Perdí mi inocencia de una manera única y que jamás pensé que podría pasar. Pero que bien la pase y lo volví a repetir varias veces mas

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Antes de nada, me gustaría aprovechar esta oportunidad para presentarme en esta entrada inaugural, la primera de otras muchas espero.

Soy un chico en la veintena, aún joven, pero me considero ya bastante curtido en la vida, debido a la gran atracción que siempre me ha provocado esa fuerza interna que tenemos las personas por conocer lo desconocido e intentar reinventarnos cada día que pasa. He viajado bastante, he estudiado, he conocido a muchas personas, y siempre he mantenido activa esa sana curiosidad que nos lleva a experimentar casi todo aquello que esté en nuestra mano. Además, mi interés por leer, sobre cualquier materia posible, me han hecho disponer de una cultura y capacidad para escribir de la cual me siento orgulloso, y que en estos momentos por fin decido poner en práctica para relatar aquellos momentos y experiencias que, en su totalidad y conjunto, me han convertido en la persona que ahora soy. En este caso, en la vertiente física y afectiva (no sólo sexual), que es de vital importancia en el desarrollo de la personalidad. A día de hoy me considero abiertamente bisexual, condición que llevo con toda la naturalidad del mundo, y conozco todo lo que ello conlleva. Pero hasta ese momento, no siempre fue así, sino que múltiples momentos, experiencias, personas, situaciones, pensamientos, etc., fueron poniendo en evidencia y forjando esa actitud hoy tan asumida. Y aquí comienzo esa aventura, la aventura de contar, por primera vez de esta manera y reparando en tantos detalles, todo ese mundo que he vivido hasta mi madurez adulta completa.

También quisiera dejar claro que la única intención de estos relatos es la de expresar, aunque sea de manera anónima, todo aquello que en mi memoria ha ido registrándose. Quizás como forma de desahogo, quizás para que aquellos que puedan sentirse identificados lo hagan, no lo sé, no me he parado a analizar los motivos, pero sí sé con determinación que quiero hacerlo. Absténgase pues la gente que busca pura y simple pornografía: no van a encontrar aquí lo que desean. También aviso a los que puedan sentirse ofendidos por las situaciones relatadas: no es para nada mi intención, ni muchísimo menos. Sé de la incomodidad que causa en algunos cuando los protagonistas de los escritos están a veces en edades menores, pero ya os digo que mi única búsqueda es la de expresar parte de mi trayectoria vital, y eso hace tenga que retrotraerme a mi infancia, como creo que es lógico. No se puede negar que mucho de lo que somos hoy comenzó a construirse desde muy temprana edad.

Pues bien, he decidido no empezar desde el principio, sino desde aquella experiencia que marcó un antes y un despúes, un punto de inflexión en mi vida: el momento en el que se podría decir que perdí la inocencia, que mi mente comenzó a corresponderse con los impulsos de mi cuerpo, y a asimilar que aquello que me gustaba no era curiosidad pasajera sino mi verdadera sexualidad en proceso de convertirse en adulta. Antes de ese momento ocurrieron otras situaciones que también fueron acumulándose y marcando mi memoria (y que trataré en futuros relatos) pero ésta se podría decir que fue la definitiva, antes de sentirme plenamente consciente de lo que hacía en futuras experiencias.

Y aquella experiencia llegó, cómo no, en el momento en el que comenzaron los grandes y verdaderos cambios: los primeros meses de instituto, que constituyeron una verdadera catarsis en mi vida. Pero antes de entrar en detalle debo comenzar dando unos pequeños apuntes de lo que fue el preludio a esos profundos cambios, un año antes, el último curso en el colegio. Yo de siempre había sido un niño no especialmente introvertido, pero sí reservado, muy observador pero poco dado a destacar por una actitud vistosa ante los demás. No es que me hubiera visto en situaciones de abuso o de inferioridad, pero sí sentía cierto temor por aquellos chicos que interactuaban de una manera demasiado directa y enérgica conmigo. Ni qué decir de los chicos que se comportaban de forma violenta o chulesca, y es que todos si miramos atrás podemos recordar a verdaderos «chulos» y abusadores ya en muy tierna edad. Digamos que ese temor venía infundado por la idea de que en algún momento llegaran a infringirme algún tipo de violencia, física y verbal. En general, ese tipo de chicos me hacía sentir en una situación de inferioridad, en la que la sensación de control sobre la situación se escapaba. Por ello evitaba un contacto muy directo con ellos, prefería relacionarme con niñas, normalmente más calmadas, o gente de fuera del colegio, en el entorno familiar, de mis vecinos, etc. Pero en el fondo deseaba hacer realidad el tener amigos cercanos, dentro del colegio, con los que compartir el día a día, y con los que pudiera mantener el control de las situaciones con una sensación, si no de superioridad, sí de total igualdad. Otros aspectos como el de sentirme admirado y buscado también andaban revoloteando en mi conciencia, pero como algo menos importante y menos aún necesario para conseguir ese objetivo: me conformaba con tener, simplemente, amigos de verdad.

Y en aquellos nueve meses en los que transcurrió mi último año en el colegio (el 6º curso de primaria) se puede decir que logré conseguir ese anhelado objetivo. Comencé a labrar lo que en aquel momento podía considerar lo más cercano a una amistad real, con dos chicos de mi misma clase: Raúl y Daniel (al que llamábamos en casi todas ocasiones Dani). Raúl por su parte era un niño bastante introvertido, poco hablador, recuerdo incluso como en algunos recreos (el momento de mayor contacto social para un niño en el colegio, como es lógico) era capaz de mantenerse prácticamente todo el tiempo callado, tan sólo escuchando o, como mucho, haciendo algún gesto con la cabeza o soltando palabras sueltas. Pero siempre parecía interesarle todo lo que le contaba, lo cual interpretaba como una muestra de agrado hacia mí, aunque a veces mi conversación se tornara en verborrea incansable. Supongo que era una forma de canalizar esa energía tan potente que todos teníamos en nuestros años preadolescentes, y que no soltaba por otro lado, por ejemplo, en los deportes, que nunca me interesaron demasiado hasta bien entrada la adolescencia. Y quizás también ayudaba a experimentar esa sensación de control y a nunca sentirme inferior a ellos. Además, no siempre era así, sino que cuando se tocaban ciertos temas de su gusto, como el cine de terror o el cómic, sí que hablaba, compartía y opinaba, a veces con la intensidad de quien es un auténtico «freak» sobre el tema. Con Dani, sin embargo, era algo distinto. Aunque en algunos momentos pareciera como ausente (más que interesado) cuando soltaba esos largos monólogos, sí que se mostraba muy activo cuando buscaba interactuar con él, sobre todo cuando bromeábamos o incluso trataba de «buscarle las cosquillas» metiéndome con él, dentro de esa confianza que existe entre amigos. Me contestaba sin mucho pensar, «contraatacando» con más bromas o, si yo era demasiado efusivo, con ligeros mosqueos que se arreglaran con unos minutos de silencio y un cambio de tema. Comparado con esa introversión de Raúl (y que quizás sólo era una forma más radical que la mía de protegerse ante los otros niños), Dani era más espontáneo: pocas veces parecía pensar bien las cosas que decía, lo cual unido a la inocencia que atesoraba (y que no trataba de ocultar) y a que se mostraba más infantil que el resto de niños (los cuales a esas edades, aunque fuera de manera torpe y ligera, pretendíamos en su mayoría aparentar el ser ya prácticamente adultos en la forma de pensar y actuar), era a veces el hazmerreír de los chicos más «dominantes». Pero a él parecía importarle bien poco, pasando de cualquier burla o insulto, parecía no afectarle en absoluto. A día de hoy y pensándolo bien, quizás ese carácter suyo me influyó para suavizar un sentimiento de ridículo que me acompañó desde bien pequeño, pero que en aquellos tiempos ya no me afectaba demasiado, al menos en el colegio. Y quizás también para hacer oídos sordos a los que nos consideraban como los inadaptados de la clase, los «raritos» que poco hablaban con los demás, y considerarlos como aquello mismo que buscaba: amigos de verdad.

