Una mamá sumisa y muy agradecida
La vida de Alfredo transcurría de un modo tranquilo y predecible. Todo parecía conducir a una existencia de felicidad tanto personal como laboral. A sus treinta años, estaba sólidamente asentado como economista en su empresa, una multinacional de gran prestigio en la que se encargaba de la contabilidad. Esto le permitía, además de conocer las cuentas, tanto las diáfanas como las opacas, de la empresa, mangonear a su gusto e incrementar su patrimonio. Sí, claro, ya sabemos que no está bien robar, pero para Alfredo, conocedor de los trapicheos del Consejo Directivo de su empresa, nada le resultaba más fácil que racionalizar su actitud aplicando aquello de “quien roba a un ladrón…”
Por lo tanto, sin nadar en la abundancia, podía permitirse ciertos lujos como tener un buen coche (un Porsche, por más señas) y vivir en un cómodo chalet con piscina de cuatrocientos metros cuadrados en la zona más exclusiva de la ciudad.
Su vida personal y afectiva, también iba sobre ruedas. Esperaba casarse en unos meses con la preciosa hija de uno de los peces gordos del Consejo de Dirección. Un tipo bastante conservador y religioso cuya hija menor (veinte añitos, tenía el bombón) se había prendado del bueno de Alfredo, aquel encantador directivo tan amable que había ido a cenar un par de veces a su casa y que la había engatusado con sorprendente facilidad.
Alfredo, por su parte, no era inmune a los encantos de la chica, que, ciertamente, era preciosa- Pero pesó más en su decisión el cálculo de beneficios que podía obtener de una relación con ella que un interés romántico. Claro está que la chica ignoraba sus intenciones y estaba perdidamente enamorada de él. Y el padre, que lo veía como uno de los suyos, un tipo educado, elegante y conservador, todo un caballero, vamos, contemplaba a Alfredo como el perfecto candidato a yerno y, como no, futuro co-heredero de la enorme fortuna familiar.
El único hándicap del asunto era que, como ya hemos dejado entrever, se trataba de una familia extremadamente chapada a la antigua, muy religiosa. Si no eran del Opus, poco les debía faltar, y, claro, la cuestión del sexo era un tabú absoluto. Así que nuestro héroe, se fue a encontrar con una novia que, además de ser virgen, no tenía intención de hacer ningún avance en materia sexual hasta después del matrimonio. Nada más que abrazos, piquitos y algún beso con lengua cuando Alfredo se ponía verdaderamente insistente.
Alfredo, se cuidó mucho de forzar la situación. A fin de cuentas, para él aquello no era más que un matrimonio de conveniencia y, claro, podía esperar unos cuantos meses antes de consumar el matrimonio y poner mirando a Cuenca a su mujercita. No había prisa.
En cualquier caso, Alfredo, no era precisamente un tipo asexual o desinteresado por el tema, todo lo contrario. Era un depredador nato. Pero, obviamente, esto era algo que tenía que mantener oculto, tanto en la empresa, como ante su futura familia.
A Alfredo le gustaba follar, y mucho. A ser posible cada día, así que iba alternando amantes ocasionales, con folla-amigas, o con putas, cuando no tenía plan. También procuraba ir contratando “señoras” de la limpieza para su chalet, susceptibles de aceptar algún sobresueldo por una mamada o un polvo ocasional.
De hecho, en la época en la que comenzó a salir con su novia, solía venir todas las tardes al chalet una cincuentona casada que le habían recomendado que, al margen de dejar la casa como los chorros del oro, hacía unas mamadas de escándalo. Era una lástima que sólo aceptase chuparla, por una cuestión de fidelidad mal entendida hacia su esposo, porque aquel culo que se gastaba se merecía un buen par de pollazos, pero, qué le vamos a hacer. El bueno de Alfredo, con un par de billetes diarios que colocaba religiosamente entre las tetas de la guarrilla, se iba perfectamente ordeñado al encuentro de su enamorada.
Y los fines de semana, claro está, no faltaba alguna parada técnica en un puticlub o, si estaba de humor, contrataba a alguna escort para pasar la noche con ella, tras dejar a la novia en casa de sus padres.
