Lo que pueden generar las hormonas

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Iniciaba un nuevo día. El momento compartido con Adelina me seguía iluminando la existencia y no podía sacármelo de la cabeza. Solía fantasear continuamente con volver a vivirlo y con llevar las cosas más allá. Me moría de ansias por volver a verla. El único problema que tenía era el pretexto que utilizaría para visitarla. La dichosa memoria que había rescatado del celular de Dora, no aparecía por ninguna parte.

Cuando llegué a trabajar, el supervisor ya me estaba esperando con cara de pocos amigos. Sabía, por su expresión, que no lo tenía nada contento el que yo me hubiera ido el día anterior dejándolo con la palabra en la boca.

—Buenos días, jefe… ¿Por qué no está controlándose a la morrita pirujilla?

—Ese no es asunto suyo… Solamente lo esperaba para avisarle que a la hora de la salida procure llevarse todas sus cosas, porque hoy es su último día.

—¿Ah, sí?, ¿y cuál es la causa de mi despido?, ¿que soy muy poco hombre y no me quise coger a la suripanta esa que ya pasó por las armas de todos?

—De todos, no; todavía me falta usted, doncito… —Dora estaba en la puerta, había escuchado las intenciones de mi supervisor.

—Y te seguiré faltando, muchacha endemoniada. —Le dije con firmeza, sacando el pecho, orgulloso.

—¿Está seguro de eso? —Se fue acercando a mí con paso firme, como si de una coreografía se tratara. Hasta que sus pechos toparon con el mío, mirándome desafiante, se abrazó a mi cuello y me besó. Yo permanecía inmutable, o al menos eso pretendía. Fingiendo que el contacto de sus labios sobre los míos no me producía ningún efecto. Pero el beso, forzado en un principio, fue aumentando en cuanto a fogosidad. Me fue imposible seguir fingiendo indiferencia, al rato estaba yo tanto o más activo que ella.

—Nada más porque ahorita no tengo tiempo, que si no, aquí mismo me lo cogía.

Casi ni cuenta me había dado cuando su mano traviesa había alcanzado mi entrepierna, jugando con mi erección en ciernes, como si fuera la cosa más natural del mundo. Yo me dejé hacer, el supervisor me fulminaba con la mirada.

—Nada más porque este nos está viendo, que si no, dejaba que hicieras conmigo lo que quisieras.

—¡Ja, ja, ja!… ¿Y si lo saco de aquí?

—Depende… Primero sácalo y después hablamos.

Dora tronó los dedos en el aire, indicándole al supervisor que abandonara el lugar. Este, la obedeció a regañadientes, luego de que le repitiera la orden, hablándole más golpeado.

—Vaya, lo tienes bien domesticado —le dije, en medio de más besos, luego de quedar solos.

—Claro, si no cumple mis caprichos… Sabe que el ayuno se puede prolongar todavía más…

—No sé, pero tengo la ligera sospecha de que lo amenazaste con no volver a coger con él sino hasta después de hacerlo conmigo… ¿Me equivoco?

—Doncito… Usted, aparte de ponerme muy cachonda, tiene la virtud de leerme el pensamiento…

—¿En verdad quieres volver a coger con él?

Ella me volteó a ver, incrédula, como si nunca esperara escuchar una pregunta como esa.

—Usted sabe que yo soy bien cogelona, yo siempre tengo ganas de coger con quien sea.

—¿Tan así?

—Sí… ¿Qué tiene?

—Que si alguien quiere coger conmigo, esperaría ser aunque fuera un poquito especial para esa persona.

—Usted lo es para mí, don; no todos los días una se encuentra a un viejito de su edad al que todavía se le para el pito. Créame que lo he intentado varias veces y a usted es al único que se le para así de sabroso. Por eso tengo tantas ganas de cogérmelo.

—¿Y qué tal si yo te pusiera una condición?

Ella me miró como si yo estuviera jugando. Sin responder a mi pregunta se acuclilló y sin decir agua va, se metió entero mi pene erecto en la boca. Interpreté su acción como un gesto con el que pretendía callarme, y al mismo tiempo, bloquear sus oídos. Su actitud me molestó un poco. Así que le seguí el juego, la sujeté de la cabeza y la apreté contra mí, hundiéndole el rostro en mi maraña púbica. Hice presión, evitando que se alejara durante unos instantes. Luego le permití tomar un poco de aire, para casi de inmediato volver a estrellar su cara contra mi pubis.

