Akelarre en Carnaval

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El carnaval de Sitges es uno de los más divertidos del país. Eso lo saben miles y miles de catalanes y de gentes de toda España, sur de Francia y de mucho más lejos.

Y lo sabía muy bien Montse, una madurita barcelonesa que estaba revisando las posibilidades de festejos y desmadres varios que podía ofrecer a su alicaída amiga Núria, una bella, atractiva y sexy manresana que había caído en profunda depresión después de su divorcio, acontecido tres meses antes. Montse y Laia, otra amiga egarense (es decir, de Terrassa) se desvivían por animar a la manresana para que recuperara su apego a la vida.

El hecho de no tener hijos parecía muy favorable para que Núria encontrara un nuevo amor, una nueva ilusión, pero las cosas no iban en esa dirección precisamente. Sumida en los más oscuros pensamientos, la divorciada pasaba las noches en blanco y los días en negro, porque negros eran sus pensamientos, su humor, su estado de ánimo.

Núria había adquirido, tras diez años de matrimonio, la sana costumbre de fornicar con su marido, Oriol día sí, día también. Así tenía “ben regat l’hortet”, como solía ella comentar presumida con sus dos antiguas compañeras de la Uni. Hasta que descubrió que Oriol hacía horas extras de jardinería en el “huertecito” de Vilma, una dominicana veinteañera que vendía caramelos en una tienda próxima a la oficina del jardinero infiel. Divorcio fulminante y mudanza de Oriol a un nuevo piso en el otro extremo de Manresa, compartido ahora con la potente mulata que se adueñó así de toda la laboriosa actividad del abogado especializado en la propiedad rústica. Entre tanto, Núria se conformaba con procurarse consuelo con sus deditos, pobre imitación de la potente butifarra de su ex.

Montse marcó el teléfono móvil de Laia y le expuso su idea: Llevarse a Núria a la cabalgata del carnaval de Sitges. Para animarla más, había la posibilidad de disfrazarse las tres. De algo divertido. Ratitas, superheroínas, hadas,.. o brujas. Si, de brujas iba a ser genial. Laia trabajaba en una productora audio visual y tenía relación con algunas empresas de alquiler de ropa y atrezo, así que la idea le pareció perfecta. Sólo faltaba convencer a la compungida y ésta fue la parte más difícil del plan. Hicieron falta más de cincuenta minutos de conversación telefónica, fraccionados en tres llamadas a lo largo de la semana, para que Núria diera su brazo a torcer.

El domingo por la tarde las tres amigas se encontraron en la plaza de Catalunya, donde llegaban los trenes de la línea de Sabadell y de Manresa y donde acudió Montse con su Toyota a recoger a Núria y a Laia. Enfilaron la autopista del Garraf con un ánimo alegre y divertido. Núria no reía con mucha convicción, pero tampoco parecía tan depresiva como de costumbre.

Los vestidos viajaban en el maletero. Laia tenía un amigo en Sitges y éste les había ofrecido su piso para cambiarse. Dejaron el Toyota a las afueras. Era difícil aparcar en el centro en un día como aquel. Cargadas con las bolsas llegaron a la playa de San Sebastián, donde Romualdo, el amigo de Laia ya las esperaba sentado en un banco. Era un gay apuesto y delgado, con el pelo cortísimo, bigotito y barba recortados y una expresión permanente de agradable sorpresa. Era maquillador y estuvo encantado de ayudar a las tres amigas a caracterizarse como tres apuestas brujitas. Él, por su parte, se enfundó un vestido de época rococó lleno de botones, lazos y rematado con una blanca y sedosa peluca.

En el pequeño apartamento de Romu las tres amigas se desnudaron entre risas para ponerse los vestidos de bruja. Montse era la más gordita de las tres y estaba un poco preocupada por cómo le caería el hábito morado y la capa del disfraz. El sujetador asomaba por el escote estropeando el efecto del vestido, así que se planteó prescindir de él. Laia y Núria alabaron las preciosas tetas de su amiga, voluminosas y firmes y la animaron a mostrarlas generosamente a través del escote. “Tot és permés aquesta nit”, decía ilusionado Romualdo.

Núria era bastante más delgada aunque sus pechos no estaban nada mal tampoco. Rubia natural y la más alta, la tristeza de los últimos meses no había hecho apagarse la belleza de sus ojos verde esmeralda ni había marchitado la firmeza de sus nalgas y su vientre.

