Me castigaron por culpa de mi novio y es que siempre buscaba ponerme en una situación un poco incomoda y muy sexy
Siempre me ha irritado que todo el mundo me pregunte por qué salgo con mi novio. Cómo es que llevamos tres años juntos. ¿Acaso yo pregunto a los demás por qué se emparejan? Pero la gente es así. No pueden estar callados. Les encanta meterse en la vida de los demás, tal vez para no pensar demasiado en la suya. Que si no sé qué le ves, que si qué hace un pibón como tú con un tipo como éste, que si a esta nueva pareja le doy dos semanas… Como si fuera tan raro que Paquito, sea más bajo que yo, pelirrojo y un poco rechoncho. Por suerte nunca me ha importado lo que digan de mí. De sobra conocía el mote que una pandilla de salidos me había puesto en la facultad: la balcones, en honor a mi desbordante delantera. Y no por eso había dejado de ponerme vestidos y tops muy escotados.
Lo cierto es que nadie ve las cosas buenas de mi novio, tal vez porque ellos sólo me miran las tetas… y ellas, también, pero para ponerme a caer de un burro en cuanto me doy la vuelta. Es verdad que dejó la universidad, pero a los 25 años ya ha creado de la nada su propia empresa, una pequeña cadena de tres copisterías en Alicante, donde vivimos. Cada vez que alguien habla de la oficina sin papel Paquito hace caja y yo debería comprar acciones de Hewlett Packard. Trabaja mucho y dice que nos casaremos el año que viene, cuando yo acabe la universidad. Es verdad que voy algo retrasada teniendo en cuenta que ya cumplí los 23 años. Pero es que hay un par de asignaturas de mi licenciatura en Ciencias de la Actividad Física y el Deporte que se me han atragantado. Y eso que por mis estudios siempre he estado en plena forma. La boda será algo sencillo porque Paquito no es de grandes dispendios.
Bueno, es verdad: empecé a salir con Paquito para molestar a mi padre. Había acabado de romper con un novio de mi facultad, un futuro profesor de gimnasia obsesionado con su cuerpo. El caso es que el muy cabrón me dejó por Carmen, mi mejor amiga, la cual suspiraba por sus abdominales y que estaba obnubilada por su dedicación al gimnasio. Tanto que mi amiga no cayó en la cuenta que mi ex podía desarrollar todos los músculos de su cuerpo excepto uno… y no, no me refiero al cerebro. Ése ya lo había dado por perdido después de la primera cita, lo que nos sumía como pareja en largos períodos de apatía sexual. Vamos, que en lógica tenía que haber pensado… “vaya regalito te llevas, Carmen”. Pero en estos casos, la razón importa menos que el corazón y las escasas dimensiones del miembro perdido. Yo sólo veía que me había quedado compuesta, sin novio y sin mejor amiga. Y mi padre, que siempre había odiado mi estudios y por extensión a mi antigua pareja al que despectivamente llamaba “el posturitas” pues no me ve hecha polvo llorando en el sofá y me empieza a abroncar: que si era tonta, que si esto no me hubiera pasado si hubiese estudiado medicina, como él quería, que sólo me fijaba en el físico de los hombres…
Siete días más tarde todavía me duraba el cabreo por su insensibilidad. Así que vi a Paquito en el chill out del Jabalí, me pareció de lo más adecuado, tanto por su pinta de jabato deslumbrado por los faros ante mi presencia como por las posibilidades de que tendría de cabrear a mi padre si lo llevaba a cenar a casa la semana próxima. A ver si ahora me iba a decir que sólo me importaba la fachada de mis novios…
Cuando me fui hasta él no salía de su asombro. Tartamudeaba tanto que pensaba que sólo hablaría así. Además sólo me miraba las tetas, claro que encaramada a mis Louboutin y debido a su falta de estatura casi no podía mirar a ningún otro sitio.
–Soy Patricia, Patricia Pendón.
–Yo, Francisco. Pero mis amigos me llaman Paquito.
No hizo ninguna broma con mi apellido… cómo a veces acostumbraban los cretinos de turno. Pero si no me importaba que me llamasen la balcones no me iba a avergonzar de mi apellido. Ajeno a lo que prometía ni nombre, Francisco sólo parecía concentrado en mis tetas. Algunos profesores decían que esos pechos 95D eran el principal de mis problemas en algunas clases prácticas. Los sujetadores deportivos no evitaban que algún instructor se le fueran lo ojos. Pero a Paquito no se le iban sino que parecía haber amerizado allí para siempre y, la verdad, en su defensa: no había sostén deportivo esa noche, al contrario, el modelito de Aubade escogido, un media copa denominado Dulce favor, ofrecía mis senos como en un mostrador y que a poco que me despistase su fina tela se me podía ver por el escote de mi ceñido vestido de cintura para arriba.
Al principio sólo pensé en que Paquito suponía un coche para volver a casa. Pero mientras me llevaba de vuelta pensé lo divertido que sería que mi nuevo amigo se tomase una de las cervezas de mi padre.
Así que esa noche, antes de bajar del coche le besé. Y sí, fue como besar a un ternerito, pero… por suerte me comporté como hago sólo ese cinco por ciento de las veces, en que poseída por mi otro yo, dejo de ser la dulce niña de papá y me transfiguro en CMR la Calientapollas Mayor del Reino. Veía en los ojos de Paquito que se moría de ganas de tocarme las tetas y comprobar que, en efecto, de operadas nada, todo aquel equipamiento a mí me había venido de serie. Pero me adelanté y fui yo la que eché un tiento a su punto de interés, el cual que me dejó sorprendió de forma grata: no sólo era mucho mayor que la de mi ex, sobre todo grueso, lo que no resultaba difícil, sino que palpitaba como si hubiese un animal indómito encerrado en aquella bragueta.
No quise que se animase más, sobre todo porque en lo que respectaba al beso Paquito estaba salivando demasiado…
–¿Volveré a verte?
Le guiñé el ojo y con mi lápiz de labios garabateé mi número de móvil en el parasol del acompañante. Sí, un feo detalle desde el punto de vista de urbanidad pero, creedme queridos, os aseguro que le encantó.
Bajé rápido del coche. La primera normal del club de las calientapollas es «lo que calienta no se deja tocar». Al menos, no en la primera cita. Así que lo dejé con las ganas. Pero tan acelerado que el pobre Paquito quería que aquella llamada se hiciese ya… o por lo menos cuánto antes. O a lo mejor no era eso y después de mi inspección táctil sólo quería llegar a su casa a machacársela, así que en lugar de esperar que yo me alejase tranquilamente hasta el porche de mi casa en el lujoso suburbio en el que vivíamos, mientras contemplaba mi precioso culito alejarse entre las tenues luces del jardín, él mismo cerró precipitadamente la puerta y arrancó como si se lo llevase el demonio.
Me pilló por sorpresa a mí y a la falda de mi veraniego vestido, que me arrancó de cuajo al acelerar de aquel modo sin darse cuenta. Algunos de los botones llegaron hasta el otro lado de la calzada a causa del fuerte tirón Esa era la pura verdad… mi futuro novio estaba bien armado y tenía muchas virtudes, más allá de su aspecto un tanto…excéntrico. El principal problema de Paquito radicaba en que era un torpe… Y su torpeza se disparaba de forma exponencial en mi presencia, convirtiéndome a menudo en víctima involuntaria de sus deslices.
Pero como en la economía, siempre que alguien pierde es que alguien gana. Y cuando me quedé aquella noche desnuda en medio de la calla a las tantas de la madrugada a alguien le tocó el gordo. Y fue al señor Katsuhiro. Nuestro vecino era directivo de una multinacional japonesa al que había enviado de Alicante como premio antes de la jubilación. A pesar de sus gafas de culo de botella, yo había visto cómo me miraba y cómo siempre que tomaba el sol en mi jardín con mi diminuto bikini de Burberrys él aprovechaba para podar el seto que separaba nuestras fincas y solazarse en los placeres de la… jardinería.
