La humillación hacia la profesora

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— ¿Estás bien mi amor? —le preguntó Javier, su marido, mientras ella le entregaba una taza de té recién hecho—. Te están temblando las manos —agregó.

— No pasa nada, es que la taza estaba muy caliente y me estaba quemando, casi tiro todo —dijo Lucía, esgrimiendo la primera excusa que se le vino a la cabeza.

— Pobrecita mi amor.

— No pasa nada, no alcancé a quemarme en realidad. Voy a lavar los platos.

— No hace falta Lucy, ya los lavo yo después.

— No, si no me molesta.

No tardó en darle la espalda y se escabulló en la cocina. No podía creer lo que estaba haciendo, pero así era. Era domingo y acababan de almorzar. Lucía le había puesto una pastilla de clonazepam a la taza de té de su marido. La había aplastado hasta convertirla en polvo, para que él no se diera cuenta. Esperaba que surtiera efecto pronto. No tenía mucho tiempo. Javier se había demorado en hacer el almuerzo. Se suponía que para esa hora ya estaría dormido.

Revisó el celular, pero no había mensajes nuevos. Aun así, sintió un horroroso escalofrío recorrer todo su cuerpo.

— De verdad, parecés muy nerviosa —dijo Javier cuando ella volvió al comedor para limpiar la mesa.

Ella esbozó una sonrisa forzada.

— No es nada gordo. Sólo estoy un poco preocupada pensando en si conseguiré trabajo el año que viene.

— Claro que vas a conseguirlo bebé —le dijo él. Dejó la taza de té en la mesa ratona, se puso de pie, la abrazó y le dio un beso en la frente.

La actitud cariñosa del hombre hacía todo más difícil.

— Además, tampoco es que tu último trabajo fuera la gran cosa. ¿Acaso no eran muy problemáticos tus alumnos de este año?

A Lucía le dio un vuelco al corazón al recordar a sus alumnos. O más específicamente, a cuatro de ellos.

— Terminá tu té que se va a enfriar —dijo.

— A la orden mi general. Y por cierto… Estás muy hermosa —dijo, mirando el bonito vestido azul que se había puesto ella. Luego tomó de un solo sorbo el té que le quedaba en la taza.

Entonces sonó el timbre. A Lucía se le heló el alma. Había llegado la hora.

— Yo abro —dijo Javier.

Lucía se quedó en la cocina, como escondiéndose, esperando tener la suerte de desentenderse de esa situación.

Javier abrió la puerta y ella escuchó cómo hablaba con alguien. A los dos minutos entró a la casa de nuevo.

—Son cortadores de pasto —le dijo a su esposa, quien fingía limpiar la mesada—. La verdad que el pasto del patio del fondo está bastante alto, no estaría mal que lo corten. Además, cobran muy barato. Lo que sí me pareció raro es que sean cuatro muchachos.

Era común que gente sin trabajo estable se ofreciera a cortar el césped de los vecinos, pero lo normal era que fueran de a dos personas como mucho.

— No sé, me parece que tendríamos que cortarlo cuando esté un poco más alto —dijo Lucía, dando un último manotazo de ahogado, aunque sabía que incluso si se liberaba de lo que estaba a punto de suceder, las consecuencias podrían ser aún peores. En su fuero íntimo deseó que Javier no le hiciera caso.

— Pero ya sabés cómo es esto —dijo él—. Después yo me olvido y el pasto crece hasta que parece que vivimos en una jungla. Mejor le digo que lo corten ahora y listo. Además, parecen buenos chicos.

— Bueno, como quieras gordo.

— Los hago entrar por el costado —dijo él, y después, justo cuando iba a abrir la puerta, dio media vuelta y agregó—: sabes, de repente me siento terriblemente cansado.

Lucía los vio entrar a través de la ventana. Como ya sabía, los cuatro cortadores de pasto eran bien conocidos por ella. Javier los acompañó hasta el patio trasero. Ella escuchó el motor de la máquina cortadora de pasto encenderse.