Laia no era muy alta, ni sus pechos llamaban la atención, pero ninguna podía competir con su belleza. Morena, con ojos negros rasgados, aunque algo miopes, y labios rojos y sensuales era un tipo mediterráneo auténtico. Esto comportaba también que fuera la más peluda de las tres, aunque ella había domesticado el vello con ayuda de la luz pulsada y un montón de cremas. Entre sus ingles una mata negra y espesa invadía muslos y vientre con el consentimiento del marido de Laia que había desarrollado una gran afición a su pelo púbico en los quince años que llevaban juntos.

Laia y Montse sí que eran madres de dos y tres preciosos niños y niñas respectivamente, pero aquella noche serían sus maridos los que se ocuparían de sus hijitos estimados mientras ellas hacían pasar un buen rato a su amiga del alma, rodeadas de gentes de todas partes, disfrazadas de todas las cosas imaginables.

Después de consumir unos cortes de pizza y unas estrellas, se instalaron en una calle estrecha apoyadas en la pared a esperar el paso del desfile. Romu no paraba de saludar y dar besos a diestro y siniestro a la legión de homosexuales que pueblan Sitges todo el año, pero aún más en estas fechas tan señaladas. Al fin se separó de ellas arrastrado de las manos por dos maduritos franceses vestidos de forma similar a él.

Las cervezas iban haciendo efecto y las tres amigas reían y bailaban al son de la música de las lucidas comparsas de sitgetanos y sitgetanas ligeritos de ropa, que ataviados con los disfraces más disparatados y sugerentes, consumían ingentes cantidades de alcohol mezclado con zumos y refrescos. Una carroza de vikingos y vikingas se detuvo unos minutos delante de ellas y un cornudo caballero les ofreció un trago de vodka con limón que fluía por un tubito de plástico desde un inmenso depósito disimulado en la base del escenario de la carroza.

Impresionados por la belleza de las brujas, los supuestos normandos empezaron a intimar con ellas hasta que un par de valkirias los llamaron al orden y la carroza reemprendió la ruta para desconsuelo de las tres amigas, que pronto se animaron de nuevo con la presencia de una horda de antropófagos adictos a la sangría de cava que las rodearon con intención de devorarlas sin dejar de pasarse entre ellos unos pequeños porrones de plástico. El más osado o borracho de la colla regó audazmente el escote de Montse, que se estremeció de frío mientras sus pezones se ponían tiesos como la embocadura del porrón hasta casi perforar la ajustada tela del disfraz. Tras algunos tocamientos y magreos, la banda de salvajes continuó su camino dejando a las tres amigas mojaditas por arriba y por abajo.

Después de nueve carrozas, las chicas decidieron tomar un poco el aire, antes de que los vapores alcohólicos las afectaran negativamente. Así se movieron hacia el paseo marítimo, atestado de gente pero despejado por la zona de la playa, donde pudieron retirarse un rato a descansar de tantas emociones.

Sentadas en la arena, advirtieron la presencia de un hombre sentado sólo en el espigón próximo. Iba disfrazado de algo indefinido, entre vampiro y demonio, con un esmoquin negro de muy buen corte, una capa negra también pero con el forro rojo y una melena oscura peinada hacia atrás que le daba un aire leonino. Su rostro maquillado de blanco, no permitía adivinar su edad. Entre los treinta y los cincuenta. Cuando se puso de pie, las tres amigas entonaron al unísono una exclamación de sorpresa y agrado. Era un hombre alto y con un porte majestuoso. Toda una aparición a las dos de la madrugada en una playa bañada por la luna y con las músicas carnavalescas de telón de fondo a cincuenta metros de distancia.

El individuo caminó en dirección a las tres mujeres provocando algunos codazos y risitas nerviosas. Se paró ante ellas estudiándolas con ojos negros y calientes como el carbón. Habló en español pero con un acento extranjero indefinible, ¿ruso, alemán, noruego?

– Perdonad, pero he de hacer pregunta. ¿Sabéis dónde coger un taxi en pueblo?

Su voz era profunda y hablaba despacio, como midiendo las palabras y el efecto que producían al ser escuchadas.

– No somos de aquí tampoco, dijo Laia agitando su negra cabellera, pero no creo que puedas conseguir transporte hasta que no pase todo el desfile.

– Bien, el hombre se sentó ágilmente delante de las tres amigas en un gesto muy natural. Entonces esperaré.