Los gustos de Alfredo se decantaban, no sabía exactamente por qué, a las mujeres más bien opulentas. Jamonas, sería la palabra. Entradas en carnes, pero sin llegar a estar gordas, con buenas tetas y buen culo donde plantar las zarpas. Su arco de edades se movía desde los veinte a los cincuenta y tantos. Y, cuando no se trataba de putas, se interesaba especialmente por las mujeres casadas e insatisfechas, pero que no tuviesen intención de dejar a sus esposos. Es decir, no quería compromisos, ni enamoramientos. Solo sexo. Y, un sexo, cuanto más guarro y cañero, mejor.
Tenía muy claro que era algo a lo que no iba a renunciar ni después de su boda. El único problema era que todavía estaba a la espera de encontrar la cerda adecuada con la volcar toda su experiencia acumulada. Una guarra a la que pudiera moldear a su gusto. Así que, mientras llegaba, iba probando…
2.
Alfredo procedía de una familia de clase trabajadora, de uno de los barrios más depauperados de la ciudad y, desde que salió de allí para estudiar, había mantenido el contacto justo con sus padres y sus dos hermanas. Nunca quiso volver, sólo de visita a los bautizos de sus sobrinas y alguna celebración más. En cierto sentido, se avergonzaba de sus orígenes y no quería que nadie de su vida actual entrase en contacto con su pasado. Por eso había hecho correr el rumor de que no tenía familia: ni padres, ni hermanos.
De todos modos, nunca se puede romper del todo con el pasado, y eso es lo que ocurrió aquella tarde, cuando, mientras se abrochaba los pantalones, tras la mamada diaria de la señora de la limpieza, sonó el teléfono. El caso es que era el fijo, al que nunca llamaba nadie. Alfredo no solía contestar las pocas veces que sonaba, por que solía tratarse de venta telefónica, encuestas o chorradas similares. Pero en esta ocasión, no tuvo opción. La señora de la limpieza, con algún goterón de esperma todavía resbalando por la comisura de la boca, lo había cogido por defecto y preguntado el clásico “¿Diga?”.
De inmediato le pasó el auricular, preguntaban por él. A regañadientes lo cogió y, sorprendido, reconoció la voz de Amparo, su madre, con la que no hablaba desde las navidades. Enseguida pensó en lo peor. Pero, pronto, su madre le tranquilizó y le dijo que no era un accidente, ni nada por el estilo, pero sí que tenían un problema. Un problema importante. No le quiso aclarar nada más por teléfono.
Así que, aquella tarde, haciendo de tripas corazón, Alfredo tuvo que cancelar la cita con su novia y acudir a su antiguo barrio, al diminuto piso de sus padres, para ver qué tripa se les había roto a sus ancestros.
Amparo, la madre de Alfredo, tenía 53 años y, trabajaba, sin asegurar, haciendo limpiezas por horas en pisos, en la zona alta de la ciudad. Tenía el aspecto de un ama de casa de su edad y condición. No era muy alta, apenas rozaba el metro sesenta y estaba maciza, con buenas tetas y buen culo, aunque le sobraba algún kilo, sólo tenía alguna traza de celulitis en el pandero, pero, al final, era algo que le daba bastante morbo a su aspecto en cuanto se despelotaba. Habitualmente vestía con vestidos anchos y cómodos y batas para ir a limpiar en los pisos, nada que pudiese indicar su aspecto real.
No obstante, todos estos detalles eran desconocidos para Alfredo. De niño se había hecho algún pajote husmeando las bragas de su madre o sus hermanas en el baño, pero nunca se había planteado seriamente intentar nada. El tabú se mantenía incólume.
Su padre se llamaba Ricardo y tenía 59 años. Era un prejubilado de la banca que se dedicaba a pasar los días en el bar de la esquina, jugando al dominó, o eso era lo que decía, y que, en casa, se dedicaba a ver la tele. Su colaboración máxima a las tareas del hogar era bajar la basura por las noches y, así de paso, tomar la enésima caña en el bar de la esquina.
Alfredo tenía, además, dos hermanas, una mayor, de 31 años, casada y con dos hijos y otra menor, de 28, que vivía con su pareja y acababa de quedarse embarazada. Vivían todos en el barrio, a un paso de la casa de sus padres.
Aquella tarde, al cruzar el umbral de su antiguo piso, Alfredo se encontró un panorama algo desolador. Su madre tenía aspecto de haberse pasado el día llorando y su padre estaba como atontado, sentado en el sofá, con la mirada perdida, mirando la tele y callado como un muerto.