En ese contexto puedo declarar que fue la primera vez en mi corta existencia en la que me sentía a gusto de una manera real y completa con mi vida, experimentando esa sensación que para los adultos puede resultar tan compleja y ambigua que es la felicidad. Y no sólo por haber conseguido labrar esas dos amistades y, con ello, superar la sensación de soledad que a veces me angustiaba de pequeño, sino por otros tantos factores. Desde que tengo uso de razón siempre fui un niño cuyos pasajeros momentos de alegría contrastaban con otros de tristeza injustificada, en los que la pena me invadía por asuntos tan triviales como perder un juguete, ver a mi madre un poco más seria de lo normal, o el final triste de una película, que podía afectarme durante semanas. Ello, junto con los temores sociales que antes describía, era otro aspecto más que me conducía a esa irremediable introspección. A su vez, justo antes de aquellos felices meses, había experimentado una fuerte angustia durante un par de años, que al principio era intermitente pero acabó creciendo hasta provocarme momentos de verdadera ansiedad. El motivo puede parecer a priori poco importante, extraño, o directamente una auténtica chorrada para algunos, pero supongo que poca justificación hace falta para expresar miedos tan irracionales e intensos (lo que supongo suele ser considerado como un trauma infantil). Y no era otra cosa que el pánico a pasar por quirófano, algo de entrada bastante común en los niños de todas las edades (y de muchos adultos, incluso), pero en mi caso parecía una experiencia que se iba a dar de manera inminente, por la manera y asiduidad con la que mis padres me lo recordaban en cuanto salía el tema. El motivo médico era algo tan común y leve como el padecer de fimosis, pero a mí me turbó demasiado. A pesar de los cuidados que mi madre me procuró desde bebé, y quizás por predisposición genética, tendía a sufrir conatos de infección e inflamaciones en el pene, que me procuraron más de una dolorosa visita al médico (la piel de mi glande era extremadamente hipersensible, y cualquier manipulación acababa resultando en un fuerte escozor que podía durar horas). En un principio no vieron la necesidad de operarme de momento, ya que algunas cremas mantenían a raya los problemas cuando surgían, y, aunque con dificultad, el prepucio se me podía retraer prácticamente del todo. Pero con el paso del tiempo mis padres dejaron de lado el asunto, al ver que el médico no hacía hincapié en ello y la exploración genital ya no formaba parte de las visitas al pediatra. A su vez, comencé a bañarme solo, por mí mismo, en esa libertad que todo padre y madre concede a sus hijos ya de pequeños para que vayan conquistando poco a poco su autosuficiencia, algo vital en el crecimiento de un niño. Lo cual en sí no se puede decir que fuera algo negativo por tanto, pero, y aunque mis padres había sido bastante insistentes en que no podía descuidar mi higiene genital, por las molestias que acarreaba dejé de limpiar esa zona de la manera en la que debía hacerlo, de forma que en unos años el prepucio se estrechó más aún, perdiendo toda su elasticidad, hasta llegar a hacer imposible echarlo hacia atrás: era como intentar sacar una nuez por la cerradura de una puerta. En cuanto mi madre se dio cuenta de aquello, el tema de la operación volvió con más fuerza que nunca, y esta vez sin remedio. Me causaba tal intranquilidad que evitaba cualquier tema relacionado, por muy lejanamente que fuese, y qué decir el evitar por todos los medios que me vieran desnudo. La desnudez también fue algo que desde muy pequeño me preocupaba: sentía vergüenza al mostrarme desnudo delante de desconocidos o gente poco cercana a la familia, algo he de suponer que común en muchos niños a cierta edad, pero que unido a la idea de la operación intensificaba la angustia. El hecho de imaginar el tener que mostrarme desnudo ante médicos, enfermeras, etc., y lo tan horrible de la operación a mis ojos, formaban un combo de puro terror. Pero finalmente, por lo que a mis ojos fue casi por arte de magia, esa angustia se esfumó en pocos segundos. Unos meses antes de acabar 5º de primaria (el año anterior a ese alegre 6º) mi madre cambió de actitud, y de estrategia se podría decir, y al haberle confesado mi miedo semanas antes (a duras penas, ya que era algo que me callaba todo el tiempo) una vez mientras me duchaba propuso lo que era un intento de solución muy poco ortodoxo (casi una bestialidad propia de una «madre de pueblo») pero que en el caso de un hermano suyo (y tío mío) funcionó en su adolescencia: tirar, y tirar con fuerza, hasta que consiguiera salir el glande. Y así hizo, dejaré los detalles para otro relato más concreto, pero sí recuerdo que el dolor y escozor poco importaron cuando vi que toda la piel se echaba para atrás, y con ello la necesidad de la operación parecía alejarse de nuevo, y con ello toda mi angustia acumulada. Recuerdo que los días siguientes a aquello fueron de una paz interior increíble, el peso que me quité de encima fue inmenso, y a partir de entonces parecía que el camino se allanaba para poder sentirme realmente a gusto por primera vez.

Traumas olvidados, y soledad abandonada, se dieron de la mano con otro de los aspectos más importantes en el desarrollo de niños y adolescentes: la aceptación del propio cuerpo. En este caso, nunca llegué a tener una percepción negativa, sino más bien despreocupada, y en algunos momentos incluso era motivo de satisfacción. Por ejemplo, en cuanto a mi altura. Desde que nací siempre tuve una altura algo superior a la media, de manera que solía ser más alto que muchos niños a lo largo de mis años de infancia. Pero tampoco llegué a ser desmesuradamente alto para mi edad, como esos niños destartalados cuyos cuerpos parecen torpes, o toscos, o larguiruchos. En ese año final de colegio, entre los 11 y los 12 años, medía alrededor del 1.60, lo cual no estaba mal teniendo en cuenta que aún me quedaba alrededor de un año para entrar de lleno en la pubertad. En mi clase sólo había un par de niños (y alguna niña) claramente más altos que yo, pero no los envidiaba, con mi altura me sentía bastante a gusto. En cuanto a mis dos asiduos compañeros, Raúl era bastante más bajo que yo, aun cuando los pelillos cada vez más negros en su bigote y en sus piernas denotaban que se encontraba un paso por delante en desarrollo. Y con respecto a Dani, yo apenas era unos pocos centímetros más alto que él, diferencia que siempre se mantuvo como si estuviéramos creciendo a la par (aunque no en otros aspectos, como ya relataré más adelante). Aunque quizás en lo que me llegué a sentir más satisfecho fue en mi peso. Siempre fui un niño muy delgado, en ocasiones hasta llegar a extremos preocupantes para mis padres, ya que era de muy mal comer, llegando a perder el apetito durante días enteros algunas veces. Pero alrededor de los 8 y 9 años, y casi de la noche a la mañana, comencé a comer bastante más, hasta el punto de alcanzar algún kilo de más, que se manifestaron en un poco de barriga y pequeños bultos en los pechos. Casi no me dio tiempo a empezar a crear cierto complejo (sólo recuerdo un verano en el que sintiera reparo de quitarme la camiseta en la playa, por ejemplo, aunque acababa por disiparse al rato de enseñar el torso), ya que en cuestión de pocos meses ese pequeño estirón de antes de la pubertad, y un invierno poco afortunado en salud (a una bronquitis se le unió una gripe en cuestión de poco tiempo), hicieron que volviera a la delgadez, en esta ocasión más moderada que en mi época de poco comer, percibiéndolo como un golpe de suerte: de pensar que iba a crecer siendo gordo, a ver mi cuerpo como ideal ante el espejo, aunque no reparara mucho en ello (el narcisismo en mí no era para nada una tendencia), pero que directa o indirectamente me hacía sentir satisfecho, y colaboraba en esa sensación general de bienestar que estaba consiguiendo.

Y así se desarrolló aquel estupendo curso, viéndome a mí mismo como un chico de físico normal (no aspiraba a ser más que eso, normal a los ojos de los demás), divertido y hablador con los más cercanos, e inteligente (mis notas siempre fueron bastante buenas, y por aquel entonces esos logros comenzaban a identificarse como fruto de mis capacidades intelectuales, y mi interés por aprender, que como antes dije nunca he abandonado, parece haber sido innato en mí). En definitiva, seguro de mí mismo y a gusto con mi entorno más cercano, y el afianzarme en la idea de que si había conseguido sentirme así de bien, nada podría empeorarlo. Atrás quedaron esos recreos que tan cortos se hacían, bocadillo en mano (a veces un dulce o un paquete de patatas fritas), dando vueltas alrededor del patio, hablando sin parar, riendo, soñando, sintiéndome libre sin todavía saber lo que era exactamente la libertad, pero, en resumen, protagonizando lo que muchos dirían que son los mejores años de nuestra vida. Esas inigualables sensaciones tuvieron su momento culminante en la fiesta de fin de curso, que acabaron tornándose en casi euforia incontenible. Música, juegos, muchísima gente, el acto de graduación que se sintió muy especial y sentimental, las carreras alrededor de las mesas mientras se representaban obras de teatro y bailes (que captaban menos nuestra atención)… sí, nuevamente, esa sensación de libertad total, y de que nada podía estropearlo. Lo que no sabíamos es que era el final de un ciclo y el comienzo de otro: todo iba a empezar a cambiar rápida y profundamente.

Y digo que no sabíamos lo que se nos venía encima pero en el fondo sí que lo sospechábamos: dejar el colegio, del que salíamos como los mayores y experimentados (comparado al resto de cursos más bajos), y entrar en el instituto, donde seríamos los más pequeños y desorientados, en una jungla de chicos y chicas que parecían hombres y mujeres a nuestro lado (algunos ya se podía considerar que lo eran), con ese baile de hormonas que los llevaban a actuar de manera imprevisible y exagerada… ese cambio traía de nuevo el temor a sentirse inferior y amenazado en todo momento. Meses, por no decir años, de conquistas que de repente podían irse al traste. Pero el momento fue tan dulce que esos pensamientos quedaron apartados, dejados para un futuro cada vez más próximo pero que a fin de cuentas era eso, cosa del futuro, que poco tenía que ver con el estupendo y vitalista presente. El hecho de que los tres fuéramos al mismo instituto, junto con la mayoría de gente de nuestra clase, era por lo pronto un alivio, una forma de facilitar mucho las cosas, de no tener que hacer nuevos amigos nada más llegar (ese círculo que cerramos entre los tres nos parecía eterno), y por otro lado tener al «enemigo identificado» (conociendo bien al resto de compañeros ya se sabía a quien podía uno acercarse y de quien había que alejarse la mayor parte del tiempo). Así que en la teoría, sobre el papel, la situación parecía controlada.

Así que el verano comenzó con el mismo entusiasmo, y además incluyendo un factor nuevo y muy emocionante: la posibilidad de quedar los tres en grupo para hacer «cosas de mayores», como ir al cine, a cenar, a salones de videojuegos, a la playa, y un largo etc., sin la necesidad de que nos acompañara ningún adulto (siempre todavía con la preocupación materna y horarios muy estrictos), cosa que nunca había experimentado, salvo visitas a la plaza o al parque que no eran, ni por asomo, comparables para nosotros en esos momentos, ya que aun saliendo solos nos sentíamos vigilados por otros adultos. Esto era diferente, esto te hacía sentir mayor, y esperar con impaciencia a la siguiente semana para cobrar la asignación semanal que desde hace un par de años tenía, y que pasó de ser una forma de ahorrar para convertirse en fuente de gastos maravillosos en grupo, los cuales corrían totalmente a nuestra elección. De nuevo y otra vez más, esa sensación de libertad que parecía planear en todos los momentos. Fue además la mayor sorpresa del verano: de esperar una respuesta rotundamente negativa al pedirle permiso a mis padres para salir con mis amigos (e ir preparado para insistir y negociar), a lo que ocurrió realmente, hizo que la sensación fuera aún más gratificante si cabe. Ni siquiera el largo sermón de lo que no podía ni debía hacer en la calle, ni las múltiples y exageradas advertencias, pudieron emborronarlo. Fueron el daño colateral perfecto para un bien común tan importante.

