Adicta al sexo anal, un culo vicioso
La noche bajo las estrellas tenía algo de mágico. El atlántico estaba en calma y la nave progresaba a vela, con los motores parados, así que apenas se oían ruidos a bordo. El resto pasaje continuaba en la sala refectorio, donde habían cenado, con una sabrosa conversación sobre los últimos acontecimientos en Cuba. La situación se había vuelto explosiva en la isla. Se hablaba de una revuelta encabezada por un terrateniente arruinado, muy amigo de don Roberto al parecer. El capitán estaba consternado por esas noticias y temía por la seguridad del dueño del barco, que permanecía en Madrid, moviendo hilos para buscar un acuerdo entre los revoltosos cubanos y la metrópoli. Las monjitas callaban y escuchaban muy atentas y los caballeros entraban y salían del salón para fumar en cubierta estirando las piernas
Esther aguardaba completamente desnuda bajo las sábanas a Javier.. Su ama le había proporcionado la cita amorosa que ella deseaba …pero ahora dudaba de que hubiera sido una buena idea. Aquel hombre era fuerte y bastante rudo en sus maneras, aunque se comportara con educación. La podía lastimar, eso es lo que ahora le preocupaba.. pero al mismo tiempo la ponía cachondísima. Por supuesto, no deseaba ser maltratada hasta la humillación o el dolor físico, pero la idea de que eso pudiera ocurrir la excitaba mucho, al tiempo que la angustiaba. Intentó relajarse. Un ruido al otro lado del panel la sobresaltó. Las monjitas iban a costarse ya, pensó. Apartó su cojín y miró por la rendija. Sólo una de ellas había vuelto, era la más gordita, esa monja de ojos grandes muy azules y nombre bastante ridículo. La hermana se sentó en actitud de espera, que poco duró, pues la puerta se abrió y una nueva figura hizo acto de presencia. Esther giró el cuello y lo vio. ¡Por Dios y todos los Santos! ¿Qué hacía Ricardo allí solo con la monja? Aguzó el oído pegándolo a la rendija.
– Has sido muy malo otra vez – oyó decir a sor Obdulia – ¿Te has excitado mirando a la paralítca, verdad?
Oír que la mujerona aquella la designaba por ese adjetivo la indignó, pero siguió escuchando con más interés.
– Sí, le acaricié los pies y las piernas, hermana. Tuve una erección, lo confieso – murmuró el hombre cabizbajo
– Pues ya sabes lo que te toca. Te voy a dar tu merecido. ¡Ven aquí, marrano!
Ricardo se tumbó sobre el regazo de la monja, que tenía el volumen necesario para soportar sin problemas el ligero peso del profesor. Ella le bajó el pantalón, que sin duda ya se había desabrochado él y después tiró del calzón, dejando a la vista el blanco y fibroso culo de Ricardo.
– Te voy a enseñar a aprovecharte de las inválidas, cerdo – anunció mientras se quitaba una de sus zapatillas y la esgrimía a modo de sacudidor de alfombras – ¡Toma!
Plaf! El primer zapatillazo sobresaltó a Esther, que no daba crédito a lo que estaba viendo. Ricardo, tan modoso y educado, reconocía que le ponía muy caliente acariciarla a ella. Eso no la sorprendía, su instinto se lo había insinuado aquella mañana en la cubierta. Pero ¡confesarse con una monja! Eso no era normativo según las reglas vaticanas… y menos que le zurrara en el culo desnudo con una alpargata. Por cierto, ese culo no estaba nada mal, pensó Esther. Era pequeño pero muy bien formado y duro como una piedra. Lástima que fuera tan blancucho. Miró de nuevo. Después de doce golpes, el culo de Ricardo estaba ya rojo como una capa de torear y eso lo hacía mas bello, un tanto exótico. Esther se dio cuenta de que, sin advertirlo, estaba frotando su rajita con una mano mientras miraba. Aquello le gustaba, ¡vaya sorpresa! ¿Sería capaz ella misma de satisfacer aquella perversión de su nuevo futuro empleado?
– Ahora vamos a la segunda parte de tu penitencia, niño malo – indicó Jazmín empujando al suelo a su víctima – Yo tengo también mis necesidades.
Y para sorpresa de Esther, Ricardo se arrodillo ante la religiosa y levantó su hábito hasta dejar al descubierto unos poderosos muslos y unas macizas pantorrillas. Entre esos muslos enterró el profesor la cara y se aplicó a lamer y chupar el coño de aquella singular monja. Ella se quitó la toca, dejando a la vista una hirsuta y rizada cabellera con reflejos dorados y poco adecuada para una mujer consagrada a Dios. Esther ya empezaba a adivinar que aquella señora tenía de monja lo mismo que ella de obispo y que era disfraz y no hábito lo que vestían aquella pandilla de mujeres que se habían embarcado en el buque de su padre. ¿Pero lo hacían con su consentimiento? Ella pensaba que no, ya que su padre tenía en ella gran confianza y se lo hubiera contado de ser así.