Para no alargar mucho más el asunto, haré un brevísimo resumen de la situación. El caso es que el bueno de Ricardo, aparte de jugar al dominó, también jugaba a las tragaperras, y apostaba en las casas de apuestas, y jugaba al póker on line y un largo etcétera de desatinos. Se trataba de un ludópata de manual, que aparte de pulirse la pasta de la pensión de varios meses, había acabado hipotecando la casa para jugar. Se había llegado a una situación insostenible que Amparo, su madre, había descubierto cuando les llegó un requerimiento judicial del banco para saldar, o negociar, su deuda, antes de que se procediese al embargo del piso.
La bronca entre ambos fue de órdago y, tras sopesar las posibilidades y tantear a las dos hijas, que, evidentemente, no podían hacer frente a la deuda, bastante tenían con sus propios problemas, decidieron, bueno, en realidad lo decidió Amparo, pues Ricardo estaba completamente bloqueado, llamar a Alfredo como la única tabla de salvación posible.
Alfredo, sentado junto a ella en el sofá, escuchó atentamente la explicación de su madre, mirando, de hito en hito, al catatónico de su padre que, como ya hemos dicho, parecía como ido. De vez en cuando, sin poder evitarlo, se fijó en el canalillo de las tetazas maternas que se veía a través del botón entreabierto de la bata. Un canalillo que recogía alguna de las gotitas de sudor, mezcladas con lágrimas que iban resbalando de la barbilla al cuello de su llorosa madre, hasta perderse entre tan prometedoras domingas. Ella, ajena a los pensamientos lascivos de su hijo, continuó con su perorata de quejas y súplicas hasta llegar al meollo de la cuestión, la petición desesperada de ayuda a Alfredo.
El hijo, hizo una pausa dramática en la que contempló el rostro de, Amparo, su madre. Era guapa, sí, a qué negarlo, con aquellos labios gruesos de potencial mamadora, sus ojos verdes rasgados y una media melena rubia teñida. Alfredo se hizo el cariñoso y la abrazó. Más que nada para olfatear su cuello y probar el sabor salado de la mezcla de sudor y lágrimas y notar el grosor de sus domingas en su pecho. Básicamente quería comprobar si había reacción directa en su tranca ante la presencia de la jamona.
El test funcionó a la perfección. La mera presión de las tetas en su pecho, así como el olorcillo a hembra que emanaba de la madura cerda, le puso la polla en posición de alerta. Prueba superada.
Así que, visto lo visto, Alfredo hizo su propuesta. Él se haría cargo de la deuda, pero quería algo a cambio. Ante la agradecida mirada de su madre y la indiferencia del viejo, desgranó sus condiciones. En primer lugar, su padre debería aceptar ser internado en un centro para el tratamiento de la ludopatía el tiempo que fuese necesario. Obviamente, su madre aceptó encantada y quedó a la espera de la segunda condición. Ésta fue:
-Y tú te vendrás a vivir a mi cada para trabajar como doncella hasta que vuelva papá del Centro de Tratamiento o yo considere que la deuda está saldada. Tendrás alojamiento, manutención, y un sueldo y tus tareas serán las de la casa. Así que ya no tendrás que ir fregando escaleras de desconocidos. ¿Qué te parece? Además, así no te quedarás sola aquí en este piso diminuto.
Tal y cómo fue desgranando la oferta, su madre pareció agradecida y satisfecha. No parecía una mala opción. Además, estaba segura de que iba a ser una cosa temporal, hasta que Ricardo se recuperase y todo volviera a la normalidad.
La respuesta no pudo ser otra que un gritito de alegría y un sí que se manifestó en un abrazo, allí sentados en el sofá, frente al pobre Ricardo que seguía ausente. Amparo cubrió de besos a su hijo y éste aprovechó para palpar a fondo el cuerpo de su madre, intentando un leve acercamiento al culazo y las tetas, pero sin asustarla, ni mostrar sus cartas. Era pronto para eso. No obstante, lo poco que pudo palpar, le resultó más que satisfactorio y su polla estuvo de acuerdo.