– ¿Vives aquí en Sitges? Se interesó Montse echando atrás su capote y dejando a la vista sus húmedas tetas pegadas a la tela remojada.

– No. El desconocido no pareció hacer caso de la espléndida visión que se le ofrecía. En urbanización allí arriba. Señalo hacia la montaña próxima, tapada por la silueta de la iglesia. ¿Y vosotras vives aquí?

Siguieron charlando un rato aunque Núria se mantuvo un poco al margen con aire nostálgico. Laia le susurró al oído una admonición. Por Dios, con un tío tan guapo e interesante, cómo podía no hacer caso. Si estaban allí era por ella. Tras unas cuantas frases corteses, el hombre se levantó con la presteza de un felino y se despidió de ellas. Echó a andar y al pasar al lado de Núria se inclinó y le dijo algo al oído. Luego siguió su camino con sus andares elásticos y elegantes.

Las otras dos se precipitaron a interrogar a la afortunada. ¿Qué le había dicho el tío aquel? Núria estaba estupefacta y no podía articular muy bien, pero les explicó que había dicho algo así como que “Hay bellezas que tristeza multiplica”. Oh! Qué cosa tan romántica! Y la animaron a seguir sus pasos y volver a entablar conversación con él, así que las tres salieron a escape en dirección al pueblo.

Claro que allí era imposible distinguir nada. Pasaron una hora mirando las carrozas y buscando al desconocido, hasta que cansadas como burras decidieron ir a sentarse en algún bar y comer alguna cosa para amortiguar los efectos de la explosiva mezcla que bullía en sus vientres amenazadora.

Encontraron un tugurio más o menos decente y se sentaron en una mesa a comer patatas fritas y ganchitos de queso. El local estaba lleno y tuvieron que hacer cola para entrar al lavabo. Sentadas de nuevo, empezaron a cuchichear a gritos sobre el apuesto desconocido. De pronto Montse, que estaba sentada de cara a la puerta del local, abrió los ojos como platos y señaló hacia la entrada. Allí estaba el tipo, con su capa, su melena, su cara pálida y sus ojos profundos. No pareció verlas y se acercó a la barra a pedir una cerveza. Las amigas se miraron alucinadas. ¡Vaya casualidad! Con lo grande que era aquello y con tanta gente…

Iba Montse a levantarse para saludarlo cuando una gótica vampira adolescente se acercó con ebriedad manifiesta al hombre y empezó a estirarle de la capa ofreciéndole un porro a medio consumir tratándole de colega. Él sin embargo no lo aceptó. Dio un sorbo a la cerveza y se giró en dirección al mostrador. La chica le obsequió con un insulto y dos mozalbetes más, vestidos con gruesas botas y cazadoras negras se acercaron a interesarse por la actitud del recién llegado que parecía tratar con desprecio a su coleguita borracha. Hubo un intercambio de palabras breve y uno de los mozos empujó con violencia al de la capa que fue a caer sobre el otro que hizo ademán de sujetarlo.

Las tres amigas no se perdían detalle y lanzaron exclamaciones de alarma y espanto al observar la agresión. Pero aún se espantaron más por lo que ocurrió a continuación. El hombre, atrapado por la espalda por el muchachote, lanzó una rápida y elegante patada que impactó en el centro de los testículos del primer agresor, pisó con el mismo pie al segundo, que le dejó ir con un gemido y se derrumbó manando sangre por la nariz cuando la cabeza del forastero le golpeó en plena cara. Chilló la vampira porrera que se vino con el vaso amenazadora hacia el de la capa, pero éste se apartó hábilmente y lanzó el contenido de su jarra por encima de la cabeza de la muchacha. El líquido helado la dejó tiritando y gimiendo entre sus dos compinches. Sin más el caballero dejó un billete de cinco euros sobre la barra e inició una rápida salida.

Ahora las chicas sí que actuaron con reflejos y se precipitaron tras él con presteza.

Laia actuó como portavoz de las tres y preguntó al tipo si estaba bien. Él la miró con suficiencia y contestó que por supuesto que sí. Sin saber cómo continuar, ofreció al forastero acompañarlo a su casa en el coche de Montse , si quería dar un paseo hasta el campo de rugby, al lado del cual habían aparcado.