Pero, más allá de suposiciones, Esther era un charco por sus partes bajas y sus dedos se estaban volviendo huéspedes de su estrecho y mojado alojamiento vaginal. ¡Pero qué gusto! Ver a Ricardo en acción, aunque fuera con otra mujer, la estaba haciendo derretirse de placer, más aún al pensar que era en ella y en sus pálidas y delgadas piernas y sus inertes pies en lo que Ricardo estaría pensando probablemente, mientras devoraba con pasión la fruta prohibida.
– ¡Basta, basta! Me vas a volver loca – exclamó Jazmín, empujando a su víctima y levantándose para hacer volar su hábito por encima de la cabeza y quedar en cueros sobre Ricardo. Porque literalmente se vino encima y buscó la verga, endurecida por el castigo y el resopón de marsico que acababa de consumir. Esther apenas vislumbró un apéndice delgado y pálido, aunque bastante alargado, que se perdió entre la mata de dorados rizos del pubis femenino. Bueno, no era la polla de Basilé, pero seguro que ella le iba a sacar partido cuando lo tuviera a su merced. ¡Qué escalofrío de placer recorría sus labios mayores cuando pensaba en esas palabras tan excitantes! A su merced. Sin embargo pronto ella estaría a merced de Javier y éste la iba a maltratar, a abusar de ella … «Someter» «maltratar» «abusar»..Los nuevos verbos que le venían a los labios hacían fundirse de excitación sus otros labios, los de abajo, que parecían ya de mantequilla con tanto frotamiento.
Y justo cuando estaba a punto de estallar en un orgasmo apoteósico, oyó abrirse muy despacito la puerta de su camarote. ¡Por Dios! ¡Ya estaba aquí su verdugo!
Javier se había fumado un habano y se bebió también un copazo de brandy de su petaca personal para darse ánimos. Necesitaba quedar bien con la hechicera para que le proporcionara el brebaje que pondría a Rosita a sus pies; Y eso pasaba por dejar bien satisfecha a la señorita Esther. Le parecía un despropósito aquello de ultrajar a una inválida, aunque fuera a petición de la interesada. Y además había que violarla con gran cuidado, pero sin que pareciera comedia. Ya le parecía que iba a costarle tener una erección con tantos condicionantes, por eso lo del trago. Oyó rumores de follisqueo e imaginó lo que pasaba en la cabina contigua, ya que Ricardo y Jazmín se habían evaporado de la reunión hacía unos minutos, antes de que él comunicara que tenía sueño y diera las buenas noches.
Se plantó junto al candil de la pared y miró hacia la cama, donde se oían gemidos contenidos.
– ¿Esther? – preguntó con voz que quería ser autoritaria pero sonaba falsa.
– Sí – contestó la chica con sencillez
– ¡Desnúdate, zorrita! – exclamó en tono impostado y grave
– Ya,…. ya estoy,…. – Contesto Esther con la voz estrangulada por la emoción y la calentura que llevaba encima. En ese momento ya no pensaba en su integridad física. Quería que la follaran allí mismo y hasta partirla en dos.
Su mano descubrió el embozo y su pequeño y delicado cuerpo quedó a disposición del asaltante.
Javier se sorprendió por aquella muestra de desparpajo de la muchacha, pero observó que su cuerpo no era para nada repulsivo como ya había intuido durante los días que llevaba conviviendo con ella a bordo. Es más tenía unas tetas preciosas y un vientre plano y bien perfilado.
SIn dejar de mirarla, Javier se desnudó con cierta premura sin girar su cuerpo o apartarse de la luz, así que Esther pudo disfrutar de un excitante streptease. Observó con ojos de artista los músculos bien formados del torso del hombre, sus brazos fibrosos y sus piernas firmes y rectas. Pero cuando cayó el calzón, Esther se llevó un chasco mayúsculo. El pene que quedó a la vista se parecía más al ciruelillo escuálido de las estatuas clásicas que a la manguera venosa de Basilé. Hasta la verga de Ricardo salía ganando en la comparación. Javier se sacudió un poco sus partes nobles, como para desperezar al enanito, pero poco cambió su volumen. Era como una morcilla, y no de las más gordas.
