Así fue como perdí mi inocencia y terminé dominada

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«Puedo presentar, a la señora Preston Wilkes,» la voz de Harrison resonó fuerte y clara. De repente me quitaron la venda de los ojos y me soltaron la pinza que sujetaba el chal. El chal cayó al suelo, dejándome de pie con los pechos expuestos delante de los ojos de un salón de baile lleno de gente. Inicialmente estaba demasiado atónita para comprender la sociedad que me rodeaba. Las figuras ante mí nadaban de una a otra, hombres con traje, mayordomos con esmoquin, mujeres con elegantes trajes largos, pero la mayoría trajes transparentes como el mío. Pezones erectos rompían las superficies de suave seda, que resplandecían lustrosas en la opulencia de la luz de las velas. Había varias mujeres desnudas con collares y grilletes, arrodilladas a los pies de hombres que sujetaban sus correas en la mano. Otras mujeres tenían las cabezas inclinadas humildemente hacia el suelo, fuera de la vista. En casi cada caso, aún desde una distancia considerable, podía ver los signos aparentes de esclavitud servicial en los cuerpos de estas mujeres, marcas de látigo y vara, profundas marcas a fuego y extraños tatuajes.

Me di cuenta de que la atención de toda la habitación estaba centrada en mí, y que estaba en pie frente a esta gente con mis pechos expuestos y mi maquillada entrepierna brillando desde debajo de la oscura y transparente falda. Siguiendo órdenes de alguien que no podía ver, una de las esposas sumisas vino a toda prisa a mis pies. Tomando suavemente en las manos el borde de mi falda, la enrolló hacia arriba hasta la parte de abajo del corsé, y la ató con cintas que parecían estar estratégicamente situadas allí para ese propósito. Aunque había estado desnuda antes en presencia de extraños, estremeciéndome en posturas eróticas desgraciadas, encontré esto mucho más atemorizador que todo a lo que se me había expuesto en los pocos meses de mi matrimonio.

Las caras de la multitud se asomaban a mi persona. Los ojos de lívidos hombres y llamativas mujeres se emparejaban en sonrisas viciosas, sus cuerpos parecían cernerse y preparados para atacar. Me miraban, luego cuchicheaban entre ellos, supongo que comentando lo que veían. Me sonrojé, con la cara tan escarlata como el carmín que coloreaba mis labios púbicos y mis pezones. Murmullos de excitación se arrastraban por la sala, todos presumiblemente me concernían.

«¡Juego limpio!» gritó Harrison por encima del estruendo apagado. La sala se acalló salvo toses ocasionales, aunque la energía expectante que brotaba a grandes oleadas a través de la muchedumbre no se detuvo cuando la conversación se desvaneció. Me sentía casi zarandeada por el poder de sus imaginaciones fabricando escenas sexuales sobre mí.

«¡Qué clase de marcas tiene para ofrecernos!» gritó un caballero que no pude ver en la multitud.

«Su carne es territorio virgen, Malcolm,» le contestó Harrison. «Preston no ha tenido tiempo de iniciarla por sí mismo, de modo que nosotros tendremos hoy ese honor. Pidió específicamente que sea perforada y marcada en la espalda con un látigo de los usados con los toros.»

Casi me desmayé por anticipado de terror, aunque Harrison eligió ese momento para golpearme a partir de mi postura doblada y enderezarme, de modo que volviera a mirar a la hambrienta multitud con nerviosa zozobra.

Discutieron sobre mí hasta que Harrison finalmente les detuvo. «Lo decidirá la subasta, caballeros,» Harrison dividió a la multitud con sus palabras y me llevó al centro del amplio círculo. «Gírate despacio y deja que te vean,» dijo de modo que toda la sala pudo oírlo. Luego se puso a mi espalda y me susurró en privado, «No temas, querida. Estaré contigo todo el tiempo.»

«¿Es esto lo que mi marido quiere?» le susurré a mi vez.

«Sí. Haz que se sienta orgulloso.» Su sonrisa era amable, y sus ojos lo mismo, como si entendiera lo difícil que sería para mí. También dejaba claro que consentiría cualquier cosa que ocurriera. Volviendo sobre sus pasos me dejó sola en un círculo de seis pies (1,80 m) de radio, con docenas en la audiencia dispuestos a realizar sus pretensiones sobre mí. Las pujas se gritaban en sucesión rápida como el fuego – ‘veinte por marcarla a fuego’, ‘cincuenta por las perforaciones’, ‘cien por la vara’, ‘trescientas por el látigo’ y así más y más por toda la sala; las voces de los hombres y las mujeres se alzaban hasta mis oídos y me herían. A las dos mil quinientas, Harrison los detuvo. Siempre me preguntaré si llevaba de memoria la puja ganadora y el amo ganador. «¡Nathaniel!» gritó con voz fría y clara. «Al frente y al centro con la señora Wilkes. Dale la iniciación que merece.»

