Aura hace que los hombres crean que son dueños de ella, pero en realidad es una puta que se deja llevar a la cama por cualquiera
Luis, alias El Cuervo, tú que demostraste una gran simpatía por el bueno de Fugaz y su aventura con Aura, me gustaría dedicarte éste relato de todo corazón, ¡que lo disfrutes!
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Los truenos sonaban con tanta fuerza que hacían vibrar los cristales de las ventanas, en los que tamborileaba la lluvia y formaba abundantes hilos de agua. En una zona como aquella, era muy frecuente la lluvia y los días desapacibles y fríos aún en verano, pero la temporada de tormentas no solía darse tan pronto en el calendario, pensó el sargento Buenavista. El cabo Fontalta solía decir que era culpa del calentamiento global y él le quitaba la razón diciendo que entonces haría más calor, no más frío. Fuera como fuese, el paseo marítimo estaba casi desierto y la playa no digamos. Las olas se estrellaban con fuerza contra el espigón y el acantilado. Si habitualmente en la comisaría ya había poco trabajo, en días como ese, aún menos. Todo el mundo se quedaba en casita e intentaba conservar el calor y mojarse lo menos posible. La radio que tenía puesta el cabo Fontalta anunciaba previsión de tormenta para los próximos días. Buenavista y Fontalta conversaban en voz baja, pero Arcadio Fugaz, cabo también, ni se unía a la charla, ni prestaba atención. Miraba por la ventana, pensando en Aura.
El cabo y la dueña del chiringuito habían vivido “una aventura de verano”, se podría llamar. La pega es que para Arcadio, había sido mucho más que una aventura y no podía olvidarlo. Aura le había utilizado (odiaba pensar eso, pero era la pura verdad) para macerar un sortilegio, pues era bruja. Sin que él lo supiera, lo introdujo en su mente el año pasado y en éste había pretendido recoger la cosecha del mismo: su esperma, potenciado por el conjuro, que serviría para muchas cosas. Se suponía que cuando le quitase el sortilegio, Arcadio no debería sentir nada, pero sí lo notó. Sabiendo entonces Aura que no podría mentirle, le confesó la verdad. O lo que ella llamaba “verdad”: le había usado para obtener su semen, fuera de ello no le interesaba más. El cabo sabía que lo del sortilegio era cierto, pero no podía creer lo demás. Como decía, él se había acostado con más de una mujer, sabía cómo te trata alguien para quien sólo eres un desahogo y cómo lo hace una persona que siente algo por ti, aunque sólo sea simpatía. Aura siempre había sido amable con él y él bebía los vientos por ella desde hacía mucho; en la intimidad, ella le había mimado. Más allá de cosechar su esperma, le había dado cariño, le había tratado con… le asustaba decir “con amor”, pero sí, se había sentido querido. Y ahora…
Desde que Aura le echó de su lado diciéndole que sólo había sido un colchonazo y que no quería saber nada de él, había cumplido. No había tenido ni oportunidad de volver a hablar con ella, ni tan siquiera de verla, al punto que había tenido que recurrir a pedirle a Fontalta cierta hierba que el cabo tenía en su poder para, en algo muy similar al trance, poder verla en sueños la noche anterior. La joven seguía empecinada en no querer hablarle, pero algo había sucedido mientras él estaba en su cabeza. Algo había asustado muchísimo a Aura y, eso Arcadio lo sabía, su miedo no había sido por ella misma, sino por él. Para silenciarle e intentar echarle, le metió en un potente sueño erótico que le hizo salir del trance al terminar. El bueno de Arcadio no podía dejar de darle vueltas a la cabeza. Aura se escondía de él, y al mismo tiempo, le intentaba proteger. Se negaba a hablar con él, pero no tenía empacho en meterle en una fantasía sexual explícita. ¿Lo había hecho realmente por protegerle, o sólo para librarse de él, para que no la molestase? El no saberlo, y más aún, el no poderlo averiguar, le ponía cada vez de peor humor, y en esas se abrió la puerta, dejando entrar un ventarrón lleno de gotitas de agua, y al jefe Bruno en impermeable.
—¡Brrrrr! – bufó el capitán al entrar en la comisaría, había ido a encargar él el café para todos. Se quitó el impermeable y lo sacudió fuera, y dedicó una sonrisa general. Si Arcadio no hubiera estado tan en babia, se hubiera extrañado por el gesto y hubiera sabido que pasaba algo; no es que el capitán fuera un gruñón, pero verle tan sonriente, era indicio seguro de que ocurría algo grave. – Vaya día pasado por agua, ¿verdad, muchachos?
Sargento y cabo asintieron. Arcadio no pareció aterrizar, y el capitán usó la acción directa:
—Fugaz – el citado respingó y se puso en pie al momento. –. Arcadio, hay algo de lo que tenemos que hablar – El cabo asintió. Supuso que el capitán había vuelto a oler la hierba de Fontalta que él había usado la noche anterior, y se dispuso a ir al despacho, pero el capitán negó con la cabeza –. No, cabo, aquí. Es algo en lo que estamos todos, y en lo que debemos estar todos.
Arcadio miró a sus compañeros y se encontró miradas de ánimo en ellos. Bueno, fuese lo que fuese, no parecía un rapapolvo, y si al fin lo era, entre todos quedaría diluido. Se sentó en el borde de su mesa, y el capitán Bruno, como era su costumbre, no se anduvo con rodeos:
—Arcadio, parece que hay un hombre molestando a Aura – el cabo se alzó como si se hubiera sentado sobre una chincheta –. Buenavista y yo le vimos al hacer la ronda. Ya sabemos que tú y Aura no estáis juntos, pero nos conviene saber si ella te dijo algo sobre quizá algún novio anterior o cosa así. Ese tipo no era del pueblo, y no tenía pinta de ser de los alrededores, pero le hablaba con mucha familiaridad y a ella parecía molestarle, parecía incómoda. No les oímos, sólo les vimos, así que no pudimos sacar mucho en claro, pero que a ella no le caía bien, eso se notaba mucho.
Hagamos honor a la verdad: Arcadio no era lo que se podría llamar “un hombre guapísimo”. Tenía el cabello oscuro y sin brillo, sus rizos eran demasiado flojos para ser un cabello rizado, pero a la vez demasiado rebeldes para tener pelo liso; su rostro era duro, poroso y arrastraba las cicatrices del acné que de adolescente le masacró la piel, de modo que su cara parecía esculpida en cemento basto, y sus ojos castaños eran pequeños. Sin embargo, cuando sonreía todo aquello era pasable, a veces hasta atractivo, pero cuando estaba cabreado, como le pasaba en aquel momento, su cara se ensombrecía como la de un asesino.
—¿Cuándo fue eso? ¿Cómo era ese tipo? – quiso saber el cabo. Masticaba las palabras como si quisiera pagar su rabia mordiendo las sílabas.
—Fue anoche. – dijo Buenavista con voz tranquila. – Y el tipo era calvo, mediría más o menos metro noventa, de complexión…
—Era muy alto, con tipo de modelo y muy guapo – El capitán era más directo y sabía qué quería saber Fugaz. Éste apretó los dientes y sus manos se cerraron en el borde de la mesa con tal fuerza que sus nudillos palidecieron. El capitán Bruno se enorgullecía de conocer a sus hombres; sabía que Buenavista era bueno para darse cuenta de las cosas porque era muy malpensado, pero le costaba empatizar y tratar con las personas; sabía que Fontalta era bueno para tratar con la gente porque era un cándido, pero a veces se pasaba de panfilón. Y sabía que Fugaz era el más frío y tranquilo de sus hombres, mucho más que él mismo. Por eso, el verle tan alterado por más que intentase contenerse, era buena muestra de lo mucho que le importaba Aura, y al capitán le dolió verle así. –. Arcadio, todos conocemos a Aura; el verano que intentaron atracarla, nos enteramos porque el atracador vino a denunciarla a ella, porque vaya si se defendió. Si tiene algún problema, no lo va a decir, pero es nuestro deber averiguarlo y ayudarla, ¿te ha dicho quizá a ti algo?
—No, capitán, no me dijo nada acerca de… de ningún otro – Arcadio tenía la vista fija en la máquina de escribir del escritorio de Fontalta. De pronto, cogió su gorra y el impermeable y se los caló en un segundo –. Pero lo voy a averiguar ahora mismo.