Al final pensó en ir al lavabo a cascarse un buen pajote antes de irse, porque empezaba a ponerse bien cachondo. Así que se levantó y tras murmurar un “voy al lavabo un momento, mamá”, se giró rápido para que ella no pudiese ver su erección y se encaminó hacia el pasillo.
No es que necesitase estimulación extra, pero ya que estaba allí, rebuscó entre el cubo de la ropa sucia para buscar alguna braga usada de su madre. ¡Y, bingo! Por la humedad y el olor, debió encontrar unas de aquella misma mañana, así que se las plantó en la pituitaria y se hizo una paja rápida. Rapidísima, vamos. Le bastaron cuatro o cinco meneos para empezar a soltar manguerazos de lefa que se esparcieron por toda la taza del WC dejándola perdida. Lo limpió todo con cuidado usando las mismas bragas, antes de volver a dejarlas en el cubo. A estas alturas le empezaba a importar un pimiento que las encontrase su madre. Si las cosas funcionaban bien, en breve la iba a tener a cuatro patas recibiendo polla en el culo.
Diez minutos después estaba en el coche mirando en el móvil los Centros para tratar adicciones en los que podía colocar al viejo y despidiendo a la señora de la limpieza que tenía actualmente.
Esperaba tenerlo todo preparado en tres o cuatro días.
3.
La visita de Alfredo a la casa de sus padres se produjo un lunes. El viernes de aquella misma semana, estaba recogiendo a sus padres en el piso. Ambos le esperaban con las maletas preparadas y habían dejado el piso listo para una larga ausencia.
La primera parada fue en un centro privado para el tratamiento de adicciones de todo tipo que se encontraba en un barrio de las afueras de la ciudad, donde pensaba dejar internado a su padre hasta que los responsables del centro mandasen un informe que garantizase la “curación” total del adicto. Todo indicaba que, como mínimo, estaría un par de meses. Un tiempo que Alfredo estimaba más que suficiente para convertir a su madre en una esclava sexual. Todos sus años de depredador le habían enseñado a reconocer a sus presas y clasificarlas y, durante la visita a sus padres, pudo catalogar a su madre como una víctima perfecta y propiciatoria. Parecía lo suficientemente agradecida por su apoyo, como para tragar con cualquier cosa. Además, el hecho de ser su hijo le iba a permitir preparar el terreno aprovechando que la jamona rebajaría sus defensas, por la cosa del parentesco. Por lo menos lo suficiente hasta que ella no pudiese reaccionar. En cualquier caso, si salía bien, bien y, si salía mal, pues sus padres se tendrían que buscar la vida, porque el piso pasaría a ser propiedad del banco.
Tras dejar al viejo en el centro, que costaba un pastón, dicho sea de paso, aunque Alfredo lo daba por bien empleado, puso rumbo a su chalet. Su madre no lo conocía por lo que Alfredo confiaba en que quedase impresionada. Y así fue. El lujo la deslumbró. Estaba claro que no se esperaba algo así.
Fue un fin de semana de adaptación y tanteo, que Alfredo aprovechó para espiar a su madre (la casa estaba llena de cámaras de seguridad, hasta en la habitación de la sirvienta, donde dormía ella, y los baños). Pudo ver a su madre en pelotas, cuando se duchaba en el baño y, la visión le satisfizo plenamente. Iba a bastar con recortarle un poco la pelambrera del coñete, que llevaba algo descuidada. Normal, con la falta de uso. Y, poquita cosa más. Tan sólo quizá una mejora del atuendo y la sustitución de su arcaica ropa interior por una más adecuada para la zorra en que esperaba convertirla. Y, claro está, un bikini tanga que fuese lo suficientemente excitante y no el cutre bañador que lució aquella tarde de sábado en la piscina. Aunque, bien mirado, ver aquel culo panadero y aquellas tetorras menearse como flanes, apretadas por un bañador dos tallas pequeño (era antiguo, hacía siglos que sus padres no iban a la playa…) también tenía su morbo…
Dejó que su madre se confiara y se adaptase a su nuevo entorno y el domingo por la tarde le entregó su nuevo uniforme de “doncella”, una especie de guarrada que había comprado por internet, con cofia, minifalda de vuelo, liguero, medias y demás, que dejaba bien a las claras cual tenía que ser su rol en la casa.