— No sabés el sueño que me agarró, parece que no dormí en toda la noche—dijo Javier cuando entró a la casa de nuevo—. Me voy a tirar un rato acá —agregó, recostándose sobre el sofá de la sala de estar.

— ¿Por qué mejor no vas a la cama? —dijo ella—. Yo les pago cuando terminen.

— No hace falta, duermo acá nomás. Seguro que en un rato estoy fresquito como una lechuga. Debe ser porque estamos en la hora de la siesta. Mi alma de correntino me traiciona —bromeó.

Lucía vio cómo por fin se dormía. Nunca había sentido tanta compasión por su pareja como en ese preciso momento.

Se sentó en el sofá frente a él. Su celular vibró, y vio que le llegó un mensaje. Era de Ricardo. “¿Lo hiciste dormir o no? Si no lo hiciste, peor para ti. En tres minutos vamos a entrar de todas formas”.

Lucía sintió una rabia que sólo podía despertar la indignación y la impotencia que sentía en ese momento. Trató de no pensar en lo que estaba a punto de ocurrir, pero le fue imposible. Iba a ser violada. Y no sería una violación cualquiera, sería una violación grupal perpetrada por sus alumnos. No era la primera vez que le sucedía, pero no por eso resultaba más verosímil la situación por la que estaba pasando. Y en este caso la cereza del pastel era que ella misma propiciaba ese ultraje del que sería víctima en unos minutos. Sintió ganas de llorar, pero las lágrimas no salían, pues ya había llorado mucho durante la semana anterior, y parecía que se había quedado seca por dentro.

Entonces la puerta del fondo se abrió. Un chico delgado y alto, con el pelo frondoso y la piel blanca llena de pecas, aparecía en el umbral de la puerta. Detrás de él, todavía afuera, los otros tres miraban el interior de la casa, expectantes.

— ¿Serías tan amable de convidarme con un vaso de agua? Hace mucho calor ahí afuera.

El degenerado de su alumno planeaba todo con sumo detalle. Después de la primera orgía en la que la obligaron a participar, le había escrito muchas veces, exigiendo que ella pusiera fecha y hora del próximo encuentro. Lucía lo evadía inventando excusas. Y cuando por fin daba una fecha, buscaba cualquier excusa para suspender el encuentro. Ricardo le permitió el desaire en dos ocasiones, pero luego de la segunda vez le dio el ultimátum. Ellos irían el domingo a la hora de la siesta, y nada en el mundo podría hacer que no se presentaran, como así tampoco no había nada en el mundo que impidiera la divulgación de todas las fotos y los videos que tenían de ella en caso de que no pudieran concretar el gangbang a la que pretendían someterla nuevamente. En muchas de esas fotos, por supuesto, aparecía Lucía siendo follada por cuatro adolescentes que además eran sus alumnos.

La profesora no tenía salida. Las clases ya habían terminado y los chicos, quienes ya contaban con dieciocho años o más, no debían seguir asistiendo el próximo año, pero se habían asegurado de seguir frecuentando a su profesora preferida.

Ricardo había tenido la astucia, nuevamente, de decir que entraba sólo para pedir un vaso de agua, pues no sabía si Javier estaba dormido o no. Pero cuando vio a Lucía, silenciosa con mirada de niña regañada, y a su marido recostado en el sofá sin emitir palabra, se dio cuenta de que la zorra de su profesora sí le había obedecido.

Ricardo se acercó. Lucía retrocedió y su cuerpo se detuvo cuando se encontró con la pared a su espalda. Él la agarró de la cintura y la abrazó. Ella agachó la cabeza, así que Ricardo la agarró del mentón y la obligó a mirarle a los ojos. La profesora tenía unos enormes ojos marrones, y ahora se encontraban brillosos, aunque aún no salían lágrimas. Parecía un animalito asustado que esperaba, resignado, a que un depredador lo devore.

