Recorriendo las calles lo vi y comenzaron a florecer mis ganas de explorarlo

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Todos tenemos un amor imposible e irresistible. El mío, el de ese entonces, vivía a no más de dos cuadras largas del trabajo de mi madre. Era un chico del salón contiguo en la escuela al que descubrí caminando al regresar con mi madre, y tenía para mí, la mirada y los labios más perfectos.

No hacía mucho que experimentaba los primeros besos, fajes, los primeros flechazos de pasión que comparaba con los turbios amores de las telenovelas que miraban mi abuela y mis tías: fugaces, desatinados, ridículos, dramáticos y los menos cuanto más sinceros, realmente divertidos.

No sabía su nombre, así que permanecía curiosa y tímida a la salida de la escuela, esperándole. Hacía poco caso a mis amigas, que contaban con ansia los últimos chismes de la mañana. Mientras yo, distraída, en cuanto podía distinguir su silueta despedirse de su grupo de amigos y encaminarse a su casa, interrumpía el jolgorio con mis amigas, me despedía abruptamente y corría para seguirle a cierta distancia hasta su casa.

Nunca me atrevía hablarle, ni siquiera cuando después de darse cuenta mis amigas y sus amigos, nos juntaron en una fiesta y nos encerraron casi media hora en un armario. Él ya tenía novia, era la chica más guapa del último salón “la de los ojos de color miel”. Y aunque yo estaba segura, de que podía ofrecerle tanto, sabía que esa no era la forma adecuada, ni modo.

Y al final, qué más daba, si era mi novio o no. Yo podía disfrutarlo a plenitud cada tarde, a cierta distancia, a veces escondida, recorriendo cuadra tras cuadra a pleno rayo del sol siguiéndole de camino a nuestros destinos. Él pateando piedras y ramitas de los camellones, y yo feliz de reflejarme en ese transitar de infancia a la adolescencia, sin mayores pretensiones.

Me divertía mientras él esquivaba la gente que iba por las tortillas y el mandado, paseaba sus perros, o recogía a sus hijas e hijos de la escuela; jugando como con un balón imaginario. En esos momentos todas sus peripecias, eran de alguna forma sólo para mí.

Ambos portábamos mochilas escolares pesadas, llamativas y los uniformes desajustados. Nada hay para para deformar ocultar y fastidiar un cuerpo, como un uniforme escolar. Así que una de mis tareas consistía en intentar adivinar y luego deleitarme con la reconstrucción de su silueta bajo el uniforme. Ahí supe que los traseros redondeados y respingones de los chicos que adoran jugar al futbol podían resultarme de lo más atractivos.

Aún no sabían mis manos cómo acariciarlos, ni podría intuir que tiempo después nalgas así, serían de mis más grandes deleites y en algunos casos, mi perdición.

Así que solo suspiraba y me dejaba llevar por el sopor de la tarde, adivinando el tacto suave de mi mano contra su piel, bajo su camisa, o en su nuca, recorriendo ese corte de pelo que disimulaba los caireles, bajo un peinado que lucía brillante por la cantidad de fijador. Me imaginaba al tacto sus orejas finas, el calor y la suavidad de sus mejillas sonrojadas, sus labios y sus dientes a punto de fundirse en un húmedo beso con los míos.

Nuestro recorrido por las calles de la colonia (o mi entretenida labor voyerista – acosadora) finalizaba cuando, escondida tras algún auto, contemplaba el ritual de su entrada a su casa, con el corazón acelerado en mis oídos, veía a su hermana mayor tan simpática y amorosa, recibirlo con gusto y abrazarlo. Mientras yo, suspirante y taciturna, en mi imaginación casi febril me deseaba junto ellos compartiendo esa escena.

Embelesada y acalorada bajo el sol, al cerrarse esa puerta, me disponía lentamente a avanzar las últimas cuadras, las más penosas, sin su compañía hasta mi destino.

Es por todo eso que no fue impactante, ni violenta la siguiente visión. Fue como ir de una ensoñación a la siguiente. Un tanto disonante, pero extrañamente deleitable.

Las últimas dos cuadras que recorría hasta mi destino, eran sobre la acera lateral de una vía principal, y se tornaban estrepitosas y grises a la sombra de los grandes edificios, que contrastaban con la luminosidad de las calles al interior de la colonia, sus árboles y su tranquilidad.

Todo parecía dentro de lo cotidiano, y luego en un portal abierto uno de sus habitantes se haría presente para mí.