Aceptó gustoso con una leve sonrisa. Presionado para dar su nombre cuando ellas se presentaron, dijo llamarse Ángel, bueno, se llamaba de alguna manera que se podía traducir por Ángel en español. Sobre su origen, no hubo forma de sacar nada en claro ya que mencionó provincias y regiones remotas que no supieron ellas circunscribir a algún estado conocido. Por fin Núria se ubicó al lado del sujeto y le dio conversación. Él la miró con algo más de interés y la atrajo hacia sí diciéndole al oído alguna galantería. Montse y Laia se regodearon en su triunfo. ¡Vaya suerte! Un ligue perfecto para disipar las penas.

Por fin subieron al auto y, después de mil vueltas y vericuetos, llegaron a la mansión, que eso era y no chalé o torre, donde residía Ángel.

La casa tenía tres pisos, un amplio jardín y una vista imponente sobre el mar cercano. Mientras aparcaban, Montse comentó con Laia que era mejor no dejar sola a Núria con el supuesto ligue, ya que era casi un desconocido y no se podían fiar de sus intenciones respecto a su amiga. A la cortejada le daba igual en ese momento, ya que estaba alelada mirando y oyendo al hombre de la capa negra y la melena al viento.

Una mujer menuda y nerviosa, de unos cincuenta años, con el pelo cobrizo muy corto y unos enormes aros como pendientes les abrió. No pareció extrañada de que su invitado se presentase acompañado. Recogió la capa del hombre con ademanes de respeto y les hizo pasar a todos al gran salón de la planta baja de la casa. Era una estancia enorme, de techos altos, ya que ocupaba parte del primer piso, y con una escalera y un pasillo corrido que daba a las habitaciones superiores. Las paredes, pintadas de color café con leche, aparecían cuajadas de cuadros, reproducciones, posters y litografías diversas. Hasta diez bellas esculturas se alineaban cerca de los muros. Todas las obras reproducían motivos eróticos de la historia universal del arte. Algunas eran originales de autores contemporáneos, sin duda de gran valor. Escenas de las pinturas negras de Goya ocupaban lugar preeminente bajo la escalera, alrededor de una reproducción a la mitad de tamaño del original del “Éxtasis de Santa Teresa” de Bernini.

Las tres amigas se libraron de sus capas y pasearon embobadas por el salón, deleitándose con tan ecléctica colección. Aunque eran mujeres cultas y podían apreciar la calidad de las obras expuestas, también notaron las tres cómo sus pezones se ponían duros y sus braguitas chapoteaban levemente ante las temáticas tratadas en aquellas imágenes, que iban desde un retrato de un hombre exhibiendo obscenamente sus genitales en “Pintor y modelo”, de Lucian Freud, hasta la impúdica “Danae y la lluvia de oro” de Tiziano.

Se acercó a ellas la que parecía dueña de la casa, la señora del pelo cobrizo, que se presentó como Hortensia y dijo ser, efectivamente, quien residía habitualmente allí.

Sonó la campanilla y una sirvienta de aspecto asiático con un uniforme tipo kimono y que caminaba descalza sobre el parqué, se apresuró a abrir. Era una joven muy atractiva aunque de formas menudas. La puerta se abrió de nuevo para acoger a dos mujeres evidentemente extranjeras. Norteamericanas, se advirtió enseguida por su acento, tejanas para ser más exactos. Conversaron fluidamente en inglés con Ángel, mostrando gran respeto y simpatía, lo que aumentó la curiosidad de las tres catalanas sobre la identidad del caballero. Las recién llegadas eran rubias y gorditas, algo mayores que las tres amigas y vestían con suntuosidad ropas y zapatos de precios prohibitivos, sin que por esto se atisbara en ellas rastro alguno de elegancia. Sus ademanes eran rústicos y poco refinados, sin embargo fueron muy amables presentándose a las tres catalanas y alabando sus disfraces de brujas. “Very appropriate” sentenció la más alta que atendía por Carolyn y se rieron las dos como dos chiquillas traviesas.

En los minutos siguientes continuó sonando la campanilla y la criadita tuvo que afanarse en ir recibiendo a todas las invitadas. Sí, todas. No había ningún hombre allí, excepto el apuesto Ángel que iba de corro en corro repartiendo galanterías y caídas de ojos, sin que a ninguna pareciera importarle tener que compartir las atenciones del galán.