Por como abrió la boca el Katsuhiro San resultaba evidente que mi conjuntito de ropa interior negra, a todas luces escaso para lo desbordante de mis senos, y el atrevido tanguita brasileño, nivel tercero de putón, resultaba todavía más revelador que mi habitual dos piezas para broncearme. Es lo que te pasa cuando paseas a tu bulldog francés a las tres de la mañana… Poca gente lo hace pero pueden pasar cosas inesperadas.
–¿Necesita alguna cosa, señorita?
–No, señor Katsuhiro. Hace una noche de lo más agradable. Aunque ha refrescado tanto que tenido que ponerme el tanga,
Y para que luego digan que en cosas de sexo no se pueden hacer planes. Al final pude hacer mi lento paseíto hasta la puerta de casa mientras me miraban el culo atentamente. Sólo que no eran los ojos previstos y que mi culito estuvo mucho más expuesto de lo que yo nunca hubiese imaginado.
II
Así que la semana siguiente ejecuté mi venganza. Llevé a Paquito a casa para que conociera a mi padre. Paquito estaba visiblemente incómodo. No sé si porque no nos habíamos acostado aún o porque, a todas luces, era demasiado pronto para conocer a mi progenitor.
Pero aquel fin de semana era ideal. Porque además jugaba el Real Madrid y frente el forofismo merengue de mi padre, Paquito tenía otra virtud oculta. Era del Barça y amaba a Leo Messi por encima de todas la cosas. Bueno por encima de todas las cosas menos de mi par de melones, que seguían teniéndole del todo hipnotizado.
En defensa de Paquito hay que decir que no era el único. Los tres amigotes de mi padre que estaban viendo el enésimo partido del siglo con él abrieron los ojos como platos al verme. ¿Mi falda era demasiado corta? No, me llegaba por debajo de las rodillas. ¿Demasiado ceñida? Bueno, eso a lo mejor sí, porque si aquella tela roja no hubiera sido tan elástica no hubiera podido ni caminar. Y menos dar un paso con las sandalias de altísimo tacón escogidas para ese día. Soy alta pero me gustaban esos taconazos por como me levantaban el culo de un modo que no tenia dudas de que me marcaban tanto el tanga que un observador imparcial hubiera temido por si éste me cortaba la respiración. ¿Demasiado escote? Pensando en términos de novio, tal vez no. Paquito me habría mirado las tetas aunque hubiese ido vestida de astronauta. Pero tal vez en el contexto de los amigachos cincuentones de mi padre el top con escote halter que dejaba toda la espalda al descubierto por detrás y que se abría casi hasta la cintura por delante implicaba pasarse un tanto de frenada y, desde luego, prescindir de cualquier remedo de sujetador. En ese momento me arrepentí pero ya era tarde. Si subía a cambiarme parecería que me había arrepentido de algo y una Pendón nunca se arrepiente de nada.
Así que me dediqué a torturar a mi padre. Yo, su ojito derecho, su dulce niña, exhibiéndose como un fruta jugosa ante los náufragos hambrientos de sus coleguitas. Que mi reciente pareja quedase humillado a modo de víctima colateral fue algo que en ese momento ni se me pasó por la cabeza.
Paquito se puso a ver el partido, recibido con palmadas y alborozo por Jairo, Jaime y Javier, los tres amigos de mi padre a los que yo había bautizado como el trío Jajaja, no sólo por sus nombres sino porque eran las iniciales de las tres cosas que más les gustaban: Jacas Jamonas en Jacuzzis. A veces mi padre y los tres Jajaja se cruzaban indirectas que insinuaban que los cuatro compartían un pasado, un pasado demasiado comprometedor para que su inocente hija, yo misma, estuviese al tanto de los detalles.
Conociendo su punto débil, que era a la vez la parte que se les ponía más dura, decidí jugar con ellos para volverles locos y encabronar al machista de mi padre.
–¿Os traigo algo de beber, chicos? –pregunté aunque el más joven de los presentes, a excepción de mi Paquito, ya peinaba canas. No hay que decir que mi propuesta fue recibida con alborozo por el trío Jajaja. Mi padre torció el gesto pero no dijo nada. No sé si le molestaba más la presencia de mi irritante nuevo novio o las babas que empezaban a resbalar por las comisuras de los labios del resto de los invitados.
Volví con una bandeja de cervezas, con los botellines brillando por las gotitas de condensación y con una lata de Coca-Cola light para mi pareja. Para que pudieran ver que, como dicen en las retrasmisiones deportivas, el espectáculo estaba en la grada, dejé la bandeja encima del mueble, a pocos palmos de la televisión… y traje primero dos cervezas, luego las otras dos y luego el refresco. En los tres viajes la ceremonia era la misma: me inclinaba en ángulo recto hasta poner el culito en pompa de modo que pudiesen ver con todo detalle como se marcaba el tanga bajo la apretadísima falda de tubo roja, luego caminaba hacia los sofás muy lento, con el repiqueteo de mis tacones apagando la retrasmisión deportiva y dejando que mis caderas fueran sujeto de una diabólica posesión pendular y me inclinaba de nuevo frente a ellos otra vez hasta casi los noventa grados para que no se perdiesen todo lo que podía dar de sí mi pronunciado escote, con aquel par flanes tamaño familiar en leve temblor y a punto de mostrar su remate de cereza. Luego giraba sobre mis pasos y con la misma cadencia oscilante volvía hacia la bandeja tan despacio como me era posible. Mi padre, visiblemente incómodo, desviaba la vista una y otra vez, como si de repente hubiera encontrado un detalle extraño pero fascinante en una moldura de la pared… Pero Jairo, Javier y Jaime eran un espectáculo… Uno tragaba saliva, el otro empezó a sudar como si el aire acondicionado siempre bajo que encantaba a mi progenitor no estuviese en marcha, mientras que Paquito y a Jairo competían para ver quien se alegraba más de verme a través de sus abultados pantalones: carnoso blanquet, contra longaniza de Villena ¿a quién de los dos se la pondría más dura? Además, los dos vestían ese día sendos tejanos blancos, con lo que poco podían disimular.
En eso llamaron a mi padre al móvil. Era su gestor de patrimonio, que sí, le daba una rentabilidades envidiables, pero no tenía reparos en llamarle a cualquier hora, incluso aunque Messi y Cristiano estuviesen dirimiendo sus diferencias sobre el césped. Mi padre salió un momento –no le gustaba hablar de su dinero ante terceras personas– y yo decidí que era el momento de subir un poco la apuesta.
–Os traeré algo de picar, no quiero que penséis que soy una pésima anfitriona.
Todos lo negaron vehemente, pero lo más convincente de su estado eran sus abultadas entrepiernas, que estaban diciendo, «Mírame, mírame”, No, mírame a mí».
Me fui repitiendo el contoneo de campanillas que tanto estaba agradeciendo mi público al disfrutar de mi vestido con la espalda desnuda y volví con un bol y una bolsa enorme de cacahuetes salados. Disfrutando de la situación me regodeé en mi vuelta, dejé el bol en la mesita del comedor y frente a ellos mordí de la forma más pícara posible la bolsa de frutos secos. Luego los vertí con morosa cadencia en el bol, prolongando la exposición de mi escote profundo mucho más de lo que recomendaba la decencia y el sentido común.
Y pensaba que estaban todos embobados mirándome las peras cuando de repente la sentí frías, húmedas y dio una salto hacia atrás. ¡Cómo no! El torpe de mi novio había vuelto a liarla. Debía estar tan absorto con es espectáculo que les estaba dando que no se dio cuenta que la lata Coca-Cola que hasta ese momento había olvidado abrir, no sé en qué estarían pensando, estaba fatalmente inclinada hacia el foco de atención de todas la mirada. Y abrió la lata con tan poco traza que buena parte de su contenido salió disparado fatalmente hacia mis indefensos y sobreexpuestos melones.
–¡Pero qué haces? –chillé, por si alguno de los presentes todavía no se había fijado en mi incómoda situación.
Para colmo, con mi salto hacia atrás, una de mis despendoladas peras decidió salirse de madre y no tuvo mejor idea que sacar a pasear un pezón que ya estaba al límite. Intenté taparme con la lata de cacahuetes pero ante la brusquedad estos empezaron a caer por el suelo. Intenté retroceder, pero la combinación de parqué brillante y cacahuetes no acabó de casar con mis tacones de vértigo… y antes de que pudiera evitarlo… ¡me caí de culo! entre una lluvia de nuevos cacahuetes por el aire.