Nos veíamos al menos dos o tres días todas las semanas durante ese primer mes. A veces para ir al centro comercial, a veces cuando no nos dejaban mucho tiempo tan sólo dar una vuelta por el barrio y hablar, haciendo prácticamente lo mismo que en aquellos recreos meses atrás. El hecho de vivir relativamente cerca además lo facilitaba. Después de ese primer mes el ritmo de encuentros decayó. Yo me fui con mis padres de camping, como todos los veranos, lo cual me apartó de ellos durante unas tres semanas. La introspección en la que me solía sumergir durante la estancia allí (la dificultad para entablar relación con otros niños y la gran cantidad de horas muertas de las que disponía me hacían que fuera casi obligatorio retraerme en mí mismo) supongo que me hizo no buscar la compañía de mis amigos tras mi vuelta. En cierta manera, tres semanas y pico eran muchas para mi percepción infantil del tiempo, y casi que no recordaba el placer de estar con ellos después del hastío del camping. Era el gran poder que tenía el aburrimiento sobre mí: era capaz de anular hasta mis apetencias más profundas. Hasta que la relación se retomó con una llamada de teléfono que volvió a activar mi estado mental anterior: Dani, un poco desorientado, acudía a mí para preguntar si sabía cuándo empezábamos el instituto, y si había que ir antes para algún tipo de presentación. Ambas cosas las imaginaba, pero aún así quedamos en vernos a la semana siguiente, ya a primeros de septiembre, para pasarnos por el instituto a preguntar juntos. Recuerdo aquella llamada como si fuera ayer (a pesar de la incomodidad que me producía hablar por teléfono, la falta de costumbre en aquella época, supongo), porque vaticinó en parte lo que iba a ser ese primer año de instituto: Dani y yo convertidos en uña y carne, en todo momento.

Dije que nuestra repentina libertad de movimientos fue la sorpresa del verano, pero quizás exageré. Si algo me pilló aún más de improviso fue lo que ocurrió a finales de verano, unas semanas antes de comenzar las clases, y que constituyó un auténtico terremoto en mi mente, más allá de miedos y traumas. La ducha era ese lugar en el que me encontraba a solas con mi cuerpo, y sobre el que comencé a tener una percepción distinta, que concretaría poco después, al unísono con el resto de cambios que ocurrieron, de repente, en un caos de novedades radicales. En aquel momento, mi cuerpo despertaba curiosidad en mí, claro está, pero no muy diferente a la que había tenido hasta ahora (profundizaré en ello dentro de unas líneas), quizás mayormente porque no había percibido ningún cambio que pudiera notar (unos centímetros más de altura no parecían haberme cambiado mucho viéndome desde mis adentros). Pero era esa curiosidad la que desde hacía meses me hacía enjabonarme con especial mimo en algunas zonas de mi cuerpo, cuando tenía tiempo de sobra y podía tener más o menos seguro que no iban a entrar en el baño mientras me duchaba. Zonas como mi escroto, el cual a veces amasaba como si fuera arcilla, notando mis testículos a través de la piel, y jugueteando con ellos mientras se colmaban de la espuma del jabón. Hasta que en uno de esos jugueteos noté un pequeño cambio en el tacto, una ligera rugosidad nueva en los pliegues del escroto, que hasta ese momento había notado totalmente suaves. En aquel momento, quizás por prisa o por estar pensando en otra cosa, no le presté nada más de atención, pero unos días después, en una de esas sesiones de ducha en las que me esmeraba especialmente en ese mimo, y dedicaba mucho más tiempo, decidí agachar la cabeza y ver en primer plano esa nueva rugosidad. Apartando un poco la espuma pude entrever entre pompas y restos de jabón lo que parecía ser una fina y escasa pelusa de tono claro. La primera reacción fue cercana al shock. Mi temperatura pareció subir de repente a pesar del agua fresca, y mi mente quedó bloqueada durante bastantes segundos, en blanco, sin poder pensar en nada en concreto, con el pulso a mil por hora. Cualquiera habría dicho que era un susto de muerte, pero es que esa novedad se sintió realmente como un verdadero susto, como algo tan inesperado que no podía asimilar de manera automática. En cuanto me relajé un poco ya pude por fin articular pensamiento. Por supuesto que sabía de qué se trataba, el haber visto cuerpos adultos desnudos (dentro de mi familia la mayoría) y las clases de educación sexual recibidas en los dos últimos años (y que tanta fascinación y excitación a la par que nerviosismo provocaban en mí) me habían hecho saber en qué consistía la pubertad a grandes rasgos, siendo la aparición de vello púbico una de sus primeras manifestaciones. Pero a pesar de aquella resumida y didáctica información la sorpresa fue igualmente mayúscula. Por un lado pensaba que a los 12 años era todavía demasiado pronto, tenía en mente que eso era algo que empezaba a darse más tarde, como a los 15 años (demasiado parca en detalles fue aquella formación sexual). Por otro, ante algo así sentía que nunca se podía estar totalmente preparado. Porque en el fondo y casi de manera inconsciente sabía lo que esto significaba: dejar de ser un niño e ir avanzando hacia la edad adulta. Y ante eso me invadía una doble sensación de rechazo y resignación: no quería que llegaran esos cambios, pero tomaba consciencia de que eran inevitables, que no iba a ser un niño de por vida, por mucho que me causara tensión y desasosiego. Entonces, desde ese momento, empezaron a mezclarse muchos e inquietantes sentimientos: una nueva sensación de vergüenza (y que consistía en evitar a toda costa que cualquiera de mi familia, sobre todo mis padres, se dieran cuenta de mis cambios), el desconocimiento de qué otros cambios vendrían a continuación y en qué ritmo se darían, hasta cuándo duraría esto… en definitiva una vorágine que me envolvía cada día y ocupaba buena parte de mis pensamientos, volviéndome aún más reflexivo, provocando repentinos cambios en mi carácter de la noche a la mañana, haciéndome más irritable, y haciendo evidente que todo empezaba a cambiar para siempre. La sospecha de que absolutamente todo aspecto de mí, físico y mental, no iban a ser los mismos nunca más se afianzaba cada día que pasaba. A su vez, sentía que difícilmente iba a poder compartir estas preocupaciones con alguien cercano (desgraciadamente mi estrecha relación con mis primos ya hacía tiempo que se había enfriado mucho), lo cual me hacía sentir «solo ante el peligro». Pero ello me llevó a pensar automáticamente en mis dos amigos, y en lo pronto de nuestro reencuentro. Me preguntaba si a Raúl le habrían empezado a salir ya el vello púbico, cosa que debía haber dado por hecho teniendo en cuenta su cada vez más poblado bigote y el vello de sus piernas, pero mis confusos conocimientos al respecto siempre provocaban la duda. De Dani pensaba que era imposible que hubiera empezado ya, dejándome guiar por su aspecto tan infantil y su extrema delgadez, pero que no podía saber a ciencia cierta. Y si en algún momento pensé que estos cambios evolucionarían lentamente, que quizás se tomarían una pausa en el tiempo, en el siguiente par de meses se desmintió tal corazonada: esos incipientes vellos de mis testículos, aunque no crecieran mucho más, se tornaron más oscuros y gruesos, haciéndose más evidentes al tacto en aquellas duchas exploradoras. Y, para culminar lo que parecía un ritmo frenético de novedades, esa misma pelusilla que detecté inicialmente en el escroto comenzaba a salir en la base del pene, lo cual ya me colocaba en alerta máxima: ya sabía bien cómo iba a evolucionar esa dichosa pelusa, y cómo en este caso mi entrada en la pubertad se iba a hacer más visible aún.

