasos encima de la mesa y un terrible olor invadiéndolo todo. Así que recogí, limpié todo y ventilé la habitación. También tomé la decisión de que, en cuanto volviese a casa, le haría sentarse frente a mi para tener una conversación de madre a hijo. No estaba dispuesta a dejar pasar un día más con aquella apatía y aquel desorden.

Adrián llegó alrededor de las nueve de la noche, vestido con unos tejanos y una camiseta que, con toda seguridad, había recuperado del cesto de la ropa sucia. Se sorprendió al verme en el comedor, sentada en la mesa, esperando. Y digo que se sorprendió porque no había preparado la cena y sabía que Adrián había vuelto a casa a esa hora a cenar.

-Siéntate Adrián -ordené

Adrián se sentó a regañadientes, consciente de que una conversación con su madre era lo último que necesitaba alguien que había vuelto hambriento a casa.

La expliqué que aquello no podía continuar. Adrián, sorprendentemente, atendía a todo sin rechistar. Aunque pronto me di que su vista se desviaba hacia mis pechos. ¿Qué estaba sucediendo? Bajé la vista y vi que uno de mis pezones asomaba por costado de la camiseta de tirantes. Iba vestida de forma cómoda, con unos pantalones de pijama y una camiseta de tirantes, sin ropa interior.

Rápidamente estiré el costado de la camiseta tapándome.

-¡Adrián! -protesté- ¿Por qué no me has avisado?

Adrián se encogió de hombros. Yo estaba pegándole la bronca a mi hijo adolescente mientras él estaba embobado observando mi pecho. Decidí que había acabado la conversación, ya hablaría con el en otro momento. Le dije que se levantase y que se fuese a duchar mientras yo hacia la cena.

Mi hijo pareció dudar unos instantes pero después se levantó rápidamente y se fue a duchar. Entonces comprendí porque había dudado, al levantarse, aunque lo intentó ocultar, pude ver una gran erección bajo la tela de sus pantalones. ¿Mi hijo había tenido una erección viendo mi pecho? Agité la cabeza de un lado a otro para desembarazarme de esa idea y comencé a cocinar la cena, con una especie de calor instalado en mi pecho, sin poder apartar de mi mente la tremenda erección de mi hijo e imaginando, sin poder evitarlo, como de grande debía ser su pene si a través del pantalón se veía así. Alguna vez había visto a mi hijo desnudo y debo reconocer que su pene es muy grande, pero nunca lo había visto erecto. ¿En qué diablos estaba pensando?

Sin poder evitarlo, me deslicé por el pasillo en dirección al baño y entreabrí un poco la puerta. A través de la mampara transparente pude ver a mi hijo, duchándose. Aunque mas que ducharse, estaba bajo el agua, masturbándose con ambas manos. Si, ambas manos. Su pene era gigantesco, mas que ninguno que yo hubiese visto antes. ¿Se estaría masturbando porque había visto mi pecho o era algo que siempre hacia en la ducha? No podía dejar de admirar aquel espectáculo, mi hijo adolescente masturbándose por mí. De repente, me encontré con una de mis manos dentro del pantalón de mi pijama, buscando mi clítoris. ¿Estaba loca? Mi hijo se estaba masturbando porque me había visto un pecho y yo me estaba masturbando porque estaba viendo su pene.

En ese momento, Adrián levantó la cabeza y me miró directamente a los ojos. Podría haber salido corriendo de vuelta hacia la cocina, pero esperé unos segundos más, aguantando la miraba de mi hijo, mientras llegaba el orgasmo desde mis dedos. Entonces volví rápidamente a la cocina. ¿Qué había hecho? Me acababa de correr viendo a mi hijo masturbándose. Y él se había dado cuenta. Ahora no podía pensar en nada, ni tan solo en cocinar, me quedé inmóvil frente a las patatas que se estaban friendo en la sartén, incapaz de mover un solo músculo de mi cuerpo. Había sido un orgasmo maravilloso. Pero había estado mal.

Apagué el fuego y volví al baño. Ahora estaba vacío así que fui hasta la habitación de Adrián, mi hijo estaba allí, envuelto en una toalla, rebuscando entre su ropa interior algo con lo que vestirse.

-Adrián -dije intentando mantener la calma- tenemos que hablar.

-¿Otra vez, mamá? Tengo hambre.

-Es sobre lo que ha sucedido en el baño hace un momento. Me has visto ¿verdad?

Adrián asintió con la cabeza sin contestar. Bajé la vista y vi la erección que estaba comenzando a formarse bajo la toalla que estaba atada a la cintura de mi hijo. Había ido a buscarle para decirle que aquello había sido del todo inapropiado pero ahora lo único que quería era volver a ver su pene.

El destino y la física se aliaron con mis deseos. La (de nuevo) tremenda erección de mi hijo hizo caer la toalla y entonces volví a ver aquel magnifico pene frente a mí. Un pene de mas de treinta centímetros, grueso y lleno de venas, totalmente erecto y rodeado de un suave vello castaño. No dije nada, Adrián tampoco. Simplemente nos miramos a los ojos. Di dos pasos y le besé en la mejilla, su pene golpeaba contra mi estómago. Un beso a mi pequeño, el ultimo beso antes de saludarle como el hombre en el que iba a convertirse.