El hombre que emergió del grupo de almas era alto y de anchos hombros, con barba grisácea, pelo gris arreglado, ancha mandíbula y piel bronceada. Doblaba a Preston en edad. Sus ojos – tan azules como el color del cielo de verano – eran lustrosos, imbuidos de decisión y autoridad. Me tomó por el hombro, tranquilo y mucho menos agitado que la multitud excitada que nos rodeaba, diciendo, «Veré que se haga correctamente, Harry. Una tan adorable como ésta merece que se la atienda con cuidado.»

«Sé que harás justicia a Preston,» replicó Harrison. Parecían como un padre hablando a otro, pasando las riendas del control en algún ritual sagrado. Quizás para esta gente esa era la verdad, pero eso es solo algo con lo que he especulado desde que he puesto alguna distancia entre el presente y aquel memorable día. De momento, estaba hipnotizada, demasiado asustada y excitada para pensar con sentido.

Llevándome al extremo más alejado de la sala de baile, Nathaniel caminaba hacia su objetivo, mucho más seguro que yo. Entonces, también, sabía lo que ocurriría y yo solo tenía indicios vagos y aterradores. La multitud que nos seguía se volvía más sombría mientras se desarrollaba la escena – como si estuvieran actuando sobre un guión bien aprendido, habiendo ensayado esta parte, como todas las otras, muchas veces. En una gabinete adyacente de unos ocho pies por diez (2,4 por 3 metros), adornado por los cuatro lados con colgaduras pesadas de damasco, había una cruz de hierro: un poste vertical con una barra transversal a la altura de los hombros. Llevándome hacia el opresivo objeto, el extraño, Nathaniel, me arrancó la falda del corsé dejándome desnuda de cintura para abajo. Luego me empujó hacia la cruz diciendo, «Arriba los brazos,» orden que obedecí sin dudar. Mi corazón palpitaba en mi pecho dos veces más deprisa de lo que debería, mi cabeza estaba debilitada, mis miembros como andrajos, mi estómago a punto de cortarse.

«Ahora perteneces a Preston,» me dijo suavemente el hombre. «Tras esta noche nos pertenecerás a todos nosotros.»

¿Qué quería decir con esto? La cabeza me daba vueltas y más vueltas con explicaciones vertiginosas, pero ninguna bastaba para aplacar mis temores. Ninguna tenía sentido para responder por qué mi marido aprobaba esta asquerosa escena.

Estaba inmovilizada eficazmente con cuerdas alrededor de mis muñecas que estaban enganchadas al travesaño horizontal, y mis pies asegurados a la base de cada extremo de una barra de 3 pies (90 cm). Mi encorsetada cintura fue enganchada al poste de hierro con una tira de cuero gruesa. A partir de aquí mi iniciación comenzó de lleno. La paliza empezó con látigos de cuero golpeando cada pulgada de mi piel, desde las pantorrillas a los hombros, para arriba y para abajo a un ritmo frenético. Se me acostumbró al dolor, encontrando como si siempre obtuviera algún alivio con la intensidad, mientras mi cuerpo sexual respondía a la sensación.

Fui llevada más allá de mi misma, más allá del dolor, más allá del reconocimiento de las cosas. Estaba sola conmigo misma, viendo la borrosa cara de un hombre delante de mí, haciéndome señas con amor para que me uniera a él. ¿Estaba muerta? Durante un tiempo mi consciencia estuvo tan perdida en el frenesí físico que me cuestioné mi existencia. Pero la gravedad y la supervivencia me hicieron regresar. Luego un repentino dolor candente y abrasador chasqueó en mi hombro izquierdo. Las rodillas se me doblaron. Me habría ido al suelo a no ser por la cuerda y la tira que me tenían atada al hierro. A cada segundo el intenso dolor se calmaba un poco más y me di cuenta de lo que había ocurrido. En el punto álgido de la intensa paliza, cuando estaba casi metida en las consecuencias orgásmicas, Nathaniel tomó el látigo para toros y me desgarró el hombro. Rasgó la carne haciendo brotar la sangre, dejando tras él una herida que me marcaría para siempre, como Preston presumiblemente había ordenado. Una vez disipado mi grito, dos amables mujeres se me acercaron atendiendo la herida abierta y liberándome de mis ataduras.

