A los 16 años me convertí oficialmente en una zorra, pude follar con el chico que siempre quise y eso fue una gran sorpresa

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A nadie sorprende hoy en día ver a adolescentes zorrear sin importar dónde ni con quién, pero cuando este relato tuvo lugar, las chicas aún teníamos que fingir que vivíamos ajenas al sexo, y que temas como el porno o la masturbación eran cosa solo de chicos. Por eso, lo que os vengo a contar hoy es cómo a los 16 años me convertí oficialmente en una zorra.

Como todos los sábados en aquella época, un grupo de amigos y compañeros de clase nos reunimos en un parque de la ciudad para beber y pasar el rato. Tenía claro mi objetivo esa noche. Borja era un compañero de clase que, si bien no era ni el más guapo, ni el más gracioso, había algo en él que me calentaba nada más entrar al instituto. Nunca lo había visto interesarse por ninguna chica a su alcance por lo que, si no fuera por los típicos comentarios sobre alguna actriz o famosa de turno, hubiese pensado que era totalmente asexual. Yo ya sabía bien cómo calentar a un adolescente, y me resultaba fácil tenerlos toda la semana esperando al sábado para compartir unos cuantos besos y algo de magreo. Pero él era diferente. A pesar de haberme esforzado cada día en clase, nunca parecía captar mis indirectas, o peor aún, parecía ignorarlas por completo. Esta dificultad añadida me desesperaba y calentaba a partes iguales.

Empezamos la fiesta a última hora de la tarde y yo dirigí todo mi arsenal a Borja. Gasté todos los trucos que había ido aprendiendo a base de experiencia, consejos de amigas, cine y revistas para adolescentes. Nada dio resultado. Un par de horas después me di por vencida y me mentalicé de que estaba perdiendo el tiempo con alguien que, por el motivo que fuese, no tenía ningún interés en mí.

Estaba tan metida en mis pensamientos que no vi cómo dos chicos pasaban a mi lado haciendo el imbécil, empujándome a su paso y haciéndome tropezar y tirar mi vaso al suelo por la sorpresa del impacto. Cuando me recuperé del susto, levanté la vista y vi ante mí a Pablo sonriéndome y ofreciéndome su vaso.

Pablo era como un fenómeno imposible de explicar. Entre los chicos era popular y muchos lo imitaban, pero nunca parecía buscar llamar la atención, ni que le importase siquiera, era un líder nato. Si entre los chicos triunfaba, entre nosotras ya era algo digno de estudio. Cada fin de semana estaba con una diferente, pero siempre eran chicas de otros institutos que solo aparecían por la zona para ser su ligue de una noche. A nosotras parecía ni vernos, como si no fuéramos dignas ni de un saludo amistoso. A pesar de este obvio rechazo, aún recuerdo cómo en las discotecas nos esmerábamos en bailar de forma sensual y sacar el culo a su paso, por si en uno de estos roces conseguíamos calentarlo lo suficiente para ser la siguiente de su lista.

Verlo delante de mí, ofreciéndome su vaso con esa sonrisa que presagiaba mucho más que amabilidad por su parte, era lo último que hubiera esperado. Creo que incluso me quedé con la boca abierta unos segundos.

–          No, toma. Bebe de mi vaso.

Esas palabras me devolvieron a la realidad y, al no reconocer la voz por lo confusa que estaba porque alguien se atreviera a tratar de quitarle la chica a Pablo, me giré para encontrarme a escasos centímetros de mi cara a Borja.

No recuerdo la conversación posterior, ni si me molesté siquiera en rechazar a Pablo; lo siguiente que recuerdo es estar sentada en un banco encima de Borja, comiéndonos la boca con ansia y con sus manos bajo mi falda dirigiendo el movimiento de mi culo para rozar una y otra vez la fina tela de mis braguitas contra la bragueta de sus vaqueros. Esto era el espectáculo habitual de cualquier pareja en el grupo de amigos, y lo habitual era prolongar el magreo hasta la hora de retirada, cuando cada uno se iba a su casa y apagaba el calentón a solas en su cama, cuidando de que sus padres no le oyeran gemir. Pero yo esa noche necesitaba más.

