Nada mejor que un poco de sexo ambientado en la antigüedad, en la Francia de los Luises. Valerie se da cuenta de que su vida de casada es muy diferente a la de las demás

Valorar

Cuatro comensales compartían la profusa cena que adornaba la mesa, con una cantidad de comida desmesurada, deliberadamente ostentosa. La estancia, iluminada por toda suerte de lámparas y candelabros cuyas luces se reflejaban en el borde dorado de la lujosa vajilla, en la que días antes se había celebrado el banquete nupcial, parecía prácticamente vacía.

Los cuatro invitados compartían breves y vacías palabras de cortesía, con tensión evidente. Particularmente para Madame Dupont, que buscaba la ocasión de mostrar su más explicito rechazo por los acontecimientos de la tarde.

Leroy se preguntaba qué terrible ofensa habría cometido ahora contra su suegra, con más curiosidad que auténtica preocupación, mientras Valérie, que no levantaba la vista de su plato, rogaba para que aquello terminara cuanto antes.

El silencio fue interrumpido por el padre Bouvier, que se ofreció a leer unos versículos de la Biblia tras la cena, idea que fue aplaudida por la madre de la joven esposa.

– Tal vez preferiríais escucharlo en un lugar más privado, Madame Dupont. – Sugirió Leroy.

Valérie le lanzó una mirada acusatoria.

– Creo que todos podríamos beneficiarnos de la palabra de Dios. – Sentenció Madame Dupont secamente.

– Monsieur. – Interrumpió el cura. – He oído hablar mucho de vos…

– ¿Mal? – Preguntó Leroy divertido, antes de que pudiera seguir.

– Oh, no, no exactamente Monsieur. Por lo que sé, sencillamente se comenta cómo, aparentemente, dejasteis a un lado vuestros deberes cristianos tras vuestra tragedia.

Valérie levantó la vista.

– No sabía que ese fuera un tema de interés público. – Respondió Leroy mordazmente, con visible intención de zanjar la conversación.

– No quería ofenderos Monsieur. Sencillamente deseaba sugereriros que ya que se os ha dado una nueva oportunidad, y la posibilidad de continuar vuestro legado, con la voluntad de Dios, con más fortuna que en el último intento…

El padre no pudo decir más, Leroy estalló, dando un golpe en la mesa. Val contemplaba la escena, desconcertada.

– ¿Una nueva oportunidad? Quizá una nueva oportunidad para que la familia de mi esposa ascienda en su rango. ¡Sabéis tan bien como yo que esta es una unión meramente política y no tenéis derecho a decir ni una palabra acerca de ninguna tragedia! – Gritó visiblemente afectado, para después abandonar la habitación.

Valérie, terriblemente confundida, no dudo en salir tras sus pasos sin disculparse con la mesa.

– ¡Leroy! ¡Leroy!

Monsieur Latour se alejaba por el largo pasillo, deliberadamente ajeno a la llamada. Dió la vuelta a un recoveco del pasillo y para cuando Val quiso llegar, estaba fuera de la vista.

La muchacha deambuló por las habitaciones, llamando a su esposo sin respuesta. Subió y busco en la biblioteca, en sus aposentos privados y en los suyos propios sin dar con él. El ama de llaves escuchó sus gritos y se apresuró a atender a su señora.

– Madame, Madame Latour, ¿Os encontráis bien?

– No encuentro a mi esposo, lo he buscado por todas partes y no está. – Dijo la muchacha, preocupada. – Estaba muy contrariado…

– Oh, el señor debe estar en el ala de Madame Latour. Será mejor que le dejéis.

– No está en mis aposentos.

– Me refiero a la antigua Madame Latour, querida, que el Altísimo tenga en su gloria, es la costumbre. – Se disculpó.

– ¿Habláis de la madre de mi esposo? – Preguntó la joven.

La gobernanta negó con la cabeza. En aquel momento, Madame Dupont alcanzó el final de la escalera y se dirigió a su hija.

– ¡Valérie! Venid aquí de inmediato y cesad este escándalo. Necesito hablar con vos urgentemente. – Dijo agarrandola del antebrazo.

– Ya lo creo. – Respondió la joven.

