Mi relación ya no iba más, comencé a hablar con un desconocido en Internet que terminé conociendo. Después de varios meses me convertir en su sumisa y me gusto
Hacía tiempo que mi relación, que iba camino de 6 años, no funcionaba y yo buscaba una salida, algo diferente, aunque solamente fuera compartir experiencias, intercambiar opiniones… sin necesidad de poner cara a quien fuera mi confidente. Fue por ello que decidí adentrarme nuevamente en el mundo de las redes.
Tras un tiempo paseándome por chats y hablando con nadie, pues no había quien mereciera realmente la pena, apareció Él, un chico educado e interesante, y aunque era algo mayor que yo, enseguida conectamos.
Después de cruzar algunas palabras, continuamos la conversación por Skype, por donde seguimos hablando cada semana durante meses, descubriéndome un mundo acerca de la sexualidad, pues a diferencia de Él, mis experiencias en ese momento eran escasas, tan solo un trío y algún acercamiento al mundo BDSM con quien hasta entonces era la única pareja que había tenido. Además, en esa época yo era una chica más tímida, siempre preocupándose del “qué dirán”, y con más prejuicios de los que tengo hoy en día.
Charla tras charla subía la temperatura, y mi rol de inexperta sumisa despertaba su rol dominante. En ese momento mi estado de ánimo no era el mejor, pero él se esforzaba en intentar sacar de mi interior a esa zorrita que un día vio el sol pero que había desaparecido, frustrada, por no encontrar en su chico lo que ella necesitaba.
Esto, sumado a alguna videollamada y alguna que otra fotografía erótica, iban despertando en mí cierto interés, deseo y excitación, incitándome a encontrarnos cara a cara. Pero no podía, sabía que si eso ocurría, nuestros cuerpos acabarían uniéndose, y mi conciencia me decía que no podía engañar de ese modo a la persona con la que estaba compartiendo mi vida. Siguieron sucediéndose conversaciones vía online, hablando de todo un poco, como harían dos buenos amigos, pero siempre con el trasfondo de aquella potente atracción sexual que existía entre ambos.
Pasaron siete meses, y mi relación estalló. Vinieron tiempos difíciles marcados por el dolor, ese que nace de lo más profundo y te desgarra por dentro. Pero ahí estuvo Él, apoyándome y aconsejándome, siempre tan respetuoso, dejando a un lado nuestros sentimientos más obscenos.
Tres meses y diversas circunstancias fueron necesarios para darme cuenta de que no podía continuar hundida en el fondo del pozo, que tenía que seguir con mi vida, e iba a comenzar mi nueva etapa haciendo lo que durante tanto tiempo llevaba encendiendo una llama dentro de mí… Me iba a entregar a Él como sumisa.
Y así fue como una semana después me encontraba delante de su casa. Los nervios me invadían, pues jamás había sido la sumisa de nadie, ni había tenido una sesión como tal, pero en el fondo tenía la tranquilidad de que, a pesar de ser dos desconocidos, conocía mis gustos y mis límites, y yo confiaba plenamente en Él.
La puerta se abrió y cruzamos nuestras miradas por primera vez. Algo se removió en mi interior. Nos saludamos con un “hola”, y entré. Dejé mis cosas, y tan apenas habíamos intercambiado cuatro palabras, cuando me vi sorprendida por un intenso beso.
–Desnúdate– me ordenó, mientras tomaba asiento, dispuesto a disfrutar del espectáculo. Ahí estaba yo, de pie en medio del salón y sintiendo sus ojos clavados en mí. Me ruboricé, me sentía como un objeto, observada mientras me iba despojando de cada una de mis prendas hasta acabar completamente desnuda.
–Abre las piernas y coloca tus manos detrás de la cabeza–. Nuevamente obedecí. Comenzó a manosearme todo mi cuerpo de manera poco delicada, buscando mi humillación. –Ahora vengo, no te muevas– me dijo. No tardó en volver, trayendo consigo mi nuevo vestuario: un par de medias, un liguero de vinilo y unos zapatos de tacón, todo ello de color negro.
Me vestí torpemente sentada sobre sus rodillas, humedeciendo su pantalón con mi sexo, y me puse en pie. –Ven–. Me situó frente a un espejo de cuerpo entero y me colocó un collar, también negro. Un escalofrío me recorrió el cuerpo. La sensación de sentir como aquel adorno iba rodeando mi cuello era indescriptible. –Mírate, ¿qué ves?– me susurró al oído. No lo negaré, me veía extraña, poco acostumbrada a vestirme de ese modo, pero se apreciaba a una perrita preparada para ser utilizada por su Dueño.