Amparo, que no era tonta, se percató de qué iba la historia. Pero, sorprendentemente, antes de mandar a la mierda a su hijo, sopesó las alternativas: en el mejor de los casos volver al piso con el ludópata a fregar suelos por las casas y a llevar la vida precaria de los últimos años; en el peor, a la puta calle y a buscarse la vida con los servicios sociales del ayuntamiento o algo peor si su hijo pasaba de las deuda con el banco y los dejaba con el culo al aire. Sus dudas, duraron unos segundos. Después, cogió el uniforme a instancias de su hijo y fue a cambiarse antes de mostrar su aspecto ante Alfredo.
En el baño, pensó “bueno, pues de perdidos al río” y se quitó las bragas blancas de abuela que llevaba. Como no tenía ningunas negras que hiciesen conjunto con el traje negro y blanco de criada sexi decidió dejar su coño al aire. Y, hemos de decir, que, curiosamente, al verse en el espejo, así vestida, con un escote imponente, el pelo recogido con la cofia, bien maquillada, con unas medias negras, el liguero y una faldita que apenas tapaba su culazo, se le empezó a humedecer el coño como hacía tiempo que no sucedía. No era que se excitase por su aspecto de puerca, era más bien que, en su interior, anticipaba todo lo que se avecinaba. Le costaba creer que su hijo la fuese a follar, pero, todos sus gestos, todas sus miradas, la forma de arrimarse a ella cuando la abrazada y la erección perpetua que se marcaba en su pantalón cuando la miraba… todo ello apuntaba en la misma dirección: encajar su polla en el chocho materno. Y estaba en lo cierto.
Antes de salir se levantó la faldita ante el enorme espejo del baño y miró su coño peludo. Sabía que a los jóvenes les gustaban más despoblados de pelo, así que, ni corta ni perezosa se recortó con una tijera de uñas que había por allí la pelambrera y, después, se dio un ligero repaso con la cuchilla de afeitar de Alfredo, que estaba en la encimera del lavabo. La próxima semana iría a depilarse bien. De momento quería dejar claro a su hijo quién mandaba en casa…
4.
La predisposición de Amparo a someterse a los deseos de su depravado hijo resultó sorprendente para éste. Alfredo habría esperado algo más de oposición. Aunque ese comportamiento de la guarra de su madre no hacía más que confirmar las sospechas que albergaba desde hacía unos días: la jamona no sólo había descubierto que estaba buena, sino que, conocedora del efecto que su cuerpo serrano causaba en el género masculino, concretamente en su hijo, no tenía el menor empacho en beneficiarse de ello como un zorrón de cuidado. Resumiendo, su madre había pasado de ser un ama de casa corriente y moliente a una maciza más puta que las gallinas para la cual, pagar en sexo el precio de la deuda familiar no solo no representaba un problema, sino que la mantenía cachonda a todas horas y siempre predispuesta a satisfacer todos los deseos de su nuevo amo, por retorcidos que fuesen. Siempre y cuando, claro está, que la fiesta culminase con unas cuantas dosis de esperma en sus orificios. Un semen del que no solía desperdiciar ni una gota y que, usualmente, acababa relamido por la cerda: “Mmmmmm, mi aperitivo favorito”, solía decir.
Alfredo estaba encantado con la situación. Seguía con los preparativos de su futura boda y su novia ignoraba quién era la nueva interna que llevaba la casa que en el futuro iba a compartir con su esposo. Éste se había limitado a decirle que era una señora casada cuyo marido estaba en tratamiento por una enfermedad y que, de momento, se había quedado a vivir allí hasta que el esposo volviese ya curado.
La chica que confiaba ciegamente en la palabra de su novio se creyó cándidamente su versión. Para hacerse una idea de su ingenuidad, basta con saber que un día en el que Amparo salió a hacer la compra, embutida en un ceñido vestidito de licra y en unos incómodos zapatos de tacón, maquillada como una puerta y marcando unas curvas provocadoramente sexis, la novia de Alfredo ni siquiera sospecho al verla que podía tener un rollo con Alfredo. Se tragó sin pestañear la despectiva frase del chico: “¡Bah, no es más que una vulgar choni de barrio! Fíjate, a su edad y va vestida como una guarra adolescente…” La chica, a la que no le gustaba que Alfredo dijese tacos, le reprendió severamente y se limitó a mirar compasiva el culo, en cuya parte superior se marcaba perfectamente la tira del tanga, que se bamboleaba camino del súper con aquellos tacones inestables aguantando el equilibrio gracias al apoyo del carrito de la compra: “No te metas con ella, pobrecita… Debe haber tenido una vida muy dura…”, comentó la chica. Alfredo calló y sonrió para sus adentros pensando en que lo más duro que había tenido últimamente era su polla en el ojete.