—Voy contigo – dijo el capitán. El cabo intentó negarse, pero el jefe Bruno le hizo mirarle a los ojos. –. Fugaz, estás cabreado, dolido y celoso. No vas a ir así a ningún sitio tú solo. Es una orden. – remató, al ver que el cabo pretendía insistir. El tono no admitía réplica y, mal que le pesase, Fugaz sabía que tenía razón.
Si Aura hubiese sospechado la que se le venía encima, hubiera preferido cerrar el chiringuito, cerrar su casa, empacar sus cuatro cosas y largarse a la otra punta del planeta. Pero lo cierto era que, aunque tuviera ganas de ello, no lo haría. No podía. Su comunidad la necesitaba y lo sabía. Aunque una parte de ellos la tomase por una tía rara, aunque otra parte le tuviesen miedo y aún odio, eran SU comunidad, y su deber era cuidarlos y estar allí para ellos, y no había más que hablar. Pero eso no quitaba que su estado de ánimo no era el mejor aquel día. No sabía dónde se estaba alojando Baelzabud, el demonio con el que tenía aquél trato, pero sí sabía dónde estaba pasando el día: frente a su chiringuito. El demonio, bajo la forma humana que había elegido, se pasaba las horas sentando en la playa bajo la lluvia, dejando que esta recorriese su cuerpo, vestido solo con el blusón del color del mar. Estaba cosechando mucho éxito entre las féminas, pero no era eso lo que molestaba a Aura. Lo que de verdad le hacía arder el pecho, era tener que servirle.
A pesar de la lluvia, había gente paseando por la playa y muchos se sentaban en el chiringuito, toldado y con estufas. A cada rato, Bael se levantaba de la playa y se sentaba en su bar, y empezaba a pedir cosas. A pesar de que César, el chico que estaba allí haciendo trabajo social por orden de un juez, estaba en la barra y le podía atender a la perfección, el demonio exigía que fuese Aura quien lo hiciera. Con su voz, hermosa y grave de un modo casi insultante, empezaba a pedir con deliberada lentitud y cosa por cosa, para tenerla haciendo su antojo todo el tiempo que él quisiera.
—Dame… uf, vaya, hay tanto para escoger… – decía. Y cada vez que Aura daba un paso en dirección a otro cliente mientras pensaba, Bael saltaba – Espera, ya sé… Quiero… un sándwich de jamón y queso – Aura pudo tomar nota del otro pedido y preparó el sándwich. Sirvió primero a los otros clientes y dejó el bocadillo frente a Bael –. Lo quiero cortado en triángulos. Córtalo en triángulos. – dijo.
Aura se cargó de paciencia y lo hizo triángulos.
—No quiero el palillo con la aceituna. Quítalo – Sonrió Bael. Aura apretó los puños, pero quitó el palillo y lo tiró –. Eh, pero sí quería la aceituna – el tonito. Ese maldito tonito de inocencia la estaba quemando de rabia. –. Dame otra aceituna. Aquí. – se señaló la boca.
La joven sacó el tarro de las aceitunas y lo puso junto a él dando un golpe en la barra. Diablo y bruja se miraron retadoramente. Bael miró hacia otro de los clientes, y éste se atragantó de repente. Tosió y tosió, pero no logró echar el bocado que le ahogaba. Sus amigos gritaron, nerviosos, le dieron palmadas en la espalda, César corrió hacia él y le practicó la maniobra Heimlich, pero el bocado no salía y el hombre se ponía azul; Aura le embutió a Bael una aceituna en la boca con tal fuerza que la reventó en su cara. El hombre logró echar el pedazo y respirar. Mientras los presentes aplaudían a César, Bael miraba a Aura con cara de enfado, ¿cómo se había atrevido a mancharle de aceituna y pimiento?
—Eres muy grosera con tus clientes. – masculló mientras se limpiaba.
—Eres muy déspota con quienes te sirven – sonrió ella, de mala gana –. Desde luego, así no convences a nadie para entrar a tu servicio – hizo un imperceptible gesto hacia el grupo de clientes donde estaba el hombre que se atragantó -. La próxima vez, le haré que vomite y me ahorraré tocarte, aunque sea para estamparte una mierda de caballo en la cara. Cosa que mejoraría bastante tu cara.
Aura notó la presión en el hueso de su brazo, pero ésta cedió en el acto, incluso antes de ser dolorosa. Bael estaba molesto, herido en su vanidad. Sabía que había escogido un cuerpo impresionante y un rostro fabuloso; el que Aura lo menospreciase así le escocía en lo más vivo. No obstante, sabía también que estaba en el terreno de la bruja y bajo una forma mortal. Si intentaba hacerle el menor daño, ella se defendería. De momento, se la tenía que tragar, pero Bael no era criatura que dejase ningún desprecio sin contestar.
—Creo que ya no me apetece un sándwich tan asqueroso. – dijo, y empujó el plato con el dorso de la mano hasta que cayó en la arena de la playa.
—Aun así, lo has pedido, y lo tienes que pagar.
—¿Quién dice eso? ¿Tú? – sonrió el demonio, pero la sonrisa se le cortó al momento cuando notó que una mano invisible atenazaba su cuello.
—Se me está acabando la paciencia… – siseó la bruja. –. Paga, lárgate y tengamos la fiesta en paz.
Soltó la presa y oyó a Bael dentro de su cabeza: “¡No puedes hacer esto! ¡Se supone que eres una bruja neutral benigna, no puedes atacar a alguien si no es en defensa propia!”
“Defenderme es lo que estoy haciendo. Pretendes robarme, y has intentado hacerme daño, ¡he notado que me has querido coger del brazo!”
“¡Pero no lo he hecho!”
“En el momento que lo has intentado, puedo defenderme. En el momento que intentas robarme, puedo defenderme. Y que esto te quede claro: me defenderé”.
Por primera vez pensó Bael que, quizá, el haberse presentado bajo forma humana y haberla provocado, no era la decisión más juiciosa que podía haber tomado, pero no lo dejó ver. Y de todas maneras, no se trataba de alguien que aceptase la derrota. Sacó un billete de su calzón, pero en lugar de dárselo a Aura, se lo quedó en la mano.
—Te pagaré. Puedes ver que tengo dinero para hacerlo. Pero lo haré cuando yo lo considere oportuno; yo soy el cliente y siempre tengo razón.
Aura le miró con desprecio y se marchó a seguir despachando. Bael jugueteaba con el billete. No entendía el valor del dinero, pero sabía que para los mortales era importantísimo, y a él no dejaba de parecerle gracioso el enorme interés en aquellos papelitos. No mucho después, pasó Aura con sendos platos, uno en cada mano, y entonces la citó. Con el billete colocado entre los dientes.
—Cógelo – dijo, con los dientes cerrados en torno al billete –. Si no lo coges ahora mismo, entenderé que no lo quieres, y me iré – Aura le taladró con la mirada. –. Vamos, te estoy pagando, cógelo.
La joven hizo ademán de dejar uno de los platos, y Bael se retiró el billete de los dientes. No pensaba pagarla si no era de aquélla humillante forma. Si sólo de ella hubiese dependido, le hubiera dicho que se largara, que invitaba la casa y que se pirara. Pero no podía hacerlo, no podía dejarle ganar. En primera, porque concederle una victoria sería una locura, sería darle alas; Bael sabría que había ciertas partes de su dignidad que ella no querría pisotear y lo aprovecharía al máximo. En segunda porque, literalmente, no podía dejarle ganar. Ella era una bruja y tenía que luchar, tenía que hacer frente a todos los retos y a todos los desafíos. No podías negarte a coger uno, ¿qué clase de bruja eras entonces, si dejabas a tu oponente ganar? Sería como si un médico pretendiese dejar ganar a los virus: no serviría de nada a nadie. Resopló y se acercó al demonio.
El jefe Bruno no había logrado sacarle media palabra a Fugaz durante todo el camino. Enfundado en el impermeable, callado y taciturno, el cabo había caminado junto al capitán, pero sólo en apariencia; en realidad su mente estaba a kilómetros de allí, y todos los esfuerzos del Rubio por atraerla, habían caído en saco roto. Sólo al llegar al bajar las escaleras de la playa, camino del chiringuito, la lluvia escampó y levantó el cabo la vista de sus zapatos, pero lo que vio casi le hizo desear haber seguido mirándolos.
