Así fue el encuentro inesperado de una mujer arrogante y sumisa con un hombre que le gustan mandar pero que también es sumiso
DESCUBRIMIENTO DE UNA ARROGANTE SUMISA
Aunque parezca contradictorio que una persona de carácter sumiso, a la vez adopte perfiles de arrogancia en sus maneras; no son una o uno solamente sino muchos, muchísimas y muchísimos, quienes siendo seres dados a la obediencia, no obstante a su condición, y con claridad meridiana, muestran rasgos de altivez en sus comportamientos; ya en su vida profesional y cotidiana o en una cama follando.
Por otra parte, es asunto reconocido por la praxis de los hechos que, desde el fondo del deseo y en observancia de sumisión, cuando se goza el sexo, la tutela de las acciones, de las caricias, de los besos, de meterla o de sacarla, de hablar sucio o hablar engominado… corresponde, por lo común y casi siempre, a quien supuestamente desempeña el papel de resignado/a, pero que, en el núcleo de la historia, es hacedor y es inductora y es ideólogo lo mismo que accionista primera de la empresa.
Digo todo esto, por enrevesado o raro que parezca, para que ustedes vayan haciéndose a la idea de quién es la arrogante sumisa de la que quiero hablarles. De su adorable perversión, de su oculto dominio, y de la llave que utilicé para abrir el cerrojo de su voluntad primero, y luego después el de su coño.
Nuestro encuentro fue azaroso, fortuito y por completo inesperado. Para ella y para mí, para los dos. Ni el lugar ni el momento eran de por sí proclives a nada extraordinario, pues justo es que estoy en una carnicería, son las once de la mañana, y reparo en una clienta que me antecede en turno: «Tío -me digo a mí mismo-, ¿cómo no te diste cuenta antes de la morena que tenías a tu lado?»
La observo desde atrás suya y se le adivina poderío. Fingo que voy a comprobar el precio un excelente solomillo, doy un paso torpe, me rozo a caso hecho con su cuerpo, disculpe no me dí cuenta, no se preocupe, gracias, no ha sido nada; y aprovecho para mirar sus ojos, nos sonreimos amables, ella vuelve a la compra y yo me quedo a su lado, así puedo verla bien cerca y por delante, verifico cómo se entiende con el carnicero y cómo son de adorables sus tetas.
El hombre, como corresponde al arquetipo de su oficio, es fornido y, por su labia y sus manejos, bastante seductor. Por encima del mandil azul, oscurecido de sangre fresca, y sobresaliendo entre su blanca camisa abierta, luce un lindo vello rizado y negro como la endrina, que volvería loca de placer a cualquiera japonesa dispuesta al gozo, pues es sabido el ardor extraordinario con que las mujeres del sol naciente festejan estos atributos masculinos.
Cierto es que, sin ser nipón, yo también lo percibo con gusto disimulado, igual que -sin disimulo alguno- hacen lo propio las demás clientas del establecimiento y, por descontado, ella. Anda, Paco, guapo, déjate de zalamerías y córtame un kilo de chuletitas de cordero. ¡Eso está hecho Carmen! Date cuenta:
Y a cada machetazo que Paco sobre la madera daba descuartizando el costillar del pobre animalito, correspondía un gesto de Carmen, como un destello en sus ojos y en la expresión de su rostro, que a mí me dio la sensación de transmitir evidentes indicios de placer, por causa de lo que estaba viendo.
Sin ser como el Jaimito del chiste, para mí, los gestos suyos, no eran sino indicios racionales de que Carmen se estaba follando al carnicero; y los golpes continuos, a ritmo, quebrando huesos tiernos… para ella serían, estaban siendo a mi parecer, estremecedores pollazos partiéndole de alegría el coño. ¡Coño! Que me empalmé como un soldado.
Otro instante tuve de izar la bandera sin pretenderlo, me sobrevino cuando en un descuido, o tal vez por un ardiz suyo, me ofreció, mejor dicho: a Paco y a mí, el momentazo de meter, entre el estrecho desfiladero de sus pechos, una de sus manos buscando el dinero… y, claro, al no encontrarlo ni a la primera ni a la segunda, sino a la cuarta, sus búsquedas eran descubrimiento de volúmenes perfectos, curvas excitantes, redondas superficies de deliciosa textura, para besar y lamer y acariciar y morder, por el pezón erguido de su cima.
Estaba yo ensimismado en lo mejor de esa anhelosa fantasía, explorador decidido y feliz en su paraiso, y no advertí que, por fin, Carmen había hayado el dinero para pagarle a Paco el kilo de chuletitas de cordero, se las había pagado y vuelto a meter en su sitio la vuelta, incluso las monedas, y luego de recomponerse el sujetador en su debido sitio; no le quedó más remedio que llamar mi atención para sacarme de mi embobamiento.
En efecto, yo me había quedado como la de la maldición bíblica, estatua de sal ansiosa, fija en aquellas augustas tetas, sin querer ni poder ni saber apartar los ojos de ellas; hasta que la propia voz de su dueña y señora me sacó del sueño, diciéndome: ¡Señor! Su turno.
(continuará la próxima semana)