Y así me vi yo… de Diosa de la seducción a niñata caída de culo, con la tetas chorreando de Coca-Cola, un pezón al viento, cacahuetes por encima mío y ni un ápice de dignidad. Suerte que los Jajaja fueron muy amables, demasiado tal vez. Jaime me secó los pechos, sin dejar que me incorporase. ¿Pero hacia falta que lo hiciese con una servilleta de papel que a cada pasada se desgarraba y hacía que sus dedos gordezuelos y no demasiado hábiles, se restregasen una y otra vez contra mi piel? Y Javier por su parte, intentó taparme el pezón, pero no parecía muy ducho… Ahora me lo tapaba, ahora me lo destapaba, rozándomelo con la tela una y otra vez, poniéndome el pezón duro como el granito. Jairo, por último parecía muy seguro de si algunos frutos secos se me habían colado dentro de la falda… y con esa excusa, mientras su dos compinches se dedicaba a mi torso, él no hacía más que subirme la falda, pese a mis pataleos de protesta, hasta que mi diminuta tanguita negra quedó a la vista de todos los presentes.
Los tres actuaron como si fueran parte de una coreografía de Benny Hill. Creo recordar que fue Jaime quien insinuó que con el culazo que me había dado me saldría un enorme morado en mis nalgas y que eso había que evitarlo fuera como fuera. Así que, sin atender a mis protestas me pusieron tumbada sobre el brazo del sofá, el cuerpo sobre el cojín pero los pies en el suelo, de nuevo en perpendicular, pero esta vez y, por culpa de Jairo, con la falda de tubo rojo arremangada hasta las caderas, por tanto, más expuesta que nunca. Javier me sujetaba por las muñecas arrodillado en el suelo y Jairo fue a buscar una crema al baño. Así que un minuto tenía a Jairo y a Jaime poniéndome cremita en el culo, estaba fresca me hacía sentir bien… demasiado bien… Sentía sus dedos hundiéndose en mi carne. ¡Y eso que tengo unas posaderas duras como piedras por tanta gimnasia! Estaba empezando a mojar mi tanguita y me sentía tan avergonzada… No quería que se diesen cuenta. Pero ¡cómo trazaban círculos! Cada uno en un cachete, dándome, tanto, tanto placer…
¿Has dónde hubieran llegado? Difícil saberlo, porque Francisco les avisó de que oían los pasos decididos de mi padre por el pasillo y todos corrieron a sentarse en sus sitios iniciales. ¡Justo a tiempo! Yo me bajaba la falda, mi padre entraba por la puerta y marcaba Messi. ¡Paquito no podía estar más contento! ¡Y su miembro todavía más!
Subí a mi habitación para cambiarme. Rociado de Coca-Cola light mi vestido se había tornado tan transparente como los deseos de los coleguitas de mi padre. Opté por algo cómodo, unas zapatillas de deporte, un pantalón corto azul celeste tan elástico que marcaba el tanga todavía más que la falda y tan corto que dejaba la parte inferior de mi culito un tanto al descubierto. Tan cortito era que tuve que escoger una camiseta haciendo juego: una blanca que había encogido hacía un año por una mala decisión con la lavadora. Ahora era tan pequeña que me dejaba el estómago al aire y por debajo casi se me veían parte inferior de mis senos. Me recogí la melena morena en una cola alta y me lancé a mi misma un beso en el espejo, frunciendo unos labios carnosos color caracola. Estaba estupenda. Y estarlo me hacía sentir bien.
Bajé a la cocina. Pensé que aquellos cerdos habrían dejado todo perdido de platos, botellas, boles y desperdicios. Y que tendría que ponerme a poner el lavavajillas. Pero no. La cocina tenía la parte de fogones y el fregadero aislada del resto para evitar olores de comida. Una barra con unos taburetes al otro lado y una mampara de vidrio corredera encima, que se cerraba cuando se encendían los fuegos. Para mi sorpresa la cocina estaba del todo recogida y al otro lado de la barra vi los pantalones de Francisco. Se debía haber subido en un taburete y estaba guardando los vasos en el estante superior. ¡Es tan bajito el pobre! Así que cachonda como estaba me emocionó: primero me había salvado de esos acosadores, luego de la humillación ante mi padre y encima ordenaba la cocina. Si es que, dijeran lo dijeran… ¡Era un amor!
Así que me senté en el taburete, me acodé en la barra y me puse a mirarle el paquete a mi novio. Tanto manoseo y tanto exhibicionismo me había dejado más caliente que una barra de pan recién sacada del horno. Y pensando en barras de pan… de una cosa pasé a la otra. Aprovechando que la mampara estaba corrida, le sopese el paquete desde abajo con la izquierda y le bajé la cremallera de los jeans blancos con la derecha.
Noté como se ponía tenso.
–No digas nada, amor. Deja que te compense. Deja que te dé eso con lo que hace semanas que fantaseas.
Me sorprendió el bóxer Hugo Boss Orange, tan ceñido. No lo hizo lo rápido que su cipote cambió de estado, pasando de sólido a pétreo. Y sí, mis manos tenían poderes porque de otros palpamientos no lo recordaba tan grande: ¡Qué pedazo de rabo con sólo cuatro sacudidas! Ni corta ni perezosa besé el grande glande. Primero un roce con los labios, luego un beso más intenso. Estaba tan mojada, que amorrarse al pilón era lo que me pedía el cuerpo… o al menos una parte de mi cuerpo muy concreta. Me apliqué en el trabajo bucal, aunque el diámetro que al principio me había animado ahora estaba resultando un problema, porque aquella cosa dentro de mi boca crecía más, más y más: palpitaba como si tuviera vida propia, me aplastaba la lengua, rebotaba contra la cara interior de mis mejillas. Yo intentaba recorrerlo con mi boca, pero aquel pollón golpeteaba contra mi paladar, buscaba mi garganta y, ¡oh, sí! estaba al borde del derrame.
–¿Pero, cariño, qué estás haciendo? –preguntó la voz de Francisco detrás de mío.
Sí, y si Francisco estaba detrás, lo que yo estaba chupando por delante no podía ser suyo. Intenté sacármela de la boca, pero el tipo se resistía y culeaba hacia delante… Cuando al final me pude zafar tampoco resultó la mejor de las soluciones posibles porque aquello no parecía humano… intenté apartarlo pero el pájaro la sacudía como si fuera un surtidor de horchata fuera de control y entre mi saliva y sus fluidos no sólo era grande y pesadas sino que también resbalaba lo suyo. Comparada con esa pija, la Coca-Cola de Francisco no había sido nada… Acabe tan pringada de semen que me lo tuve que quitar de un ojo para entender que detrás del estupefacto Francisco estaban mi padre, y más detrás todavía Jaime y Javier… Me volví y para mi estupor Jairo, con sus piernas no demasiado largas y sus tejanos blancos, los mismos que me habían confundido y casi los mismos de mi novio. ¡Dios, cuánto puede pesar un casi!
–Yo, papá, no sé cómo ha podido pasar… No entiendo… –balbucí.
Mi padre estaba rojo de ira. Se abalanzó sobre Jairo que intentaba subirse los pantalones. Mala idea intentar hacerlo a la vez que corría para alejarse de mi progenitor: ni hizo ni una cosa ni otra. Y le empezó a caer un lluvia de golpes.
– ¡Cabrón! ¡Hijo puta! ¡Aprovecharte así de mi inocente hija en mi propia casa!
Jairo se acurrucaba en el suelo mientras mi padre le seguía dando. Jaime y Javier en vez de ayudar parecían más preocupados por sostener sus respectivos móviles. Pero no para llamar a la policía sino para hacerles fotos. ¿O me las estaban haciendo a mí?
–¿Cómo han podido, Patri? ¿Cómo has podido? –preguntaba un Francisco mirándose los pies y al borde del colapso.
Yo salí corriendo. Sentía tanta vergüenza y duró tantos días que nunca me acuerdo qué hizo el Barça-Madrid ese día.
III
Y de este modo acabé castigada en Fuentesbajas. Mi padre me envió allí para alejarme de las tentaciones de Alicante y aprovechando el fin del curso escolar. Mi progenitor creyó que mejor eso que de bares con mis amigas todas las noches. Hacía años que no iba a Fuentesbajas pero aquello no habría mejorado. Unos 500 habitantes pendientes de los arrozales, el agua y el riego. Vamos, un planazo.
Para empezar habían reducido las frecuencias, porque en los pueblos de la zona no vivía ni el tato y sólo los jubilados cogían el maldito autobús. Fue esperando el autobús cuando empecé a planear mi venganza: papá me había enviado a Fuentesbajas para que fuera buena… Pero yo me iba a dedicar a zorrear a todo el pueblo. La temperatura de Fuentesbajas iba a subir varios grados por mi culpa. Me despedí con un beso de Francisco para que todos los de la parada supieran que tenía novio. Y ahora… a poner todas Fuentesbajas en lo más alto del termómetro.
Empecé en el autobús mismo. Tardé tanto en poner mi pesada bolsa en el portaequipajes encima que todos los abuelos que había en el autobús hubieran pensado que era la chica más torpe si no hubiesen estado todos mirándome el culo, de lo que se me subía el vestidito. Sí, ya lo sé no hubiera tenido que ponerme esas braguitas negras tan, tan pequeñas. Pero ahora era demasiado tarde. Para mí, no para ellos.
El truco dio resultado por que todos mis vecinos me dieron conversación todo el viaje. Bueno, conversación y el boinudo de mi lado no paraba de tocarme la pierna. Y el del otro lado del pasillo me ofreció un barrita de chocolate. Me la podía haber comido un dos bocados, pero preferí recrearme: ahora un mordisquito, ahora una chupadita, ¡como tengo la boquita tan pequeña! Y a más iba menguando el snack, más aumentaban los bultos de los pantalones que me rodeaban. ¡Y había alguno harto notable!
Llegamos a Fuentesbajas con un ambiente muy caldeado en el autocar y eso que el aire acondicionada funcionaba como un reloj. Al final del trayecto mis animados compañeros de viaje estaban como acalorados pero yo por dentro parecía una tea. Cuando el de la boina, siempre más lanzado, me ayudó a bajar mi maleta del portaequipajes puede sentir pegado mi trasero toda su rabo tenso bajo el adusto pantalón de pana. ¡Dios! ¡Desde el último polvo con mi ex novio habían pasado dos meses! ¡Y sabe Dios que no la tenía muy grande! ¡Incluso parecía pequeña por la musculación que había logrado en el resto de su anatomía! ¡Paquito era un amor! ¡Pero no le había dejado poseerme! ¡En parte, porque había querido mantener intacto su interés en estos primeros pasos de nuestra relación! ¡Y en parte, porque los acontecimientos que marcaron mi destierro nos había dejado a todos un poco descolocados” ¡No todos los días la pillan a una en medio de una felación, mientras cree que se la está chupando a su novio!
El calor en Fuentesbajas era agobiante. Fue llegar y empezar a sudar, aunque las braguitas no estaban mojadas por eso. En la plaza del pueblo, donde me depositó el autobús. El comité de recepción no podía ser más decepcionante: la tía Balduina Pendón prima de mi padre, señorita de provincias vocacional y pacata estructural; su marido, el beato y trepador, Damián Robles; y su primo segundo: un noble bruto al que todos llamaba Bartu, pero que yo creo que en realidad se llamaba Bartolo. Bartu, tenía una casa y una ceja y aunque pintaba poco era el dueño legítimo de la casa, de la ceja y de un montón de hectáreas de tierras vinculadas a la redonda. Por lo que sabía, Damián y su mujer habían conseguido instalarse a cuerpo de rey y tomaban todas las decisiones: como pagar a los labriegos que hacían las tareas lo menos posible, por lo que era muy odiados en el pueblo; y sobre todo como aprovechar las subvenciones: cuándo habían que plantar colza, porque pagaba el ministerio, cuándo girasol, porque ayudaba la Unión Europea; cuando te primaban por comprar un vaca o cuando te recompensaban con matar ese mismo animal. El afectadamente religioso Damián, se dedicaba a eso y a tener unas excelentes relaciones con el cura, al que no tardaría en conocer: don Críspulo, más aficionado al vino de mesa que al vino de misa, siempre que no tuviera que pagar por él.
–¡Uy, que corta vas, hija mía! ¡Pues en este pueblo no se llevan nada estos modelitos, que lo sepas! –fue la primera en la frente de la tía Balduina.
La casa de Bartu, donde vivía mi nueva y temporalmente excéntrica familia tenía forma de L. Mi habitación estaba en un extremo de la L baja. La de mis tíos Balduina y Damián en la otra punta del extremo largo de la letra. Total, que mi tío podía ver perfectamente como me desnudaba y no me molesté en cerrar las cortinas. Pensé que mi tío, tan religioso, ni se molestaría en mirar… Pero de reojo lo vi allí plantado mientras me desprendía de todas y cada una de mis prendas… excepto de mis zapatos de tacón.
Bartu, no fue tan sutil. Lo suyo fue abrir la puerta del baño justo cuando me estaba duchando para intentar paliar el agobiante calor del pueblacho. Así, con un par. Él se me quedó mirando, con su expresión caballuna habitual, mientras yo, me tapaba con mis manitas mi depilado sexo… dejando inevitablemente desprotegidas mis voluptuosos pechos, por los que resbalaba agua, jabón y deseo.
–¡Pero tío!
–¡Perdona, rica, es que no estoy habituado a que haya visitas en nuestra casa!
–Vale… Pero cierra, ya.
Pero no cerraba… Era el poder hipnótico de mis tetas al desnudo. Nada que yo no supiera.
Todo lo que pasó, no fue por mi culpa. ¿Estaba enfadada con mi padre? Sí. Pero yo quería ser fiel a Paquito y entregarme a él en septiembre, cuando volviese a Alicante. Lo que pasa es que todo me salió mal. Y fue desde el principio. Por culpa de Bartu no pude aliviarme con la alcachofa de la ducha… como era mi primera intención. Y decidí hacerlo con mi vibrador Fun Friend que me había traído en la maleta. Sin embargo… para mi desdicha las dos pilas del aparato estaban agotadas, tal vez por un último uso al límite cuando mi antiguo novio me dejó por mi mejor amiga. Así que después de comer opté por ir al bar-casino-tienda del pueblo a conseguir las dos pilas D alcalinas que necesitaba el que iba a ser mi mejor amigo durante todo el verano.
Salí, después de la siesta. Antes hacía una calor insufrible. Y así pude conocer al último macho de la casa: Juan, aparcero y hombre para todo… Un gigante de un metro noventa, pelo rapado y brazos como jamones, que residía allí a cambio de hacer los más variopintos trabajos. No hablaba, pero por su mirada estaba claro que hacía tiempo que no cataba mujer.
Sin prescindir de mis taconazos me recogí el pelo para evitar la calor puse lo primero que encontré unos pantalones piratas amarillos y un top blanco. Cuando salí a la calle me di cuenta de que había sido otro error: el pantalón era tan ceñido y tenía tantos lavados que marcaba el tanguita negro casi como si fuera transparente. Además, al ser de cintura baja, al andar, se bajaba todavía más por la cadencia de mis caderas y la tira superior del tanga se veía por los costados. Podía subírmelo, claro pero el efecto no dejaba de resultar contraproducente… porque entonces se me marcaban los labios, y no precisamente los de la boca. Si en el flanco sur había estado desafortunada, no me fue mejor en el norte, donde el top no era muy escotado, pero su blancura resaltaba el sujetador negro, que al ser push-up, levantaba mis tetas de un modo que dejaba al descubierto el ombligo. Podía bajármelo, pero entonces, acentuaba el escote. De todo esto me di cuenta frente al ventanal del bar del pueblo al verme reflejada. Pensé en ir a cambiarme… Pero ni tenía tiempo ni veía el momento de poner mi vibrador a la máxima potencia.