Al poco rato estaba tendida sobre una mesa preparada para el examen femenino con las piernas completamente separadas para exhibir mis genitales. Varios hombres estaba a mis costados para asegurar que estuvieran ampliamente separados, mientras varias mujeres sujetaban mis brazos y cabeza, intentando ahuyentar con el masaje la ansiedad que se me había agarrado a las entrañas y me dejaba helada.

Nathaniel inspeccionó mi carne interna, haciendo que me agitara y diera vueltas e hiciera muecas de dolor mientras su dedos se familiarizaban con mi vagina, mis labios vaginales y mi ano. Había pasado por esto anteriormente, pero nunca con tanta gente observando como si tuvieran derecho a ver mi cuerpo exhibido de esa forma. El hombre se entretuvo con los labios internos, escrutándome cuidadosamente, tomando decisiones que no podía ni imaginarme. Luego con una brusquedad a juego con las muchas de esa noche, que me arrastraban a mundos de angustia y satisfacción, me produjo un dolor mordiente – había perforado mi carne con una aguja. Otra y otra me atacaron a continuación. «Es mucho mejor todo de una vez,» me aseguró una voz desconocida.

¿Qué es lo que era mejor de una vez? Todavía no alcanzaba a entender lo que me estaban haciendo. Nathaniel se entretuvo más en el interior de mi dolorida entrepierna. No pude figurarme lo que estaba haciendo hasta que al fin su trabajo estuvo terminado, y la mano que me sujetaba soltó su agarre mientras me empujaban para que me pusiera sobre mis temblorosos pies. Sujeta con seguridad, con el brazo de Nathaniel alrededor de mi cintura, nos encaminamos a un lado de la sala donde fueron retirados los cortinajes para dejar a la vista un espejo. A primera vista pude ver muy poco, excepto algo brillante en mi entrepierna. Cuando Nathaniel me abrió los labios con los dedos y los dejó separados pude ver claramente la realidad. Allí, colgando como rubíes, había seis anillos, dos en cada uno de los labios internos, uno en la parte alta de mi clítoris y otro debajo, casi en la abertura de mi vagina.

«Buen trabajo,» dijo alguien entre la multitud que observaba.

Fijé la vista en esta nueva imagen de mi misma, sobrecogida e incluso un poco satisfecha de haber aguantado tanto.

«Ahora, mi joven señora, te presentaremos a tus compañeros de juerga.» Se volvió un segundo, «Anillo nasal, por favor.»

Retrocedí al ver un anillo de plata más bien grueso del tamaño de medio dólar que avanzaba hacia mi cara.

«No irás a…» estaba segura de que pretendía perforarme como un toro.

«No, querida, solo es temporal,» me aseguró. El anillo no era un círculo completo. Los dos extremos del círculo se enfrentaban mutuamente, cada uno con una cuenta en la punta. Los insertaron en mi nariz por detrás del cartílago de la base donde aplicaron la presión suficiente para dejar el anillo nasal seguramente alojado hasta que me lo quitaran. «Ahora, ponte de rodillas.»

Nathaniel, llevándome mediante una correa atada al anillo nasal, me hizo arrastrarme desde la sala hasta otra donde me subí a una plataforma de demostración. Pasé el resto de la noche, inclinada humildemente, mostrando al mundo secreto de devotos sexuales las profundidades a las que me había llevado mi sumisión. No había objetado una vez, ni una sola vez. Nada de llantos, ni puños agitados, ni siquiera la más débil duda. Me preguntaba si habría sido drogada para sucumbir tan rápidamente a esto. E incluso estaba orgullosa de mi misma y de mi representación, incluso orgullosa de la mujer sumisa que se convertía en el blanco de los chistes, el objeto de pinchazos sugerentes y gestos obscenos para el resto de la noche.

«Si alguna vez necesitas otro campeón, señora Wilkes, podrás tenerlo en mí,» me dijo Nathaniel cuando la noche estaba llegando a su fin.

Me sonrojé, pensando que era extraño y dulce por su parte decirlo. Dulce e irónico – después de las cosas diabólicas que acababa de hacerme.

«Estoy segura de que no necesito otro campeón. Tengo a Harrison.» Que raro, no dije Preston. Ni siquiera había pensado en él.

«Y es muy bueno,» dijo con alguna admiración