Esto la tranquilizó un poco, pues su mayor temor era enfrentarse a un mandoble de carne que la partiera en dos. Aquello era perfectamente asumible, incluso para su virginal vagina. Pero por otra parte la desilusionó un poco también. Esperaba tener una fuerte impresión.
Javier avanzó hacia ella y Esther se sobrecogió al tenerlo encima; Era un hombre muy guapo y atractivo, a pesar de su escasa dotación genital. Cerró ella los ojos esperando su primer beso de pasión, pero él se montó a horcajadas sobre su vientre, apoyando el peso en sus propias rodillas, y se inclinó no hacia su boca, sino hacia sus delicadas tetillas. La lengua emergió golosa y repasó a fondo las dos leves colinas y sus tiernas crestas, que se pusieron tiesas como escarpias. Lanzó ella un gemido ahogado y él mordió con pasión, uno tras otro, los senos y los pezones, hasta dejarlos húmedos y enrojecidos. Saltó luego para ponerse al lado de la muchacha y fue bajando su boca por el vientre hasta llegar a las inmediaciones del frondoso pubis. Cuando ella adivinó sus intenciones, intentó apartarlo con las dos manos, pero no fue suficiente su fuerza ni firme su determinación y pronto la lengua y los labios, junto con el poblado bigote, se paseaban como Pedro por su casa entre los labios mayores y menores, la raja y el erguido botoncito, Esther sintió primero cosquillas, pero luego éstas se convirtieron en unos deliciosos calambres que la hicieron gemir de gusto. El abuso estaba siendo muy de su agrado hasta ahora.
Cuando Javier se irguió con la boca llena de fluidos propios y ajenos, Esther estaba ya en el séptimo cielo. Abrió los ojos cuando se sintió levantada por unos fuertes brazos que la sentaron contra el cabezal. Lo que se ofreció a su vista la sorprendió. El pequeño ciruelo había adquirido ya el volumen de un plátano mediano y cimbreaba ante su cara sin llegar a su erección completa. No entendió lo que iba pasar hasta que pasó. El glande se insinuó entre sus labios y, en cuanto ella abrió la boca más por la sorpresa que por el deseo, media polla se introdujo decidida hasta llenar su cavidad oral. Por pura intuición, Esther repaso el cabezón con la lengua y saboreó aquella fruta salada y vibrante, que pronto empezó a bombear hasta hacer repicar su campanilla, lo que no le hizo tanta gracia.
– ¡Trágatela, puta! – exclamó él con voz ronca, aunque no intentó introducirla a la fuerza más allá.
Ella se aplicó a chupar y lamer, pero cerró el paso hacia las profundidades de su faringe. Javier estaba disfrutando, aunque el temor de ser demasiado brusco y acabar en la barriga de un tiburón le hacía aflojar un poco sus ímpetus.
Notó los ahogos de la muchacha y decidió pasar a otra suerte para rematar la corrida. Ya había visto la mesita bien atornillada al suelo, como todo el mobiliario, que había junto a la mampara del camarote. Se puso en pie después de extraer su miembro de la boca de la chica y la levantó como una pluma. En dos pasos, la colocó en la mesa y la volteó para dejarla tendida de bruces, colgando sus piernas inertes. Esther se sujetó con las manos a los bordes. Si se soltaba, caería al suelo como un fardo, pues sus extremidades inferiores eran dos flácidos cordones.
«Ahora me rompe en dos este animal» se dijo entre el terror y la excitación más intensos. Sintió las manos de Javier sobre sus nalgas.
Pero lo que chocó contra su vulva no fue la temida polla, sino la lengua, que empezó a recorrerla de nuevo, insistiendo en hacer vibrar su botoncito. Los dientes mordisqueaban sus labios mayores y un un dedo atrevido se insinuó en la entrada de su ano. Aquella paleta de sensaciones componía un cuadro de placeres desconocidos que hizo que Esther se pusiera a llorar a moco tendido, con un gimoteo suplicante que confundió un poco a Javier. ¿Estaba traspasando la frontera? ¿Le esperaba una muerte cierta? No; enseguida comprendió que los lamentos eran de puro goce y lo que estaban demandando era una profunda y vigorosa penetración.
Javier se enderezó y apuntó su crecido proyectil hacia el húmedo coñito. No hubo preámbulos ahora. La polla atravesó todas las barreras de un golpe potente y los gemidos cesaron de pronto,. Con cuidado, Javier la retiró unos centímetros y volvió a introducirla con más vigor que antes. Tras un par de minutos de bombeo, los gemidos volvieron, pero ahora tenían un tono mucho más festivo y distendido. Javier empezó a descontrolarse un poco y un nuevo temor le asaltó. ¿Sería considerado un exceso dejar preñada a la moza? No tenía duda de que el aparato genital de Esther estaba en plena forma, y lo mismo se podía suponer de su útero y sus ovarios, así que un embarazo era más que plausible. Para recuperar el dominio, se concentró en estimular el ano, que se había abierto un poco al penetrar a la muchacha. ¡Sorpresa, sorpresa! Su dedo pulgar entró con inesperada facilidad hasta casi la raíz. ¡Vaya culito elástico!