De esta guisa entré en el bar… Y, claro, todos los hombres se callaron. En Fuentesbajas las mujeres no van al bar. Saludé al tío Damián, que estaba jugando al dominó. Le pedí las pilas al gañán, propietario, camarero, tendero…
–Pues pilas tan grandes no tenemos… Sólo tamaño AAA.
Eran diminutas. En mi aparato iban a bailar, pero para nada servirían en aquel cilindro. ¿Se podía ser más desgraciada?
Lo único bueno era que el bar tenía wi-fi. Era la única wi-fi de Fuentesbajas así que aprovechó para whatsapear con Paquito. Paquito me echaba de menos y por lo que escribía más aún me añoraba su paquete, ese que yo confundía a la primera de cambio.
Aunque me puse sola en una mesa notaba que todos los ojos me miraban. Incluso en la mesa del tío Damián, el dominó ya no fluía como antes.
–Tu sobrina es gafe, Damián. Desde que ha entrado no haces más que perder –sentenció el cura don Críspulo, quien también estaba en la mesa dándole a las fichas.
Yo no hice ni caso. Paquito me estaba diciendo que me lo iba a comer todo, todo. Cuando levanté la vista mi tío estaba a mi lado. Me cogió de un brazo y me dijo:
–¿Sales un momento?
Le acompañé fuera del bar.
–Patri, se te ve todo. Hasta la última costura del sujetador. Si quieres estar aquí… tendrás que cambiarte.
Y se fue para dentro. Dejándome fuera más que indignada. Él esperaba que me fuese a casa. Pero yo volvió a entrar en el bar. Pasé al lavabo y me saqué el sujetador roja de rabia. Aunque me diese rabia darle la razón, sin la ropa interior mis tetas se veían robustas, pero no resaltaban tanto.
Volví a mi mesa para replicar a Paquito que estaba loca por ser un caperucita que se dejase comer.
Mi tío Damián, desde la mesa replicó a sus amigos, mirándome de reojo:
–Sus padres me la han enviado a ver si la enderezo.
Hijo de puta. Le envié unos emoticonos a Paquito de “bikini, bikini, bikini” y pensé: “a mí no me enderezas ni tú ni nadie. Yo sí que te la voy a enderezar a ti”.
Y ni corta ni perezosa me dirigí al gañán:
–Un helado, por favor, es que estoy tan caliente, con este calor.
En voz un punto más alta de lo que hubiera resultado conveniente, lo justo para que lo oyeran todos.
–Sírvete tu misma –me replicó con un palillo entre los dientes e indicando el baúl de los helados, marca Frigo. Pues mejor, pensé. Muy lentamente me puse de pie. Luego, como si hubiese olvidado algo me combé, también muy lentamente sobre la mesa, y con un pie adelantando el otro y pulsé el móvil distraídamente con un pícaro gesto del índice.
Luego con una lenta cadencia de cadera me dirigí hacia el arcón congelador de Frigo. Podía notar todos aquellos hombres con los ojos clavados en mi ceñido trasero, que marcaba perfectamente un tanga que ahora resultaba más revelador que una radiografía. Llegué hasta el congelador, descorrí la portezuela superior y busqué dentro. De nuevo con las piernas muy juntas, el culo muy prieto y volviendo a dibujar un ángulo de 90º al inclinarme. Me demoré a posta para que todos pudieran disfrutar delante de mi tío, para que todos comprobasen lo “buena” que me había vuelto por vivir en casa de mi tío. Y había visto el cornetto XXL que iba a aliviar mis calores… Pero opté por fingir que no encontraba lo que quería para hundir aún más a mi tío, para que fuese la comidilla de todo el puto pueblo.
–¡Por fin! –exclamé de manera afectada.
Las caras desencajadas de todos los parroquianos sólo eran comparables a cómo cambiaban de postura o cruzaban las piernas para disimilar las más que patentes erecciones. Estaba volviendo lentamente a mi silla cuando me di cuenta de que no había para menos… Al retardar tanto la búsqueda el frío había escarchado el top blanco y endurecido mis pezones, que parecía que podían cortar el cristal. Una combinación imprevistas que provocó un efecto mucho peor que el que había puesto de los nervios a mi tío. El top se marcaba tanto que parecía transparente. Yo me sonrojé pero ya no podía echarme para atrás. Error, sobre error sobre error. Volví a mi mesa, quité muy despacio el envoltorio a helado y me lo llevé a la boca de forma muy, muy lenta. Toda aquella nata helada en mi boca, con mis labios frunciendo aquel regalo de los dioses de los polos.
Si una lengua podía derretir, esa fue la mía esa tarde. Si una mujer parecía golosa, esa fui yo. Conseguí varios milagros de la naturaleza: no el menor de ellos que el tórrido exterior pasase al interior del bar de Fuentesbajas, el aire acondicionado parecía haber dejado de funcionar.
Sonó el teléfono. Era Paquito.
–Tengo que atender esta llamada, tío… Lo haré camino de casa.
Y allí les dejé, con los ojos como platos y los rabos como piedras. ¡Hubiera sido el final perfecto si yo misma no hubiera estado tan caliente!
IV
El padre Críspulo vino aquella noche a cenar con nosotros. Yo creo que vino a verme, y la chapa que nos pegó sobre las tentaciones de la carne y la necesidad de que la juventud fuese ejemplar, me reforzaron esa idea. Desde luego, en cuanto Bartu entró en mi habitación para avisarme que vendría el sacerdote decidí que lo recibiría como merecía tan santo varón. Bartu, en cambio, de santo no tenía nada. Se me quedó mirando como siempre, como hipnotizado. Bueno, tal vez si no hubiese estado en la cama, leyendo boca abajo un Cuore traído de la ciudad, en braguitas de seda transparente azul turquesa y un camisoncito haciendo juego apenas anudado sobre mis prominentes pechos… no hubiera pasado eso. Pero… ¿acaso era mi culpa que hiciera tan tremendo calor en aquel caserón?
Al mismo tiempo que procesaba la información que me había dado decidí que a lo mejor podía aprovecharme del noble bruto.
–Bartu, tengo un tiró en las lumbares, justo aquí –y puse mi culito en pompa mientras me pasaba la mano por el costado–. Creo que ha sido ese maldito viaje en autobús. ¿Me podrías poner un poco de crema relajante muscular?
Bartu dio un gruñido. Pero se vio que le entusiasmaba la idea. Ni corto ni perezoso empezó a poner el ungüento, sin reparar, claro, que era crema hidratante, y que de relajante muscular, nada de nada. Yo hacía ver que seguía leyendo la revista mientras él se iba acercando a mi culito y cada vez extendía más la crema donde no se le había solicitado. A más frotaba más se aceleraba su respiración y no veía el momento en que su dedazos rudos y morenos violasen mi aparentemente indefensa intimidad para darme el placer que llevaba todo el día persiguiendo. Yo ronroneaba de placer a medida que recibía un masaje circular en mi glúteo derecho y él bufaba de deseo, temblando como un búfalo. Sus dedito ya empezaba a deslizarse por la zona prohibida…
…cuando de golpe ¡Se abrió la puerta de la habitación… y el tío Damián se quedó ojiplático, con el labio superior temblando!
Yo me hice la sorprendida pudorosa, Me incorporé de un salto y quedé de rodilla mientras me cubría con la sábana. Bueno, me cubría, lo justo para parecer una virgen ruborizada pero no tanto como para que mi otro tío no pudiera contemplar a placer un descuidado pezón, tembloroso a través del tul del babydoll.
–Perdona, tiíto. Me ha dicho que era un remedio para los mosquitos…
–¡Serás golfo! ¡Sal de aquí! – y lo persiguió a collejas alrededor de la cama hasta que lo hizo salir de la habitación. El tío Damián quedó detrás de mío. Le oí tragar saliva. Yo, me había tapado por delante con la sábana pero mi retaguardia seguía a la vista y no hice nada para impedirlo. ¡Soy tan cándida!
–¡No puedes ser tan inocente, mujer! ¡A ti no te lo parece pero en los pueblos hay mucha picardía! ¡ Y espera!