Ella quería decir algo, pero yo no estaba dispuesto a escucharla. Inicié un frenético vaivén, movido más por el enojo que por la excitación. Ella no estaba disfrutando mucho de mis acciones. Esa chiquilla podía ser bastante puta, pero estaba acostumbrada a hacer lo que le viniera en gana con quien ella quisiera. Distaba mucho de serlo, pero yo sentía que con lo que hacía en esos momentos, era como darle una buena tunda de azotes a una chiquilla malcriada.

Ella me golpeaba en los costados con ambas manos, protestando por lo que le estaba haciendo. Sabía que si pudiera hablar, me rogaría que me detuviera. Pero yo no pensaba hacerlo, por el contrario, intensificaba mis movimientos. Yo no quería que ella disfrutara de aquello, todo lo contrario. Solamente procuraba mi placer, y en serio, era una forma que no me gustaba mucho, al menos racionalmente. Porque en esos momentos yo me había transformado en un energúmeno que solamente buscaba su propia satisfacción a costillas de una chiquilla a la que estaba tratando como a una cosa.

Cuando la apreté con todas mis fuerzas contra mí, estaba eyaculando directamente en su garganta. Y no estaba seguro si mi descarga estaba yendo a parar a su estómago o a sus pulmones, porque ella parecía morirse en esos momentos. Y, cuando, terminado el orgasmo, volví a la realidad, apenas fui capaz de reconocer los lagrimones que surcaban mis mejillas.

Ella, a cuatro patas, descompuesta en el suelo, tosía, y escupía tanto babas, como jugos gástricos e insultos de manera afónica. Yo, paralizado, no atinaba si intentar auxiliarla o salir huyendo. “Miradas que matan”, nunca había sido una expresión más veraz que las que ella me dedicaba en esos momentos.

Largos instantes después, ella, trastabillando, lograba ponerse de pie. No podía mantener el equilibrio, parecía un potrillo recién nacido. Se asió a mí, que permanecía estático, pálido como una estatua de sal. Una de sus manos se estrelló contra mi rostro, luego la otra. Yo no hice nada por esquivar los golpes que se sucedieron uno tras otro, me los merecía, sin duda. Finalmente, una de sus manos se engarruñó a mi cuello. Acercó su rostro al mío. Su nariz sangraba, sentí un lengüetazo suyo que me indicó que lo mismo me sucedía a mí.

—Si todavía es capaz de cogerme, seré única y exclusivamente su puta, doncito… Solamente de usted, de nadie más… Se lo juro…

Esa chiquilla también tenía la virtud de leerme la mente, pues eso era justamente lo que yo pretendía ponerle como condición para coger con ella. Su otra mano se había cerciorado, de que, increíblemente, mi pene seguía enhiesto, en pie de guerra, listo para lo que viniera.

Ella se despojó de las pantaletas y me las colocó en la cabeza, como si de un gorro se tratara. Y entonces, profanamos el rinconcito que antes fuera sólo de Elenita y mío. Sentado en esa caja donde ella solía cabalgarme, ahora este viejo jamelgo probaba una nueva amazona. Casi ni cuenta me di cuando mi pene se refugió en sus adentros. Ya era demasiado tarde para acatar el consejo de Elenita, que me decía que si tenía sexo con Dora, lo tenía que hacer forzosamente con condón. La chiquilla me estaba “montando a pelo” y ambos lo gozábamos a más no poder.

—¡Ay, doncito; qué rico, qué rico!… ¡Me va a matar! ¡Ah…!

Me extrañó la forma en que perdía los estribos. Me parecía que exageraba con sus expresiones. Pero lo peor del caso, fue que me contagió, y yo mismo me sorprendí vociferando.

—¿Te gusta, suripanta!… ¿Esto es lo que buscabas?

—¡Sí, mi ruquito hermoso!… ¡Qué verga más rica tiene, doncito!… ¡Mi viejito cachondo!