— ¿Por qué me haces esto? —inquirió ella.

— Porque sé que vas a permitir que lo haga —respondió él.

Entonces le dio un beso en los labios, y su mano derecha fue a la nalga pulposa de su profesora. Su pelvis estaba apoyada en el ombligo de Lucía, y ella ya sentía cómo empezaba a endurecerse.

Ricardo giró, y miró a Javier, quien estaba completamente dormido. Rió con desprecio al ver al tipo que estaba a punto de ser cornudo por cuatro.

— Se puede despertar —dijo Lucía—. Mejor vengan en otro momento. Te juro que no te voy a dar más vueltas. Ya entendí que vas en serio, pero no lo hagamos frente a él, por favor. Si me quieres, aunque sea un poco, váyanse —rogó.

Ricardo frotó el labio rosa de Lucía con su dedo gordo.

— Claro que te quiero —dijo, y luego metió el dedo adentro de la boca. Hizo movimientos circulares y lo empapó con la saliva de ella. Luego lo sacó y lo frotó de nuevo en los labios, dejándolos húmedos—. Pero cuando yo quiero a una mujer, me la quiero coger como a una puta. Quiero dominarla, y someterla. Y también quiero ver cómo mis amigos se la follan. Y hasta ahora no había encontrado a alguien que cumpliera con todos esos puntos. Pero acá estás tú.

Lucía sintió cómo sus músculos se contraían, casi como si estuviese a punto de tener un orgasmo. Sintió también, cómo sus bragas se caían, lo que era absurdo puesto que su alumno aún no le había quitado una sola prenda, y de hecho, su mano se mantenía encima de la tela del vestido.

Javier se removió en el sofá, dijo algo, pero fueron palabras dichas entre sueños. No obstante Lucía tembló de miedo, e incluso Ricardo pareció, por una vez, alarmado. Sin embargo, este último, cuando comprobó que se trataba de una falsa alarma, rió con descaro y siguió comiéndole la boca a la profesora.

— Vamos a la cocina —dijo lucía en un susurro—. Si se llega a despertar, tengo mucho miedo de lo que pueda llegar a pasar.

Ricardo la dejó pasar. La cocina estaba a apenas unos metros de donde estaba durmiendo Javier, pero era la mejor opción. Si se llegaba a despertar, fingiría que le estaba convidando algún refresco a Ricardo, y asunto terminado. Esperaba que el chico entendiera la situación, y no la obligara a hacer cosas que le desarreglaran la ropa, o la despeinaran. Por eso se había puesto el vestido, pues era lo más práctico. Si usara pantalón tardaría mucho en subírselo en caso de ser necesario. En cambio, con el vestido era cuestión de bajarlo y listo. Además, había elegido uno con una tela fina que no se arrugaba fácilmente. Era asombroso hasta qué punto había llegado su sometimiento sin que se percatara de ello. La propia Lucía había sucumbido a las exigencias de su acosador y había hecho sus planes para que la vejación que iba a recibir le causase los menores inconvenientes posibles.

— No podemos estar mucho tiempo, y no pueden venir los cuatro juntos —dijo Lucía. Ricardo la abrazó, y le besó el cuello, mientras ella le seguía susurrando al oído—: Por favor, no hagas mucho ruido. Tenemos que ser silenciosos. Hazme lo que quieras, pero no me hagas gritar, y por favor no gimas fuerte.

Ricardo soltó una risa. Lucía tuvo que taparle la boca con su mano. Él acarició su rostro con ternura.

— De verdad. Como usted no hay ninguna, querida profesora —le dio otro beso. Lucía sentía la potente polla haciendo presión en su cadera—. No te preocupes, el clonazepam es muy fuerte. Más aún para alguien que no lo usa con frecuencia. Yo mismo lo probé hace poco. Estaba con los chicos, y les dije que hablen con normalidad mientras yo dormía, para comprobar si me despertaba. ¿y qué crees? Dormí como un bebé durante catorce horas sin interrupción. Los imbéciles se asustaron y tuvieron que tirarme una olla de agua fría para despertarme.