5.
La tarde en que llamaron del Centro de rehabilitación para comunicar la completa recuperación de Ricardo, Amparo, la sumisa de Alfredo, permanecía arrodillada entre las piernas de su amo, moviendo rítmicamente la cabeza mientras engullía su polla golosamente.
El sonido del teléfono no interrumpió el ritmo de la zorra. Ésta, que mamadas a su amo ya había hecho unas cuantas, conocía a la perfección las palpitaciones de aquella tranca tan familiar y, en cuanto empezó a notar la usual tensión que precede a la eyaculación, y cómo Alfredo aceleraba sus jadeos al tiempo que apretaba su cabeza con fuerza, aceleró su ritmo de tragasables.
A través del contestador escucharon el mensaje, pero siguieron a lo suyo.
Con sus manitas a la espalda, tal y como dictaban las estrictas instrucciones de Alfredo, la cabeza de la puerca, era prácticamente follada por la polla del chico. Éste la meneaba con fuerza con sus manos, que jalaban sus cabellos. Alfredo intensificó el ritmo, sin que ella pudiese ejercer ningún control.
Finalmente, Alfredo le soltó la cabeza y Amparo, tras recuperar brevemente el aliento, enseguida descubrió que la corrida se acercaba y llegaba la guinda para el amo. Éste, estiró los brazos en cruz sobre el reposacabezas del sofá y cruzó ambas piernas sobre la cabeza de Amparo, atrapándola sin remedio con la polla en su garganta. Inmediatamente, intensos borbotones de leche empezaron a brotar del rabo de Alfredo. Un gemido gutural se escapó de la bloqueada garganta de la mujer que tragó el regalo como buenamente pudo mientras entreabría la boca para aspirar algo de aire. Una tos ahogada se escapó de su congestionada boca y algo de esperma se escapó por sus fosas nasales, como si de un moco se tratase. Hecho que no pudo por menos que hacer reír a Alfredo, que se choteó de ella y no perdió la ocasión para ridiculizarla.
-Pero qué cerdita eres…
Después, sin aflojar la presión de las piernas, recogió el esperma desperdiciado y se lo extendió por la cara, roja, llorosa y sudada por el esfuerzo. Cogió el móvil e hizo una foto para inmortalizar la escena. A continuación, aflojó la presión y la sumisa pudo sacar la polla aún dura de la garganta.
Entre toses y jadeos, la babosa cara de Amparo esbozó una ridícula sonrisa que contrastaba con su agitado aspecto. Las instrucciones de Alfredo eran bastante precisas en lo relativo al comportamiento de la sumisa y ésta no dudaba en complacer al amo. La humedad de su coño le recordaba a cada instante que no era sólo la deuda contraída con el amo lo que la impulsaba a someterse sin la menor vacilación.
Alfredo, satisfecho después de su copiosa corrida, le dio un cariñoso cachete a la madura puerca, que ella agradeció meneando la colita. En el ano llevaba un plug coronado con una gran cola dorada de zorra. Era la única prenda que Alfredo le obligaba a lucir en algunas de aquellas intensas sesiones sexuales. Salvo cuando el amo tenía ganas de reventarle el ojete, lo cual acababa sucediendo día sí y día también. A Alfredo le encantaba el calorcillo y la presión de su culo. Una maravilla.
Alfredo miró a la guarra que recuperaba lentamente el resuello y, entre jadeos, parecía esperar instrucciones.
-Venga, mueve la colita, zorrita… Sabes que me encanta…
Amparo obediente, se puso a agitar su pandero y la cola de zorra ondeó enhiesta y con orgullo.
Alfredo, relajado después de correrse, anotó la hora a la que tenían que ir a recoger al exludópata y neocornudo y se recreó con el movimiento del culazo de la zorra. Amparo era bien consciente de que, si quería que el amo le permitiese acariciar su chorreante chumino, debía cumplir sus órdenes con rapidez y entusiasmo. De no hacerlo se exponía a que la dejase sin opción a tocarse mientras él se duchaba y se arreglaba para salir.