En la barra del chiringuito estaba sentado el tipo que habían visto el capitán y Buenavista; por más que Arcadio no le hubiera visto nunca, su aspecto no dejaba lugar a dudas. Le habían dicho que era muy guapo, pero no había palabras para describir la sensación que daba verle, salvo quizá una: injusticia. Era muy injusto que existiese alguien así, y más aún que ese alguien, pudiese ser tu rival en nada. El desconocido era calvo de una manera que hacía parecer la calvicie algo deseable y lleno de estilo; era alto, de piernas interminables, espalda ancha, estrecho de talle… parecía esculpido por un artista genial. Su misma postura, sus ademanes, todo parecía cuidadosamente estudiado para desprender sensualidad y atractivo. Era imposible mirarle sin establecer una comparación y sentir que la naturaleza, la genética o Dios, no habían estado de tu parte, ni lo estarían jamás. Fugaz sabía que su atractivo era tirando a justito, pero al ver a aquél ejemplar de hombre, se sintió un gusano. Una parte de él quería marcharse de allí. Es más, quería hacerlo de rodillas y arrastrándose, pidiendo perdón por ensuciar la tierra con su indignidad cuando estaba claro que sólo hombres como ese eran dignos de llamarse tales, y marcharse a algún sitio donde nunca nadie más le mirara a la cara. Pero no pudo. El ver la mirada de asco que Aura le dedicaba al extranjero, le hizo seguir adelante. Echó a andar hacia la barra.
A pocos pasos de distancia, vieron lo que sucedía: el tipo tenía un billete entre los dientes, y Aura tenía las manos ocupadas.
—Si no lo coges ahora mismo, entenderé que no lo quieres, y me iré. Vamos, te estoy pagando, cógelo. – los otros clientes de la barra se reían como idiotas. Aura, de mala gana, se arrimó a él, intentando coger el billete por el borde y con los dientes. Estiró los labios hacia atrás, tomó el billete, y apenas lo hizo, Bael la tomó de la cara y la besó en medio de un rugido de rabia, en un gesto que encerraba tan sólo violencia y ansia. Un doble bofetón pringoso, un insulto mascullado y Aura sólo vio un relámpago vestido de azul.
—Cabo Fugaz – llamó el capitán -. Calma. – El aviso era preciso; Arcadio se había lanzado contra el desconocido y le tenía apresado entre su antebrazo y la columna de madera del chiringuito.
Bael y Fugaz se miraban con tal odio que la joven bruja podía sentir las ráfagas de calor eléctrico que desprendían ambos. “Eres tú” pensó el demonio. Sus ojos maliciosos emitieron una chispa, y una diminuta semilla verdosa pasó de su mente a la de Fugaz, y a éste le pareció que alguien le quemaba el pecho con un cigarrillo e hizo un rictus de dolor y odio, pero no soltó la presa. Bael tenía la cara empringada de boquerones en vinagre y aceite de calamares fritos, los dos platos que la joven le había estampanado en la cara cuando la besó, y el antebrazo del cabo en la garganta. Éste estaba colorado de ira, la mandíbula tan apretada que le dolía, y sentía que tenía que tirar de su cabreo como de las riendas de un percherón rabioso. Tenía ganas de matarle, de apretar su antebrazo hasta ahogarle, hasta romperle la nuez, hasta que se le salieran los ojos y sangrara por las órbitas. Sería maravilloso, sería perfecto. Pero su sentido común le frenaba; era un ser humano, era un policía, no podía hacer algo semejante… pero mira la cara de éste malnacido, aún sucio de boquerones y chorreando aceite, sigue siendo guapo, no hay derecho a eso…
—Cabo Fugaz – el tono del capitán era menos sereno. –. Suéltale.
“Aura, haz que me suelte”. Dijo Bael en su cabeza. “Haz que me suelte o le mato aquí mismo”.
—Arcadio. – Aura sabía que no lo haría. Si pudiese hacerlo, no la amenazaría, lo haría directamente, pero sabía que el cabo estaba sufriendo, luchando a la vez contra Bael y contra sí mismo, y le frenó. Le agarró el brazo y sintió la quemazón en la palma de su mano. El cabo ardía de furia y su sangre era puro veneno de celos. – Arcadio. Ya me encargo yo. Pero gracias.
El cabo soltó lentamente la presa. Sólo entonces pareció despertar y darse cuenta de cómo le había agarrado. No sólo había sido el antebrazo en el cuello, era también la otra mano en el estómago y la rodilla en los testículos. Si Bael hubiera intentado atacar, o tan sólo moverse, tenía tres puntos para inutilizar cualquier tentativa en un segundo. No sabía de dónde habría sacado esa llave, pero vaya si sabía de dónde le venía la agresividad. El capitán le fulminó con la mirada, y Fugaz asintió. Se había pasado y lo sabía.
—Señores, el espectáculo ha terminado, aquí no ha pasado nada. – sonrió el jefe Bruno al resto de parroquianos, y luego continuó, en voz baja. – Aura, ¿va todo bien? Nos ha parecido que la actitud del caballero, no ha sido la más correcta contigo, ¿está todo en orden?
—Sí, gracias, capitán, todo está en orden.
—Pero por mi parte, no lo está. – la voz del demonio destilaba orgullo. Se pasó una servilleta de papel por la cara. Estaba impecable, como si nada hubiera pasado. – Este empleado suyo se ha excedido. Quiero presentar una denuncia por agresión.
En otro lugar, y como dos meses más tarde…
Los tacones de Trudy no hacían ruido al recorrer el pasillo camino a su puesto de trabajo, todo el suelo de la oficina y el despacho de su jefe estaba cubierto por una gruesa moqueta de color verde. Gertrudis opinaba que era muy antihigiénico y además una horterada, pero su jefe Zacarías en eso, como en muchas otras cosas, parecía haberse quedado en los ochenta, cuando poner moqueta era sinónimo de lujo y “chic”. Pero hoy, le gustaba eso de que no hiciese ruido, porque así, no delataba su presencia. No es que llegase tarde, al contrario, siempre llegaba con un poco de antelación, pero hoy prefería encontrarse con su jefe lo más tarde posible; mucho se temía que estaría ya enterado de que ella había quedado con su hermano gemelo, Malaquías, y se temía más aún que no le sentaría bien. Dobló la esquina por donde estaban las máquinas expendedoras y pensó “mi gozo en un pozo”. Al final del pasillo, de pie junto a su mesa, estaba Zacarías Figuérez.
“Si me pusiese cara de indignación, o de enfado, esto sería mucho más fácil”, pensó Trudy, y no le faltaba razón. El traficante de porno y dueño del GirlZ, local donde ella trabajaba como su secretaria, llevaba más de medio año intentando acercarse a ella de todas las maneras humanas. Había intentado halagarla con regalos, atraer su atención con sexo, hacerla reír con picardías, ¡hasta se había rociado con un spray de feromonas que le costó un riñón, y sólo atrajo a un montón de gatas en celo! Lo único que había sacado de ella, habían sido negativas, contestaciones y bofetones. Ni siquiera había logrado que ella le tutease. Eso no parecía importarle, él lo seguía intentando siempre con el mismo buen ánimo. Pero hacía apenas una semana, se había presentado su hermano gemelo. Y Trudy había quedado con él la tarde anterior. La mujer había rezado porque su jefe tardase lo más posible en enterarse, pero estaba claro que tarde o temprano lo iba a saber, y era indudable que ya se había enterado. La cara de pena con la que la miraba, lo dejaba bien claro, pero de todos modos, ella sonrió e intentó hacerse de nuevas:
—Buenos días, sr. Figuérez. – saludó. Su jefe la miró con su cara de pastel chafado. Parecía que se fuese a echar a llorar de un momento a otro.
—Trudy… – subía y bajaba las manos, en un intento de expresar su impotencia, su incomprensión de la situación. Finalmente, le salió la pregunta – ¿Por qué?
—¿Por qué, qué? – sabía que era inútil, Zacarías no tenía orgullo, seguiría la conversación por más humillante que para él fuera.
—…No me puedes decir que sea más guapo que yo – se lamentó el empresario – . ¡Somos gemelos! ¡Y es un soso! ¡Es mi hermano, y le quiero, pero es un muermo! ¡Y le conoces desde hace menos de una semana, y has quedado con él…! Yo te lo he estado pidiendo más de medio año… no es justo.
La cara de Zafi era tan triste, y a la vez tan cómica, que Trudy no sabía si reír o llorar. Por un lado, no quería herirle, claro que no. Por otro, es que ponía una cara de desesperación que no había quién se la tragara.
—Señor Figuérez, lo siento mucho, pero mi vida privada, no le incumbe. Fuera del trabajo, quedo con quien quiero. – Se sentó a su mesa y encendió el ordenador. Zacarías la miraba haciendo pucheros.