Mándame Dupont cerró la puerta de su aposento y trató de calmarse antes de dirigirse a su hija de nuevo pero la ira complicaba su intento.

– Val os he oído, lo he escuchado todo. Cómo yaciais con vuestro esposo como una vulgar ramera. ¡Peor! No quiero hacer memoria de las cosas que he escuchado pero no permitiré que mancheis el nombre de esta familia comportandoos como una meretriz sin moral ni modestia, ¿Me ois?

– ¿Qué? ¿Por qué me escuchabais? – Dijo la joven, alterada y ofendida.

– No me respondáis jovencita. No permitiré que ese hombre os trate como si fuerais una cualquiera. Todos sabemos que vuestra unión es sencillamente conveniente, pero no pienso tolerar que ese loco ricachón que es vuestro esposo os utilice como desahogo porque no puede olvidar a su esposa.

– ¿De qué me estáis hablando? – Preguntó Valérie con las lágrimas saltadas.

– Veo que no habéis empleado mucho tiempo en saber algo de vuestro esposo. – Mándame Dupont miró a su hija, sintiendo compasión por el error que había cometido. – Val… Tal vez debí intentar ser más honesta con vos… No me di cuenta de que no sabéis nada de ningún hombre, y aunque pensé que vos misma sabríais como obrar, no supe ver que os dolería, o lo que es peor, el ridículo que podríais traer sobre vuestra familia en el proceso.

Madame Dupont tomó a su hija de la mano y la miró a los ojos. – Guardaos esas lágrimas para el funeral de vuestro esposo. En el resto de ocasiones, una mujer de alta cuna llorando por un hombre es una ridiculez digna de pueblerinos. Val… Vuestro esposo es inmensamente rico, un poco extravagante sí, pero es bien parecido, joven y rico. ¿Creéis que un hombre así no podría haberse casado muy por encima de nuestra familia? ¡Él nunca os verá como su igual!

– ¡Basta! – Rogó Valérie, sin poder evitar los sollozos. – ¿Por qué me habéis hecho esto? ¡¿Por qué me habéis vendido?!

– Qué ingenua sois hija mía… Sabéis bien que vuestra forma de contribuir a vuestra familia es casaros bien, y esto supera las expectativas. Es una unión fácil, Val, con un hombre que vive para llorar a su difunta esposa. ¡Si dejaseis de actuar como una ramera cediendo a todos sus caprichos os dejaría en paz! ¿No lo veis? Seríais la señora de todo esto y vuestro único cometido sería continuar su linaje. Lo que por otro lado no conseguireis si hacéis todas esas herejías que he escuchado esta tarde. Hija mía, acudid a confesarlo todo al padre Bouvier y limpiad vuestra alma de atrocidades… – Dijo la mujer, acariciando la mejilla de su hija, que trataba de contener su llanto.

– La santa confesión debe ser privada, Madame Dupont, vos lo sabéis, dejad que la joven limpie sus pecados por su cuenta. – Indicó el padre Bouvier.

Madame Dupont abandonó la habitación. Valérie se arrodilló a los pies del padre.

– Padre, he venido buscando la confesión de mis pecados.

– ¿Cuánto hace que no os confesais?

– Tres semanas.

– Decidme Madame Latour, ¿Qué pecados habéis cometido?

– He yacido con mi esposo de formas indecentes.- Murmuró avergonzada.

– Joven señora, para que pueda poneros una penitencia acorde con vuestra falta voy a necesitar que seáis un poco más específica. Esto es entre Dios, vos y yo, no temáis. Compartir vuestra vergüenza os ayudará a expiar vuestros pecados.

La joven permaneció en silencio.

– Dejad que os ayude… Mientras os uniais en el acto del matrimonio, ¿Mantuvisteis una posición distinta a la del varón sobre la hembra?

– Sí… En todas las ocasiones.

El cura se santiguó. – Proseguid…

– Padre… He hecho cosas que jamás pensé que haría, que desconocía, temo que el sólo hecho de repetirlas sea un agravante.

– Debéis sacarlo para obtener el perdón, por malo que sea.