Era un joven que había visto antes en esas calles, pero en quién no reparé antes con atención. Hasta que, casi estando frente a él, con medio cuerpo fuera de su portón, le vi desnudo, tranquilo, y con nula intensión de quitarse de aquella puerta.

No me miró, aunque seguramente me había advertido mucho antes que yo a él. Sus manos recargadas a cada lado de la puerta, y su expresión calma me permitieron cierto margen de exploración que al correr de los segundos, me parecía justa y necesaria.

En realidad, me di cuenta de su desnudez después de mirar sus pies, que ante el contacto con la fría loseta me parecieron vulnerables. Seguí entonces subiendo mi mirada, como buscando compensar esa sensación de frio, en alguna gruesa prenda, más me encontré con un par de muy blancas piernas que destacaban por su vellosidad.

Nunca había visto tanto pelo en un ser humano. En mi familia somos lampiños y morenos, así que el contraste era significativo, digno de atención.

Sus piernas eran delgadas, por lo que sobresalían los huesos de sus rodillas. Más que las de mi padre, que alguna vez sin pudor se paseara desnudo por casa junto a mamá, a mis hermanos y a mí, pues algunos años atrás nos bañábamos juntos en el patio y luego comíamos fruta de temporada con las manos. Y luego crecimos y acordamos otras normas, entre ellas un poco más de prendas en nuestro convivir.

Pero él, era tan blanco, que su piel me cautivó durante los segundos que me dediqué a contemplarle.

Pasé inadvertida por su torso, un par de veces sin advertir que su pene erecto se ubicaba más bien cercano a su ombligo y no, donde yo lo habría creído reposando, en medio de aquel matorral de vello.

Finalmente, ocupando el centro de mi atención lo vi: brillante su glande rosado, las venas marcadas sobre un tronco que parecía levitar con fuerza propia, y sus intermitentes palpitaciones.

Sobra decir que nunca antes había visto un pene erecto de un adulto, con su escroto, sumergido entre los vellos. Aunque cabe decir que ya había sido advertida por mis amigas y primas, de los pervertidos que acechaban desde los autos o que caminando con paso de prisa, y abrían sus pantalones para mostrarles fugazmente un pedazo de carne que frotaban duramente entre las manos, mientras decían cuanta majadería pudieran. Logrando intimidar, asustar, asquear, sentir repulsión y rechazo a la presencia masculina en nuestras cortas vidas.

Más yo me recuerdo envuelta en sensaciones de sorpresa, incredulidad, curiosidad. E incluso puedo reconocer vagamente el deseo de verlo darse la vuelta para poder contemplar sus nalgas, sus brazos y su espalda en esplendor. Yo venía embelesada en mis propios deseos y fantasías de algunos pasos atrás, y ésta imagen sólo contribuía de forma inesperada a abrir un mundo de posibilidades.

Por supuesto que sabía estaba mal que él se mostrase así ante mí. Pero también me sentía cómplice (culpable tal vez), de participar del regalo de su total desnudez en esa pose tan desenfada, como si distraído tomara el fresco mirando al horizonte, sin detenerse siquiera a mirarme. Sin más tensión que su presencia en el borde de su puerta, mientras el estruendo de los autos que circulaban a buena velocidad por la avenida ayudaba a acallar mi sensación de pudor.

Seguí caminando, a paso lento, y poco a poco salí de la ensoñación, identificando en mi cuerpo la nota más clara del deseo en su máximo esplendor: un ligero cosquilleo, una breve punzada en mi entrepierna, bajo la falda a cuadros y los institucionalizados calzones blancos, el hormigueo y las contracciones de mis labios y clítoris que a cada paso percibía más húmedos, lubricados.

Di la vuelta sonrojada e inquieta, para acercarme de nueva cuenta al portón aquel, buscando aquella figura, más el portal ya estaba cerrado.

Y ante la puerta cerrada y la calle vacía, me invadió la sensación de vulnerabilidad. Repentinamente me sentí al acercar mi mano hacia ese portón. Me imaginé, detrás de la puerta cerrada, haciendo cosas que no quisiera hacer… y sin posibilidad de salir. Así que, solté a correr hasta llegar al negocio de mi mamá, para abrazarla.

Claro que pensé en esas imágenes muchas otras veces, más tranquila.

Claro que busqué más de un pretexto para pasar por ahí a distintas horas, curiosa, con el corazón desbocado. Deseando ser invitada nuevamente a participar de ese ritual de desnudez inadvertida.

Quizá atreverme a hacer una pregunta simple:

¿Me dejas tocarlo?

Entonces no había internet.

Pero sí florecían en mí las ganas de explorar, aprender y disfrutarlo.

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