Cogí a Borja de la mano y lo llevé a una zona arbolada cerca de allí que nos daría un poco más de intimidad. Nada más entrar y sentirnos lejos de miradas ajenas, nos devoramos de nuevo. Nos besábamos mordiéndonos y gimiendo mientras nuestras manos recorrían todas las partes del cuerpo del otro, apretándolas con desesperación. De pronto, Borja dirigió sus mordiscos a mi cuello y sus manos se concentraron en pellizcar mis pezones a través de la ropa. El cuello siempre ha sido uno de mis puntos débiles y, junto con esos increíbles pellizcos, me tenía dispuesta a cualquier cosa. Siguió su recorrido por mi cuerpo hasta quedarse de rodillas delante de mí, y tras mirarme intensamente a los ojos unos segundos, me bajó las bragas con ambas manos y hundió su cara en mi sexo.

Su lengua recorría mis labios, entrando y saliendo de mí, desesperándome de placer como solo él sabía. Este juego no sé cuánto duró, hacía rato que había perdido la noción del tiempo, y cuando concentró sus besos y el roce de su lengua en mi clítoris para penetrarme brutalmente con dos de sus dedos, olvidé todo a mi alrededor y me dejé llevar. Mis gemidos pasaron a ser prácticamente gritos mientras le agarraba el pelo con fuerza, como si eso fuera lo que me permitiera seguir en pie. Me corrí como nunca lo había hecho. Él se puso en pie sonriendo orgulloso de sí mismo y esta vez fui yo la que me arrodillé para devolverle el orgasmo que acababa de regalarme.

Aquella no era mi primera mamada, era algo a lo que yo ya le había cogido práctica. Liberé por fin su polla del pantalón y le miré sonriendo mientras comenzaba a lubricarla. Él me sujetaba el pelo, como había visto hacer en tantas películas porno, mientras yo iba deslizando mi lengua por todo el duro tronco hasta llegar a la punta, que me introducía en la boca jugando con mi lengua en su glande, para sacármela de la boca y volver a lamer de nuevo toda su extensión. Lo torturé un rato con este juego hasta que noté que su respiración se aceleraba y sus manos agarraban con más fiereza mi pelo. Volví a sonreírle justo antes de metérmela en la boca y empezar un creciente ritmo de vaivén acompañado de una paja con mi mano.

–          ¡EH! ¡Que se la está chupando!

Nos giramos en la dirección de la que provenía la voz y nos encontramos con la mirada de Adrián, el típico “recibe-collejas” de clase, que vio su oportunidad de pasar de abusado a abusador y no la quiso desaprovechar. Supe de inmediato que, si me levantaba y Borja y yo fingíamos estar metiéndonos mano sin más, sería su palabra contra la nuestra y todo se acabaría ahí; y que, de lo contrario, el lunes ya lo sabría todo el mundo y sería oficialmente la Zorra del instituto. Así que seguí. Aceleré el ritmo de la mamada y recibí la corrida de Borja directamente en mi garganta, mientras uno a uno se iban sumando al público nuestros compañeros de fiesta, sin poder creerse lo que estaban viendo.

Nadie se atrevió a comentar nada esa noche, pero el lunes Borja fue recibido entre aplausos y yo viví el primer día de muchos meses con comentarios a mi espalda, bromas y miradas intrigadas por parte de alumnos y profesores, a los que también había llegado el rumor. Pude comprobar que los que más bromas hacían eran los que más lejos estaban de haber recibido/hecho sexo oral y, a base de repetir a unos y otras “Sí, se la chupé, ¿y?”, empecé realmente a vivir y disfrutar el sexo y aprendí a asumir lo que soy. Una zorra.