– Está bien… He cometido pecado de lujuria, repetidas veces. He yacido con mi esposo de pie, sobre mis extremidades, sobre él… Siempre sin pudor, mostrando mi desnudez… – Pausó, pensando cómo proseguir, mortificada por la vergüenza. – He… He recibido la simiente de mi esposo en muchos lugares que no están destinados a cumplir la función que el Altísimo dispuso, evitando así la procreación, aunque no con esa intención.

El padre Bouvier comenzaba a imaginarse la escena. – ¿Dónde lo recibisteis y cuántas veces?

– No sé deciros una cantidad padre. Lo recibí en mi boca… En mi rostro. También en mis pechos y… En mi trasero… Y en su interior… He gozado con la sodomía. Lo he rogado y he fantaseado con ello… También he complacido a mi esposo con mi boca, con mis pechos. He pedido más, lo he deseado y lo he buscado.

El padre Bouvier permanecía sin palabras ante la confesión de la joven. Unas semanas atrás, el pecado más atroz de la joven era la tentación momentánea de desobedecer a su padre, y ahora le presentaba una colección de pecados tan suculentos cómo infames.

– Vais a necesitar algo más que oración para expiar tal cantidad de pecados mortales. Vais a recibir quince azotes para sacar el pecado de vuestro cuerpo y después rezareis cinco rosarios. Tras ello estaréis perdonada por vuestros pecados. Esperad aquí para recibir vuestra expiación.

Valérie ni siquiera se levantó del suelo cuando el padre Bouvier salió. Nunca en su vida había sentido tanta vergüenza, pero en su corazón había un sentimiento aún peor, a su esposo no le importaba. Todo lo que había dicho durante la cena volvió a su cabeza.

Valérie se dirigió a sus aposentos, derruida. La espalda dolorida y marcada por los azotes que el padre le había propinado y el ánimo roto. La muchacha abrió la puerta y según entró pudo ver cómo Leroy se levantaba de la cama de un salto. – ¡Estáis aquí! – Dijo, acercándose a ella.

Val trató de mantener la compostura y no mostrar aquella ilusa parte de su ser que le había conducido a pensar que había algo entre ellos.

– Valérie, creo que os debo una disculpa. Y algunas explicaciones… Realmente yo no sé lo que sabéis de mi…

– Hasta hace unas horas no demasiado. No sabía que estuvisteis casado, no sabía que erais tan rico que nuestro matrimonio era obviamente un acto de caridad para todos menos para mi, y sobre todo, no sabía que aún consideráis nuestra unión meramente política.

– Sentaos, os daré las respuestas que buscáis. – Dijo con tono sincero. – La historia de mi matrimonio es bastante conocida, supongo que vuestra inocencia no deja de sorprenderme. – Esbozó una sonrisa. – Yo era joven, más de lo que sois vos ahora, acababa de heredar la fortuna familiar, era el único Latour por lo que no debía responder ante nadie. Blanche era una mujer muy distinta a vos. Le encantaba ser el centro de atención, no tenía reparo en ser escandalosa y tenía un temperamento muy fuerte. Éramos realmente parecidos. Ella quedó encinta y nos casamos antes de que se supiera y unos meses más tarde ella y mi hijo murieron en el parto.

Valérie quiso interrumpir. Pero él continuó la historia.

– Han pasado diez años de aquello, y si os lo preguntáis, no he parado de amarla. Cuándo me casé, lo hice principalmente porque quiero producir linaje para mi familia, pero también porque deseo tener una mujer a mí disposición. No obstante, Valérie, me importais. Deseo que estéis bien, que disfrutéis de los privilegios que puedo otorgaros. No creo que seáis la clase de mujer con la que debería satisfacer mis otras necesidades, no está en vuestra naturaleza, y no deseo que sufráis.

Valérie permaneció en silencio unos instantes, procesando la información.

– Tenéis razón. Tratáis de convertirme en algo que no soy, y siento que me corrompeis con ello. No quiero ser una mujer que se comporta como una ramera, a la sombra de otra mujer a la que nunca igualará…

Leroy asintió con la cabeza, besó la mano de su esposa y se retiró de la habitación.