Lucía soltó una risita al escuchar la anécdota. Pero inmediatamente se arrepintió, ya que la situación no era nada graciosa. Sin embargo, no pudo evitar admirar, una vez más, la astucia del muchacho. Realmente lo pensaba en todo. Deseó que tuviese razón y Javier no se despertara por nada del mundo. Aunque luego se sentiría muy extraño al darse cuenta de que había dormido tantas horas. Pero, en fin, ese era un problema con el que lidiaría luego. Ahora por lo único que debía preocuparse era por satisfacer a ese adolescente que ahora metía la mano por debajo del vestido, y acariciaba la tersa piel de la mujer de veintisiete años.

Ricardo se detuvo estrepitosamente.

— Enseguida vuelvo, no te muevas de acá putita.

Atravesó la sala de estar, pasando frente a Javier, con la pija totalmente tiesa. Tras deliberar unos minutos con sus secuaces, volvió a la cocina junto a Ramón, un chico de estatura baja, pero de hombros anchos y brazos gruesos. Tenía la piel oscura, y su intensa mirada siempre intimidó a la profesora. Sonrió con lascivia al ver a Lucía arrinconada en una esquina.

— Bueno, costó convencer a los otros dos a que esperen, así que más vale que cuando llegue su turno los trates bien, sino después no me los voy a sacar de encima —dijo Ricardo.

Lucía no dijo nada. De todas maneras, no tenía más opción que hacer todo lo que le ordenasen esos cuatro degenerados, principalmente cuando se trataba de una orden de su líder, Ricardo.

De repente las palabras parecieron sobrar. Ricardo y Ramón se abalanzaron sobre ella. Ambos muchachos se apoyaron en sus caderas, y ella sintió los falos erguidos una vez más en su cuerpo. La profesora se preguntaba si sería buena idea apurar el orgasmo de los chicos. Concluyó que probablemente sería peor para ella, pues intentarían volver a montarla. Lo mejor era darle un buen polvo y dejarlos bien satisfechos.

La mano enorme de Ricardo, y la fuerte mano de Ramón se apoyaron en su cintura, pero no tardaron en bajar e ir a la parte trasera, para empezar a magrear el voluptuoso culo de su profesora. Ese mismo culo que tantas veces habían admirado mientras ella les dictaba clases, ahora estaba en sus garras, y los chicos parecían querer desquitarse en ese mismo momento, de tantas noches de desvelo, fantaseando con tocar ese orto, en apariencia inalcanzable, de aquella mujer adulta, que se mostraba como alguien de otra dimensión.

Ambos chicos besaron el cuello de cisne de Lucía, y a la profesora le costó mucho reprimir el gemido. Sin embargo, su respiración agitada, y los pezones que empezaban a endurecerse, evidenciaban que su cuerpo, una vez más, traicionaba a su mente, y se dejaba llevar por la lujuria de aquellos degenerados.

Ahora la mano de Ramón se metía por debajo de la pollera. Era una mano que más bien parecía una garra, pues sus dedos se cerraban con violencia en los glúteos de Lucía, con una fuerza inusitada. Parecía querer guardar en la memoria de su mano, el delicioso tacto del suave y firme culo de la profesora.

— No me quites la tanga, sólo córrela a un costado —le dijo la profesora al oído.

— ¿Cómo lo hacemos? —le preguntó Ramón a su líder.

A pesar de que el petiso tenía un carácter avasallante, mostraba un enorme respeto por Ricardo. Lucía supuso que eso no se debía al solo hecho de que estaba a punto de follarse a su profesora por segunda vez gracias a él, sino que esa subordinación venía de antes. Ricardo era un líder nato, un líder negativo, pues llevaba a sus seguidores por un camino de depravaciones e ilegalidad, pero un líder al fin.