Como ya comenté, con estos primeros cambios evidentes la percepción sobre mi cuerpo comenzaba a cambiar, en principio poco a poco, pero prontamente intensificada por mi mente cada vez más efervescente. Desde que tengo uso de razón siempre demostré una sana e inocente curiosidad sobre mi propio cuerpo y sus reacciones. Lejanos pero nítidos recuerdos de mis visitas al pediatra, con 3 y 4 años, me sitúan desnudo sobre la camilla alcanzando una erección en cuanto el médico tocaba mis genitales para revisarlos. Experiencia médica que luego simulaba en mis juegos en soledad (mi capacidad de imaginación era tal que era capaz de recrear esos roles aún estando solo), cuando al retraer el prepucio tal y como el médico en la consulta y mi madre en el baño hacían, mi pene conseguía de nuevo una total erección. Recuerdo también tardes en las que, bien por aburrimiento bien por explorar mi curiosidad, acababa pasando largos ratos con el pene erecto, a veces siendo evidente a la vista, pero que en ningún momento fue motivo de comentario o represión por parte de mis padres. Conforme iba creciendo la curiosidad aumentaba y se mezclaba con nuevos elementos que, a cuenta gotas, iban siendo conocidos por medio de la televisión o comentarios de adultos a mi alrededor. Por ejemplo, el tema del preservativo. Mi conocimiento sobre él era muy escaso, teniendo solamente cierta idea acerca de su capacidad para que las mujeres no quedaran embarazadas. Su función me resultaba todavía un poco extraña, y en un principio incluso su forma, pero sí sabía que era colocado en el pene, lo que hacía que me causara una inmensa curiosidad. Una graciosa anécdota al respecto es cuando en alguna ocasión mis padres llevaban el coche a descampados de la periferia para limpiarlo a fondo. Mientras ellos llevaban a cabo la tarea, yo jugaba por los alrededores, con la continua supervisión paterna, para que no tocara nada, por miedo a las jeringuillas y basura variada que solía haber en esos lugares. Pero a pesar de ello pude observar muchos de esos condones que tanto me fascinaban, pudiendo conocer finalmente su forma exacta. Y, sobre todo, el hallazgo de uno de sus prospectos explicativos y aprender así de manera detallada cómo se colocaban. Todo ello me hacía sentir unas fuertes cosquillas en el estómago, tal y como recuerdo lo que supongo era la forma de manifestarse mi excitación infantil. El asunto quedó en suspenso hasta que tiempo después, con unos 10 años, llegué a un descubrimiento aún más conmovedor: ayudando a mi madre a colocar ropa en los cajones vi como mi padre guardaba una caja de preservativos en su mesilla de noche. Los reconocí al momento, acordándome de toda la parafernalia que descubrí en aquellos descampados. Como era de suponer, la imagen de la caja entre sus calzoncillos me persiguió desde entonces, y hasta que no colmara mi curiosidad no cesaría de pensar en ello. Justo lo que decidí una tarde en la que me quedé durante un rato solo en casa, cuando mi madre subió a la azotea a tender la ropa. Sin pensármelo dos veces fui directo al cajón, abrí la caja, cogí uno de los condones y lo abrí. Entre los nervios y la excitación casi temblaba. Lo manoseé, olí, traté de desenrollarlo, meterlo en mi puño… hasta que los nervios me superaron y temiendo que mi madre volviera lo arrojé junto con el envoltorio por la ventana. ¡Pero qué tonto fui!, me repetí durante el resto de la tarde. Podría habérmelo probado en mí, en vez de jugar con él como si de un globo se tratase. Y desde luego que no iba a dejar que ese error me diera vueltas por la cabeza. Con cierto temor a que mi padre acabara descubriendo que le faltaban condones, aproveché otro momento de soledad pocos días después para llevar a cabo mi cometido. Y esta vez lo hice bien, tal y como lo había pensado: saqué el condón del envoltorio y siguiendo con atención las instrucciones (que ya casi me sabía de memoria) lo desenrollé torpemente sobre mi pene en completa erección (y que ni siquiera había tenido que provocar, la tremenda excitación del momento fue suficiente para que se empinara de manera natural). El resultado fue, según lo veo con los ojos de hoy, cuanto menos cómico: sobraba mucha goma alrededor, el condón quedó bastante lejos de ajustarse a mi pene, incluso mi prepucio redundante y parte del glande quedaron insertados dentro del depósito para el semen. Pero en el momento no le di la menor importancia, ni siquiera me planteé cual debía ser su ajuste adecuado. Fue años más tarde cuando, recordando con humor esta experiencia, me percaté de que los condones no están hechos para penes inmaduros como el que tenía, y que por aquel entonces no medía más de 8-9 cm en erección. Pero sin embargo fue una experiencia que jamás olvidé y que supuso un avance más en esa curiosidad cada vez más avanzada e intensa.

Sin duda, las intensas emociones que me causaron esas experiencias y descubrimientos me marcaron con fuerza. Parecía haber puesto el listón más alto, y ante la creciente sensación de excitación que iba alcanzando, buscaba nuevas formas de satisfacer dicha arrolladora curiosidad. Aprovechaba cada momento que me quedaba solo en casa (y que se volvían más recurrentes, ya que al ir creciendo y por mi carácter tranquilo y responsable mis padres tenían menos reparos en dejarme solo) para desnudarme y dar rienda suelta a mi excitación. A veces tan sólo me sentaba en el sofá e imaginaba a mis compañeros de clase desnudos con todo lujo de detalles. En otras ocasiones ponía la televisión y buscaba alguna imagen sugerente, como chicos en bañador o escenas de película subidas de tono. Durante un tiempo me pasé a la «investigación»: rebuscaba en las múltiples enciclopedias que mis padres atesoraban para encontrar aquellas imágenes que recordaba haber visto de muy pequeño jugando con los libros, que en su momento obviamente no miraba con morbo pero que ahora anhelaba ver (la ausencia de internet en casa en esta época era todavía total). Así llegué a crear un amplio y excitante catálogo: enciclopedias médicas en las que se veía algún pene real, tribus africanas cuyos chicos se mostraban totalmente desnudos, fotografías educativas de niños y niñas desnudos en los diferentes estados de desarrollo, etc. Alguna vez también llegué a desnudarme en la azotea comunitaria (cerrando la puerta con llave, claro está), caminando alrededor o tumbado tomando el sol, llegando a sentir un fuerte cosquilleo en el estómago por la posibilidad de que me vieran desnudo y erecto desde algún edificio colindante. El nivel de excitación llegaba a ser tan intenso que una fuerte sensación de nerviosismo me llegaba a invadir. Aún no tenía ni idea de lo que era la masturbación (mi inocente idea de lo que significaba «hacerse una paja» consistía en simplemente retraerse el prepucio, tal y como creí entender de una experiencia años atrás con un chico de mi colegio, cosa que trataré en otro relato más adelante). Con las duras erecciones que alcanzaba era inevitable tocarse el pene, pero muy lejos todavía de la verdadera mecánica de la masturbación: los tocamientos se reducían a moverlo como si de un alambre se tratase, a mover el prepucio dentro de sus posibilidades (aún después de que mi madre consiguiera retraerlo definitivamente, en estado de erección era imposible echarlo hacia atrás), o a llevar a cabo algunos juegos con él. Estos juegos eran la forma más elaborada de tratar de canalizar esa excitación, a falta del desahogo masturbatorio. Por ejemplo, medirlo con frecuencia para comprobar si crecía (aunque siempre arrojaba la misma cifra de 8 o 9 cm, dependiendo del lado en el que colocara el metro). Y en una ocasión, y en correspondencia con el creciente gusto por escribir que había adquirido desde muy pequeño, describir detalladamente por escrito la apariencia de mi pene, para leerlo de vez en cuando como si fuera un relato, escrito que guardé durante mucho tiempo con nostalgia:

«Mi pene cuando se pone duro es blanco y tiene una vena azul enmedio, mide 8 o 9 cm si lo mides por delante o por detrás, la cabeza es como redonda y se pone más gorda que lo demás, en la punta tiene un trozo de pellejo salido que a veces se pone rojo, si tiras un poco del pellejo para atrás duele pero se ve un poco el agujero de mear que es rojo, cuando no está duro mi pene mide 3 cm pero se puede echar el pellejo para atrás si no está duro y sale la cabeza que es menos blanca y con la punta roja, los huevos son redondos y arrugados».

Tras este largo y detallado resumen de antecedentes, retomo el hilo de mi relato vital, que dejé justo en ese momento eléctrico, de toma de conciencia de lo que significaba el inicio de la pubertad. Esa curiosidad que hasta este momento iba en aumento, parecía aquí alcanzar su cota máxima. La excitación a la que llegaba se sentía mucho mayor incluso, y cada vez más asidua, hasta el punto de que algunos días ocupaba buena parte del tiempo, lo cual se reflejaba en erecciones continuas y a veces espontáneas: cualquier pensamiento podía provocarlas, o a veces sin intervención siquiera de la mente. En los siguientes tres meses (que coincidieron con el primer trimestre del instituto) los cambios físicos se sucedían con una velocidad pasmosa, lo cual generaba una contradictoria sensación: por un lado añadían más estrés mental, y por otro lo complicado de asimilarlos uno a uno de forma aislada hacía que, aunque fuera en el fondo y de manera resignada, comenzaba a acostumbrarme a ellos como algo cotidiano. Un nuevo estirón me dejó rozando el 1.70, lo cual hizo evidente mi entrada en la pubertad, provocando algún que otro comentario de mis padres al respecto que me sumían en la más absoluta vergüenza, tratando siempre de hacer oídos sordos y pasar de ellos. Hasta llegar a enfadarme con rabia cuando una mañana mi madre recogía la ropa sucia del baño, y encontraba en mis calzoncillos un pequeño vello púbico, haciéndomelo saber y riendo con ello. Comenzó así el típico enfrentamiento entre padres y adolescentes que en mi caso se prolongó unos cuantos años más, añadiendo más tensión y estrés a mi día a día. Este nuevo estirón provocó además que pareciera más delgado aún, otro motivo más de discusión con mi madre por considerar que no comía lo suficiente para estar en pleno crecimiento. En resumen, el conflicto parecía llegar por todos los frentes, adelantando en mis preocupaciones al estrés por los cambios físicos.

Pero dicho crecimiento en altura no fue lo único en esos meses. La pelusa que comenzó a crecer en la base del pene ya había alcanzado el nivel de mi vello testicular: un pequeño mechón de vello entre castaño y pelirrojo se estableció en la base. Y lo que más atónito me dejó, por inesperado y porque prácticamente pasó desapercibido a mis ojos: el crecimiento de mis genitales. Cuando quise darme cuenta mis testículos habían aumentado ligeramente de tamaño (aunque meses antes ya los llegué a notar un poco más grandes que años anteriores), además de percatarme que el oscurecimiento del escroto no se debía a los escasos vellos que tenía, sino a que habían cambiado del blanco pálido al tono moreno en sí mismo. Pero el cambio más radical lo noté sin duda en el pene. Cierto es que antes de comenzar a crecer el vello en los testículos noté en mis erecciones algo más de grosor, pero escapó de mí la progresión que había llevado hasta ese momento. Supongo que percibir el desarrollo y crecimiento propio no es fácil, y más bien se nota cuando ha pasado un tiempo y se aprecia la diferencia por contraste. La cosa es que aún con dudas sobre si el crecimiento había sido tan pronunciado, o había sido sólo mi impresión, lo medí en total erección y la confirmación llegó sola: entre 12 y 13 cm, desde luego unos cuantos más que un año atrás cuando no pasaba de 9 cm. Me arrepentí de no haberlo medido en el verano, y poder haber sido consciente a tiempo real de su progresión, me propuse no perder detalle y medirlo cada cierto tiempo, y comprobar hasta donde podía llegar. El glande, aunque dentro del prepucio siempre que estaba en erección, también se notaba algo más voluminoso y diferenciado del tronco. El cambio de pigmentación no era tan notorio como en los testículos, pero también era apreciable. Otra novedad que surgió, y que hasta entonces no había presentado en absoluto, era una ligera curvatura del pene hacia la izquierda, que a partir de entonces me acompañó el resto de mi vida. Durante semanas no paraba de plantarme desnudo delante del espejo para apreciar con detenimiento esos cambios. Puede que en estado de flaccidez apenas se notara la diferencia en el pene, pero en erección era más que evidente. Casi podía decir que me excitaba verme a mí mismo en el espejo, una prueba más de que las hormonas intensificaban cada vez más mi necesidad de placer. Como evidente era también que, sobre todo por el crecimiento de mis testículos, necesitaba renovar mi ropa interior, sustituyendo mis slips infantiles por otros de talla más grande, y algún que otro boxer, esta vez sin comentarios jocosos por parte de mi madre, que pareció darse cuenta de que no estaba resultando una etapa fácil para mí y debía ser comprensiva. La verdad es que en esta ocasión los cambios no resultaron estresantes, sino más bien al contrario: supongo que la gran mayoría de chicos se sienten bien al ver sus penes crecer por fin. Se podría decir, pues, que llegado a este momento la tensión derivada de mis cambios físicos se había atenuado al mínimo. Lo único que noté igual fue la estrechez del prepucio, que con el pene en erección no podía ser retraído totalmente, tan sólo hasta más o menos un cuarto de glande, y con mucho esfuerzo y molestia. Pero eso tampoco fue una preocupación, ya que si mantenía el glande cubierto no había dolor (solamente cuando tiraba un poco de mis testículos a su vez la piel del escroto tiraba del prepucio y si no realizaba el movimiento con cuidado podía dolerme, cosa que trataba de hacer para evitarlo), y mi todavía desconocimiento sobre el sexo me hacían ignorar que para penetrar podía tener bastantes problemas, como descubrí en poco tiempo (aunque en unos años el problema se solventó por sí solo, y nunca hizo falta circuncidarme).

