No me aguante y lo hizo con la doctora

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Miro el reloj antes de salir de casa, son las ocho menos veinte. Debo llegar al centro médico a primera hora, antes de que los médicos empiecen a atender pacientes a destajo y vayan acumulando retraso y mal humor. Al menos hoy no he tenido que madrugar tanto como otros días, ya que no voy a salir de la ciudad.

Me miro en el gran espejo de la entrada. En la tintorería han hecho un gran trabajo, mi traje está más liso que una pista de aterrizaje, como recién salido del Corte Inglés. El maletín, las llaves, la cartera… Debería comprarme otros zapatos, pero siempre me cuesta mucho encontrar unos que me estén cómodos.

Anoche dejé todo preparado. Dentro del maletín ya están los sobres con el dinero, las bolsas de pastillas para los del gimnasio y los panfletos explicativos de las últimas novedades del laboratorio. En la bolsa azul que hay en el suelo están las muestras y los obsequios.

El golpe del cubo de la limpiadora me saca a empujones del último repaso, y también de mi casa. Maruja es muy correcta, siempre dice que no importa si pisas lo que acaba de fregar, pero te mira como si fuera a atizarte con el palo de la fregona en cuanto pongas un pie en lo limpio. Por eso me echo al bolsillo las llaves y salgo a toda prisa. Le doy las dos vueltas a la llave, que para algo están, y… ¡JODER!

Es bajita, morena, delgada, tiene un culo sencillamente perfecto, y no es Maruja. No, la limpiadora de siempre es baja, pero corpulenta como un vigilante de seguridad. Podrían sacarse dos como esa chica que está barriendo de espaldas a mí. Además, Maruja no usa tanga. Imposible.

Mientras la observo embobado, ella se va aproximando. Entonces caigo en la cuenta de que si puedo distinguir el tanga de la chica no es gracias a mi visión de rayos X, sino a que la muchacha no lleva puesta la insulsa bata de la empresa de limpiezas. Entonces, dedico siete centésimas de segundo a pensar que quizá Maruja sí que lleve tanga debajo de… “¡Qué no, joder! ¡Qué Maruja podría ser mi madre!”

“Esto sí que es empezar bien el día”, me digo volviendo a concentrar cada neurona en ese macizo trasero que retrocede pasito a pasito hacia mí. La muchacha va vestida con el mismo uniforme que todas las jóvenes de su edad. Chaqueta de chándal rosa y blanca que deja al aire su cinturita, leggins con la costura metida a presión entre las nalgas y deportivas de suela gruesa para crecer un par de míseros centímetros.

— Hola.

Lleva auriculares, no escucha, no contesta. Sigue barriendo con brío hacia atrás y ya ha superado la puerta de la escalera, así que no hay forma de escapar. Bueno sí que la hay, la puerta del ascensor, pero huir está descartado.

Siento como si estuviera entre la espada y la pared, y puede que en verdad esa mujer tenga un culito duro como una pared, pero estoy seguro de que mi espada sería capaz de atravesarlo.

— Hola —repito sin ningún entusiasmo, al tiempo que suelto el botón de mi chaqueta

Sin embargo, esos dieciocho centímetros que a ella le faltan y a mí me sobran hacen que, finalmente, ese precioso trasero me alcance a la altura de los testículos en lugar de hacerlo en el lugar apropiado.

— ¡Lo siento! —me excusé.

Se llamaba Alba y no era ninguna chiquilla, tenía treinta años. Me lo dijo después de quitarse los cascos y mirarme de arriba a abajo con el ceño fruncido. Yo había alzado los brazos fingiendo que no había podido impedir el encontronazo, fingiendo estar desarmado, dos mentiras tan grandes que no cabían en aquel rellano. Ni siquiera mi gesto desvalido me libró de una intensa mirada de reprobación por parte de la chica de la limpieza, pues al percatarse del bulto que se había formado en mi entrepierna, la perspicaz muchacha dedujo inmediatamente que ni había intentado esquivarla, ni estaba desarmado.

Me llamo Alberto, tengo cuarenta y tres años y vivo desde hace tiempo en una pequeña ciudad del sur de España. Me gano la vida como visitador médico que, para que lo entendáis, es una especie de representante de productos de farmacia. Soy alto, mulato y bastante fornido. Me gusta mucho hacer deporte, sobre todo si es en plena naturaleza: mountain-bike, senderismo, esquí… Cualquier deporte en el que se pueda respirar el olor del bosque y disfrutar del paisaje desde lo alto de una montaña.