Ricardo lo sopesó unos momentos. Si bien habían elucubrado muchas veces cómo violarían a su profesora, no había contado con hacerlo en turnos de a dos, y en la pequeña cocina, así que debieron improvisar sobre la marcha.

— A ver Ramoncito, qué opinas si te subes a la mesada, para que ella te la chupe. Yo mientras tanto se la doy por atrás —dijo, y acto seguido siguió lamiendo el cuello de Lucía, a sabiendas que ella no podía evitar disfrutarlo.

— No quiero que me hagas el culo. Hoy no por favor. Haría mucho ruido —pidió ella.

— Tranquila, no lo haré. Sólo por esta vez te perdonaremos el culo.

Ramón se separó del exquisito cuerpo femenino y se sentó en la mesada, justo al lado del fregadero.

Ricardo la agarró de la muñeca y la llevó hasta donde estaba su amigo.

— Vamos profe, no pienso bajarme el cierre del pantalón —dijo Ramón—. Tendrás que hacerlo tú.

— Por favor, baja la voz —pidió ella, al tiempo que sentía las manos de Ricardo magreándole el culo.

La profesora tomó el cierre del pantalón de Ramón. La hinchazón evidenciaba la potente erección, y sentía la dureza a través de la gruesa tela de jean.

— Vaya golfa que resultaste ser —le dijo el chico de piel oscura, mientras ella bajaba el cierre.

Luego corrió el bóxer y la verga dio un salto, como si fuera un resorte, y apareció a la vista de la profesora. Era una polla parecida a su portador: corta, pero gruesa y fuerte. Estaba cien por ciento erecta y las venas se marcaban aún más que las venas del musculoso brazo del chico. Del miembro brotaba presemen, y un vello púbico estaba enredado en el glande. Maldijo al pendejo por no haberse higienizado apropiadamente para ese encuentro. Sin embargo, mantuvo sus quejas en su mente.

La profesora agarró el vello con las uñas, con mucho cuidado, pues no quería pinchar la delicada piel del glande y hacerle largar un grito. Cuando por fin logró sacarlo, lo tiró en el tacho de basura que estaba debajo de la mesada. No debía dejar ninguna pista.

Ramón, impaciente, apoyó su mano en la nuca de la profesora. Pero antes de llevárselo a la boca ella escupió sobre su propia mano, llenándola de saliva, luego la llevó a la polla del muchacho y la masajeó con su mano embadurnada en saliva, concentrándose principalmente en el glande y el prepucio. Ramón apretó los dientes y gimió para adentro. Lucía volvió a escupir en su mano y repitió el movimiento. Para el chico eso representaba un estimulante juego previo antes de que por fin se la mamara. El tacto de los dedos resbaladizos sobre su miembro ensalivado era increíblemente delicioso. Sin embargo, ella lo hacía más que nada para limpiar todo lo que podía la verga sudorosa del alumno. Cuando repitió la faena tres o cuatro veces, se secó la mano con la ropa interior del chico, dejando el falo de Ramón como si fuera un pedazo de madera barnizada: brillaba, y una gruesa capa de baba lo envolvía.

Ricardo había quedado fascinado viendo la escena, pero ahora se colocaba otra vez detrás de la profe y se inclinaba. Ella a su vez se inclinó y se llevó por fin la verga gruesa de Ramón a la boca. Por suerte, el sabor no era desagradable, aunque sí se sentía el fuerte olor de los testículos transpirados.