Así que, en esos tres meses posteriores al comienzo de mi pubertad, se dieron todos esos cambios a gran velocidad, pero a partir de ahí pareció ralentizarse, y quedarse de momento en ello. La voz, por ejemplo, no me cambió hasta los 13 años, el vello en las axilas y la pelusilla del bigote tuvieron que esperar hasta los 14, y en el pecho y vientre hasta bien entrada la adolescencia. Además de los testículos y el pequeño mechón de la base del pene, sólo pude notar quizás unos pocos pelos más en las pantorrillas. Mención aparte merece el que se podría considerar el cambio culminante de la pubertad: la aparición de semen. Esto es porque en mi caso se podría considerar algo inusual comparado con otros púberes. Y es que aún en esos meses seguía sin descubrir la masturbación propiamente dicha. Quizás la falta de un «mentor» en esos asuntos, y mi todavía falta de relación con otros chicos más experimentados, tuvieron que ver. La única prueba de que mis testículos ya habían madurado en ese aspecto fue mediante otro tópico de la pubertad: las poluciones nocturnas. Llegué a tener muchas a lo largo de ese año, aunque sobre todo recuerdo una verdaderamente fuerte, en la que todo mi pijama y las sábanas quedaron totalmente mojados, demostrando que la cantidad de semen que producía y que era capaz de eyacular podía ser muy grande (y que provocó nuevos conflictos con mi madre, cuando se percató de ello, a pesar de mi intento por «eliminar pruebas», y trató de sacar el tema, con mi radical rechazo). He de suponer que la ausencia de masturbación era lo que provocaba esas descargas de semen acumulado durante las noches. Pero es que ciertamente la técnica era desconocida para mí, aunque parezca raro, según he podido contrastar con la experiencia de otras personas. Lo cual quiere decir que seguía canalizando mi excitación casi de la misma forma. Eso sí, las fantasías comenzaban a ser más complejas, y con deseo de realidad. Dentro de mí, esa tensión sexual tan fuerte empezaba a provocarme la apetencia de tener contacto real con otros chicos, aunque sin plantearme aún qué cosas hacer en concreto. Fantaseaba con casi todo mi entorno: compañeros del instituto, antiguos compañeros del colegio, vecinos, familiares, chicos que pasaban por la calle, que salían por la tele… y de cuando en cuando, recordar experiencias pasadas que me remitían a una excitación primitiva pero igualmente intensa, con chicos del colegio, primos y tíos (experiencias que detallaré en futuros relatos). El mecanismo era el mismo: desnudarme y, mientras me centraba en la imagen o en el pensamiento, tocarme el pene de manera rudimentaria. Salvo por el hecho de que ahora la excitación era casi que mayor que nunca, y en ciertos momentos creo que llegué a estar cerca de la eyaculación. Al centrarme en mover la piel todo lo que podía, y acariciar el glande con más intensidad, llegaba a sentir un aumento paulatino de dicha excitación, pero que nunca continué hasta el final, mi desconocimiento y falta de intuición me lo impidieron (tuve que esperar hasta cumplir 14 años para adoptar la forma correcta de movimientos rítmicos y mecánicos, y por fin eyacular mediante la masturbación). Muy cerca creo que estuve cuando tomé contacto por primera vez y de manera consciente con algún fluido genital: en una ocasión mientras acariciaba la punta del glande noté como una minúscula gota de presemen se asomaba por la uretra. Mi impresión fue máxima, ya que el tema del presemen sí que era desconocido para mí, aunque por intuición deduje que se trataba de algún paso previo al semen, llegando a la torpe conclusión de que entonces todavía no podía eyacular semen estando despierto, tan sólo ese poco líquido transparente, con el que aún así jugué con mis dedos y me excitó una barbaridad. Desde luego, mi pubertad se caracterizó por una desorientación casi continua en tema sexual.

Y con todo esto y el primer trimestre de clases en el instituto, transcurrieron de septiembre a diciembre unos meses difíciles y tristes. Los insultos y las faltas de respeto eran continuas en clase, el temor que pude llegar a tener por que volvieran esas sensaciones negativas se confirmó en toda regla. El día a día se hacía duro en el instituto, hasta el punto de superarme un poco. Quizás fue peor incluso de lo que me esperaba, pero con el transcurso de los meses pasó lo que mirando a atrás más bien consideraría un período de adaptación. Lejos parecía a finales de trimestre el primer día de clase, que sí fue en cierta manera dulce, cuando volvimos a reencontrarnos los tres. Dani, igual que siempre, con esos pocos centímetros por debajo de mí, y su extrema delgadez, no había cambiado casi nada, aunque eso ya me lo imaginaba porque lo había visto unas semanas antes de empezar, como relaté anteriormente. Raúl, en cambio, sí se le veía cambiado: estaba igual de bajo que el curso pasado (o al menos no se le notaba haber crecido), algo más gordo, y algo más adulto, al cambiar sus gafas de montura infantil por otras más elegantes y, sobre todo, por ya no presentar ese bigote que el curso pasado se le veía cada vez más poblado, ya había empezado a afeitarse al contrario que nosotros y eso provocó unas cuantas risas en nosotros. También, unos días después en clase de educación física, pude comprobar como a través de la manga de su camiseta presentaba algo de vello axilar, lo cual en cierta manera me confirmó lo que ya debía de haber sospechado: que estaba también dentro de la pubertad, incluso más avanzado que yo. El único punto positivo de esos meses adaptativos es que volvimos a ser una piña, y aunque el contexto ya no era la libertad y felicidad del colegio, tenernos los unos a los otros trajo un cierto alivio. Sobre todo Dani y yo, que como antes dije, comenzamos a ser uña y carne. Los tres estábamos siempre juntos en los recreos, sí, pero además comencé a quedar con Dani por las tardes, mes y algo después de empezar, a raíz de un trabajo en grupo que tuvimos que hacer, y que nos dio la perfecta idea de pasar todas las tardes juntos que pudiéramos, en su casa o en la calle, como una manera para no caer en el estrés y en la tristeza que conllevaba estar solo y darle vueltas a todo lo malo. Raúl, en cambio, no quedaba con nosotros por las tardes, en teoría porque prefería quedarse en casa, aunque sospechábamos que era una excusa para no reconocer que sus padres no le dejaban salir si no eran vacaciones. De todas formas, se le notaba más distante con nosotros dos, quizás por celos, quizás por sentirse un poco dado de lado. La cosa es que esa distancia con Raúl nos unió más a mí y a Dani, haciendo que, a pesar de lo duro de esos meses, recuerde aquel tiempo con especial nostalgia. Y sobre todo por lo que estaba a punto de ocurrir, el punto fuerte de mi historia, aquel punto de inflexión en mi vida del que hablaba. En definitiva, el momento de la pérdida de la inocencia, que tanto nos marca a cada uno de nosotros.