—Si no digo que no, mujer, puedes quedar con quien quieras, pero… ¿por qué precisamente con ÉL? Si… si… ¡Si es como yo! ¿¡Por qué no te sirvo yo?! ¿Qué tiene él que no tenga yo?
—¡Él no quiere llevarme al catre! – Gertrudis se había propuesto no dejarse ganar por su jefe, pero ya que quería saberlo, ahí lo tenía.
—¿Y eso, te parece una ventaja? – contestó, asombrado.
—¡Es un hombre sensible!
—¡Es un muermo!
—¡Es un hombre interesante, sentido, tierno y amable, encantador… y que no piensa con la minga las veinticuatro horas del día! ¡Su hermano, señor Figuérez, no es ningún muermo, es sólo que hay otras cosas en la vida aparte de dinero, tabaco y folleteo!
Zacarías abrió los brazos.
—¡No lo entiendo! – se lamentó – ¡Y, la verdad, creo que jamás lo entenderé! Durante ocho meses me he desvivido por llamar tu atención, por serte simpático… he debido invitarte a cafés y copas miles de veces, ¡jamás me has aceptado ni un miserable chicle! Te he propuesto salir docenas de veces…
—Sí – Trudy contó con los dedos – ; a locales de strip-tease y lucha libre en el barro…
—Sitios divertidos, con buen ambiente.
—Al cine X…
—¡E-eso es arte y ensayo!
—A un club de sexo libre e intercambio de parejas…
—¡Sólo a mirar!
—¡Y a todos los restaurantes eróticos de la ciudad!
—¡Pura cocina de diseño!
Gertrudis resopló. No tenía caso, pero sabía que su jefe no sólo era tozudo, también le era muy difícil entender las normas de socialización.
—Señor Figuérez, usted no me cae mal. No le tengo rabia, ni nada así. Su hermano no me parece más guapo que usted. Pero sí me gusta más, porque es más cómodo hablar con él. El saber que no piensa en sexo todo el santo día, le hace…
—Un aburrido.
—No. – Trudy torció el morro. – Le hace una persona con la que se puede hablar de todo, no sólo de una cosa, y con quien una se siente a gusto. Con él, estoy relajada. Sé que usted es un pervertido tranquilo y que nunca me ha faltado realmente al respeto – Zacarías alzó las manos y asintió; pervertido sí, pero baboso no. Hasta él tenía su poquito de orgullo. -. Pero me gusta pensar que estoy con una persona que, si me pide que le repita lo que acabo de decir, es sencillamente porque no me ha oído bien. No porque mi voz le ponga.
Zafi puso cara triste, pero una cara triste distinta. Era un semblante entristecido natural y sin afectaciones, ésta sí se la creía, y a Trudy le dio pena. Si se hubiera tratado de Malaquías, le hubiera dado la mano o hasta abrazado. Pero con Zaca no estaba tan loca de intentarlo, le faltaría tiempo para fantasear y no le apetecía nada verle con la tienda de campaña montada. Cuando su jefe habló, a Gertrudis le recorrió un escalofrío por la espalda, ¡su voz era tan parecida a la de Mala…!
—De niños, cuando había algún regalo un poco bueno, algo como ropa de domingo, un juguete caro, o lápices de colores, se lo daban siempre a él – dijo. -. Decían que yo era un destrozón, que a mí no se me podía dar nada bonito, que lo rompía todo. A escondidas, él me prestaba las cosas, pero si nos veían nuestros padres o el cabrito de mi hermano Jero, me lo quitaban y le decían que no me prestase nada, que lo rompería. Lo bueno era siempre para él, y para mí las sobras – la miró con una sonrisa tan triste, que a Trudy le conmovió el corazón -. Ahora se ha vuelto a quedar él con todo lo bueno, pero esta vez, me parece que no va a prestarme nada.
“Al final, me va a hacer que me sienta culpable como una bruja pirula, ¡y sólo por salir con su hermano a tomar un café!”, pensó ella.
—Señor Figuérez, lamento que se sienta así – contestó, y era verdad que lo sentía -. Pero una tampoco puede controlar la atracción que siente. No le digo que esté enamorada de su hermano, por favor, le conozco de hace una semana. Pero sí que me gusta, y es probable que quede más veces con él. Y no me gustaría verle a usted triste, ni menos aún que vayan ustedes dos a regañar por culpa mía.
—Bah, puedes estar tranquila – Zaca sonrió, su voz había cambiado de nuevo, era la voz guasas de siempre, y eso la tranquilizó un tanto -. Es sólo que me da rabia, pero nada más; en cuanto repase los vídeos de las cabinas, se me pasará el disgusto, ¡Alvarito me ha mandado unos cuantos nuevos, que son canela en rama! ¿No querrás verlos conmigo, verdad…?
—Ni de coña. – sonrió ella, y su jefe le devolvió la sonrisa y se metió al despacho. Bueno, podría haber sido peor, al menos no había llorado, ella no se sentía culpable y, había que admitir que Zaca tenía razón: en cuanto pensase un poco en sexo, cualquier posible sentimiento se esfumaría. Le dolía pensar así de él, pero su jefe… no es que careciese de sentimientos, pero sí que los tenía más diluidos de lo que sería normal. Esa era una de las razones, entre muchas otras, por las que Gertrudis siempre se había negado a mantener una relación con él fuera de lo profesional: era muy probable que ella empezara a pensar en la posibilidad de algo más, y que para él sólo fuese un desahogo, ¿qué papel de idiota haría entonces? No, no, “donde tengas la olla, no metas la…”, dice bien el refrán.
Con Malaquías en cambio, era diferente. Él sí demostraba tener sentimientos, y bondadosos. Tanto, que había sido ella misma la que se había frenado la noche anterior, por miedo a lastimarlos. Ahora casi se arrepentía, pensó, traviesa. En aquél momento, su móvil zumbó. Era precisamente un mensaje de él. “Me gustaría mucho quedar de nuevo esta tarde, ¿podrás y querrás?”, decía el texto. Trudy no quería ilusionarse, no tan deprisa, pero su corazón pensó sin ella, ¡claro que podía y quería! Rápidamente contestó que sí, y quedaron para reunirse en el mismo café de ayer. Gertrudis se descubrió fantaseando con besarle, e intentó ponerse freno. “No va a suceder nada de eso”, se dijo, casi severa. “Sólo vamos a quedar y a charlar, eso es todo. Nada más”. Siguió tecleando y trabajando en la hoja de contabilidad. “Pero claro, si nos miramos a los ojos y descubrimos que los dos, tenemos ganas de besarnos, pues… pues tampoco voy a quitar la cara y hacerle la cobra, ¡sería muy maleducado!”.
El jefe Bruno intentaba ser imparcial en todos los casos, pero el hombre que tenía delante le estaba cayendo como una patada en los cojones. Cuando el tío aquél dijo que quería presentar denuncia contra el cabo Fugaz por “haberse excedido en su deber” y le llamó “empleado”, ganas le dieron de decirle que se metiera la lengua en el culo, pero Aura intervino y dijo que si lo hacía, entonces ella iba a presentar denuncia también por acoso sexual. El desconocido se rió y no se bajó del burro, de modo que el jefe Bruno dejó a Arcadio junto a Aura para que le tomase nota de la denuncia y él se llevó al figurín ese. De buena gana hubiera preferido lo contrario, pero sabía que si dejaba al desconocido y a su cabo juntos y solos, no llegarían ni al paseo antes de liarse a puntapiés, de modo que se decidió a cargar con el calvo aquél.
El capitán no estaba acostumbrado a que nadie le mirase de soslayo, ni que le tratasen con condescendencia; todo él se rebelaba contra ello, le hervía el estómago de rabia. Pero algo dentro de sí le frenaba, algo que nunca había sentido, o eso pensaba. Creyó que se trataba de que aquel tipo no era grosero de la forma habitual: no levantaba la voz, no insultaba… todo lo contrario, hablaba con mucha calma y corrección, pero ese tonito de voz, esas palabras, sólo delataban superioridad, un velado insulto.
—Verá, no es la primera vez que alguien intenta atracar el chiringuito o propasarse con esa mujer. Sé que mi cabo ha actuado con exceso, claro que sí, pero movido por una causa noble – había dicho, de camino a la comisaría. -. Si lo piensa, se dará cuenta de que en realidad no ha pasado nada, y quizá quiera reconsiderar su idea de la denuncia.
El calvo le sonrió. Una sonrisa en la que sus ojos oscuros como escarabajos parecieron emitir chispas de feroz alegría. Al jefe Bruno le recordó a un gato que a veces paraba en casa del padre Félix cuando él era sólo un crío, y que en una ocasión trajo un ratón cogido del rabo. El animalillo estaba vivo y el gato se entretuvo jugando con él durante horas, y cuando Bruno intentó quitárselo, le lanzó un bufido que le clavó al suelo. Don Félix le dijo que dejase en paz al gato. El cura se lo decía porque, por cariño que le tuviese al animal, sabía que se trataba de un bicho callejero, asilvestrado, que no dudaría en lanzarse a por el niño si simplemente éste se le acercaba demasiado, pero él entendió (y mucho se temía que el gato también), que d. Félix protegía al gato. El animal tenía exactamente la misma mirada. Una mirada que decía “Inténtalo. Yo no advierto las cosas dos veces”.
—Policía, no se ofenda, pero esto es algo muy desagradable para mí – El tono. Ese tono de falsa educación, y esa manera de dirigirse a él; “policía”… ¡era “capitán”! Pero no fue capaz de corregirle -. Sólo deseo poner mi denuncia y que se me deje en paz cuanto antes. No es necesario que me dé conversación, ni que intente quitarle hierro a la situación. Sé con exactitud lo que quiero hacer, no gaste saliva intentando convencerme para lo contrario.
Y precisamente porque llevaba desde el incidente del gato sin sentir algo así, tardó tanto en reconocerlo. Era miedo.
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—¿Seguro que no prefieres que me quede? – Aura estaba un poco asombrada, pero complacida. Cuando César empezó a trabajar para ella a principio de verano, era un crío violento y consentido, que se hubiera alegrado muchísimo de verla metida en un lío. Ahora, en cambio, la pretendía ayudar – Ese tío no parece recordar que eres tú la que denuncias. Te mira como si fuera él a denunciarte a ti. No tienes por qué aguantárselo.
La mujer sonrió.
—No te preocupes, está de mal humor, pero no es conmigo. – mintió Aura, y le alargó un billete de diez -. Date un paseo y cómprate algo, tienes el día libre. Si las monjas te dicen algo, las mandas a hablar conmigo. Hale.
César tomó el billete y le dio las gracias. Durante aquel verano, y por orden de un juez de menores, vivía en un albergue religioso y trabajaba sin sueldo para restituir la cantidad que había robado. El darse cuenta de lo mucho que costaba ganar dinero le estaba haciendo un bien que, sólo unos meses atrás, él hubiera creído imposible. Aquél era el primer billete que veía desde que le condenaron, y no pensaba protestar, se lo guardó en el pantalón y se marchó de allí.
Aura había cerrado el chiringuito. Para los cuatro gatos que había atendido y que iba a atender en un día tan nublado como aquél, bien se lo podía permitir y así podría hablar con Arcadio sin interrupciones. Éste, sentado dentro del local, la miraba con gesto adusto mientras tamborileaba con el lápiz en el bloc. No quería que sus celos pensasen por él, pero le era muy difícil conseguirlo; por más que hubiera visto a Aura estamparle a aquél tipo los dos platos en la cara, no podía quitarse de la cabeza a ese tío y su insultante belleza. Él no lo sabía, pero aquella semilla verdosa que Bael introdujo en su mente había dado con terreno fértil en su corazón roto. Había florecido un árbol retorcido y nudoso, cuajado de frutos amargos y venenosos. Era un árbol de celos, y cada fruto que se abría le enviaba imágenes de Aura con aquél tipo. Tomándole de la mano, recostándose en su hombro. Besándole la mejilla, en la boca. Ofreciéndole su cuerpo, tomando el de él, revolcándose voluptuosamente, gimiendo en voz alta placeres que sólo él sabía darle, con los ojos en blanco por los intensos orgasmos y murmurándole al oído lo mucho que le quería y le deseaba, lo feliz que le hacía… lo grande que la tenía, el placer que le daba, el gusto que le producía su manera de follarla. Es fácil imaginar que el cabo no estaba precisamente del mejor humor del mundo, y Aura lo sabía, aunque ignorase la situación exacta.
—Bien – se sentó en un taburete, frente a él. Pensó en cómo dirigirse a él, y se dio cuenta de que ninguna manera sería correcta. Podía sentir las ráfagas de indignación que emitía el policía. Si le llamaba “Arcadio”, le diría que no se tomase confianzas, que no tenía por qué tutearle, que le llamase “cabo Fugaz”. Si le llamaba así, le diría que ya le había quedado claro que no quería nada con él, no tenía que ser tan franca de llamarle por el apellido y si es que tenía por costumbre tratar de usted a todos los hombres después de dejar que la comieran el coño… Podía verlo tan claro como en un libro abierto. Fugaz tenía ganas de armarla para desahogarse, y ella tenía que ser cauta. -. Me gustaría hacer la denuncia, por favor.
Arcadio la miró unos segundos con cara de cabreo, pero por fin abrió el bloc y se preparó para tomar nota.
—Nombre y dirección. – ordenó.
—Me llamo Malagruta, Aurora, alias Malagruta, Aura. Hija y nieta de madre soltera, no tengo segundo apellido – podía haberle dicho que eso no necesitaba preguntárselo, que lo sabía de sobra, pero eso le daría el pretexto para saltar que deseaba. Le dijo también su dirección, la del pueblo, y la de de la montaña que usaba en invierno. A preguntas cortas y de contenido mal talante, Aura fue contestando sin intentar congraciarse con él, pero también con educación. Su trabajo, su edad, carecía de teléfono, su estado civil… -. Soltera.
—¿Segura? – comentó. Parecía que le complaciera regodearse en su propio veneno, como quien tiene una herida en la boca y no para de lamerla. Aura no se dejó arrastrar.
—Sí. Segura.
Arcadio apretó el lápiz entre los dedos. En su cabeza, podía ver a Aura rogándole a Bael, suplicándole que se quedara con ella, y a él despreciándola con indiferencia. De haber estado un poco más sereno se hubiera dado cuenta de que aquello era imposible; Aura tenía más orgullo que todo eso, jamás se rebajaría a pedirle algo así a nadie, pero el árbol de celos seguía mandándole imágenes del estilo. Aura a los pies de aquél tipo, deleitándose en ser ignorada y casi maltratada por él, mientras que al bueno de Arcadio le daban por saco por preocuparse por ella y andarle detrás.
—Explíqueme brevemente el caso. – pidió. El tono era cada vez más árido, y Aura empezó a sospechar. Era entendible que estuviese cabreado, pero no que se encolerizase cada vez más. Sabía que el cabo era sensible y podía muy bien darse cuenta si usaba artes mágicas en él, y en ese caso, más valía que estuviese dispuesta a dejarle k.o., porque entonces sí que se iba a cabrear. Pero algo tenía que hacer, no podía dejar que su ira siguiese subiendo sin control. Le miró a los ojos y luchó por encontrar su mirada, pero él pareció centrado en el bloc, y si notó la mirada, no alzó la suya.
—Me encontraba trabajando en mi local, como todos los días – comenzó Aura. Estaba usando Voz para tranquilizarle, muy levemente, para intentar que él no lo notase. -, cuando apareció ese hombre. Se llama Baltasar Zabud, ya le conocía. Mantuve con él una relación hace seis años, y nunca ha superado que yo le dejase a él – recalcó esto último. Notó que el cabo apretaba la mandíbula al escribir el nombre de Bael, casi tanto como apretó el lápiz. Era un milagro que no hubiese atravesado, no ya la hoja, sino el bloc entero, tal como apuñaló el papel. -. Durante todo el tiempo que permaneció en el bar, se obstinó en acaparar mi atención, tiró la comida que le serví sin probarla, y dijo que no pensaba pagarme. Cuando le amenacé con llevarle ante la policía, accedió, pero hizo que me cobrara de aquélla ridícula manera.
Arcadio tomaba nota, pero el árbol de celos le dictaba más que Aura. Pretendía darse el gustazo de hacerle decir que no había base para una denuncia, que era simplemente un baboso comportándose como tal y que era culpa suya por darle pie para ello, pero en el momento de hacerlo, Fugaz levantó la cara y la miró. Los ojos verdes de la joven le atraparon y se quedó sin respiración, como si le hubieran dado un directo en pleno estómago. El árbol le mandó mil imágenes, a cual más explícita, de Aura debajo de Bael, frotándose, restregándose el uno contra el otro en medio de jadeos animales. Pero los ojos de Aura le mandaron otras imágenes muy distintas: Aura sentada sobre él en la playa, dándole calor en la erección mientras él le hacía cosquillas en los muslos y ella emitía su risa cantarina; Aura y él recogiendo leña y ella pretendiendo llevar también la que él había recogido además de la suya; el picotazo de la avispa en el tobillo de la joven, y él curándole la herida. La mirada de intensa gratitud y cariño de ella cuando la cuidó…
—Aura, ¿por qué me haces esto? – apenas le salió la voz. Le parecía que alguien estiraba su corazón como si pretendiese partirlo en dos, y casi lo estaba logrando. La joven le tomó la mano, y el cabo notó que todo se volvía negro.
“Calma. No tengas miedo, yo estoy contigo”. La voz de Aura, y la vio frente a él, tomándole de la mano. Ya no estaban en el chiringuito ni en la playa, sino en una casa muy iluminada, llena de ventanas por las que entraba la luz sonrosada a raudales. Fugaz sabía que no había visto nunca un sitio así, y sin embargo le era tan familiar como su propia casa.
“¿Dónde estamos?” – preguntó.
—En tu propia mente – contestó ella. -. He venido a ella como tú viniste a la mía, era la forma más eficaz de llegar a ti. Es bonita – sonrió. Arcadio se sintió un poco avergonzado, y entendió que ella no se lo tomara a bien aquélla vez que entró en su pensamiento; era muy íntimo. Desperdigados por la habitación había juguetes, libros y muebles, y cada uno de ellos representaba recuerdos y momentos que no estaba preparado para compartir. El mero desorden le hacía sentir incomodidad, y se apresuró a esconder cosas y sacar estanterías para meter en ellas libros y recuerdos que aparecían tirados sin ton ni son. Pero Aura no parecía interesada en ello. Sin soltarle la mano, echó a andar hacia el jardín.
—¿Por qué hay un jardín en mi cerebro? – Aura sonrió.
—Eso deberías saberlo tú; es tu mente. Pero representa una parte de tu personalidad. No concibes la vida sin cosas que crezcan y cambien, que te ofrezcan belleza, comodidad y tranquilidad. Eres una persona a la que no le gusta guardar para sí, sino compartir. Cada planta del jardín, cada elemento del mismo, representa algo valioso para ti. – permaneció pensativa unos segundos y se dio cuenta de que la luz del jardín, estaba quieta en un momento del día: el amanecer. La aurora. Intentó que no se le notara, pero sintió que el calor le subía a las mejillas. Arcadio tenía la cabeza gacha, sabía que ella se había dado cuenta. En un pensamiento reflejo, hizo que la luz cambiara y anocheció de golpe.
—Creo que deberías salir de aquí – dijo él, frío -. A fin de cuentas, tú ya no quieres nada conmigo, ¿realmente tienes derecho a saber tanto de mí?
—No se trata de saber de ti, se trata de ayudarte. Bael te ha hecho algo, y sólo yo puedo saber qué es y arreglarlo – Arcadio iba a protestar, pero Aura señaló hacia el cielo oscuro. -. Mira. Allí no es de noche, hay una tormenta. Acércalo, y veamos de qué se trata.
Fugaz quería negarse, ¿quién era ella para darle órdenes en su propio cerebro? Pero, en el exterior, notó que ella le apretaba con suavidad la mano. Se maldijo a sí mismo, pero sabía que era verdad lo que ella decía: pretendía ayudarle. Acercó aquella zona del horizonte, y apareció el árbol. A Arcadio siempre le habían gustado los árboles, soñaba con árboles con frecuencia y le encantaba que la casa-cuartel estuviese justo al lado del pinar, porque así podía contemplarlo mientras se dormía, y era lo primero que veía por la mañana al despertar, pero éste árbol en concreto no le gustó nada. Lo mirase como lo mirase, era horrible. Desprendía un olor fétido y amargo, como si se tratase de algo descompuesto. El tronco era retorcido, parecía que las estrías de la madera dibujasen ojos entrecerrados y llenos de odio, y los frutos, llenos de espinas, parecían lágrimas. ¿Qué era aquel bicharraco?
—Debí suponerlo. Te ha plantado un árbol de celos.
—¿Quién me ha hecho qué? – preguntó Fugaz.
—Bael. Baltasar – se corrigió ella. -. Él te… él es…
Aura intentó encontrar palabras, una explicación coherente que no la comprometiese, y se dio cuenta de que no existía. El cabo la miraba, inquisitivo. ¿Tenía sentido mentirle, después de que él mismo había estado en su mente, después de que habían compartido cuerpo al hacer el amor, de que se había dado cuenta cuando le retiró el sortilegio que puso a macerar en él? No, no lo tenía. Era mejor ir con la verdad, por más absurda que sonase y más peligrosa que fuese.
—Él también tiene ciertos poderes, como yo – admitió. -. Plantó en ti una semilla de celos, y como estabas dolido, germinó. Cada fruto de ese árbol, te hace ver cosas que te producen más celos y envenenan tu pensamiento, no te deja pensar claramente. Él árbol piensa por ti.
Arcadio fue a rebatirle, él no se creía algo así. Y en ese momento, una semilla reventó, y sus espinas laceraron el cuerpo del Cabo. Aura sólo era una imagen allí, de modo que era insensible, pero en el cielo nocturno vio la secuencia que proyectaba la semilla. Era ella con Bael, hablando y riendo:
—¡Tú sí que eres un hombre de verdad, y no ese estúpido policía de pito pequeño! – decía, acariciando el enorme, grotesco miembro de Baltasar, mientras éste se reía y ambos hablaban de Arcadio y se reían de él. Aura le miró elevando las cejas.
—Fugaz, ¿en serio? – sonrió – ¿De veras vas a creerte eso?
—¿Por qué no? – espetó él – Hace tiempo, creí que teníamos una relación. Luego, pensé que al menos, éramos amigos. Después, pensé que por lo menos, te conocía. Ahora me doy cuenta de que todo era mentira; ni tuvimos una relación, ni éramos amigos, y no te conozco. Te has esforzado mucho en poner barreras, Aura, ¿y sabes qué? Funcionan. Querías mantenerme siempre alejado, querías apartarme de ti y que te dejara en paz, pues enhorabuena, porque lo has logrado.
Aura agachó la cabeza. Por más que el resentimiento hablase por él, sabía cuánta razón tenía el cabo. Ella tenía un trato con Bael, mediante el cual él tenía derecho a todos sus óvulos y a cosecharlos personalmente, es decir: a follarla una vez al mes, ¿qué clase de hombre toleraría algo así? Sabía que no podía tener una relación normal con nadie, y además el amor, en cierta manera, debilitaba a una bruja. Le impedía ocuparse por completo de su aprendizaje y de su comunidad; había tenido una aventura con Arcadio porque era la mejor manera de cosechar su esperma, pero en algún momento de la misma, se había encariñado, y eso no podía consentirlo. En su miedo, y en su intento por romper con él, le había hecho más daño del que quería aceptar y lo peor, es que el cariño seguía ahí, pero la confianza de él se había esfumado, y no iba a ser así de fácil recuperarla. Fugaz tenía motivos para querer creer al árbol, ella no le había demostrado nunca que tuviese razones para no hacerlo. Quería confesárselo todo, descansar en él, pero no podía hacerlo. Eso implicaría ponerle en el punto de mira de… “pero, ¿qué digo?” pensó la mujer “¡Bael ya lo sabe! La reacción que Arcadio ha tenido sólo es de un hombre celoso, hasta un imbécil lo habría notado, pero además al tocarle ha tenido que verlo todo, ¿Por qué le habría puesto un árbol de celos si no? ¡Lo ha hecho para divertirse, el muy cabrón!”
—Arcadio, admito que te he ocultado cosas, y te he mentido en otras, pero ya no tengo necesidad de ello. – sonrió – Tendrás la verdad desnuda.
Fugaz le dedicó una mirada de desconfianza. Él no lo sabía, pero sus ojos estaban empezando a teñirse de verde hasta las escleróticas, debido a los celos.