Ahora lo único que tenía a la vista la profesora era la selvática pelvis de Ramón, mientras ella se llevaba una y otra vez la verga a la boca, a la vez que lo masturbaba. Aguzó el oído. Ante el primer ruido sospechoso debería parar, Ramón debía subirse el pantalón y bajarse de la mesada, y Ricardo debería ponerse de pie. Pensaba que había tiempo suficiente para hacer eso. Pero debía tener mucho cuidado de no despeinarse, de no mancharse la piel con el presemen del chico o con su propia saliva, que ahora salía en abundancia mientras su lengua devoraba, golosa, el tronco oscuro de punta a punta, desde la cabeza, hasta rozar los peludos y olorosos testículos.

De repente se dio cuenta de que no había pensado en algo: ¿Qué haría con el semen? De ninguna manera podía permitir que le acabe en la cara, pues limpiarse, y más aún, deshacerse del olor, podía costar más tiempo del aconsejable. Tampoco era factible pedirle que se pusiera un preservativo cuando estuviera a punto de acabar. Que el chico eyacule sobre el tacho de basura no era una opción, ni tampoco que lo hiciera sobre el fregadero, pues, aunque pusiese a correr el agua, el espeso semen podría tardar en perderse por los pequeños agujeros de la pileta.

Concluyó que no le quedaba otra opción más que tragarse hasta la última gota de semen. De todas formas, lo más probable era que Ramón le exigiese hacerlo.

Mientras llegaba a esta conclusión, sintió cómo Ricardo agarraba la diminuta tela que estaba enterrada en su culo, y la hacía a un lado, para meter su lengua babosa entre los glúteos y saborear su ano, cosa que desde la primera vez que la violó, demostró que le encantaba hacer.

Lucía siguió mamando, mientras sentía esos masajes linguales que, muy a su pesar, le producían una agradable sensación en el culo.

De repente se escuchó un ruido.

Lucía interrumpió su mamada y su cuerpo se enderezó. Ricardo aún estaba arrodillado, con el culo de la profesora a unos centímetros, pero había dejado de lamerlo, y ahora su mirada estaba clavada en el umbral de la puerta. Se puso de pie. Se escuchaba afuera el motor de la cortadora de pasto. César y Gonzalo seguían el plan al pie de la letra. Ricardo pensó que fue buena idea dejarlos para lo último, ya que si hubiesen sido los primeros, seguramente no se hubieran molestado en obedecer sus instrucciones. Así de imbéciles eran. Pero no era bueno dejar cabos sueltos. El cornudo del marido debía ver que el pasto de su patio trasero estuviera bien cortado, así no tendría ninguna sospecha.

Ahora Ricardo se acercó al living. Se acomodó el miembro, apretándolo con el elástico de su ropa interior, de esa manera la erección no sería tan evidente. Caminó con normalidad hacía donde estaba el marido de la profesora. Si resultaba estar despierto, fingiría que acababa de tomar un refresco en la cocina. Le daría las gracias en voz alta, y de esa manera alertaría a Ramón, y a la puta de Lucía para que se acomodaran.

Sin embargo, el cornudo del tipo estaba dormido. La única diferencia era que había cambiado de posición. El sonido había sido el control remoto de la televisión, que se encontraba en el sofá, y al moverse Javier, lo había tirado sin darse cuenta. Esa era una buena señal, pues incluso con un ruido tan claro como ese no se había despertado.

Ricardo sintió cómo su corazón empezaba a disminuir la frecuencia de sus latidos. No se había percatado de que se encontraba tan acelerado. Sus labios se torcieron en una sonrisa perversa. La adrenalina que le generaba cogerse a su profesora en las narices de su pareja no tenía comparación con ninguna otra cosa.

Volvió a la cocina. Ramón había tenido la inteligencia de subirse el pantalón y bajarse de la mesada sin haber hecho el menor ruido. Sin embargo, mientras esperaba, abrazaba a Lucía por detrás, y le masajeaba las tetas. No la soltaría hasta que fuera necesario.

— Falsa alarma —dijo Ricardo.

Ramón soltó a la profesora y volvió a subirse a la mesada.