Tal y como he comentado anteriormente, mi nivel de curiosidad y excitación eran tales que todo aquello que había experimentado en solitario se había quedado ya muy corto. El deseo de interactuar con alguien y compartir esa experimentación en la vida real se hacía muy, muy intenso. Y el instituto constituía, a pesar del mal ambiente generalizado, un lugar ideal para buscar la manera de lograr ese objetivo, cosa que en solitario sería imposible. Tantos chicos y todos tan alteradamente hormonados, que de entrada resultaba lógico pensar que podía surgir alguna situación de ese tipo. Pero no resultaba tan sencillo: los chicos más abiertos con el tema del sexo, que incluso confesaban masturbarse en grupo con otros chicos de la clase, eran aquellos que prefería evitar para no verme más humillado, además de que hablaban en unos términos que yo no entendía del todo. Así que teniendo en cuenta mi inexperiencia inicial, el objeto de excitación que veía verdaderamente claro era el único que había practicado con otras personas hasta el momento: la desnudez. El hecho de ver a otros chicos desnudos en directo ya parecía suficientemente excitante para mí en ese momento de efervescencia hormonal que tenía. Pocas semanas después de empezar el curso ya me empecé a plantear buscar esos momentos en los que poder, simplemente, curiosear en el desnudo de otros chicos. Y, claro está, el lugar más lógico y sencillo para esto eran los baños. Al comienzo del recreo la afluencia al baño tenía su punto álgido, a veces incluso había que hacer cola. Por ello, en ese momento, si orinabas en los urinarios de pie tenías casi todas las papeletas de que algún chico se pusiera a tu lado, o ponerte tú al lado de otro, que no levantaría sospechas al estar el baño tan solicitado. Y una vez en posición, lanzar una discreta mirada al lado, que con suerte, y gracias también al diseño diáfano de los urinarios, el chico en cuestión no haría mucho esfuerzo por ocultar su pene a la vista, ya que era complicado y forzado tomar una postura en la que no se pudiera ver nada en esos urinarios. En un principio los nervios me podían, y seguía orinando en los cubículos con puerta como venía haciendo desde que comenzaron las clases. Pero tras mentalizarme bien y decidirme a hacerlo (el sólo imaginarlo ya me resultaba excitante, cosa que me ayudó a pensarlo poco más y simplemente actuar) una mañana tomé la determinación de probarlo. Al sonar la sirena que marcaba el inicio del recreo, y al dar su visto bueno la profesora de turno, comenzamos a salir del aula. Como siempre, iba acompañado de Raúl y Dani, que como era costumbre salíamos de los últimos, para evitar el tumulto de los más bestias. Les dije que iría al baño antes de bajar al patio, pero antes de arrancar el paso miré a un grupo de chicos que siempre solían ir juntos en el recreo (y que podrían considerarse como los más problemáticos de mi clase). Alguno, o incluso varios a la vez, a veces iban al baño antes de tomar las escaleras de bajada, pero esta vez parecía que no, o al menos no en ese instante, ya que discutían en voz alta sobre algo relacionado con la televisión mientras permanecían parados junto a la puerta del aula. Ellos eran los que más interés tenía por ver, ya que habían sido objeto de mis fantasías, y comparar lo imaginado con lo real me resultaba muy excitante. Pero esperar a que alguno abandonara la conversación para ir al baño quizás podía ser visto con extrañeza por mis amigos, así que tras pensarlo un sólo segundo me dirigí hacia el baño al fondo del pasillo con paso rápido. Nada más entrar empecé ya a notar un cosquilleo en el estómago y esos inevitables nervios, en principio ligeros, pero en cuanto pasé la zona de lavabos y llegué a los urinarios se intensificaron. Hoy no había mucho jaleo, y en los tres urinarios que había sólo se encontraba en el de la izquierda un chico alto del otro curso de primero con el que compartíamos pasillo. Por supuesto me puse en el de la derecha, dejando el del centro libre, ya que orinar junto al chico pudiendo elegir lugar podría haber resultado raro o sospechoso para él. Viendo que de momento no iba a darse la situación buscada, me relajé bastante y pegué mi cuerpo al urinario y saqué mi pene del chándal. Ni siquiera tenía ganas reales de orinar, pero decidí intentarlo ya que estaba allí, como primera toma de contacto con este espacio que era nuevo para mí. Miraba mi pene y empujaba levemente con los músculos para tratar de que saliera algo de orina, pero segundos después otro chico apareció con movimiento rápido y ocupó el único urinario libre junto a mí. Volvió así y de un golpe esa sensación de nervios, cortándome las pocas ganas de orinar que pudiera tener. Enseguida giré muy ligeramente mi mirada hacia la izquierda, de la forma más sutil que podía, casi sin mover un músculo, por el temor de que pudiera darse cuenta. Era otro chico de la clase contigua, bastante más bajo que yo, delgado, aniñado, de pelo rizado castaño y moreno de piel, que había visto de pasada alguna que otra vez desde que comenzó el curso. Desde que llegó empezó a mantener una conversación con su compañero, lo cual me hacía sentir como si fuera invisible allí, aumentando mi sensación de seguridad por no ser pillado. En cuanto se llevó las manos al borde de su pantalón (también de chándal como el mío) fijé mi soslayada mirada abajo, justo cuando bajó un poco y de forma simultánea tanto el pantalón como el calzoncillo, sacando su pene. Desde ese ángulo lateral no podía vérselo, sus pequeñas manos lo tapaba mientras lo sostenía, así que decidí pensar por un momento, e intentar una forma de aumentar mi campo de visión: arrimarme más al fondo de mi urinario, aprovechando que el movimiento pasaría desapercibido debido a la animada charla que mantenían. Y funcionó: sostenido por sus pulgares e índices pude ver su pene, pequeño, fino e igual de moreno que su piel, con un glande alargado y cubierto por prepucio ligeramente redundante. No pude apreciar si tenía vello púbico, ya que tanto el pubis como los testículos estaban tapados por la camiseta y el calzoncillo respectivamente (el cual parecía de tipo slip de lycra, con finas rayas celestes y blancas), pero atendiendo a la base del pene, totalmente lampiña, debía no tener aún, o en todo caso muy poca cantidad. Una sensación de intenso calor me invadió de repente, acelerando mi corazón y haciéndome sentir un fuerte cosquilleo que bajaba del estómago al pubis. La excitación se abría paso como una descarga de adrenalina, mucho más potente que en mis juegos en solitario: había merecido la pena intentarlo, desde luego. Mi atención se centró exclusivamente en esa imagen y, aunque siguiera teniendo cuidado, la preocupación por ser descubierto se relajó, gracias sobre todo a lo excitado que me encontraba. Pasaron unos segundos hasta que comenzó a salir un fino chorro de orina, momento en el cual subió su pene un poco para apuntar mejor a la pared del urinario, y tiró una pizca de su prepucio para atrás, hasta situar su apertura a ras de la uretra, con un orificio muy pequeño. La meada se prolongó durante unos segundos más, hasta que el chorro comenzó a perder fuerza hasta convertirse en unas pocas gotas que acabaron cesando. Justo en ese momento retrajo su prepucio un poco más, hasta mitad del glande, y acto seguido lo llevó hacia delante tirando de él hasta dejarlo tenso y estirado unos centímetros por delante del glande, maniobra que repitió varias veces, cayendo algunas gotas más en el proceso. Al guardar de nuevo su pene en el calzoncillo pude ver rápidamente parte de su pubis y de los testículos (que a pesar de su pequeño tamaño se encontraban bastante colgantes), en los que parecía no haber siquiera pelusilla. Poco antes de guardarlo fui consciente de que mi pene comenzaba a engrosarse, cosa que había pasado desapercibida para mí por lo atento que estaba al chaval. Así que en cuanto se separó del urinario guardé mi pene rápidamente y salí del baño en dirección a mis amigos, sin haber orinado pero todavía bastante excitado. No sé si se dieron cuenta de mi nerviosismo, pero dentro de mí la sensación era intensa, y a ratos volvía a mi mente aquella imagen, provocando que mi pene volviera a erectarse por momentos, cosa que trataba de evitar charlando, pero que finalmente fue inevitable al volver del recreo, cuando al poco de sentarme en mi lugar alcancé una erección completa y muy dura que no bajó en un buen rato, y que tuve que disimular tapando con la camiseta. Sin duda la experiencia fue muy grata, y recordada cada vez que fantaseaba desnudo en casa, provocándome la misma reacción que aquel día. Y, por supuesto, me propuse repetirla de nuevo, yendo casi todos los días a los urinarios (fingiendo casi siempre las ganas de orinar). Rara vez acababa sin nadie en el urinario de al lado, casi siempre era sólo uno el que quedaba libre, o llegaba alguien y se ponía a mi lado. Sobre todo pasado un tiempo, cuando tomé la estrategia de desordenar mi mesa antes del recreo, de forma que cuando llegaba la hora prolongaba mi estancia en el aula un poco más recogiendo las cosas, para así poder ir al baño en el momento con más gente, y tener que hacer cola si fuera necesario, pero asegurando el éxito en mi objetivo. De esa manera, en las siguientes semanas fui creándome un inventario mental de imágenes tan excitantes como recurrentes: chicos de la clase de al lado, algún que otro chico de cursos superiores que venía de paso por el pasillo de primero, y chicos de mi propia clase, que eran los que más interés me provocaban. Unos pocos de ellos orinaban siempre en los urinarios, así que buscaba la forma de coincidir con ellos, llegando a tener suerte con alguno. Así pues, algunas de las más recordadas imágenes eran de compañeros de clase, que pasaron de ser meras fantasias a recuerdos reales: Miguel alias ‘Pato’ (un chico rubio y bajito, con un pene fino y corto, blanco como la leche, mucho prepucio, y que parecía tener la misma cantidad de pelusilla rubia que tenía yo un par de meses antes cuando me comenzó a salir), Josemi (aún sin un sólo vello, me pareció curioso su escroto casi esférico y liso, como si estuviera hinchado, y el pene tan fino que hacía verse tan desproporcionado comparado con el escroto, además de tener un muy largo y estrecho prepucio, que denotaba una fuerte fimosis, ya que al orinar la piel se inflaba como un globo, saliendo la orina con dificultad a través del orificio), Cristian (un chico colombiano y mulato, más alto que yo y con un cuerpo mucho más formado, un pene bastante largo incluso en flaccidez y bastante vello púbico rizado, el primer pene de otra raza que vi en directo, y el primero circuncidado de mi edad) y, el que más me impactó, Javi (un grande y grueso chico agitanado, con un pene y testículos bastante gruesos, algo más de vello que yo, y la costumbre de echarse el prepucio para atrás del todo cuando orinaba, dejando fuera un glande bastante gordo, maniobra que repetía varias veces tras orinar, consiguiendo una media erección, que parecía premeditada, quizás para marcar más paquete).