Si bien para vestir suelo elegir entre Springfield o Massimo Dutti, a la hora de elegir una fragancia, lo tengo claro, Boss Bottle. La elegancia y el estilo son inherentes, sino imprescindibles, en un oficio en el que se ha de tratar con mujeres inteligentes y ambiciosas facultadas para hacer casi cualquier cosa. Después de siglos de hegemonía masculina en el colectivo médico, ahora son ellas quienes ostentan el control de la medicina. Las empresas farmacéuticas algo saben de esto y ahora seleccionan visitadores casualmente altos y atractivos. Con todo, un buen visitador ha de prestar mucha atención a su aspecto, a su olor, al carisma y a todas esas trascendentales sutilezas para una mujer.

Alba, en cambio, era delgada y bajita, un metro cincuenta de pura belleza latina, melena corta color caoba, ojos tirando a verdes y unos labios de rechupete. Hube de esforzarme a tope para no quedarme pasmado como un niño a las puertas de Disneyland sin saber dónde montarse primero. “Eso sí que era una razón para vivir”, recuerdo que pensé.

La mujer me explico que Maruja, su madre, se había hecho un esguince de grado dos mientras fregaba las escaleras de unas oficinas. Siendo el grado uno el mínimo y tres el máximo, supuse que mi adorada suplente estaría al menos quince días cubriendo la baja de su madre.

Por mí encantado de que le dieran a Maruja la discapacidad total permanente, su hija no tenía desperdicio. Era una choni de manual, eso sí. Iba impecablemente maquillada desde bien temprano, con las uñas rosas tuneadas y, haciendo memoria, un piercing en la lengua, otro sobre la comisura izquierda de la boca, otro en la aleta derecha de la nariz, y otro más en el ombligo. También portaba anillos en todos o casi todos los dedos de ambas manos, pero lo que más me llamó la atención fueron sus estridentes pendientes de brillantes con forma de corazón a juego con el colgante de la gargantilla. Ese exquisito conjunto de bisutería sólo podía significar una cosa, aquella hermosa potrilla ya debía tener jinete.

Ese defecto civil a mí nunca me había preocupado, ya que yo soy prudente y las mujeres infieles siempre lo son. De hecho, a partir de cierta edad, tener pareja, novio o marido, es una más de las cosas que hacen interesante a una mujer.

Fue cuando Alba me contó que estaba buscando trabajo como higienista dental cuando vi la ocasión ideal ante mis ojos. Al parecer ella siempre había trabajado en eso, pero a causa de la crisis la clínica dental con sede en casi todas las grandes ciudades se había visto abocada a realizar recortes de personal.

— Ah, pues yo trabajo como visitador y conozco a mogollón de dentistas.

— Ah, pues genial.

— Ah, pues dime tu número de teléfono y el viernes te llamo con lo que haya.

— Ah, pues claro. Muchas gracias.

Así fue como aquel día salí de casa con la sonrisa puesta y bajo los efectos del síndrome de Stendhal que, en su vertiente sexual, incluye una soberana erección además de taquicardia, vértigo y mareo.

Intenté conducir con serenidad mi viejo Porche 911. No fue sencillo, porque aunque ya tenía más valor sentimental que económico, el motor de mi pequeño deportivo rugía con ansia de subir de revoluciones. A mí me pasaba tres cuartos de lo mismo, tenia la polla en alto como el cañón antiaéreo de un acorazado. Además, esa mañana me había puesto unos bóxer holgados, así que la polla se me marcaba de forma escandalosa en el lado izquierdo de la entrepierna del pantalón. De esa guisa sólo podía ir a un lado.

La doctora Mari Paz supo ver la gravedad de mi estado no más entré en su consulta y solté, una vez más, el botón de mi chaqueta.

— ¡¡¡Pero Alberto!!! —exclamó la madura cincuentona apresurándose a girar su butaca para echar el cerrojo en la puerta lateral, la que daba acceso a la consulta de al lado.

— Necesito que me coma la polla urgentemente, doctora —afirmé, al mismo tiempo que echaba la llave en la puerta principal.

— ¡Ya veo, ya!

— Tres días llevo pensando en lo del hotel —mentí con alevosía.

— ¡Ah, sí! —susurró Mari Paz sintiéndose alagada, y no era para menos.

— ¡A la vista está! —afirmé cogiendo mi abultado paquete.

Estaba a un metro escaso de su mesa cuando me bajé la cremallera. Lo hice sin titubeos y, acto seguido, extraje del interior del pantalón eso que a la coordinadora de aquel centro médico tanto le gustaba.