— A lo tuyo, golfa —dijo, liberando otra vez su polla.

Lucía se inclinó y siguió con su tarea, tal como se lo ordenó su alumno. El pequeño Ramón apoyaba ambas manos en la cabeza de ella, y de esa manera, con movimientos hacia adelante y atrás marcaba el ritmo de la felación. Por momentos tiraba lo suficiente para que la profesora se metiera el miembro entero. La nariz quedaba enterrada en ese monte velludo que era su pelvis, mientras su mentón acariciaba los testículos. Como la polla no era muy larga, no tenía problemas en absorberla entera. Sin embargo, cuando lo hacía, su lengua segregaba mucha saliva, y cuando Ramón retiraba la verga, hilos gruesos de baba salían de su boca, por lo que debía limpiarse a cada rato con su propio brazo.

Mientras tanto, Ricardo no dejaba de violar su ano con la lengua, generando en la profesora un cosquilleo excitante que la embargaba de culpa.

Pero el chico alto ya no aguantó la presión del pantalón apretando su verga tiesa. Bajó el cierre y liberó su verga inyectada en sangre. Levantó el vestido de la profesora. Se acomodó, acercando su sexo a su blanco. Corrió un poco más la tanga y se la metió despacio.

— Sí, así, despacito —dijo Lucía, regalándole por primera vez una sonrisa, para luego seguir con su trabajo oral.

La escena resultó una simple y armoniosa coreografía de estocadas suaves, lenguas babeantes, suspiros de goce, gemidos reprimidos solo a medias. Una coreografía de sometimiento que los adolescentes disfrutaban con un morbo elevado a la milésima potencia que jamás hubieran imaginado sentir. Ahí estaba la misma profesora que hasta hacía algunas semanas les dictaba clases, esa profesora que los había obligado a realizar un trabajo final para aprobar la materia, mientras el resto del curso disfrutaba de unas vacaciones prematuras. Esa que en algún momento hasta se había atrevido a darles un sermón sobre el feminismo. Ahí estaba, totalmente a su merced, chupando la verga de Ramón como si fuese una puta cualquiera, mientras, contra su voluntad, su cuerpo se estremecía en movimientos pélvicos cada vez que Ricardo la penetraba. Ahí estaba ella mientras su marido dormía.

Ramón puso ambas manos en la nuca de la profesora y empujó hacia su lado. Una vez más, Lucía se tragó la verga, pero esta vez el chico eyectó un potente y abundante chorro de semen. El líquido era tibio y tenía un sabor que a ella no le desagradó. Succionó como quien succiona una bombilla, sacando del miembro del chico, todo el semen que pudo sacar.

— Muéstrame —dijo Ramón—. Muéstrame cómo te lo tragas.

La profesora abrió la boca y le mostró el líquido blanco y espeso que tenía en ella. Luego la cerró nuevamente. Ramón vio el movimiento de su garganta mientras su leche se metía adentro de su profesora. Acto seguido, ella abrió la boca de nuevo y le mostró que no había quedado nada en ella.

— Te perdiste la escena más hermosa del mundo Ricardito —le dijo Ramón a su amigo—. Esta puta vale oro.

Lucía, al ver que de la polla del muchacho salían los últimos vestigios de su virilidad, sintiendo temor de que chorrera en alguna parte de la cocina sin que se diera cuenta, se inclinó y succionó la verga fláccida, hasta dejarla seca.

— ¿Y tú quieres que te dejemos en paz? —Dijo Ricardo al ver lo que acababa de hacer Lucía—. Estás loca. Nunca nos cansaremos de follarte.

Ahora el chico dejó de penetrarla. La agarró de la muñeca y la hizo girar. La obligó a dar unos pasos hacia el umbral de la puerta.

— Mira —le dijo al oído, señalando hacia la sala de estar—. Ahí está el cornudo de tu marido.

—Por favor, no quiero verlo —dijo ella. Cerró los ojos y miró hacia un costado.