Cierto es que esas visitas al baño eran una fuente de sensaciones intensas y novedosas, colmando mi curiosidad morbosa de manera muy gratificante, pero mi cuerpo y mente pedían más, nuevas experiencias que superasen lo anterior. La efervescencia hormonal que me invadía era demasiado fuerte como para conformarse con poco, haciendo que en ocasiones el deseo fuera mayor que la capacidad de reflexionar sobre ello y apaciguarlo. Y el hecho de haber vivido esas situaciones no calmaban la excitación, sino más bien al contrario: cuanto más experimentaba, más pedía el cuerpo, que parecía acostumbrarse pronto a esas sensaciones y exigía mayor nivel, como si de una droga se tratase. Así que mi mente seguía fantaseando y tratando de idear otras experiencias. Aunque ver chicos desnudos me resultaba relativamente fácil en el baño, en mi mente la excitación era mayor cuanto más cercano fuera el chico y más trato tuviera con él. Concretamente, cada vez fantaseaba más con ver desnudos a Dani y Raúl. Ellos no eran asiduos a ir al baño en los momentos de más bulla, y cuando coincidía que alguno de ellos venía conmigo siempre usaban el cubículo del inodoro y cerraban o entornaban la puerta. Raúl incluso llegó a hacerme algún comentario de cómo yo era capaz de orinar en los urinarios, que él nunca podría. De esa manera, la situación difícilmente podía darse de forma espontánea y natural, sino que tendría que buscarla, lo cual complicaba el asunto pero a su vez también hacía que se preveyera más excitante aún. Comencé a darle vueltas en mi cabeza a las posibilidades que podía intentar, llegando a la conclusión de que era mejor tratar el tema con cada uno por separado, no en grupo, pensando que en un ambiente más íntimo y confidente habría más posibilidades de que se lanzaran. Pero por más vueltas que le daba no encontraba el momento ni la forma de plantearlo, ya que tenía cierto temor a que si era muy directo encontrara una reacción negativa automática o pensaran que me sentía atraído por ellos. Con Dani parecía de entrada algo más fácil, por su inocencia y porque alguna que otra vez quedábamos para dar una vuelta o estar en su casa, pero en pocas ocasiones podíamos estar totalmente solos al compartir su habitación con su hermano y hermana pequeños, que entraban y salían continuamente, dificultando bastante que pudiera lanzarme con éxito. Con Raúl ni siquiera me lo planteaba, ya que casi nunca nos quedábamos solos, siempre solíamos estar los tres juntos. Pero cuando empecé a pensar más sobre el tema, se dio la circunstancia de que Dani faltó a clase unos días por encontrarse enfermo, cosa que ocurría de vez en cuando (al igual que yo, era un niño que tendía a pasar rachas con las defensas bastante bajas). El ya típico paseo en el recreo que dábamos los tres alrededor del patio, hablando y buscando lugares tranquilos en los que evitáramos a los chicos más abusones, fue esta vez sólo cosa de dos. Ya de antes del descanso, durante la mañana comencé a darle muchas vueltas mentales al asunto, pero por los nervios y la tensión me aturullé bastante, y llegado el momento no fui capaz de decirle nada en lo que duró el recreo. Me sentía decepcionado conmigo mismo por haber desaprovechado esa oportunidad, arrepintiéndome bastante en cuanto reflexioné en el aburrimiento de la tarde en casa. Pero al día siguiente, al ver que Dani tampoco había venido a clase esa mañana, lo tomé como una señal de que, ya sí que sí, no podía volver a desaprovecharlo e intentarlo de la manera que fuese. Así que en aquel recreo me dejé llevar un poco por la improvisación, y sacando el tema de las chicas llegué a plantearle ir al baño en algún momento tranquilo y desnudarnos, usando como excusa el que debíamos practicar lo de desnudarse para que el día que lo hiciéramos con una chica todo fuera como la seda (concretamente y aunque pudiera resultar cómico usé la palabra «striptease»). Pero la respuesta de Raúl fue tajante y poco abierta a la duda: nunca se desnudaría delante de alguien que no fuera una chica, argumentando que ante un chico no tendría sentido y sería una situación bastante absurda e incómoda. Ante eso poco más podía hacer, pero aún así le llegué a insistir en varias ocasiones, aquel día y el siguiente que tampoco vino Dani, pero su opinión fue siempre la misma. En cuanto me hizo ver que estaba siendo un poco pesado con el tema dejé de hablarle sobre ello, controlándome con él a partir de entonces y dejando de tentar a la suerte de que no se hubiera pensado nada extraño. Mi automática reacción fue de gran decepción, un sentimiento que, como otros tantos, se tornaba casi dramático en la adolescencia, y afectaba bastante al ánimo. Pero las ganas de experimentar eran tales que me incitaban a seguir pensando y planteándome situaciones. Sobre todo tras eliminar el temor un tanto angustioso que me surgió tras aquellas conversaciones con Raúl: que se lo acabara contando a Dani, y generara en él alguna sensación de rechazo hacia mí. Pero por fortuna no fue así, y la posibilidad de intentarlo con él seguía intacta.

Pero como ya dije, encontrar la situación perfecta se antojaba complicado. Delante de Raúl obviamente no podía intentarlo ni de lejos, y los momentos en los que nos quedábamos los dos solos en el instituto eran escasos y muy breves. Al salir de clase compartíamos buena parte del camino de vuelta a casa los dos juntos, pero introducirle el tema ahí me resultaba incómodo, por que nos pudieran escuchar la gente que pasaba por la calle. Y la paciencia de esperar a que en su casa pudiéramos tener un rato de tranquilidad a solas acababa agotándose, y frustrándome si no dejaba de pensar en ello. Así que el tema quedó un poco en suspenso, aunque la fantasía seguía rondando por mi cabeza la mayoría de las veces que me sentía excitado. Hasta que un día llegó el hecho que me incitó a lanzarme definitivamente. En uno de mis vívidos e intensos sueños apareció Dani, con el que paseaba por el campo al que solía ir con mis padres muchos fines de semana. En el transcurso del sueño llegaba a proponerle buscar un sitio discreto y enseñarnos el pene, cosa que Dani aceptó sin pensárselo, por lo que en el cauce de un arroyo nos metimos entre unos matorrales y acto seguido bajó sus pantalones y calzoncillos, viendo así su pene y testículos de manera nítida. Tan intensa fue la sensación en el sueño que me desperté al instante, con una fuerte erección, para disgusto mío, ya que me habría gustado continuar en el sueño y ver qué más ocurría. Pero a pesar de ello se me quedó marcado en la memoria, volviendo a pensar mucho en ello, pero esta vez con la determinación de llevarlo a cabo lo antes posible. Así que en una de esas tardes en las que iba a pasar el rato en casa de Dani le propuse decirle a su madre que teníamos que hacer un trabajo importante para el instituto, y que tratara de mantener a sus hermanos en el salón para que pudiéramos concentrarnos en el cuarto. Y la idea funcionó bastante bien, apenas vinieron un par de veces a interrumpir brevemente nuestra intimidad, lo cual era ya un logro importante. Fingiendo estar centrados en el trabajo, aprovechamos el tiempo llevando a cabo uno de nuestros juegos favoritos: crear personajes e historias juntos, que escribíamos como si de una novela compartida se tratase, algo que se nos daba muy bien a los dos. Dentro de la historia comencé a plantearle la idea de que nuestros personajes se vieran desnudos en unas duchas conjuntas, lo cual hacía necesario que describiéramos sus cuerpos sin ropa. Aunque Dani no reaccionó de manera negativa a la idea, se mostró ligeramente cortado, ante lo cual vi la oportunidad de tomar la iniciativa total, y lanzarme a extrapolar el tema a la vida real, proponiéndole que nosotros también podíamos vernos desnudos para saber cómo éramos y quizás comparar. La primera reacción de Dani fue de risa y vergüenza, pero seguí insistiendo para que viera que iba en serio, planteándoselo como algo natural y positivo. Su negativa no se hizo de esperar, pero pude intuir ciertas dudas que me hacían albergar la esperanza de que cambiara de opinión. No quise seguir insistiéndole esa tarde, para no agobiarlo y caer en el mismo error que con Raúl, pero a partir de entonces cada vez que teníamos un rato a solas le volvía a sacar el tema.

Sus continuos noes acabaron por rebajar mis esperanzas de que algún día llegara a ocurrir, ya que se negaba a hacer incluso la versión más light del desnudo que le pude proponer: bajar pantalones y calzoncillos mientras la camiseta tapa nuestros genitales, y tan sólo levantarla unos rápidos instantes. Pero una mañana en clase, sin esperarlo en absoluto, llegó su aprobación. Mientras hacía unos deberes en mi mesa le pedí prestado un sacapuntas a Dani, que se sentaba justo detrás mía. Cuando me lo pidió de vuelta le dije que no iba a devolvérselo, a modo de broma pesada, como solía hacer a menudo para chincharlo. Él insistió, pero yo seguí sin devolvérselo, llegando a decirle que tenía que darme algo a cambio. Y en ese preciso momento, sin comerlo ni beberlo, para total sorpresa mía, me lo soltó: si se lo devolvía él accedería a hacer aquello que le propuse. Concretamente dijo de hacer «eso que tú y yo sabemos», para que fuera secreto y nadie pensara mal de nosotros. Aún así, Raúl (que se sentaba a mi lado) quedó en ascuas y preguntó insistente sobre esa misteriosa cosa, llegando a enfadarse un poco al ver que no soltábamos prenda. Pero en aquel momento poco me importó, la sorpresa había sido tal que de repente me invadió una sensación de nervios y expectación que hacía tiempo que no experimentaba con esa intensidad. Y de fondo, por supuesto, la excitación propia de este asunto. Incluso me levantó el ánimo, sintiéndome feliz e ilusionado al momento.

Acordamos hacerlo esa misma tarde en su casa, recurriendo de nuevo a la estrategia de decirle a su madre que teníamos muchos deberes que hacer para que mantuviera a los niños fuera del cuarto. Con ello, el resto de la mañana transcurrió lenta y pesada, haciéndose cada clase eterna. Los nervios me acompañaron durante todo el día hasta que llegó la hora de ir para allí. A la vuelta a casa comí rápido y sin hambre, sin poder quitarme de la cabeza lo que ocurriría más tarde, contando los minutos hasta que por fin dieran las 5 (la hora a partir de la que mis padres me dejaban salir en la tarde) y saliera a paso rápido hacia la casa de Dani (que vivía al final de mi misma calle, a unos 10 minutos de camino). En aquella época el invierno se acercaba y el frío comenzaba a llegar, por lo que no me dejaban salir sin mi abrigo rojo de plumas, pero recuerdo como por el camino sentí un inusual calor que casi me hizo sudar. El momento se acercaba y con ello mi corazón se aceleraba cada vez más.