Se fue raudo. Pero volvió en un segundo… ¡Con una esponja en la mano! Yo me había quedado esperándole, entre divertida y expectante, de rodillas en el lecho, sin mover un músculo.
–Será mejor que te saque esto. ¡Dios sabe qué porquería te habrá restregado por este cuerpecito!
Y me empezó a pasar la esponja, que, claro, era tan pequeña, que no podía evitar que sus dedos rozasen mi dermis.
–¡Uy, sí, tiíto! ¡Restriega, bien! ¡Mas fuerte! –le invitaba con voz forzadamente bobalicona y se echaba hacia delante ofreciéndole más mi corva, a ver si terminaba lo que su primo había empezado.
–¿También por aquí?
–Sí, sí, sobre todo me ha dado por abajo.
–¡A cenar!
El grito de mi tía rompió la magia. Damián apartó de mi la esponjita como si de repente una estuviese electrificada. Una vez más, una servidora se quedaba a las puertas del cielo. Era capaz de que todos los hombre me deseasen pero ninguno llegaba a culminar el pequeño detalle de satisfacerme.
V
Don Críspulo, el cura, recibió lo que se merecía. Me puse un modelito “más balcones” que nunca. De manera que cuando estuvo hablando de las tentaciones del sexto mandamiento, las tentaciones, la dos mías, las tuvo bien delante. Estaban llegando los postres cuando me preguntó mirándome, bueno mirándome a la cara, no, pero mirándomelas:
–Y, tú, hija mía ¿qué piensas de los pecados de la carne?
–Yo, padre, es que soy más de fruta –le repliqué mientras me inclinaba hacia la fuente central para que mis melones quedasen todavía más expuestos a su libidinosidad y me trincaba el plátano más grande que había. No hay que decir que me lo comí de la manera más lenta y explícita que se me ocurrió, para mayor incomodidad y disloque mandibular del resto de comensales. Pero vamos, mucho exhibirme y poco tocarme. Sí, ni ellos ni yo podíamos pensar en nada que no fuera sexo… Pero del dicho al hecho había un buen trecho en el que yo me quedaba, de nuevo, con las ganas.
Dos días después el padre Críspulo volvió pero con noticias luctuosas. Al parecer había muerto una vecina muy querida y el cura había venido a buscar a la tía Balduina para velarla toda la noche, como era tradición en el pueblo. Total que esa noche cenamos solos: yo, con Bartu y Damián. Mis tíos se mostraron especialmente solícitos, que si quería más sopa, que si me apetecía otro vaso de agua… Todo para acercarse y tener mejores perspectivas de escote, de nuevo balcón, balcón… Con un sujetador que me apretaba y levantaba tanto los pechos que éstos estaban a un estornudo de desbordarse… A Bartu, además, se le caían los cubiertos cada dos por tres… y yo no me preocupé ni mucho ni poco de cómo quedaban mis piernas debajo de la mesa cada vez que las cruzaba, con una falda tan corta como la que llevaba esa noche. Sin embargo, todo era contemplar… pero nada rematar. Estábamos como siempre: andaba yo caliente y lejos se iba la gente.
Tras noches de calor agobiante, en las que además no pegaba ojo, me había hecho con un pequeño ventilador. Para reforzar ese efecto cuando ya todos estaban durmiendo bajé a la cocina y llené un pequeño cuenco con todos los cubitos de hielo para ponerlo delante de la hélices. Y aunque no había nadie me puse tan sencilla como cuando voy a comprar el pan. Iba todavía con mi sujetador, todo apretadita, todo apretaditas. Braguitas brasileñas negras haciendo juego y por eso de dormir un salto de cama, también negro, que tapar, tapar me habría tapado el culo. Rematado todo con unas sandalias de tacón, también negras. El plan era poner el cuenco frente al ventilador y dormir a pierna suelta, ajenas a los calores externos e internos. Y si de paso me veía alguien… que se fuera bien palote a la cama.
Estaba justo a punto de poner el ventilador en marcha cuando hoy un gran golpe en pasillo. Parecía en el otro extremo. Mi primera reacción fue quedarme quieta. Pero luego se oían unos quejidos así que abrí la puerta y me fui para allí. Podía haberme tapado un poco sí, pero cuando una está tan buena como yo… no piensa tanto en cubrirse como si fuese una chica corriente.
Cuando llegué hasta allí con mi móvil en modo linterna vi al tío Damián tirado en el suelo. Se dolía pues al parecer al caer le había dado una especie de tión en la cara interna del muslo, arriba de todo. Como si en la acrobacia, hubiera intentado el “spagat” lateral que hacíamos en las prácticas de la carrera, y algo se hubiera roto.
Lo peor es que comprendí que había sido por mi culpa. Vi uno de los cubitos en el suelo. Uno de esos dados de hielo se me debió de caer del bol y mi pobre tío lo había pisado en la oscuridad y se había abierto de piernas mucho más de lo que recomendaban las leyes físicas.
–¿Tío, te encuentras bien?
–¡No, cielos! ¡Me duele horrores! ¡Ayúdame a llegar a la cama, por favor!
No podía negarme. Al fin y al cabo, lo del cubito de hielo había sido culpa mía. Así que le ayudé a incorporarse y apoyado en mí lo llevé hasta el cuarto principal, en su extremo de la L. El dormitorio donde esa noche, justo esa, no estaba su esposa. Cuando al final lo puede dejar en la cama noté como sus manazas me rozaban las tetas como sin querer.
–Oh, Dios, ¡Cómo me duele!
Había quedado atravesado en diagonal, los pies hacia la puerta y a la cabeza apuntando a la mesita de noche. Me apiadé de él, pese a que el esfuerzo me había dejado exhausta y empapada en sudor. Fui a encender la luz…
–No, no la enciendas. No quiero que Bartu venga.
Le hice caso, en la penumbra apenas se apuntaba su mueca de dolor.
Tal como estaba le acomodé la cabeza baja las dos almohadas. Al hacerlo no puede evitar, o tampoco quise mucho, ya no sé, el que mis turgentes pechos rozaran tres o cuatro veces sus mejillas. A tío Damián no parecía disgustarle.
–¿Tienes algo que pueda aliviarme?
–Espera que busco, tío.
En el tocador de tía Balduina, encontré un frasco de crema hidratante. Como a Bartu, opté por dársela con queso a Damián. Encontré un antiarrugas.
–Ya tengo una antiinflamatoria.
–¡Pónmela, por Dios! ¡Estoy rabiando!
Me arrodillé entre sus piernas. Mientras sostenía el tubo casi agotado, le bajé a Damián el pantalón de pijama. Al principio parecía que no bajaba, apretado por tener él las piernas separadas, así que tiré más fuerte.
–¡Ughhh!
–Perdona, tiíto.
–Perdona tú.
Y los dos teníamos razón en pedir disculpas. Yo porque al tirar de golpe del pantalón le había bajado los calzoncillos y había aflorado un rabo de dimensiones sorprendentes. Y él por el estado de violenta verticalidad que había tomado el instrumento al ser liberado. Tío Damián, tan delgado, con aquellos brazos largiruchos y aquellas manos demasiado largas y, sin embargo, aquello entre las piernas… No había duda que al acercarle tanto mi delantera hacia un momento había provocado eso, o tal vez cuando sintió mi cuerpo caliente contra el suyo, al llevarle a la cama, o a lo mejor mi blanca piel semidesnuda eran demasiado evidentes en la penumbra de la habitación.
Él seguía doliente, cabeceando y yo me puse la poca crema que quedaba en el tubo en la palma de mi mano y empecé a aplicársela en la cara interna del muslo, donde le dolía, sí, pero también demasiado cerca de ese cipote que señalaba el techo de la habitación, tanto que en más de una ocasión fue imposible no rozar aquel par de pelotas, hinchadas, palpitantes, llenas de tanto deseo pendiente.
–Así, así, dale, dale…
Y le di, pero el tubo estaba casi vacío. Por muchos que apretase no quedaba más. Aunque seguía masajeando la zona afectada, Damián, se dio cuenta.
–Humedécelo un poco, por favor, que estoy rabiando.
–Bueno, pero sólo un poco… –y me mojé en la boca la punta de los dedos.
–Oh, sí,,, sí ¡Qué bien ahora!