Ricardo la hizo apoyar la mano derecha contra la pared. La mano izquierda sólo encontraría el aire, pues ahí era donde estaba la entrada a la cocina.

— Entonces no mires —le dijo Ricardo—. De todas formas él está ahí, y tú estás aquí siendo cogida ¿Qué clase de esposa eres?

— ¡Ustedes me obligan! —se defendió Lucía, levantando la voz más de lo necesario.

Ricardo, sin darle la menor importancia, empezó a follarla de nuevo. Mirar a Javier dormido mientras penetraba a su mujer lo excitaba en demasía.

— Mira cómo te dejas coger, maldita zorra —le dijo Ramón, quien se había acercado sólo para humillarla con sus palabras–. Eres la más puta de todas. Mira cómo te dejas coger por tus alumnos. Te gusta ¿Cierto? Aunque lo niegues, aunque digas que te obligamos, seguro que te gusta.

— Claro que le gusta, si ya está toda mojada la profe —acotó Ricardo.

Siguieron follándola y humillándola por un rato. Lucía tenía el corazón en la boca, y estaba pendiente de cualquier movimiento que hiciera Javier.

— Por favor, avísame cuando vas a acabar —pidió, cuando intuyó que Ricardo no tardaría en venirse.

— No pienso acabar en otro lugar que no sea tu boca. Quiero que te la tragues como hiciste con mi amigo. ¿O acaso me vas a discriminar?

— Por eso te lo decía. Quiero que acabes en mi boca. Quiero tragarme toda tu leche —dijo Lucía, sin poder terminar de creerse que esas palabras salían de su boca.

— Ya te dije que esta puta vale oro —dijo Ramón.

— Muy bien, entonces aquí tienes.

Ricardo dejó de follarla, la hizo girar y quedaron frente a frente. Apoyó su pesada mano en el hombro de Lucía, obligándola a arrodillarse. Inmediatamente empezó a masturbarse frente a ella.

— Vigila que mi esposo no despierte —le dijo a Ramón.

Pensaba llevarse el falo a la boca y no dejar escapar una sola gota de semen, tal como lo había hecho antes. Pero Apenas se dispuso a hacerlo, y Ricardo escupió su leche en el rostro de la profesora.

Lucía no daba crédito a lo que sucedía. El semen se deslizaba lentamente por sus pómulos y mejilla. Para colmo, la eyaculación había sido increíblemente abundante.

— Mira a cámara —dijo Ramón.

Para cuando Lucía reaccionó, ya le había sacado una foto en primer plano de su cara bañada en semen.

Pero a estas alturas eso poco le importaba ya. Los chicos tenían muchas fotos comprometedoras. Una más no cambiaba nada.

Lucía se puso de pie, fue corriendo a agarrar papel de cocina, y se limpió la cara con él. Lo hizo un bollo.

— ¿Tengo en el pelo? —preguntó preocupada, pues temía que le haya caído algún chorro en su cabello.

— No, tranquila —dijo Ricardo.

— Eres un maldito imbécil —dijo furiosa—. Vienes a mi casa, y haces conmigo lo que quieras. Usan mi cuerpo como si fuera su jodido parque de diversiones personal, y no tienes la mínima deferencia de tratarme con cuidado para no exponerme. ¿Crees que podrás seguir follándome si me metes en líos, maldito niñato? Ni en sueños.

— Tranquila, no lo hice a propósito —se defendió él. Por primera vez reconocía que se había extralimitado.

Lucía tiró el papel en el tacho de basura, y metió encima de él más papel. Javier podría percibir el olor, pero Lucía esperaba que para cuando despertase ya pudiese cambiar la bolsa de residuos.

Abrió la llave de agua y se lavó la cara.

— Ahora vayan por sus amigos, y que vengan a abusar de mí como ustedes lo hicieron, malditos cabrones.

Continuará