Finalmente se cerró, con trece asistentes, el cupo de participantes en la reunión. La última en llegar fue una negra africana, más oscura que la capas de bruja de los disfraces. Impresionaba por su altura y su volumen corporal. Cada pecho debía pesar tres kilos, por lo menos y el trasero excedía cualquier unidad de medida al uso. Su traje ajustado de vivos colores hacía su presencia todavía más impactante. El resto eran mujeres corrientes, entre los treinta y los cincuenta, mayormente españolas y alguna francesa e italiana.

Hortensia hizo palmas para llamar la atención de todas y comunicó en tres idiomas que la sesión iba a empezar. La sirvienta reapareció acompañada de una especie de gemela un poquito más entrada en carnes, pero con idéntico uniforme y ausencia de calzado. Entre las dos empezaron a encender gruesos velones y fueron apagando las luces, hasta que la semipenumbra reinó en el salón.

Laia, amante de las cosas esotéricas, estaba en su salsa. Sus dos compañeras, algo menos entusiasmadas, le seguían la corriente. Volvieron a salir las dos chinitas, que vistas de cerca eran evidentemente filipinas, empujando un enorme carro de servicio, sobre el que trasportaban una gigantesca jarra para ponche llena de un líquido ambarino muy aromático.

A instancias de Hortensia, las mujeres se descalzaron y se quitaron las ropas más molestas, para acercarse y unir sus manos formando un corro sardanista alrededor del bebedizo. La misma Hortensia tomó un largo bastón encendido y lo acercó a la superficie del líquido, que se inflamó de inmediato con una llamarada anaranjada que sobrecogió a las mujeres. Aquella luz rojiza las iluminaba desde abajo, dando un aire siniestro a la reunión. Empezaron a moverse en círculo de derecha a izquierda, mientras Hortensia entonaba una salmodia monótona y lúgubre en un idioma desconocido.

El fuego menguó hasta extinguirse quedando iluminada la sala únicamente por los cirios. Las sirvientas trajeron tazas para todas las mujeres y repartieron la bebida servida con dos largos cucharones. Bebieron todas a la vez y de un trago apuraron más de la mitad de la ración. Era dulce y deliciosa, aunque al final la boca parecía amargar y un picor intenso penetraba garganta abajo saturando los pulmones, acariciando los senos y deslizándose por el vientre hasta concentrarse entre los muslos.

Con grandes risas, Hortensia y la negra floreada empezaron a desnudarse por completo, siendo imitadas enseguida por las otras asistentes. Laia no vaciló en hacer lo mismo, presa de gran excitación y Núria y Montse le siguieron la corriente. Un misterioso rito se estaba ejecutando allí y parecía conveniente seguir las reglas de la casa, o como diría mi abuela “adonde fueres haz lo que vieres”. Una música rítmica de bongos o timbales se dejó oír sordamente para ir in crescendo después.

Sin bragas ni sujetadores, parecía que Rubens, Velázquez, Boticcelli, Milo Manara i diez artistas más se hubieran puesto de acuerdo para exhibir a sus modelos en un mismo cuadro, que era el que componían aquellas bacantes que bailaban y bebían, riendo y empujándose amistosamente por todo el salón. Las dos chinitas, perdón, filipinas, se habían apuntado al festín con sus bellísimos y estilizados cuerpecitos completamente depilados contorsionándose entre la montaña de carne oscura que era la africana y las dos cochinillas tejanas, que lucían unos grandes y rosados pezones sobre sus rotundas mamas y las piernas sin depilar cubiertas de un vello dorado.

Las catalanas bailaban a ritmo de discoteca, con poca gracia pero con entusiasmo, sobre todo Laia, que tocaba el suelo con su negra melena cada vez que se inclinaba.

Una música de órgano llenó de pronto la estancia, sustituyendo la percusión. Se detuvo la danza y todos los rostros se giraron hacia el fondo del salón. Ángel avanzaba hacia el grupo con la elegancia habitual en él, contoneando las caderas levemente y haciendo bailar entre sus piernas un pene de dimensiones infrecuentes. Aún más llamaba la atención la mata de vello negro que cubría sus piernas, como las de un animal, subiendo hasta el vientre y el pecho, en contraste con su bello rostro lampiño y sus brazos blancos y fibrosos.

La negra avanzó hacia él como polilla atraída por la llama. Cayó de rodillas y tomó el prodigioso falo entre las manos, dirigiéndolo así hacia sus labios y su lengua, que se afanaron a embadurnar la enorme superficie de saliva. Trabajaba con auténtico frenesí, como si le fuera la vida en ello y pronto consiguió, amén de remojar el miembro, que éste se elevara como en un número de magia hasta apuntar al frente.