Pasaron varias semanas desde aquella noche ominosa. La madre de Valérie junto con el padre Bouvier, se habían marchado al día siguiente de lo acontecido y Valérie sólo había recibido una carta de su madre desde entonces. La vida en la mansión Latour transcurría tranquila aunque fría. Valérie pasaba días sin cruzarse con su esposo excepto para las comidas, en las que intercambiaban breves palabras. La joven parecía aliviada, pero en su interior se sentía bastante atormentada, ya que echaba de menos el contacto con Leroy con cada fibra de su ser. Cada noche recordaba sus duras, a veces dolorosas pero muy placenteras embestidas. La dureza de su portentoso miembro clavándose en cada recoveco de su cuerpo, el calor de su esperma sobre su cuerpo, los azotes, los gemidos… Deseaba tenerle de nuevo, a pesar de la reprimenda de su madre, que tanto sentido tuvo para ella, el deseo era más fuerte y borraba el significado de la decencia que quería mantener.

Sin embargo, Leroy era un hombre firme, y estaba segura de que no volvería a admitir sus indecisos acercamientos. A pesar de ello, deseaba encontrar una manera de pasar más tiempo a su lado.

Aquella mañana, Val no podía contener sus ganas de estar con su marido, y tan pronto como los primeros rayos de sol iluminaron la alcoba, se dirigió a los aposentos de su esposo y llamó a la puerta.

– Leroy, ces’t Valérie. ¿Puedo pasar?

– ¡Aguardad! – Respondió, levantándose de un salto. A su lado, una hermosa mujer se despertaba confundida. – No hagáis ningún ruido.- Le ordenó. Se enfundó en una bata y salió de la habitación, evitando que su esposa viera el interior.

– ¿Qué puedo hacer por vos, esposa?

– ¿Os acompaña alguien en vuestra alcoba? – Preguntó la muchacha.

– ¿De dónde habéis sacado esa idea, mujer?

– Probablemente del mismo lugar del que vos habéis sacado esa bata. – Dijo, abochornando a Leroy al darse cuenta de que llevaba un prenda femenina.

– Lo lamento. No quería ser indiscreto. – Se disculpó.

Valérie sintió una punzada de celos, pero no dijo nada al respecto.

– No os preocupéis, no son horas de presentarme. Sólo quería preguntaros si os gustaría enseñarme vuestros jardines esta tarde.

– ¿Los jardines? No hay gran cosa que ver en esta época del año.

– Claro. No había pensado en ello… Qué tontería. Que paséis un buen día, esposo.

– Val… ¿Tal vez querríais que os acompañe al invernadero? Está casi en el límite de la propiedad, es un paseo en caballo. – Ofreció.

– Veréis, es que… No creo que sea buena idea… Me refiero al caballo…

– ¿No sabéis montar?

– No… No es eso… – Valèrie miró al suelo. – No es como pensaba que lo supieráis y aún es pronto pero… Estoy encinta.

El rostro de Leroy se iluminó con una sonrisa, aunque en seguida se dió cuenta del desafortunado momento de la conversación. Pese a ello, se sentía genuinamente feliz, gozoso por la noticia, mucho más de lo que había esperado sentirse.

– Val… – Dijo tomándola de las manos. – No esperaba esta noticia. No esperaba nada de esto… Deberíamos hablar… Por favor, dejadme unas horas para solucionar… – Miró hacia su habitación. – Este desastre… ¿De acuerdo?

Valérie asintió con la cabeza, sorprendida por la acogida de la noticia. – De acuerdo. Estaré en mis aposentos.

Valérie bordaba junto a la ventana ahora bien iluminada por la luz de la mañana, apenas había transcurrido una hora desde su encuentro con Monsieur Latour cuando él entró en la habitación con un torre de documentos en los brazos.

– ¿Qué es todo eso? – Inquirió la jóven, apartando su labor y levantándose para aliviar su carga.

– ¡Títulos, propiedades, inversiones! Quiero que me ayudéis a elegir. – Le tendió un fajo de papeles. – He pensado en estos si es un varón. Pero también tengo estos si es una niña. – Dijo tendiéndole otro fajo.

– ¿Títulos?

– Sí, para nuestro hijo, quiero hacerle un regalo.

Valérie sonrió con ternura.

– Creo que es un poco excesivo Leroy…

– También son para vos. Seréis la dueña de todo ello hasta su mayoría de edad, podréis vivir en alguna de las propiedades si lo deseáis, todos los títulos conllevan propiedades y una asignación económica, será todo vuestro. Aceptadlo como una forma de pedir vuestro perdón.