Cualquiera podría pensar que, una vez que Alfredo saliera de la habitación, ella sería dueña de sus actos y podría pajearse a gusto, sin la represora presencia del amo. Pero no. No era así. La jamona Amparo, se sentía tan cómoda en su rol de sumisa que era incapaz de disfrutar y sentir placer si no recibía una orden explícita de su amo. Así que prosiguió meneando incitantemente el culazo al tiempo que fijaba su mirada suplicante en el risueño rostro de Alfredo que se acariciaba suavemente los huevos y canturreaba aquello de «Mueve la colita, bonita rica…»
Justo antes de levantarse, Alfredo le permitió correrse.
-Ya puedes correrte, putilla. Después puedes limpiar todo este estropicio y dejarlo niquelado. He quedado para cenar con mi novia y luego igual nos pasamos a ver un poco la tele y darnos unos besitos… Tranquila, que no es competencia para ti. Ella no es tan cerda… Afortunadamente, la futura madre de mis hijos no se parece en nada a la mía. ¡Ja, ja, ja!
-Una cosa más, puerca -añadió Alfredo antes de salir de la habitación-, no te olvides de que mañana vamos a ir a buscar al cornudo al puñetero sanatorio ese que me ha costado un ojo de la cara. ¡Espero que no vuelta a tocar una tragaperras en su puta vida, porque si no me lo cargo! Ya te dejaré por ahí el conjuntito que tienes que ponerte. Me interesa que vea bien quien es el nuevo amo… Creo que nos trasladaremos unos días a vivir al mini-piso cutre que tenéis mientras me pintan la casa…Mientras Alfredo abandonaba la habitación camino de la ducha, Amparo, que ya ni le escuchaba, aún arrodillada, empezó a acariciarse la almeja ansiosamente.
Amparo, que no podía detenerse, siguió pajeándose y se corrió muy rápido, entre convulsos jadeos justo cuando Alfredo abandonaba la habitación.
Después, se levantó y tras extraer el plug anal, lo chupó cuidadosamente hasta dejarlo reluciente, y así, tal y como estaba, con ese intenso olor a ojete de madura cachonda, lo colocó en el maletín de piel que le había regalado su hijo, junto a la mordaza con bola, las bolas chinas y otras guarradas que le gustaban al amo.
Oyendo el ruido de la ducha y la música bacaladera que había puesto Alfredo en el cuarto de baño, Amparo, aún desnuda (el amo todavía no le había dicho que podía vestirse), recogió y ordenó a toda prisa el caos del salón. Sabía perfectamente que en caso de que su trabajo no le gustase al amo, éste la castigaría severamente por gandulear y pensar solamente en tocarse el coño, como solía indicarle crudamente. Y no andaba muy desencaminado, no…
6.
A la mañana siguiente, Alfredo dejó sobre la cama de su madre un tanga negro, unos leggins blancos y un top amarillo que a duras penas podía tapar los melones de su madre. Está claro que quería que quedase claro lo qué era exactamente Amparo y, una vez vestida, con las tetazas rebosando por el escote del top y el tanga perfectamente visible, le hizo dar un par de vueltas y exclamó satisfecho:
-¡Estás perfecta mamá! Un puta de manual…
Ella sonrió amargamente. Esta vez no le hacía ni puta gracia que la viesen vestida así: ni su marido, por inútil y ludópata que fuese, ni en el barrio, donde, hasta cierto punto, eran una familia respetada. Pero sabía que no tenía opción. Además, como de costumbre, su alma de sumisa le hizo humedecer el coño ante la perspectiva de mostrar su cara de furcia al mundo, lo que la entristeció aún más.
Cuando recogieron a Ricardo lo encontraron todavía bastante atontolinado. Seguramente por algún tipo de medicación que estaba tomando o simplemente porque, sin jugarse la pasta, su vida carecía de interés. No mostró ninguna emoción especial al encontrarse a su hijo. Pero sí que se mostró meloso y cariñoso al ver a su esposa, aunque es evidente que se quedó sorprendido al ver su aspecto. Se contrarió levemente al ver que ella le daba un frío beso en la mejilla y se separaba rápidamente de él cuando intentó abrazarla. Supuso que se debía a que aún le guardaba resentimiento por su despilfarro. Pero, como sabemos, había algo más. A ella, Ricardo le daba ahora bastante asquito. En su mente sólo estaba el cuerpo de Alfredo y, de ese cuerpo, su polla. Estaba totalmente encoñada. Y Alfredo, que asistió como espectador al reencuentro, se dio cuenta enseguida que tenía amante para rato y que su puta madre no tenía la más mínima intención de volver a su vida de antes.