–Desnúdame… y comienza por el cuello– me ordenó. Me di la vuelta y empecé quitándole la camisa. Mis labios buscaron su cuello, y fueron descendiendo por su torso. Yo, consciente de que Él observaba mi parte posterior en el espejo, trataba de agacharme sugerente, de tal manera que mis nalgas quedaran bien expuestas. Cuando alcancé su ombligo, me puse de rodillas y le quité el pantalón, evidenciándose su erección bajo su slip, el cual fui bajando a la vez que mis labios recorrían sus ingles y su pubis rasurado.
Con su miembro erecto frente a mi cara, miré hacia arriba, y su mirada penetrante me hizo retirar la mía enseguida y centrarla en la delicia que tenía a escasos centímetros y que no tardé en llevarme a la boca. Rodeé su glande con mis labios y comencé a ensalivarlo y a juguetear con mi lengua, que continuó su camino deslizándose por el tronco hasta la base, y subiendo de nuevo para esta vez introducir su verga de tamaño considerable en mi boca.
Tras varios minutos inmersa en una felación en la que traté de poner todo mi empeño, me agarró de la cabeza y profundizó hacia mi garganta, provocándome una arcada, la primera de varias que se sucedieron más adelante, pues hacía tiempo que deseaba follarme la boca. La sensación no era placentera, pero mi excitación era cada vez mayor.
Cuando lo consideró, me hizo retirarme, quedando varios hilos de baba entre su glande y mis labios. Me tumbó en el sofá y me abrió las piernas, pudiendo así observar por primera vez el coñito abierto de su perra. Acercó su boca y hundió su lengua en mis jugos, iniciando así una especie de tortura con mi clítoris, buscando la zona más sensible y haciendo que me retorciera.
–Vamos a la cama– me dijo. Lo seguí hasta su habitación, que estaba en penumbra. –A cuatro patas–. Obediente me coloqué en la posición, pero nada ocurría, tan solo se advertían mis jadeos de agitación, hasta que de repente su mano chocó contra una de mis nalgas, seguido de una leve caricia. Recibí algún azote más, nada excesivo, pues Él era consciente de que primero debía valorar mi umbral del dolor.
–¿Tienes ganas de que te folle?– me preguntó. Tras mi respuesta afirmativa, escuché el sonido del envoltorio de un preservativo y colocó su miembro en mi húmeda entrada. –Ven a buscarla–. Y poco a poco mi interior fue abriéndose, acogiendo toda su longitud. Comenzó a follarme, subiendo progresivamente la intensidad, mientras agarraba mi pelo recogido en una coleta. –Mírate, qué puta estás hecha–. Esa frase produjo que mi lubricación aumentara hasta un punto al que jamás había llegado.
Con cada embestida sentía que mis piernas cubiertas por las medias se iban deslizando hacia los lados, y sin poder evitarlo terminé tumbada, atrapada entre su cuerpo y las sábanas. Su aliento rozaba mi nuca y una de sus manos se apoderó de mi cuello, dificultándome la respiración y provocando que mis gemidos se percibieran entrecortados. Me follaba sin piedad, y supongo que mi cara se iba transformando a cada segundo en la de una perra viciosa, porque cuando me volteé ligeramente, me susurró al oído “zorra”. Y no pude evitar soltar un sonoro gemido.
Al rato salió de mi interior y se tumbó sobre su espalda. –Ahora te toca trabajar a ti– me dijo. Así que servicial me subí sobre Él para cabalgarle. Por primera vez ambos nos miramos fijamente. –¿Te atreves con las pinzas?– me preguntó. –Sí– musité. Lo siguiente que sentí fueron consecutivas pinzas sujetándose en mis pechos, tres en cada uno. Para mi asombro, mi sexo se humedeció más aún y Él no pudo contenerse en agarrarme de las nalgas y volver a follarme a su manera.
Después, decidió cambiar las pinzas de lugar, y tumbada boca arriba, me colocó dos en cada uno de los labios mayores y empezó a masturbarme. La sensación de placer mezclada con el dolor generado por esos pequeños objetos, me iba llevando camino hacia el orgasmo, pero fue interrumpido por la repentina retirada de las pinzas. Un segundo después me clavó nuevamente la polla y fue entonces cuando inevitablemente alcancé el ansiado clímax.
Como buena sumisa debía agradecerle a mi Amo el orgasmo que me había dado. Conocía sus gustos por los juegos anales, así que no se me ocurrió mejor manera de corresponderle que introduciéndole algún que otro dedito sin que Él me lo pidiera, mientras se masturbaba, y a la vez lamía y succionaba sus testículos con mi boca. No tardó en brotar la leche, que cayó sobre su abdomen. Limpié con mi lengua las últimas gotitas que quedaban en su glande y ambos caímos extasiados sobre el colchón.