– Leroy… – Dijo mirándole a los ojos. – ¿Puedo ser honesta con vos?

Leroy asintió, tomándola de la mano y llevándola hasta su silla. – Sentáos, no quiero que os esforcéis.

– No soy inválida, ¡Relajáos!. – La joven tomó sus manos y mantuvo su mirada. – Podéis pensar que soy ingenua, pero quiero que me escuchéis. Aquella noche fue terrible para mí. Es cierto que no sabía nada de vos, aún no lo sé, y que cuando os escuché hablar, y después a mi madre sobre la verdad de nuestro matrimonio. Cuando me confesé con el padre Bouvier y después me hablásteis de vuestra esposa… Leroy, yo había empezado a amaros y a desearos con todas mis fuerzas. Estar separada de vos es casi insoportable, saber que no soy yo quien está en vuestra cama y no poder reprocharoslo es un mal suficiente, pero no lo es comparado con saber que no seré quien esté en vuestro corazón.

Leroy suspiró, sorprendido, aliviado, acongojado. Una mezcla de emociones que no sabía cómo procesar. – Valérie… Si he de deciros la verdad, no puedo garantizaros mi amor. Pienso en vos, deseo teneros, y mentiría si dijera que no me importáis. Sin embargo, siento que traiciono a mi esposa si permito que eso progrese. Aún así, ahora sois la madre de mi hijo.

– ¡También soy vuestra esposa! – Respondio ella con rabia. – ¡Esto es lo que no podéis hacer! Lamento vuestra pérdida, pero yo estoy aquí y vuestra difunta esposa no lo está. – Dijo, acercándose a él. – Y yo ansío vuestra presencia, ansío vuestra piel, os deseo con todo lo que soy y para mí no hay una comparación posible. ¡No podéis venir a decir que os negáis a mi por una mujer que ya no está a vuestro lado!

– ¡Ella lo era todo! – Rugió.

– ¿Acaso yo no lo soy? – Respondió ella, lanzándose a sus labios. Leroy correspondió a su beso, mordiendo sus labios, devorando su boca. Tiró de ella para levantarla y la giró, colocándola de cara a la pared mientras ahora mordía y lamía su cuello, sus hombros, a la vez que con una mano sujetaba las suyas y con otra levantaba su vestido acariciando sus pierzas que se erizaban con su tacto.

– ¿Esto es lo que queréis de mi? – Susurró, mordiendo el lóbulo de su oreja mientras hábilmente se deshacía de su pantalón con una sóla mano, dispuesto a penetrar a su esposa. Deslizó su miembro entre sus piernas, que le acogieron como mantequilla. Valérie lanzó un gemido al sentirle dentro de ella. La follaba con fuerza, descargando aquella ira contenida en cada embestida. Leroy no podía contenerse, tenerla tan cerca, poseerla de aquella manera sólo le hacía recordar cuánto deseaba a aquella joven. Olvidando toda delicadeza enredó sus dedos en su cabello y tiró con fuerza hacia atrás a la vez que la embestía con todas sus fuerzas. Val gemía, empujándo sus caderas contra él, ansiosa por recibirle más y más.

– ¡No paréis! – Le suplicaba, cegada por el deseo. Leroy la volteó y ayudándose con el apoyo que le proporcionaba el muro, la levantó en volandas, volviendo a penetrarla mientras con una mano libre liberaba sus pechos, aún más llenos por la preñez para lamerlos. Los generosos senos saltaban con cada una de sus embestidas y cada vez que tenía ocasión, mordía aquellos sensibles e hinchados pezones que prácticamente rogaban ser retorcidos delante de su cara. Valérie se aferraba a su cuello con fuerza, empujándole contra ella y gimiendo cerca de su oído. Leroy pudo sentir cómo su estrecho coño oprimía su miembro en las contracciones del orgasmo mientras su esposa, entre gemidos de placer le susurraba que era suya. La tomó por las caderas y dió unas últimas estocadas, fuertes, profundas, ansiosas, hasta que se dejó ir en su interior, acompañando su orgasmo con un gruñido.

Continuará.

Deja una respuesta 0

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *