Mi primera vez: sexo anal. Dolor y placer a la vez

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El timbre de la puerta me sacó de mi ensimismamiento. Saber que el momento tan esperado había llegado por fin, había colocado mis nervios tan a flor de piel que mi corazón comenzó a palpitar y las manos me empezaron a sudar.

Al llegar al recibidor, me encontré a Ramón. No estaba más tranquilo que yo. Su rostro me recordó al de un estudiante que se presentaba a un examen sin haber estudiado lo suficiente.

Nos saludamos con un escueto y tímido hola, lo cual no ayudó para nada a romper el hielo. Ambos calibrábamos con sumo mimo cualquier gesto hacia el otro, temerosos e inquietos de que cualquier acto mal interpretado pudiera romper la magia del momento.

Como era obvio que si yo no daba el primer paso, él no lo iba a hacer. Opté por meterle mano al paquete de inmediato, ¡el tío traía ya la polla dura como una piedra! Fue apretar aquel hermoso aparato entre mis dedos y de sus labios rebosó un quejido de placer.

Observé su expresión detenidamente: una mueca lujuriosa se dibujó en su labio inferior y en sus ojos se mostró una desmesurada sensualidad. Nuestras miradas se cruzaron y comprendí inmediatamente que él ansiaba tanto aquel momento como yo. Sin pensármelo ni una milésima de segundo, tiré de su mano y lo llevé hacia mi cuarto.

Me adentré en mi dormitorio como quien se adentra en un templo inexplorado: Haciendo alarde de valor, pero con paso vacilante. Era mucho lo que me jugaba; por nada en el mundo quería defraudar las expectativas que Ramón tenía puestas en aquel encuentro.

Ceremonialmente me puse de rodillas ante él y, como si se tratara de una liturgia, fui quitando, uno a uno, todos lo obstáculos que impedían la comunión de mi boca con su nabo. Primero, descorrí la hebilla del cinturón, después la botonadura de los vaqueros. Fue deslizar los pantalones por sus muslos y, cubierto por el blanco algodón de los “slips”, pude ver como el prominente trozo de carne vibraba, incitado ante mi cercana y agitada respiración.

Bajé de golpe la cárcel de tela que oprimía aquella vibrante bestia y ante mis ojos se mostró un monolito repleto de caliente sangre, que parecía pavonearse ante mí de manera provocadora.

Aquel falo reinaba sobre su pelvis del mismo modo que lo hace un mástil en la cubierta de un barco. Lo observé detenidamente por unos segundos, su cabeza era perfecta, unas hinchadas venas se marcaban a lo largo de su tronco, culminando en dos peludas y enormes bolas que se descolgaban presas de la ley de la gravedad.

Lo agarré delicadamente con los dedos y extendí mi lengua provocativamente sobre su glande. Mis ojos, en un acto de lasciva complicidad, buscaron los de Ramón, estos me dieron su conformidad y, sin dudarlo ni un segundo, dejé que aquel cimborio se acoplara entre las paredes de mi cavidad bucal.

Nada más la enorme cabeza de flecha rozó mi campanilla, una sensación de ahogo me invadió e, irremediablemente, unas lágrimas resbalaron por mis mejillas. No obstante, llevaba tanto tiempo aguardando aquel momento, que no desistí y proseguí, con mayor dedicación si cabe, envolviendo con mimos la verga que tenía entre mis labios.

Seguidamente pasé la lengua por entre los pliegues de aquel violáceo capullo, dejando que su aroma empapara mis sentidos. Unos prolongados bufidos me dejaron claro que caminaba por el sendero correcto. Vertiginosamente, volví a introducir aquel cincel de hinchada carne entre mis labios y comencé a mover mi cabeza con fervor. La mamada fue tan frenética que, a los pocos segundos, su uretra respondió con abundante líquido preseminal, el cual mis labios degustaron como si fuera maná caído del cielo.

Mi boca siguió rindiendo pleitesía a aquella hermosa columna, la cual a cada roce de mi lengua se erguía cada vez más. Encomendado como estaba a proporcionarle toda la satisfacción que pudiera, saboreé cada centímetro, hurgué con mi paladar en cada arruga, cada vena de aquella enhiesta verga.

Sentir como la punta de aquel cirio de carne chocaba con la parte exterior de mi garganta, me tenía al borde de éxtasis. De vez en cuando agarraba sus pelotas y las utilizaba de punto de apoyo para que mi ofrenda de placer se completara. Cada vez que hacía aquello, mis ojos lloriqueaban y de la comisura de mis labios rebosaba una mezcla de saliva y precum, que saboreaba golosamente.

Ramón, que hasta el momento simplemente se había limitado a suspirar compulsivamente, agarró mi cabeza y la empujó contra su pelvis. Sentir como sus toscas y fuertes manos se clavaron contra mi cráneo, tal como si quisiera soldar mi boca con su carajo, circunstancia que me puso a más de mil.

Unos intensos instantes más tarde, en un rudo arrebato, quitó aquel delicioso manjar de mi boca.

—¡No, no quiero que hoy sea así! —Su voz no sonaba como una orden, era más bien una plegaria.

Un intenso silencio se fraguó entre los dos, dejando en el aire una petición implícita. Arrodillado ante él, como si estuviera sumido en una oración a su vigorosa masculinidad, lo miré con cara de cordero que va a ser sacrificado a un dios pagano, sabía lo que quería, pero también sabía que no era algo fácil de complacer. Observé aquel erguido cipote, como si intentara calibrar su tamaño. Era perfecta, tan rígida y vigorosa que parecía tallada en mármol, pero ¡también era tremendamente enorme!

—Ramoncito, es que lo tuyo no es una polla… ¡Es mala leche!

—Veintitrés centímetros solo.

—¡Te parecerá poco!… Pero aun así, a mí no me preocupa lo largo, a mí lo que aterroriza es lo ancho.

—¡No ves!, en medir eso no me he entretenido nunca. ¿Tienes un metro? —Dijo con una total frescura y una completa despreocupación por lo inadecuado de sus palabras.

Lo que ocurrió a continuación fue de lo más surrealista. Fui por un metro y, como un sastre que mide los perniles de un pantalón, me agaché ante él para hacer lo propio con su erecta verga.

—¡Pues sí, de largo es eso! Un poquito más de veintitrés… ¡Veamos ahora el ancho! ¡Casi siete centímetros! —Fue dimensionar numéricamente el tamaño de la bestia que tenía ante mí, mi pene se revolvió como una bestia hambrienta dentro de mi calzoncillo y mi ano se expandió como si fuera capaz de respirar.

—Si ves que te voy a hacer daño, ¡lo dejamos! Lo hacemos igual que la otra vez y no pasa nada.

—¡Ok! Lo intentamos y si no se puede, ¡te pego una mamada que no se la va a saltar un guardia!

Lubriqué mi culo a consciencia y le di un profiláctico. Una vez estuvimos debidamente preparados, nos dispusimos a comprobar si mi orificio anal era capaz o no de contener en su interior aquella enorme muestra de virilidad.

El primer intento consistió en tenderme boca arriba sobre la cama, elevando las piernas sobre su pecho, dejando con ello a su pene el camino libre hacia mi agujero. Pero no resultó, no sé si por la inexperiencia de él con esta variedad sexual o porque tenía miedo de hacerme daño, el resultado fue infructuoso. El caso es que su falo se resbalaba y torpemente terminaba chocando contra las sabanas o contra mi perineo.

La postura del perrito tampoco funcionó, pues mis esfínteres no se terminaban de expandir ante el empuje de su reciedumbre. A punto estábamos de darnos por vencido, cuando una maliciosa y perversa idea vino a visitarme.

—¡Siéntate en la cama, por favor! Vamos a ver si así es posible.

Mientras Ramón (a quien la desilusión había dado un par de brochazos en su rostro) hacía lo que yo le había pedido. Busqué algo que tenía en el escondite secreto de mi mesita de noche.

—¿Qué es eso?

—Popper. Sirve para que el cuerpo se relaje plenamente. Lo compré el otro día, por si no había más remedio —Respondí mientras desenvolvía el frasquito del plástico que lo envolvía. Mis palabras estaban cargadas de una seguridad impropia de mí al tocar temas de esa índole. Estaba claro que era mi estado de nervios y mi impulsividad las que hablaban por mí —Si no lo conseguimos con esto, ¡lo tendremos que dar por imposible!

A pesar de que temía que aquella enorme poste me abriera como una naranja, en un inmensurable acto de fe, me puse en cuclillas sobre él, busqué con mi mano su más que esplendido miembro y lo coloqué a las puertas de mi lubricado hoyo. Acto seguido, pegué una tremenda esnifada del contenido del botecito y una oleada de éxtasis acampó por todo mi ser, propiciando que mi cuerpo se relajara plenamente y mi ojete dejara pasar al ancho cipote a través de él. Una vez entró el capullo, el resto se deslizó con una facilidad asombrosa.

Mi mente no sabía discernir qué cantidad de placer era granjeado por la relajante droga y cual, por la prominente masculinidad que se abría paso a través de mi ano. Mi raciocinio dejo de gobernar mi cuerpo y, sin poderlo remediar, me dejaba llevar hacia un precipicio de completa satisfacción. Pude corroborar que la dicha también se asomaba al rostro de mi amigo, quien suspiraba de manera descompensada. Si el cabrón disfrutó de todo aquello la mitad que yo, ¡se lo pasó de puta madre!

A pesar de los efectos relajantes del líquido que había aspirado y de las tremendas ganas que tenía de entregarme por completo a Ramón, no dejaba de ser menos dolorosa la punzante estocada de aquel enorme vergajo invadiendo mis entrañas. Sin embargo, como no quería que mi amigo reconsiderara lo que estábamos haciendo, oculté cualquier expresión de desagrado y mi rostro se volvió en un compendio de muestras de regocijo.

Sensaciones contradictorias me embargaron, el pene de Ramón se adentraba en mis entrañas como si me quemara y ese mismo fuego me proporcionaba la mayor satisfacción que había sentido nunca. Cuanto más se negaba mi cuerpo a ser invadido por aquel cuerpo extraño, más me obcecaba yo en que aquel mástil se adentrara en mi interior. ¿Cuánto tiempo llevaba soñando con aquello? Y ahora que se había hecho realidad, no lo iba a dejar pasar así como así.

Una vez aquella recia estaca se acomodó en mi recto, comencé a deslizar mi ano a lo largo de ella, como si cabalgará sobre un potrillo. Observé concienzudamente el rostro de mi amigo y su expresión se revolvía en muecas de doloroso gozo, como si fuera incapaz de contener todo la dicha que le embargaba. Sumidos en un acto tan tórrido como afectuoso, sucumbí a acercar mis labios a los suyos, suplicándole un beso que no terminaba de llegar y el cual me fue negado con la mayor de las delicadezas.

Consciente de que las muestras de cariño eran algo que no entrarían en aquella cama, vestí mi yo más insensible con su mejor traje de vicio y lo saqué a pasear.

—Si te cansas…¡ough!… de esta…¡uff! postura… ¡mmm!… me lo dices… —Dije si dejar de moverme como si estuviera en un virtual tío vivo.

—Sí, ¡oh!… me gustaría metértela… ¡aah!… a cuatro patas…¡ ufff!

Sin darle tiempo a reaccionar, me levanté de su regazo y me arrodillé sobre la cama, empujé insinuantemente mi trasero hacia atrás. Como si aquel gesto no fuera ya de por sí lo suficientemente clarificador, aparté los cachetes de mis glúteos dejando ver de un modo tan soez, como provocativo mi caliente y dilatado agujero.

—¡Joder tío! ¡Que pedazo de culo! —Las palabras de Ramón denotaba que estaba ya completamente fuera de sí —¡Te la voy a meter hasta los huevos!

Me agarró por la cintura bruscamente y, dejando la delicadeza no sé dónde, me la clavó contundentemente de un solo golpe. En el preciso momento que aquella especie de proyectil se abrió paso entre las paredes de mi ano, sentí como, al mismo tiempo, el dolor y el placer visitaban mis sentidos. De nuevo, una parte de mí me empujaba a expulsar aquel cuerpo extraño, que se introducía sin piedad en mis entrañas y otra, en cambio, deseaba que se quedara a vivir en mi interior por toda la eternidad. ¿Cuánta lujuria es capaz de contener un cuerpo humano? Aquel día descubrí que más de la que uno pueda creer.

Paulatinamente la dañina punzada fue cesando y, poco a poco, las oleadas de satisfacción fueron mis únicas sensaciones. Su cuerpo entraba y salía del mío a un ritmo frenético, percibía como sus huevos chocaban con la parte baja de mi ano, como aquella enorme barra de musculo y sangre agrandaban mis esfínteres cada vez que se rozaba su contorno. De vez en cuando, sus manos se agarraban tenazmente a mi cintura, como si con ello, fuera capaz de prolongar la tremenda follada que me estaba dando.

—Mariano, ¡ufff!, ¡que rico culo tienes caaabrón! Me llevaba folláandote toda la vidaaa… ¡aggg!…, ¡No puedo máaaas!…¡auuh!… ¡Lo sientoooo!

Sentí, en cada uno de los espasmos y contracciones que dio, como su cuerpo sucumbía a la culminación del placer. Percibir como su masculinidad se agitaba en mi interior, me hizo sentir único, como si fuera capaz de tocar el cielo con la punta de los dedos, como si el éxtasis y la gloria se confundieran en una misma cosa. Durante una indefinida porción de tiempo, el mundo pareció detenerse y todo lo que quedaba fuera de mi habitación dejó de existir. No obstante, la realidad terminó por imponerse y mi follamigo saco su miembro viril de mi interior y, con un desdén impropio del momento, se desprendió del ajado preservativo.

—¡Oye! ¡¿Tú no te has corrido?! Ya te pasó la otra vez.

—Sí, pero no te preocupes. Ahora me corro. Aunque me hubiera gustado hacerlo con tu polla dentro.

-Pues lo siento… ¡No te muevas! —Dijo con un deje de solemnidad — No va a ser lo mismo, pero creo que te va a gustar.

Volteé la cabeza un poco y pude ver como impregnaba sus dedos del líquido aguoso que anteriormente yo había usado para dilatarme. Instantes después, los acercó a mi trasero y noté como acariciaba la entrada de mi ano. Repentinamente, sin ninguna ceremonia, me metió dos dedos, los cuales entraron con una pasmosa facilidad. Un tercer dedo se unió a la fiesta y empezó a sacarlos y meterlos de forma frenética, como si de un ritual se tratara.

—¿Te gusta así?

—¡Sí!,…¡off!…, ¡así!…¡así!…¡así!… ¡Aaah!…¡Síííí!

Cuando mi cuerpo derramo todo el placer que acumulaba, me desplomé sobre las sabanas como un muñeco roto. Ramón, mientras aguardaba a que me restableciera, se puso a acariciar mi espalda, con una ternura de la que no había hecho acopió en ningún momento de nuestro duelo sexual.

—¿Te ha gustado? —Preguntó con una timidez impropia de él.

—Sí, ¡muchísimo!… ¿Y a ti?

—¡Una barbaridad! ¿Te he hecho daño? —En su voz se dejó ver un atisbo de culpabilidad.

—Un poco, pero ¡ha merecido la pena!

—¿Sabes? Desde la noche en que me pegaste la mamada en el coche, he pensado ciento de veces como sería penetrarte…

—¿Y qué te ha parecido a toro pasao?

—¡Que habrá que repetir siempre que se pueda!, ¿no? Si no te importa… ¡Claro está! ¡Que el culo es tuyo!… —Dijo poniendo cara de idiota y concluyendo su parrafada con unas cuantas carcajadas.

¿Cuánto tiempo ha pasado desde aquel momento a ahora? Ni seis meses. ¿Qué ha ocurrido desde entonces para que Ramón haya pasado de frivolizar el acto sexual conmigo, a decirme que me quiere? No lo sé, pero es algo que debo averiguar y que él deberá explicarme.

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Hasta la próxima y procurad sed felices

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