Una vez en casa de Dani la situación no parecía tan fácil como la otra vez, ya que en esta ocasión sus hermanos estaban más revoltosos y cada dos por tres entraban en la habitación, y la poca ayuda de su madre, ensimismada en la televisión, tampoco facilitaba las cosas. Pero mi impaciencia era grande, así que dije de hacerlo ya, hablando en voz baja, aprovechando uno de los momentos de soledad en el cuarto, antes de que se hiciera más tarde. Dani comenzó a dudar, poniéndose nervioso y cortado, pero insistí en que había sido una promesa y no podía echarse atrás, amenazando con enfadarme si no cumplía su parte. Así que finalmente se decidió a hacerlo, aunque fuera entre risas nerviosas y ruborizado como nunca. Dani tenía la piel muy blanca, a pesar de lo oscuro de su pelo, y con toda la cara cubierta de pecas, por lo que al ruborizarse sus mejillas quedaban vistosamente coloradas, lo cual me hacía gracia y aportaba a la escena un toque más especial incluso. Enseguida nos pusimos en acción. Yo me levanté de la cama donde estábamos sentados y me apoyé de espaldas en la puerta, para que si sus hermanos intentaban entrar al menos no nos pillaran con las manos en la masa y diera tiempo a vestirse de nuevo. Dani se levantó también, se colocó frente a mí a poco más de un metro, y mirándome bajó hasta los tobillos su pantalón azul de chándal, haciendo lo propio a continuación con sus slips, blancos y con pequeños dibujos de motivos deportivos. De esta manera, quedó con las piernas al aire y la sudadera gris que llevaba tapando sus genitales a medio muslo, pudiendo ver sus delgadísimas piernas, tan blancas como el resto de su cuerpo, con algún que otro moretón y rasguño, y sin nada de pelo a primera vista. Se quedó unos segundos así, callado y nervioso, mirándome fijamente. Noté como sus nervios aumentaban, al igual que mi pulso, que había llegado a su punto máximo. Era el momento de mayor expectación: mi respiración también se aceleraba, y aunque no podía despegarme de la puerta los nervios hacían complicado quedarme quieto. La excitación comenzaba a ser palpable, y notaba como mi pene empezaba a entrar en erección poco a poco. Así que sin más dilación le dije que se subiera la sudadera. Dani dudó por un segundo, le entró la risa nerviosa de nuevo, pero contamos a tres y en un rápido movimiento subió y bajó la sudadera, tan rápido que el instante fue ínfimo: lo único que pude ver fue lo que parecía un pequeño bulto en la entrepierna. Me quejé enseguida y le dije que así no valía, que tenía que ser más tiempo. Dani por un segundo pareció indignarse y dijo que el trato era ese, nada más, que no habíamos dicho nada de un tiempo en concreto. Pero amenazando con enfadarme de nuevo logré convencerle rápido para hacerlo de la siguiente manera: yo lo enseñaría primero un tiempo determinado y él tendría que repetirlo durante el mismo tiempo que yo, para que así fuera justo. Nada más aceptar me puse a ello. Llevaba unos vaqueros azules desgastados por el tiempo y unas tallas más grandes que la mía (seguramente lo heredé de algún primo o tío), por lo que tenía que llevarlos con cinturón apretado, de cuero marrón y una hebilla grande y metálica, ciertamente muy hortera pero el único que podía ponerme con esos vaqueros. Enseguida me di cuenta de lo engorroso que era hacerlo con esa ropa, pero la verdad es que no había reparado en ello, y fui con la misma que llevaba en la mañana (mi mente estuvo todo el día en otra cosa). Así que sin separarme de la puerta me desabroché el cinturón, abrí el pantalón y lo bajé hasta tocar las botas negras que calzaba. Rápidamente también bajé el slip blanco liso y tiré un poco de la sudadera azul marino hacia abajo para que tapara mi pene de momento, pero mostrando mis piernas, un poco más gruesas que las de Dani, más morenas y con un ligero vello castaño en las pantorrillas. Me quedé así por un momento, aumentando mi nerviosismo de nuevo, y sintiendo una pequeña y pasajera sensación de vergüenza, que acabó transformándose en más bien excitación por lo que estaba a punto de hacer. Mi pene parecía empinarse más por momentos, notándose a través de la sudadera, así que sin más esperar me la levanté hasta el pecho y comencé a contar. Dani fijó la mirada en mis genitales, y yo miraba a su cara (ahora seria) y a mi pene, alternativamente. Nunca supe qué pasó por su cabeza durante esos segundos, pero que me mirara tan atentamente era bastante excitante, redescubriendo ese morbo por mostrarse a otros que ya había experimentado antes. En ese momento me encontraba a medio camino de la erección total, casi recto, aunque ligeramente apuntando hacia arriba. No es que me resultara de especial gusto enseñarla así (que la primera vez que me la viera estuviera casi erecta no me parecía lo ideal), pero no podía evitar que la creciente excitación tuviera su reacción física. Y por lo demás el resto de detalles eran los mismos que ya he descrito antes: algunas venas recorrían el tronco, el grosor entre lo blando y lo duro, el glande un poco diferenciado del resto y totalmente cubierto por el prepucio, el pequeño mechón de vello en la base, y los testículos en esta ocasión muy recogidos y pegados al cuerpo (supongo que a causa del frío), con algunos vellos que de lejos no se apreciaban demasiado. Al llegar a diez decidí dejar de contar y terminar la muestra ahí (temía que se sintiera incómodo y pusiera alguna pega si tenía que enseñarlo mucho más tiempo, además de evitar que la erección se mostrara completa). Volví a ponerme los slips y pantalones, rebajando así el nerviosismo, que ya parecía moderarse un poco después de la intensidad inicial. Le hice recordar que ahora venía su turno, y tras unos nuevos segundos de risas y ligero tembleque, procedió a levantarse la sudadera, ya que había permanecido todo ese tiempo con la ropa todavía bajada. Con un leve chillido nervioso, y cerrando sus ojos (como si el no verme mirándole le hiciera sentir menos vergüenza), subió con rapidez la sudadera hasta casi el cuello, imitando mi movimiento. Pude ver pues su torso también por primera vez (nunca habíamos ido a la playa juntos, por ejemplo), escuálido y de aspecto infantil, pareciendo más delgado incluso que el mío, con las costillas y clavículas marcadas, y unos minúsculos pezones rosados. Pero mi mirada se centró la mayor parte del tiempo en observar su entrepierna con cierta sorpresa: sus genitales eran en conjunto muy pequeños, como en miniatura, diferentes en tamaño a lo que había imaginado y soñado. Lucían incluso desproporcionados en un cuerpo todavía infantil pero que empezaba ya a espigarse y alargarse. Parecían más bien los genitales de un niño bastante más joven. El tronco del pene apenas sobresalía del pubis unos pocos centímetros, y de un grosor muy fino. El glande apenas se distinguía del resto, con una forma muy ovalada, más ancha por la base que por la punta, que se intuía de apariencia afilada debajo del prepucio, que cubría toda la cabeza y redundaba un poco en la punta, formando como un pequeño garbanzo arrugado tirando a rosado. Los testículos eran también muy pequeños y redondos, como dos pequeñas canicas colgando un poco dentro del escroto, que era del tamaño de una nuez y de superficie ligeramente rugosa. Además de la ausencia de vello a primera vista, el color de todo el conjunto era de un blanco pálido, dando una apariencia tierna y suave, como si se tratara de un bebé. Creo que en su momento fue el pene más pequeño que vi en un chico de mi edad, aunque cierto era que nos llevábamos un buen puñado de meses (Dani era de los más jóvenes de la clase, cumpliendo años a finales de diciembre, por lo que en aquel momento tenía 11 años todavía). Esto no quiso decir que dejara de ser excitante, pero esa pequeña gran sorpresa que acababa de descubrir suavizaba la en un principio desbocada sensación morbosa. Aunque noté que con esa imagen mi pene alcanzaba ya una erección casi completa dentro de mis pantalones.

Y tras llegar a diez (en un conteo más rápido que el mío, pero del que no me quejé achacándoselo a la vergüenza que pudiera sentir en esa primera muestra, que le hizo intentar terminar cuanto antes) volvió a bajar la sudadera, abrió los ojos y subió sus pantalones. Apenas unos segundos pero que se sintieron con la satisfacción de haber hecho realidad una fantasía que tanto había rondado en mi cabeza. Después de tanta emoción llegaba un momento de más calma, en el que asimilar lo que había pasado. No hicimos ningún comentario sobre lo que habíamos visto, tan sólo volvimos a sentarnos en la cama y a hablar tranquilamente de otros temas. Mi excitación fue paulatinamente bajando, pero no podía evitar que de vez en cuando volviera esa imagen a mi mente, excitándome de nuevo. Se podría decir que el resto de la tarde planeaba de fondo una sensación de morbo permanente. Ya desde el preciso instante en el que lo hicimos se hacía evidente que la experiencia me había marcado para siempre, e iba a ser muy recurrente en mi cabeza. Sin ir más lejos, volviendo a casa ya de noche no podía parar de pensar en ello, ni evitar la erección que me sobrevenía todo el tiempo y que parecía que se iba a mantener durante horas. Y como ya había podido comprobar con creces, al cumplir una fantasía surgían otras tantas, como próximos objetivos a perseguir, y que más que relajarlo aumentaban el deseo y las ganas. Sin todavía haberme concedido un tiempo ni para descansar de aquella experiencia empecé a imaginar una amplia lista de cosas que podíamos hacer, como continuación a lo vivido en aquella tarde, la mayoría juegos inocentes o prácticas sexuales casi desconocidas por mí de las que había oído hablar por ahí. Y esta vez no daría pie a tanta reflexión y ralladura mental: haber dado el primer paso me hacía sentir más seguro de la situación, el hielo había sido roto y tan sólo tenía que encontrar el momento y la forma de plantearlo.

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