No había mentido del todo, ese fin de semana había repasado los pormenores de nuestra última cita hacía justo tres meses. Fue en un hotel de las afueras, en la última planta, en una habitación al final del pasillo, allá donde una mujer puede gritar con libertad mientras la follan o, en el caso de Mari Paz, mientras un musculoso mulato la follaba por el culo.

Lo mío me había costado. A pesar de que a la veterana doctora ya la hubieran montado del derecho y del revés, tuve que insistir durante más de un año para que me permitiera explicarle las bondades de los geles lubricantes de última generación.

— ¡Pues todos los días no son fiesta! —aclaró, empero.

— Lo sé, cari —admití de mala gana. Aún resonaban en mi cerebro los alaridos que dio mientras la enculaba en todas las posiciones habidas y por haber— Además, hoy no voy a aguantar mucho.

Tomé a la doctora de la mano y tiré con suavidad de ella para que se incorporara.

— Alberto… —farfulló, ladeando la cabeza con fastidio, resistiéndose.

Hube de poner mi mejor carita de desconsuelo para que, finalmente, la buena doctora se pusiera en pie y caminara hacia el asiento de las mamadas, como yo lo llamaba. El primer peldaño de la escalerita que había junto a la camilla tenía la altura idónea para que la médico pudiera explorar el miembro viril masculino.

La doctora era una mujer robusta, que no gorda, de buen ver. Había conocido muchas pulsiones en su vida. El tirón del dinero, sin prejuicios; el tirón de las drogas, sin excesos; el tirón de las compras, sin espacio en el armario. Todos, más o menos pasajeros, y también el más primitivo y obsceno, el tirón de un buen pollón, el que compartía, le constaba, con todas sus amigas.

En efecto, con los años Mari Paz se había convertido en toda una gourmet. La perdían los hombres y las pollas de gama alta. A base de tesón y esfuerzo, la doctora se había vuelto una de esas señoras glotonas capaces de hacerte dudar de si tienes la polla dentro de su coño o dentro de su boca, de esas a las que se les hace la boca agua y acaban babeándote los testículos. En fin, que Mari Paz había sabido aprovechar los años para aprender el arte de mamar un miembro viril y de hacer eyacular a un hombre en su boca.

Así, la veterana doctora comenzó cabeceando lentamente adelante y atrás a fin de ir lubricando mi erección con su saliva. Me miraba a los ojos mientras jugaba con mi glande, y conmigo.

— Mastúrbate, guapa —ordené.

Mari Paz soltó el botón de sus vaqueros y, por el gemido que soltó nada más empezar a frotar su sexo, supe que éste debía estar tan inflamado y sensible como el mío. Había sido un acierto mandarle ese mensaje para que se fuese excitando con anticipación. Iba a ser una pena no follarle el coñito.

Su cabeceo se volvió regular y acompasado por murmullos de placer, prueba de cuánto estaba gozando Mari Paz con ese cilindro de cuatro centímetros y medio de diámetro que separaba los labios de su boca. Pronto su cabeza dejaría de ir y venir, y la doctora se centraría en agitar su clítoris para hacer crecer su propia excitación, provocándose con la promesa de un orgasmo distinto, un orgasmo oral.

La doctora abrió mucho los ojos en el momento de alcanzar el clímax, sorprendida por mi triunfo. Sus caderas se sacudían sin control mientras chupaba con fuerza. Atravesada por el placer, su cuerpo se estremeció con violencia y voluptuosidad. Tenía la vista fija, pues era incapaz de apartar la mirada de mis ojos oscuros. A sus cincuenta años, Mari Paz estaba fascinada con la derrota infringida por un joven cuyo pollón aún seguía incólume dentro de su boca. Le brillaban los ojos, sabía que en aquel momento podría hacerle lo que quisiera. Era pues momento de poseerla.

Peiné su tupida y rizada melena con mis dedos para formar una recia cola en la parte de atrás de su cabeza y, aferrando las raíces de su cabello, empecé a follarle la boca. Me dejé llevar por el arrebatador sonido de los gemidos femeninos diluidos en el chapoteo, y pronto noté fluir unas gotas de líquido preseminal anunciando la gran corrida.

También la doctora lo debió notar, pues comenzaron a formarse unos vergonzosos chorretones de saliva que colgaron cual lianas desde su barbilla. Aún así, ni ella ni yo queríamos interrumpir el ir y venir de mi miembro entre sus labios. Apreté los dientes viendo como aquellos hilos de lujuria femenina se iban precipitando uno tras otro entre las formidables tetas de Mari Paz.

— ¡Toma! ¡Toma! ¡Toma! —mascullé con cada empellón.

La necesidad de eyacular me hizo perder el control y de pronto Mari Paz dio una arcada. Mi miembro golpeaba en lo más profundo de su boca, amenazando con entrar en su garganta en cualquier momento. Hube de sujetar su cabeza con fuerza para que continuara recibiendo embestidas. Debajo, mis testículos se balanceaban pesadamente a punto de chocar con su barbilla cada vez que se lanzaban hacia delante.

A la doctora le lloraban los ojos y también debían arderle los pulmones por la falta de aire. Sentía mi polla más gruesa, dura y llena de venas que nunca, pero yo ya me había despojado de todo lo que no fuera mi instinto animal.

Si bien la valerosa señora mantuvo abierta la boca, hizo una cosa que precipitó los acontecimientos. Me agarró de las pelotas.

— ¡AGH!

Solté un gruñido y arrojé, sin poder evitarlo, un fortísimo y espeso chorro de esperma que le costaría tragar. Yo no quería acabar en su boca, no esa vez. De modo que en un ágil y veloz movimiento, extraje mi miembro del paraíso y le apunté a la cara.

La doctora cerró los ojos justo a tiempo. El primer trallazo le dejó un denso rastro blanco desde la frente hasta la mejilla. El segundo se estampó con tanta fuerza sobre su nariz que, al hacer ésta de trampolín, fue a parar a lo largo de la mejilla contraria.

El resto de mi eyaculación la derramé por entero en su entrecejo. Allí, el puente de su nariz actuaba de quilla dividiendo en dos el torrente lechoso. Paradójicamente, no importaba el curso que tomara mi esperma, ya que la ávida doctora lo devoraba en cuanto estaba al alcance de su lengua.

Unos segundos más tarde, apartaría de sus sienes unos mechones de cabello y tomaría su cara con veneración. Tenía semen por todas partes.

Mari Paz también me estudió a mí, respirando aún de forma agitada. Entonces, cautivada por el sabor del esperma, volvió a capturar mi glande entre sus labios y succionó con frenesí. Sus ojos cálidos y dulces agradecían ese instante de felicidad.

— No quiero estropear este momento…

Mi frase quedó flotando en el aire, así que la doctora trató de completarla.

— ¿Pero…? —dijo la doctora, liberando mi polla de sus labios.

— Pero llevo aquí casi diez minutos, y aún no te he contado nada de los nuevos compuestos para el control de la diabetes tipo dos que acaba de sacar mi laboratorio.

— Sí, claro —sonrió Mari Paz antes de dar a mi verga un último y largo lametón— Pero guárdate este lindo pajarito que si no, no me voy a enterar de nada, querido.

Mientras yo me adecentaba, la doctora se puso en pie y, frente al espejo, fue extendiendo cuidadosamente mi esperma en todos aquellos lugares donde la edad había empezado a causarle estragos: patas de gallo, bolsas de los ojos, la frente… A la pobre no le sobró ni una pizca.

Tuvo gracia. Ya me despedía de la doctora cuando ella me dijo si no se me olvidaba algo.

— ¡Ah, claro! —dije extrayendo de mi maletín un sobre con las letras M P.

Mari Paz revisó el contenido, sin contarlo. Había confianza.

— Toma, para ti —dijo tendiéndome uno de los billetes.

Sonreí, pero cuando fui a cogerlo, Mari Paz lo retuvo entre sus dedos advirtiéndome que la siguiente vez tendría que follarla como es debido.

Durante toda aquella semana no dejé de pensar en la dichosa limpiadora. El recuerdo de su trasero se había quedado grabado en mi retina igual que una luz demasiado brillante. Sólo tenía que cerrar los ojos para rememorar cada lascivo detalle: su curva, su contorno, su firmeza, la costura de los leggins metida entre las nalgas…

Yo siempre había tenido afinidad por el sexo anal, y el culito de Alba se había convertido en mi presa. Nada hacía perder tanto la cabeza a una mujer como que la penetraran analmente. Como es lógico, el tamaño de mi miembro me obligaba a tomar todas las precauciones del mundo e ir con muchísimo tiento. Al menos al principio, porque después de un par de minutos con mi verga en su ano, en lo único que podía pensar una mujer era en que la follara costara lo que costara.