Bajé una de mis manos y cogí su miembro, sin dejar de mirarle a los ojos, entonces comencé a masturbarle con fuerza, aunque era tan grueso y grande que tuve que bajar la otra mano también. Adrián cerró los ojos. Una de sus manos se deslizo hasta uno de mis pechos que comenzó a tocar por encima de la camiseta.

Soy una mujer liberal. Y lo que estaba dispuesta a hacer en aquel momento iba a ir más allá de lo que cualquier mujer que conozco habría hecho. Necesitaba sentir la polla de mi hijo dentro de mí. Bajé la vista y la observé, nunca me había metido nada tan grande en mi boca, creo que no me cabía. Preferí no intentarlo, tampoco quería que me la metiese en la vagina. La sola idea de que mi propio hijo pudiese dejarme embarazada casi me hizo salir corriendo. Solo quedaba una opción para sentirlo dentro de mí.

Me gusta el sexo anal, tanto que incluso permito que me sodomicen los penes mas grandes o lo haga yo misma con un vibrador gigante. Pero incluso el vibrador mas grande era mas pequeño que el pene de mi hijo. ¿En serio iba a pedirle a mi hijo que me sodomizase? Lo necesitaba, necesitaba sentirle en mis entrañas mas que ninguna otra cosa que hubiese necesitado durante toda mi vida. ¿Y después? ¿Cómo iba a poder mirarle a la cara?

No encontré una respuesta razonable a eso así que decidí hacer la cosa menos razonable.

Solté su pene, me desnudé, me puse a cuatro patas encima de su cama y le dije que me la metiese por el culo.

-¿Pero qué dices, mamá? -preguntó Adrián, asombrado.

-Haz lo que te digo. ¿No quieres hacerlo?

-No es eso.

-¿Nunca se la has metido por el culo a ninguna de tus amigas?

-Nunca me dejan, la tengo demasiado grande, dicen.

-Tu madre está aquí y ahora para solucionar eso. Métemela por el culo Adrián y hazlo ya o me arrepentiré y me iré de esta habitación.

Al escuchar el ultimátum, Adrián se acercó a mí, cogió mis caderas y me clavó su pene hasta el fondo. Mi hijo, ignorante de casi todo, nunca había sodomizado a nadie. Desconocía el tacto que debía tener, desconocía el arte de lubricar antes de penetrar. Simplemente colocó el glande de su descomunal pene en mi ojete y empujó con fuerza hasta meterla de golpe.

Lo que sentí en ese momento fue que me habían roto por dentro, sentí que el pene de mi hijo me había traspasado y saldría por mi boca. Empalada como en una de esas películas de caníbales en la selva. No pude evitar un grito que ahogué rápidamente tapándome la boca.

-¿Te he hecho daño mamá? -dijo Adrián asustado.

Mientras preguntaba, noté como comenzaba a sacar su pene de mi culo.

-No la saques cariño, ahora que ya está dentro no la saques -dije con lágrimas de dolor en mi rostro-. Ahora muévete pero con suavidad, no hagas daño a mamá.

Adrián obedeció, cogiéndome con fuerza de las caderas y comenzando a bombear dentro de mi ano. Puede que lo hiciese con cuidado pero yo notaba que, a cada golpe, algo se rompía dentro de mí. Un dolor indescriptible que se mezclaba con un placer desconocido para mí. Deslicé una de mis manos por debajo y comencé a masturbarme con delicadeza mientras el pene de mi hijo abría mi culo sin compasión.

Creo que fue el orgasmo mas intenso que he tenido nunca. Y, curiosamente, sucedió mientras notaba como mi hijo comenzaba a temblar a mi espalda y algo caliente se derramaba en mis entrañas.

Nos habíamos corrido juntos, madre e hijo.

Adrián sacó el pene de mi culo y el dolor volvió a ser parecido a cuando me había penetrado, como si alguien me estuviese arrancando un brazo o una pierna. Entonces salí corriendo hacia el lavabo, me senté en la taza del wáter y dejé que el semen de mi hijo abandonase mi cuerpo. Antes de tirar de la cadena vi el semen flotando en el agua, también había algo de sangre. El culo seguía doliéndome a rabiar. Me di una ducha rápida, volví a mi cuarto y me cambié de ropa. Estaba avergonzada, con un calor insoportable que se había apoderado de mis mejillas. ¿Qué acababa de hacer? Había dejado que mi hijo me sodomizase. ¿Estaba loca?

Si, estaba loca.

Al volver a la cocina me encontré a Adrián, vestido con un pijama, frente a la sartén donde unas patatas a medio freír, flotaban en una balsa de aceite frio. Me dolía tanto el cuerpo y estaba tan avergonzada que no me apetecía cocinar la tortilla de patatas, no me apetecía cenar. Solo quería ir hasta mi cama, dormir y que al día siguiente, al despertar, nada de lo sucedido, hubiese ocurrido.

-¿Y la cena? -preguntó Adrián señalando la sartén-. Tengo hambre, mamá.

Lo acababa de preguntar como si no me hubiese acabado de sodomizar. Como si nada hubiese ocurrido. Lo preguntó con la inconsciencia de quien no conoce la relevancia del incesto.

-Claro Adrián, siéntate -dije señalándole la mesa-. Mamá hará la cena.

Esa noche, después de que mi hijo me rompiese el culo, cenamos juntos una deliciosa tortilla de patatas