Aquello era algo nunca visto por Javier. Los culos tienden a ser agujeros cerrados y tensos, pero aquel, fuera por la alteración neurológica de Esther o fuera por la gracia de Dios, era tan transitable como la boca y la vagina. Con cuidado metió otro dedo y lo retiró cuando ella se quejó levemente.
– ¿Te duele! – preguntó con cierta rudeza aparente
– No, no – se apresuró ella a informarle – no es dolor; ha sido la sorpresa.
En su dilatada experiencia de dilatador de anos, esta práctica era ardua y dolorosa y requería de la sumisión incondicional y la paciencia jobiana de la mujer, que tras no menos de cinco o seis ensayos podía estrenar gozosamente su culo sin sentir un insoportable dolor.
Pero Esther parecía tener preparado su esfínter para introducir cualquier hortaliza al uso que el lector o la lectora pueda imaginar. Javier apoyó, ¿o debería decir “apolló”?, su instrumento en la entrada e introdujo sin dificultad la cabeza sin arrancar más que un leve gemido de la garganta de Esther.Notó eso sí, algo de sequedad en el interior del conducto, así que hizo una rápida incursión en el bien hidratado coño para embadurnar su polla a conciencia. Cuando volvió al otro canal, la entrada fue aún más sencilla y placentera. Se atrevió a profundizar unos centímetros y el recto se estremeció alrededor de su miembro haciéndole estremecerse a él también.
Eliminado el temor a la preñez, Javier perdió la compostura y lanzó una embestida muy poco controlada que hizo gemir a la mesa y a la que la ocupaba. Ya no paró; El ruido de los anclajes algo oxidados se mezcló con los leves gritos de placer de la muchacha, que ya no se tenía que sujetar a los bordes de la mesa, pues su enculador la sostenía perfectamente con sus arremetidas.
Esther sintió algo muy novedoso y muy sucio recorrer todo su cuerpo. Hasta la piernas yertas parecían percibir rápidas corrientes eléctricas que llegaban a las plantas de sus pies. Su vientre se hinchaba con los envites de Javier y todo su cuerpo se estremecía siguiendo la cadencia impuesta por él. Se sentía completamente llena, dilatada y recorrida por unas sensaciones de voluptuosidad desconocida. Aunque Esther era una gran aficionada a la autosatisfacción, ésta era siempre obtenida manipulando su vagina y su clítoris, con algunas caricias y pellizcos en sus pezones como único aderezo. Jamás había explorado su ano, a excepción de las maniobras higiénicas pertinentes, y ahora estaba descubriendo un mundo nuevo de placeres aún más prohibidos, lo que la ponía calentísima, más allá de las puras sensaciones físicas.
Sintió estremecerse su ano por unas contracciones que recorrían el pene de su amante y aquello la volvió loca de gusto. El orgasmo se prolongó casi un minuto. Cuando parecía empezar a decaer, sintió la relajación del miembro en sus entrañas y de pronto, la polla salió bruscamente de ella, dejando un vacío desolador en su intestino. Y Esther ya no recordó luego nada más.
Despertó en su cama, no supo si segundos u horas después. Notaba el aire entrar en sus pulmones a la fuerza y la boca de Javier aplicada a la suya, no en un beso no de pasión, sino en un intento desesperado de insuflar oxígeno.
– Para, para. ¿Qué haces? – susurró ella
– ¡Esther! Ay, Dios mío. Pensaba que te había matado. Cuando retiré mi miembro diste un suspiró extraño y dejaste de respirar.
– ¿Y me soplabas en la boca? ¿De dónde has sacado esa idea?
– Se lo vi hacer a una comadrona a un bebé que no respiraba. Me dijo que era la única forma de devolver la vida.
– Pues no creo que fuera necesario, pero gracias.
– ¿Necesitas algo? ¿Quieres que llame a mamá Cloé?
– No. Vete a tu camarote, no vayan a darse cuenta. Déjame dormir, estoy muy cansada.
Javier obedeció y se apartó de la cama mientras acababa de vestirse. Ya en la puerta oyó la voz de la muchacha susurrar:
– Gracias por todo, Javier. Me has hecho muy feliz.
Abandonó el camarote lleno de orgullo y con sus genitales deshinchados, como si se los hubiera succionado un pulpo.