—Te dije que hace seis años, tuve una relación con Bael. Es verdad. Pero esa relación, es en base a un trato. Compré la vida de una niña a cambio de acostarme con él una vez al mes, mientras dure mi edad fértil. – se concentró en la pequeña, la hija del maestro, y trajo su imagen para Arcadio. Éste sabía que la esposa del mismo había perdido ya dos bebés en el embarazo y estuvo a punto de perder el tercero también. Según se decía en el pueblo, Aura había asistido al parto y había salvado al bebé y a la madre, pero nadie sabía cómo. Los más hablaban de ello sólo en voz baja, y nunca delante de la esposa del maestro, que siempre estaba dispuesta a defender a Aura como una fiera. – En brujería, es lo que se llama un trato gris, o un trato caótico benigno; implica que haces algo que sabes que está mal, como es pactar con una entidad maligna, a cambio de conseguir algo que es bueno, como es salvar la vida de una madre y su bebé nonato.
Arcadio no sabía cómo sentirse. El verde de sus ojos latía, aumentando y decreciendo a olas. ¿Era posible?
—¿Cómo sé que no me estás mintiendo? – preguntó. – ¿Y por qué no me dijiste esto antes?
—Yo no podía confiarme a nadie, hacerlo hubiera sido arriesgar la vida de esa persona. Bael es muy poderoso, mucho más que yo. Siempre ha buscado la manera de reclutarme para él y llevarme al caos; de haber sabido que yo tenía una debilidad, te hubiese utilizado para ello. No le hubiese importado herirte, maltratarte… o matarte. Yo intenté protegerte de él, por eso te alejaba de mí – no fue capaz de mirarle a los ojos y notó que su imagen se sonrojaba como su rostro físico cuando admitió la verdad -. Pero me importas. Siempre me has importado, ¿habría intentado protegerte si no? Si me diera igual lo que pensaras, ¿no hubiera sido más fácil decirte que había otra persona, aprovechar la presencia de Bael aquí para fingirlo? ¿Estaría ahora aquí intentando convencerte si me dieras igual?
—Eso puedes estar haciéndolo sólo para que curse la denuncia. – adujo Fugaz.
—Arcadio, estoy en tu mente y soy una bruja. Tengo medios para obligarte a hacer lo que me plazca, y lo sabes. No estoy aquí por eso, sino por ese maldito árbol que te está destrozando. Y tú le dejas hacerlo porque ese veneno te facilita odiarme – había tristeza en su voz. -. Antes, no hubieras sido capaz de ello. Podías enfadarte, sentirte triste o cabrearte, pero no podías odiarme.
—Antes, era un estúpido que pensaba que cierta persona me quería – la suya estaba llena de rencor. -. O al menos, me veía como a un hombre, y no como a un sujeto de experimentación en el que pones a macerar tus sortilegios y después usas su esperma. Me has utilizado demasiadas veces, Aura. Éste árbol será doloroso, pero no es cierto que me impida pensar con claridad. Es al contrario, me hace verte como eres. Eso no te gusta, claro que no, ahora ya no puedes manipular al cabo tontito que siempre hace lo que tú quieres, pero a mí me es muy útil para ver la realidad, y ahí se va a quedar.
¡Cuánta razón había en las palabras de Arcadio! Mucha, por más que a Aura le pesase. Si le hubiera tratado con más sinceridad, si le hubiese tenido más en cuenta, ahora él no se embanastaría detrás de los celos y tendría más confianza en ella. Pero ella no era bruja precisamente porque se limitase a aceptar las cosas tal como venían y a agachar la cabeza sin replicar. Por más que buena parte de la razón estuviese a favor del cabo, ella sabía que no podía dejar ese árbol ahí; acabaría envenenando a Fugaz, impidiéndole llevar una vida normal y menos una relación, porque siempre estaría insatisfecho y envidioso de todo el mundo.
—No me dejas otra opción – dijo la bruja, y extendió la mano hacia el árbol.
—¡No! – protestó Fugaz, pero ella no llegó a tocarlo, tan sólo tendió la mano. Sin embargo, de pronto volvió la aurora, y el jardín donde se encontraban, floreció de forma extraordinaria. De cada planta, de cada flor, salía una imagen de Aura, y todas ellas se dirigían hacía el cabo, sonrientes y desnudas. – ¿Qué has hecho? ¡¿Qué has hecho?!
—Yo no he hecho nada, esto lo haces todo tú. Estamos en tu mente, ¿recuerdas? – sonrió Aura. El resto de imágenes rodearon al cabo y empezaron a abrazarle, a besarle. Una le tomaba la mano y la llevaba a su rostro, otra le besaba la cara, otra le abrazaba por detrás y le hacía arrumacos, la de más allá le miraba con ternura, y todas intentaban tocarle y hacerle mimos. – Sólo he bajado un poco las inhibiciones.
—Basta… ¡quietas, he dicho! ¡Fuera! – el cabo intentaba deshacerse de todas las imágenes de Aura que le asediaban y no dejaban de reír, pero ellas seguían intentando abrazarle – ¿Qué dices que me has hecho?
—He bajado las inhibiciones. Esto, es lo que piensas realmente cuando no estás inhibido por tu educación, tus prejuicios… o tus celos. Y si las bajo un poco más…
A Arcadio no le dio tiempo a protestar. El cielo se volvió más rosado, y aparecieron más imágenes, pero esta vez suyas. Las imágenes de Aura chillaron llenas de alborozo y echaron a correr hacia las imágenes del cabo. Cada Arcadio se abrazó a una Aura, y algunas parejas se tomaron de la mano o del bracete, o de los hombros, y echaron a pasear. Otras, empezaron a besarse o se lanzaron a jugar, y algunas otras se acomodaron en el césped del jardín y empezaron otro tipo de juegos. Aquello iba directo al hipotálamo, y Arcadio sintió el hormigueo cosquilleante que anunciaba su erección, pero no pudo sentir vergüenza, sólo placer y deseo.
—Fugaz, tú sientes algo por mí, y es algo que te gusta, no puedes negarlo. Sentirlo te hace feliz – Aura vio a sus imágenes desperdigadas por el jardín, haciendo el amor con Arcadio en mil posturas distintas, y sonrió -. Y a mí también. Me gusta estar contigo, me dolió hacerte daño, y mi miedo a lo que sentía por ti, o a lo que podía sucederte si estabas conmigo, motivó muchas cosas desagradables. No debí permitir que ocurriese, y no sucederá más. No necesitas un árbol de celos para verme como soy, Arcadio. Ni siquiera necesitas entrar en mi mente para eso. Sólo necesitas volver a confiar en mí.
El cabo miró hacia el árbol y casi suplicó ayuda, ya se había sentido bastante idiota, ya había sufrido bastante por ella, deseaba poder odiarla para olvidar. Pero su mente desinhibida sólo le hizo recordar cuánto había deseado que Aura se sincerase con él, y la alegría que sentía porque al fin lo hubiera hecho. Miró a su alrededor: mirase donde mirase, sólo veía a otros Arcadios siendo felices debajo de otras tantas Auras. Uno de ellos, sentado en el césped con su Aura acomodada frente a él, le miró sonriendo y le asintió con la cabeza en gesto cómplice. Fugaz se supo perdido y, cuando miró a Aura y vio sus ojos emocionados, su brazo pensó por él. Atenazó a la mujer contra su pecho y sintió en él un calor maravilloso. Aura le devolvió el abrazo, y dejó que las inhibiciones subieran de nuevo. Las imágenes se fundieron y volvió la noche; Fugaz sintió el latigazo de los celos acosándole otra vez y quiso apartarla de un empujón. Pero se vio reflejado en unos ojos sedientos de cariño y recordó la sensación de felicidad, y no pudo rechazarla.
—Al diablo con todo. – masculló, y la besó con fuerza, ¡qué delicia! ¡Qué sensación tan dulce y cálida! Se sintió embriagado y su hombría pareció vibrar de gusto.
Aura y Fugaz abrieron los ojos. Estaban en el chiringuito, sentados el uno frente a la otra en sendos taburetes y tomados de la mano, pero estaban colorados y jadeaban, como si hubieran estado corriendo. O como si hubieran acabado de correrse. Por un momento, Aura tuvo miedo de que, fuera de su mente, Fugaz se arrepintiera, pero apenas si llegó a pensarlo; el cabo se alzó y la apretó contra él, y ella le abrazó a su vez, en medio de un suspiro. Arcadio se separó el milímetro justo para buscar su boca y besarla.