—¡Nos van a oír, chamaca del demonio! ¡Baja la voz! —Hablaba yo, tratando de acallarla, en un ataque de cordura que no duró sino hasta el instante en que la sentí estremeciéndose entre mis brazos, víctima de su primer orgasmo.

Busqué su boca y me adueñé de ella, tratando se silenciar su voz. Tampoco lo logré por mucho tiempo. Volvió a las andadas, como si la moviera una necesidad imperiosa de gritarle al mundo cuánto lo estaba disfrutando.

—¡Ah…! ¡Métamela más adentro, más adentro, doncito mío!… ¡Así!… ¡Máteme de gusto, que soy suya, toda suya, solamente suya!… ¡Ah…!

Lo disfrutamos, vaya si lo hicimos, en un encuentro que nos supo a reconciliación. El ego se me inflamó casi hasta hacerme estallar, la sentí venirse al menos un par de veces más, antes de hacer yo lo propio. Cuando habíamos terminado, ninguno se atrevía a desacoplarse primero. Estábamos rendidos, sin fuerzas para otra cosa que no fuera tratar de recuperar el aliento. Ella, con lágrimas en los ojos, me reiteró su promesa de ser solamente mía. Sellaba su promesa fusionando su boca con la mía, hurgando con su lengua por todos los rincones, como si buscara algo que necesitara para sobrevivir.

Los besos se sucedieron, acompañados de caricias, en una actitud más sosegada. Y ella repetía continuamente.

—¡Gracias por esto, doncito! ¡Mi doncito hermoso! ¡Mi dueño, mi amo! ¡Ahora soy suya, solamente suya! ¡Por siempre suya!…

En realidad, yo no le creía; pero hacer como que era cierto, le daba una magia especial al momento. Sabía que por mucho que lo intentara, esa chiquilla acabaría traicionando sus palabras. “Promesas hechas al calor de las hormonas no son de fiar”, no sabía si lo había leído en algún lado o si me estaba sacando esa frase de la manga.

Lo que sí, era que estaba dispuesto a seguirle el juego, a jugar a ver qué tanto tiempo lograba cumplir su promesa de ser sólo mía. Al fin y al cabo, la promesa no me obligaba a la reciprocidad. Yo seguía siendo mío y de quien se dejara… O algo así.

Nos recompusimos como pudimos, sin prisas, todavía intercambiando un beso por aquí una caricia por allá. No sé, flotaba en el ambiente una sensación distinta, como si ninguno de los dos fuera la misma persona que al inicio. Ella me pareció más adulta, más madura, más bella, más… ¿mía?

Afuera del cuarto de limpieza parecía que estaba reunido todo el personal de la empresa y varios de mis compañeros del aseo. Aparentemente, nuestro encuentro no había pasado desapercibido. Habíamos tenido bastante público. Mi supervisor tenía una cara de satisfacción que no podía con ella. Las expresiones de los demás eran muy diversas, algunos negaban con la cabeza, reprobando nuestra conducta. Un par de compañeros conserjes sonreían levantando el pulgar. Alguna compañera, trataba de ocultar su sonrisa mientras otra me fulminaba con la mirada. Sorpresa, repulsión, envidia, lástima… En fin, tan variopinto era aquel festival de rostros presentes en un espectáculo al que parecíamos haberlos invitado sin querer.

Yo todavía llevaba las pantaletas de Dora colocadas en la cabeza. Ella las recuperó y se las volvió a poner. Se recompuso sus ropas, levantó la cara, me tomó de la mano y sacando el pecho me animó a que cruzáramos entre ellos, que se apartaron, abriéndonos camino como si tuviéramos la peste o un alto índice de radiación. Desde el ascensor, ambos, tomados de la mano todavía, les dijimos adiós con la mano libre y nos besamos mientras la puerta se cerraba. Ya solos, soltamos la carcajada, larga, interminable, creciente…

Algunos dudarían que la orgullosa pareja que había subido al ascensor era la misma que después bajaba, llorando a moco tendido, víctima del desconsuelo. Pues la risa derivó en llanto, al tomar conciencia de que desde ese momento, ambos acabábamos de engrosar las filas del desempleo.