A pesar de la bebida y de la excitación del momento, Núria retrocedió a la vista de los acontecimientos, pero una mano amiga la retuvo acariciando sus nalgas y adentrándose entre sus piernas por detrás. Sintió unos dedos que manoseaban su vagina húmeda y un aliento cálido en el cuello. Después alguien tomó sus pezones y empezó a morderlos con amorosa saña. Bajando de la nube, reconoció Núria a las dos filipinas que, a instancias de la dueña de la casa, se habían acercado a ella para hacerle más placentera la visita.

Montse i Laia miraban la escena estupefactas, cuando notaron cómo sendas lenguas se aventuraban entre sus glúteos hasta alcanzar los ocultos anos, y dos pares de manos las ceñían por las caderas para acariciar sus vulvas. Antes de poder reaccionar, las dos tejanas les vinieron al encuentro de frente y frotaron sus enormes tetas contra las más modestas de las dos amigas, apabullándolas con unos besos profundos y húmedos que hicieron fundirse las lenguas y la resistencia de las catalanas.

Un bramido desgarrador hizo que se detuviera la recién iniciada orgía. La negrita puesta de cuatro patas, con sus enormes mamas bailando al son que tocaba Ángel, acababa de recibir de golpe en su recto el obsequio de más de la mitad de la polla de éste. A pesar de su motivación, era evidente que estaba sufriendo horrores la pobre. Empezó a negar con la cabeza y a gritar algo incomprensible, en swahili sin duda, pero no le valió la Casa Santa, porque Ángel ya la había fijado bien contra un rincón y, sin ninguna misericordia, fue metiendo y sacando su fantástico instrumento cada vez más hondo, hasta que desapareció, engullido por las tripas de la gorda que ya no tenía fuerzas ni para gritar y lloraba amargamente con la cara entre las manos. Ángel removió velozmente las caderas y anunció con un rugido de león su orgasmo. Durante casi un minuto, las nalgas de la negra parecieron dilatarse al paso de la leche del sátiro. Cuando extrajo su pene medio tieso, diríase que una serpiente surgía del fondo de un pozo. Un chorro de líquido blanco y espeso con grandes manchas rosadas, resbaló entre los muslos ebúrneos de la pobre mujer que yacía medio inconsciente sobre el piso, aunque reflejando su rostro una expresión de infinita felicidad.

Como si nada hubiera pasado, Ángel se ofreció con su tranca inmensa en plena extensión a la concurrencia. Las filipinas se sintieron obligadas a limpiarla utilizando unas servilletas de papel que había sobre el carrito. De rodillas ante él acariciaron delicadamente el miembro hasta dejarlo bien seco. Con firmeza, Ángel tomó las cabecitas por los pelos y las encajó sobre su polla, haciendo que las muchachas la besaran y morrearan a conciencia. Una de las tejanas se acercó provocativa, abriendo las piernas y tumbándose en un sofá delante del tío, que no se lo pensó dos veces, apartó a las asiáticas y se abalanzó sobre la nueva presa largando una embestida que vino a enterrar su pene en la enorme vulva, que no pudo contenerlo como era de esperar. Empezó él a apretar y taladrar, intentando el objetivo imposible de aplastar los huevos contra las nalgas de la mujer. La otra yanqui se afanó a remover las pétreas y peludas nalgas del penetrador y obsequió con una larga y profunda lamida su grieta mientras masajeaba sus cojones con gran energía. La nueva descarga no se hizo esperar, entre aullidos de la afortunada y un rugido sordo que emitía el hombre al correrse.

Para entonces, Laia y Montse habían intimado lo suyo con la italiana y la francesa. No se podían imaginar aquella vertiente lésbica de su sexualidad, pero podía ser una de aquellas cosas que pasan una vez en la vida y después cuesta recordar si fue real o lo soñamos. El caso es que fueron repasando todo el repertorio al uso, empezando por el 69 y terminando con la tijera.

Núria, huérfana de las dos asiáticas se masturbaba a conciencia recostada en un sillón. ¡Por todos los demonios, tenía que conseguir que aquel monstruo se fijara en ella antes de agotar sus reservas seminales! Y eso iba a pasar pronto, porque ya había agarrado por las axilas a la tal Carolyn, levantándola hasta la altura conveniente y hundiendo su insaciable polla en el fondo del rubio coñito tejano mientras sus labios y su lengua se afanaban a succionar y lamer los apetitosos meloncitos.