Pero pronto quedó claro que no era suficiente. Me pregunté si el muy ladino de Damián no estaría fingiendo.
–Humedécelo un poco más, cariño, sólo un poco más…
Me volví a mojar la punta de los dedos. Él levantó la cabeza y mirándome a los ojos objetó:
–Así, no. Con la lengua, con la lengua…
Por alguna razón no pude decirle que no. Tal vez él fingía, a lo mejor a mí tampoco me importaba. Bajé la cabeza y empecé a lamerle la parte interior del muslo, demasiado arriba, demasiado cerca de aquellas pelotas, con una perspectiva de aquel pollón, a ras de mis ojos, pareciendo todavía más grande…
Pero dudé…
–No, no puedo… Eres mi tío.
–Estoy casado con la prima de tu padre… ¡Por Dios! ¡Y es una emergencia médica!
Incorporada, entre sus pierna, vi un pequeño botellín de agua. Pensé que era lo que necesitaba.
–Espera tío…
Repté hasta él por encima del cuerpo de Damián. Mi cara pudo esquivar la torre Agbar de los penes pero mis tetas acabaron topando con ella. Cedió, pero quedó pegada a mi cuerpo, justo por donde el camisón intentaba unir las dos partes, que apenas podían permanecer juntas.
Para alcanzar la botella le tuve que volverá poner las tetas en toda la cara, le oí balbucear algo, así que aproveché para pedirle…
–Por favor, sujéteme por la cintura… ¡Sólo un momento!
Así lo hizo, con aquellas manos largas y lánguidas y por un momento me sentí segura. Pero fue breve, muy breve. Estaba ya tocando con los dedos el botellín, cuando sentí que mi cuerpo sudado resbalaba y que sus manos ya no estaba junto a mis caderas, sino que sus largos pulgares ya bordeaban mi sujetador. Sin embargo no debía de haber obsesionado tanto por mis pechos. Porque el peligro estaba más abajo. Al resbalar todo mi cuerpo, aquel cipote quedó encarado justo donde no debía. La negra braguita brasileña estaba tan mojada que resultó más bien pobre defensa. Intenté, pobre de mí, mantener el equilibrio, pero mis piernas flaquearon. ¿Demasiado cansancio? ¿Demasiado deseo? El caso es que empecé a sentir toda aquella barra de carne abriéndose paso entre mis labios, mis labios menores.
–¡Por favor! ¡Qué usted mi tío! ¡Sácamela!
–Lo intento, lo intentó…
Y sí, lo intentaba… Pero yo estaba tan sudada, sus manos estaban tan húmedas que resbalaba una y otra vez, y mi cuerpo bajaba y bajaba.
–¡No me la puedes meter! ¡Y menos sin condón!
En un intentó desesperado, Damián tiró de mis bragas, pero en vez de subir, sólo sirvió para apartar la tela y que aquel pollón entrase aún más.
Lo sentía hasta el último de mis nervios. Volví a suplicar…
–¡Sácamela, tío! ¡Sácamela!
–Así te la saco –apuntó levantándome por un momento– ¡Pero es que estás tan mojada que cuando lo hago luego te hundes más!
Y así era. Subía un poquito, y luego bajaba todavía más. Subía y bajaba. Subía y bajaba. ¡Y era justo lo que había anhelado todos esos días pero precisamente de la manera que no hubiera querido!
–¡Dios, Dios, me la estás metiendo hasta el fondo! ¡Cabrón!
–¿Quieres que pare, niña?
–¡NOoooooo! –ahuyé–- ¡No pares! ¡No pares ahora!
Y no paró. No lo hizo cuando mis pechos se desbocaron y mis pezones quedaron perfectamente a la vista en medio de la brutal cabalgada. ¡Tampoco en un no de los embates el camisón quedó desgarrado! Estaba tan húmeda que aquella pedazo de polla se deslizaba como un émbolo engrasado. Tras cinco minutos de metesaca exploté en ese orgasmo que llevaba días reteniendo. Que nadie pidiese una prueba de ADN. Yo, Patricia, era una auténtica Pendón.
Caí desfallecida… Sobre su pecho un tanto hundido. Pero aquel pollón seguía palpitando y me di cuenta del peligro.
–¡No te corras dentro!
Pero no parecía que me fuera hacer caso. Así que sacando fuerzas de flaqueza tensioné las piernas y logré salir yo. Libre al fin intenté hacer el camino inverso… Si antes había reptado de abajo a arriba para llegar hasta la mesita de noche, ahora quise hacer lo mismo pero del pecho a los pies. Al principio fue fácil, los cuerpos estaban sudados y resbalaban. Y todo iba bien hasta que aquel pollón se enganchó en la parte delantera de mi sujetador.
–¡Dios! ¡Qué daño! ¿Qué haces, Patricia!
La polla estaba tan lubricada que quedó atrapada entre el sujetador y mi cuerpo. Justo en medio de lo que aquel verano eran las tetas más apretadas de Fuentesbajas…
–¡Patri, me estás destrozando la polla!
Yo intenté quitarme el sujetador, para, eso me eché las manos a la espalda, pero entonces, mi cuerpo volvió a caer sobre el inhiesto miembro. Nerviosa como estaba no atinaba a soltar el cierre.
–¡No puedo, tío no puedo!
–¡Dios! ¡Quieres soltarlo de una vez!
Entonces noté el glande palpitando, tan cerca de mi cuello y grité horrorizada:
–¡No te corras! ¡No te corras ahora, por favor!
Pero esa noche mi tío hacia siempre lo contrario de lo que le pedía: que no quería que me la metiese, me la endiñaba hasta el paladar, que le suplicaba que no se viniese y, tal y como hizo, explotaba en un lechazo que me dejaba las tetas, la cara y el pelo, todo perdidos. Fue asqueroso, sí, pero también liberador. Y como chiste final, cuando acabó de vaciarse, el cierre del sujetador se abrió por fin… Cuando ya nada de aquello tenía remedio.
VI
Al día siguiente por la mañana mi tía Balduina vino a verme. Yo pensaba que me había descubierto. Pero no era todo mucho más sencillo. Había que ir al entierro de la vecina. En le pueblo no entendería que no fuésemos todos los de la casa. Y mi tía temía, con razón, que yo no tuviese la ropa adecuada.
Así que me llevó a su habitación para ver si tenía algo para mí. Se puso a vestirme como una muñequita. Lo más fácil fue la falda: encontró una negra, que me iba ceñida, pero me llegaba a las rodillas y se abotonaba por detrás. Me marcaba mucho el culo, sí… Pero es el culo que tengo: hay mesitas de noche más pequeñas que mi trasero. Tía Balduina no encontró una blusa adecuada, pero lo arregló con una chaqueta de punto también negra… Tampoco es que me fuera muy grande y mis pechos tensionaban los botones que parecían que iban a saltarse de los ojales. Total, que estaba recatada pero explosiva, lo que para mi destino, visto lo visto, nunca era suficiente.
–No acaba de funcionar. Espera… ponte estas. No tengo otras y hace años que no las uso… va con esto.
Suponía que años querría decir décadas. Eran una medias negras, preciosas, con un ligero negro. Me las puse, no sin trabajo por la falta de práctica. Pero al final el resultado le pareció aceptable a mi tía. Me hubiera gustado decirle que la falda era tan ceñida que el liguero se marcaba más de lo que hubiera sido recomendable para un funeral de pueblo. Por desgracia, después de haberme tirado a su marido no era el momento más idóneo para tener una un debate con ella sobre el concepto “obscenidad”.
El funeral iba a ser a las doce. Fui al salón a hacer tiempo con algún libro. Como casi no podía andar por la estrechez de la falda… me desabotoné tres botones para poder caminar por casa. Ya me los abrocharía justo antes del sepelio.
Encontré unos cuentos de Maupassant para pasar el rato. Pero no pude sumergirme mucho tiempo en el placer de la lectura. Alguien empezó a lanzar piedrecita en el cristal de una de las ventanas, un ventanal con rejas que daba a una calle lateral. Estaba debajo de un sofá así que arrodillé sobre los cojines, me apoyé sobre el respaldo y me asomé a ver quién era.