En el coche, el desconcierto de Ricardo se acentuó al ver que quedaba relegado al asiento de atrás y que su esposa se sentaba delante, junto a Alfredo que conducía. Por un momento, además, le pareció ver que su hijo acariciaba los muslos de su madre e incluso subía la mano, aunque no pudo ver si los segundos que permaneció allí llegó a acariciarle el chocho ya que el asiento le tapaba la vista. Ella musitó un poco convincente “¡Ayy, para ya, Alfredo, déjalo para luego, hombre!”. La frase le desconcertó. Así como el hecho de sentir que era un convidado de piedra ante la complicidad entre la madre y el hijo, que conversaban sobre sus cosas, sobre lo que habían compartido el último mes, con risas y sobreentendidos a los que él era completamente ajeno. Le parecía incomprensible, y más sabiendo lo distanciado que había estado Alfredo del matrimonio desde que más de diez años atrás se fuese a estudiar. Algo había cambiado, aunque no sabía qué. En cualquier caso, se sentía tan culpable por el follón en el que había metido a su mujer por su, digamos, “enfermedad”, que no se atrevía a preguntar nada, ni a inmiscuirse.
Ya era tarde cuando llegaron al piso. Al bajar del coche, Ricardo se fijó con más atención en el atuendo de Amparo. Estaba realmente provocativa. Parecía una jovenzuela en busca de marcha, más que una madura y responsable ama de casa, que, para más inri, era abuela, a pesar de ser tan joven… De hecho, a los vecinos que ociosos estaban en la calle tomando el fresco o asomados a los balcones tampoco les pasó inadvertido su nuevo look y más de uno, tras saludarla, seguía su culo con la mirada. Ella se mostró en todo momento sonriente y altiva, tal y cómo le había enseñado Alfredo, que disfrutaba de la situación y se ponía cachondo sólo de ver la conmoción que la jamona estaba causando en el vecindario.
Fue ya en el domicilio, cuando Alfredo le dijo que se quedarían unos días, porque estaban pintando el chalet. Ricardo no interpretó bien el plural. Pensaba que era Ricardo el que se quedaba. En unos días saldría de dudas al ver que ambos partían del piso dejándolo solo. Cuando llegara aquel momento, Ricardo ya sería perfectamente consciente de que su propio hijo le había convertido en cornudo.
El indicio definitivo se lo dio el propio Ricardo, cuando, durante la cena, en la que la pareja siguió tonteando como un par de quinceañeros enamorados, dijo:
-¡Ah, papá, una cosa…! Estos días tendrás que dormir en el cuarto de invitados, ¿de acuerdo?
Ricardo le miró sorprendido y se limitó a musitar:
-Pero, pero allí no cabemos los dos… La cama es pequeña…
Tras una breve risita, que fue secundada por Amparo, su hijo respondió:
-No, no, papá. Ésta se quedará a dormir conmigo… tranquilo, la trataré bien. Soy un caballero…
Entonces sí que Amparo estalló en una descarada carcajada al tiempo que notaba el coño encharcado. ¡Hay que ver como le ponía de cachonda el cabrón de su hijo!
Ricardo, presa del desconcierto y rojo como un tomate, se concentró en el plato que tenía delante completamente avergonzado.
La pareja, entre risas y carantoñas, retomó la conversación.
Aquella noche a través del delgado tabique que le separaba de la habitación de matrimonio, lo último que escuchó Ricardo, muy a su pesar, fueron los jadeos y constantes gritos de la pareja que le impidieron conciliar el sueño. Sobre todo, un alarido bestial, como de animal herido de Amparo, que debió despertar a medio vencindario, al que siguió una frase que se le quedó clavada en la mente:
-¡Aaaaaaaagggh, síiii, cabrón, sí! ¡Más fuerte…! ¡Sigue y revienta el culo de tu puta madre, cabronazoooooo…!
FIN