Las corridas de Ángel no declinaban en potencia y abundancia, al revés, parecía que su vigor y el volumen de semen vertido se incrementaban a cada nuevo asalto.

Al fin se fijó en la ofrecida Núria y se inclinó entre sus piernas obsequiándola con una profunda comida de coño que la llevó al éxtasis. Al fin apunto su incansable polla en la dirección adecuada y se abrió paso entre un mar de fluidos calientes. Núria sintió que se partía en dos, que su útero se ensanchaba y sus intestinos se estrujaban, mientras la vejiga, exprimida por aquel volumen de carne, expulsaba pequeños chorros de orina que empapaban los testículos del macho.

No parecía posible que aquello se alargara ni un minuto más. La polla enhiesta de Ángel desafiaba la física, la química y el sentido común. Y los efectos de la queimada parecían no agotarse nunca, desinhibiendo a las participantes de la fiesta hasta extremos insospechados por ellas. El torbellino de sensaciones se aceleró hasta el vértigo y nuestras tres amigas ya no parecían ser conscientes de nada. Como en un sueño Montse y Laia sintieron sus coños ocupados, bombeados, lamidos y extenuados y no supieron cómo lograron llegar hasta el coche y bajar de nuevo hasta Sitges, que presentaba un aspecto desolado e inhóspito tras la terrible Rua de la Disbauxa.

No sabían qué había pasado con Núria. En un momento dado, el súcubo se eclipsó de la reunión y fue entonces cuando notaron la ausencia de su amiga. Sin fuerzas para investigar y confiando en el buen juicio de la chica decidieron retirarse a descansar y volver a buscarla al día siguiente.

En el piso de Romualdo reinaba el desorden y la promiscuidad. Robespierre dormía abrazado a un pirata del caribe y María Antonieta mostraba sus hinchados testículos y la enrojecida polla mientras un hercúleo verdugo dormitaba abrazado a sus nalgas. Las amigas localizaron un cuartito libre y se derrumbaron literalmente sobre un pringoso colchón.

Al día siguiente tomaron el coche que, mal aparcado, había recibido una multa bien gorda por cortesía del municipio y subieron hacia la mansión. Aquello sí que parecía cosa de brujas. Vueltas y vueltas y no hubo manera de localizar la dichosa casa. El móvil no contestaba y se hacía tarde. Con gran dolor de su corazón iniciaron el regreso, esperando tener noticias al día siguiente.

Pero no fue así. Pasó el día y la semana y nadie, nadie, pudo dar razón del paradero de Núria. Por razones evidentes, las amigas se guardaron mucho de ir a denunciar los hechos a la comisaria de los “Mossos d’esquadra”.

El fin de semana se alargaron hasta Manresa para indagar, pero nada sacaron en claro de sus pesquisas. Sin embargo parecía que Nuria sí que daba alguna señal de vida, ya que un compañero de trabajo pudo explicarles que el martes habían recibido una llamada que avisaba de la indisposición de la mujer. Una conocida de la Caixa que vivía cerca del piso pudo decir que Núria había utilizado sus tarjetas, pero no dio detalles por aquello del secreto bancario.

Y así un día y otro día y un mes y otro mes pasó y un año pasado había y de Nuria no sabían qué demonios le pasó, como hubiera explicado con su relamido verbo el señor Campoamor.

Las dos amigas pudieron averiguar que el piso de Núria fue vendido y el importe ingresado en su cuenta, de donde fue desvaneciéndose con celeridad. En su trabajo la despidieron por ausencia injustificada. Sus amigos y amigas, que no eran muchos, opinaban que había decidido romper con todo y largarse a alguna isla desierta.

Y dos años y medio después, en un viaje a Italia, Montse y Laia recalaron en Venecia y contrataron la típica góndola para visitar el canal. De pronto otra góndola se cruzó en dirección contraria y pudieron vislumbrar por unos segundos la imagen de un tipo alto y pálido con larga melena que se abrazaba impúdico a dos mujeres que le rodeaban con sus brazos. Una era indudablemente caribeña, de piel café con leche y pelo negro y rizado.. y la otra.. bueno. No les quedaron dudas sobre la identidad de la otra. Más gordita, más descocada, más feliz sin duda, Núria navegaba canal arriba abrazada a su infernal destino. No giró la cabeza y por tanto no pudo ver la cara de asombro de sus antiguas amigas.

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