–¡Paquito!
–¡Patricia, he venido a buscarte!
Mi novio, el torpe de mi novio, había acudido en mi ayuda.
–¡Cómo me alegra verte, cariño! – y sí, por lo que abultaban sus pantalones estaba claro que decía la verdad
–Cariño, estuve pensando. Eres mayor de edad, y no tienes que estar aquí por lo que diga tu padre. ¡Vente conmigo! Podemos pasar el verano en el apartamento de mis padres en Mojácar. Ya lo tengo todo previsto.
–Me encanta la idea, Paquito. Pero ahora tengo un entierro. Quedamos en el pueblo, a las dos, detrás de la báscula de pesar ganado, junto al polideportivo, y nos vamos.
–Son muchas horas, Patricia. Espera…
Paquito buscó con la mirada, encontró una escalera pequeña y medio carcomida y empezó a encaramarse hacia mi ventana enrejada. En eso noté una manos subiendo por mis rodillas me giré un poco, casi nada, pues debía de seguir atenta a las palabras de mi abnegado novio. Lo justo para ver al padre Críspulo. Debía haber venido a buscar a mi tía para ultimar cosas del entierro. Yo no había sido consciente pero arrodillada así, acodada sobre el respaldo del sofá… al ver a Paquito, consciente, inconscientemente… ¿importa? había puesto mis pechos sobre el sofá para que Paquito, incluso desde abajo pudiese vislumbrar algún punto de interés a través de la ventana. La prueba de que había funcionado es que estaba allí, torpe y un tanto rechoncho, trepando hacia mí por aquella frágil escalinata. Pero al focalizar yo mi atención en mi proa, había olvidado mi popa. Y había sido justo esa parte mía, la menos noble, la que había estado meciendo de un lado a otro, ronroneando como una gatita por la llegada de mi amado, la que por mi culpa, al haber desabrochado los botones posteriores de la falda, había quedado del todo expuesta a los libidinosos ojos del cura Críspulo, cuando entró en el salón y me encontró a mí como regalo inesperado. Con las piernas juntas, arrodillada, con aquellos zapatos de tacón, con aquellas medias negras con liguero que me habían obligado a ponerme y que yo no quería; con la falda desabotonada por detrás, dejando todo mi culito al aire, el mismo que hubiera debido esforzarme en proteger. Así que el crápula de don Críspulo ni pudo ni quiso resistirse a la tentación y en ese momento sus manos recorrían mis muslos, pasando de la carne a la seda y de la seda a la carne, justo en ese punto en que acababan mi medias y empezaba mi indefensión.
–No me gusta que estés aquí sola, Patricia. Estos pueblerinos están muy salidos.
-Uy, si yo te contase – e iba pegando los pechos a la reja, no tanto para excitar a Paquito, un efecto colateral no buscado, sino al estar intentando rehuir las acometidas del vicioso párroco.
–Seguro que te comen con los ojos.
–¡Y no sólo con los ojos! – y cierto era, porque justo en ese momento el sátiro sacerdote estaba recorriendo con la lengua mis braguitas, y se daba tal pericia que su saliva ya no era lo único que las mojaba. Yo intentaba pegarme mas al sofá, pero parecía que eso sólo conseguía excitarle más.
Intenté bajarme la rebeca tirando de ella con fuerza hacia abajo para proteger mi asediada retaguardia, pero eso tuvo como consecuencia indeseada que mis pechos pareciesen mas expuestos, juntos, pegados, a mi improvisado Romeo en la escalera. Y ya se vislumbraba el breve sujetador que apenas podía abarcarlos. Cómo no podía pensar Paquito que le estaba animando a continuar en su peligrosa escalada.
–¿Te encuentras bien, Patricia? Te veo azorada.
–Enzorrada es lo que estás –farfulló el viejo cura crápula, desde atrás. Pero, claro, mi pobre novio al otro lado del muro no pudo oírle.
–Es que no me fío de la gente de los pueblos. Y tú eres un poco tonta, perdona que te diga. Seguro que en cuanto te despistas ya te están sobando.
–Hombre.. uhhoo uhhh ahhh, un poco despistada sí que soy.
–No quiero que te quedes aquí. Tal como eres seguro que cualquiera acaba metiéndote mano.
–Cualquiera, cualquiera, cualquiera… ¡tampoco! –la escalera no era lo suficiente para que mi Paquito llegase a mi altura, lo que era una suerte para mí, porque se daría cuenta de lo que maniobraba tras de mí: una fuerza inusitada que me estaba apartando las braguitas negras, con violencia, sin contemplaciones. Eso sí, Paquito llegó a agarrarse a uno de los barrotes y, claro, pudo sentir mis pechos pegado a los hierros, los cuales dada la ardiente situación debían ser a esas alturas hierros candentes.
Paquito subió el último escalón. Quería darme un beso pero sus ojos apenas llegaban a la altura de mis comprimidos senos. Sólo se le ocurrió comentar:
–No me gusta la gente de pueblo. ¡En cuanto pueden te dan por el culo!
–¡Oh sí, por el culo! –chillé porque era eso lo que estaba pasando. El cura había dejado la piedad para el resto de sus feligresas y a mí me estaba sometiendo a una penitencia de dimensiones bíblicas. El primer embate fue tan rudo que el pobre Paquito, que sólo buscaba darme un piquito, apenas pudo rozar con sus labios mis comprimidos melones. Y para hacerlo tuvo que ponerse de puntillas sobre el último peldaño y pasó lo que tenía que pasar… No sólo que me dieron lo mío, que también, sino que la escalerita resbaló y mi pobre y patoso novio se pegó una leche descomunal.
Con el golpe llegó el escándalo, claro. Mi tío Damián y Bartu salieron a la calle a ver qué había provocado aquel estruendo. Por suerte no entraron en el salón, pero el Críspulo también fue castigado por sus pecados y tuvo que salir de mi torturado agujerito con tanta precipitación cómo había entrado, corriéndose fuera de mí y a disgusto suyo, dejándome perdida toda la falda y las braguitas. Nunca un luto había sido tan mancillado.
Yo por mi parte, me quedé de nuevo con las ganas, ya que por culpa de la interrupción no pude llegar al clímax que, a mi juicio, tanto me merecía después de encontrarme en situación tan incómoda. Pero es lo que tenía Fuentesbajas: los machos abundaban pero su competencia para el placer resultaba inversamente proporcional a toda la rijosidad que acumulaban.
Paquito salió bien parado. Sólo se rompió un brazo, el fémur y la cadera por tres partes. Así que acabó en el hospital provincial escayolado, también justo por la parte que tanto él y yo menos hubiéramos querido. Pero una buena novia como yo tiene que estar tanto a las maduras como a las duras. La gente me critica, pero yo, sobre todo, estoy a las duras.
Así que me tuve que pasar el resto del verano en el Hospital Provincial cuidando a Paquito, que en aquel estado no podía conducir, ni caminar, ni nada de nada, para mi desgracia, puesto que, claro, llegué al centro hospitalario con el calentón con el que me había dejado el torpe del padre Críspulo. Mi padre se enfadó mucho, claro, pero eso fue otro aliciente para permanecer todos aquellos días en el hospital. Nada cabreaba más a mi progenitor que el que estuviese velando a Paquito como una novia abnegada y fiel. Y eso es lo que hice. Por suerte para mí, la Sanidad es uno de los pilares de los servicios públicos en España. Y tanto los doctores de guardia, los especialistas, los miembros de radiología, los enfermeros, camilleros, los MIR, los estudiantes de Medicina e incluso el bedel hicieron todo lo posible para que nuestra estancia en el hospital fuese lo más placentera posible. A veces, incluso, parecía que estaban más pendientes de mí que del pobre Paquito, que algún enfado se cogió por eso. Pero ¿qué podía hacer yo en un caso como ese sino mostrarme lo más agradecida posible con un personal médico tan y tan entregado? Nadie dijo que ser una buena novia fuese cosa fácil. En todo caso, como siempre, todo fue culpa del torpe de mi novio. Por fin había descubierto el destino de una Pendón en esta vida. Y había encontrado al hombre perfecto para ello.