—¡Hmmm…! – Aura no pudo evitarlo, el gemido se le escapó del centro del alma. La lengua de Arcadio, a diferencia de otras veces, no pidió paso, sino que franqueó su boca con decisión, y la bruja la recibió con caricias húmedas. Las manos del hombre se metieron bajo su blusa y recorrieron su espalda hasta el cierre del sostén, que soltaron de inmediato. Aura abrió los ojos, dándose cuenta de qué pretendía el cabo, e intentó protestar. – No… A-Arcadio, aquí no…
Pero Fugaz emitió una risita baja mientras le besaba el cuello y su mano derecha se paseaba a placer entre sus tetas. El chiringuito estaba cerrado, nadie les vería, ¡pero ahí, en pleno día…! Fue vagamente consciente de que Arcadio se agachaba y le acariciaba los muslos y el culo, ¡qué calientes tenía las manos! Cada caricia la hacía flotar, estaba inundada de deseo, ¡era feliz! ¡Casi por primera vez era feliz en pleno entre los brazos de un hombre! Por primera vez no había secretos, no había subterfugios, ni disimulos. Ni tratos. Sólo había cariño y deseo mutuos, sólo había – Aura tembló como una hoja al pensarlo – amor. Apretó la cabeza de Arcadio contra su vientre, y él la abrazó por la cintura primero, y enseguida por las nalgas, ¡qué suave era su piel! Besó su vientre y la tomó de las manos y, a besos, intentó que ella se inclinara, se arrodillara también. Aura se dejó vencer; se agachó para besarle y se sentó en el suelo, frente a él. Se quitó la blusa por la cabeza, junto con el sostén suelto, y a Fugaz se le escapó un gemido al ver sus tetas, y la abrazó, tumbándose ambos en el suelo de madera del local.
Aura le abrazó con las piernas y le desabrochó la camisa sin dejar de besarle. Llevaba camiseta de tirantes y eso la hizo reír, ¡era sin duda la prenda menos erótica del mundo! Y menos aún tal como la llevaba Arcadio que, para evitar que se saliera o que pudiese coger frío en los riñones, se la metía por dentro de los calzoncillos, aquellos sosos slips blancos, para sujetarla con la cinturilla. Sin embargo, a pesar de lo rancio de aquellas ropas, Aura sintió que se volvía loca de deseo; puede que fuese el niño mimadito de su mamá, el pequeño acostumbrado a detalles como aquél por ser el niño enfermizo que siempre lo cogió todo, que fuese parado e inseguro y un humilde policía paleto… pero era SUYO. Desde los pies a los rizos, era suyo. El cabo tenía los pezones erectos bajo la camiseta y una erección que amenazaba con hacerle estallar la cremallera del pantalón. Aura se alzó y le tomó del cinturón. Sin dejar de besarle, le desató el pantalón y lo bajó con los gallumbos. Arcadio hizo ademán de tumbarla de nuevo, pero ella le frenó. Se agachó y se metió su polla en la boca.
—¡Oooh…! – Fugaz apretó los dientes, ¡qué delicioso calor húmedo! Las rodillas le temblaron y se sentó, o se cayó de culo en el suelo. El placer le agarraba desde los tobillos a los hombros y le hacía estremecerse y sonreír. La boca de su compañera, plena de suave humedad, se deslizaba por su polla. Lamía su glande y succionaba lentamente de él, en una caricia dulce y ardiente, para enseguida bajar por todo el tronco, dejándole llegar hasta la garganta, ¡notaba cómo se curvaba! Oooooh… ¿cómo lo conseguía? ¡Dios, era increíble! ¡Celestial!
Aura tomaba aire al subir y aguantaba la respiración al bajar, albergándole por completo. Notaba sus mejillas coloradas como brasas y las lágrimas se le saltaban del esfuerzo, pero continuó. Sabía que le daba un gran placer, y quería seguir ofreciéndoselo. Quería hacerle llegar al cielo. En otras circunstancias, quizá el cabo hubiera protestado, hubiera dicho que aquéllo era ser egoísta y que prefería que gozasen juntos, pero sabía que ella lo estaba haciendo por amor (qué bien sonabaaaaah… Señor, qué bien sonaba), y se dejó hacer. Y además, qué demonio, era demasiado delicioso para pedirle que parara.
La joven bruja sonrió, y el aire que escapó de su nariz cosquilleó el bajo vientre de Fugaz. Al mirar hacia abajo, las miradas de ambos se encontraron. Arcadio sudaba, respiraba a golpes, con la camisa abierta y la camiseta subida casi hasta el pecho. Aura tenía los ojos brillantes de lujuria, con las tetas bamboleándose, arrodillada entre sus piernas y con su miembro en la boca. Lo sacó un momento para lamer el frenillo velozmente, y las caderas de Arcadio dieron un salto, ¡qué quemazón… tan exquisita!
—Sigue, sigue… – suplicó, asintiendo con la cabeza. Aura le rodeó el glande con la lengua, jugó con él y de nuevo lo metió en su boca, saboreándolo, haciéndolo bailar con su lengua, moviéndolo de mejilla a mejilla, como un gran caramelo. Los gemidos de su compañero ya no se podían disimular, y los golpes de su estómago al respirar eran tan rápidos que casi no se distinguían. Sus muslos se ponían tensos y sus puños se apretaban. Ella bajó de golpe y Arcadio se estremeció entre el abrazo de sus labios, tembló e intentó contener el grito que pretendía escapar de su pecho y salió apenas un gañido. El placer le reventó en la base de la polla y le tembló por todo el cuerpo, haciendo dar golpes a sus riñones, haciendo que su ano se contrajera en espasmos de dulzura que ayudaban a expulsar la poderosa descarga de esperma que Aura tragó. Olas de gustito le calmaban y le dejaban en la gloria, con una deliciosa sensación de bienestar recorriendo su cuerpo, mientras aún su polla palpitaba y le mandaba un nuevo placer a cada temblor. Su boca abierta tomaba aire a bocanadas. Un nuevo gemido se le escapó cuando, en un sonido de succión, Aura dejó al fin libre su miembro y le dio besitos suaves en él, en los testículos, en el vientre. Con esfuerzo, Arcadio se apoyó en los codos y la miró. “Mi chica”, pensó, y sonrió. Le tendió una mano perezosa – Ven aquí.
Aura gateó hacia él y se tendió sobre su pecho. Creyó que el cabo sólo querría abrazarla, pero la besó. El que ella hubiera acabado de tragarse su semen le tenía completamente sin cuidado, y ella no puso pegas, se dejó querer. Mientras Arcadio la abrazaba con una mano, con otra le acarició un pecho. La piel de la joven era tan suave y caliente… no podía dejar de tocarla. Podía sentir la feminidad de su chica muy cerca de su polla. Aún con las bragas puestas, la notaba húmeda y caliente. Quería satisfacerla, por más que estuviera a punto de dormirse, quería darle placer. Aura lo sabía. Y se alzó un poquito, lo justo para meterle un pezón en la boca.
—-¡Mmmmmh…! – Arcadio sonrió el gemido, encantado. Succionó, y sintió cómo el travieso pezón de Aura se ponía duro entre sus labios. La joven rió y traspasó aquélla sensación a la polla de su compañero, que de inmediato empezó a animarse de nuevo. Arcadio se dio cuenta, y miró a Aura, pero no con reconvención, sino con picardía, ¡le encantaba pensar que iban a poder hacerlo! Las manos del cabo se perdieron bajo la falda pareo de su chica, apretaron los muslos y encontraron las bragas húmedas. Simplemente las hizo a un lado y empezó a tantear. Haaaaaaaaah… la punta de su polla acariciaba la rajita, aquella entrada tan caliente y mojadita…
—Espera… – susurró Aura, y ella misma llevó su mano a la polla de Arcadio y la orientó. La colocó exactamente en el agujero. Cuando habló, su voz era un gemido suplicante – Ah… ahí.
Arcadio sonrió, travieso, y movió las caderas en círculos, acariciando sin entrar. Aura cerró los ojos de excitación e intentó alzarse para ensartarse ella misma, pero el cabo la abrazó contra su pecho y no se lo permitió. ¡Qué tortura! ¡Qué dulce, dulcísima tortura! Su glande picaba y cosquilleaba. Aura se sentía enloquecer de excitación, le ardía el coño; cada caricia era un suplicio de cosquillas y calor, le gustaba, ¡pero no bastaba! Movía inútilmente las caderas, pero no conseguía hacerle entrar. Estaba tan mojada que parte de su humedad goteaba por la verga de su compañero, produciendo también en él un sufrimiento delicioso.
—Por favoooor… – suplicó Aura – Por favor, dámelo… – Arcadio se rió en voz baja, gimiendo de deseo, pero aguantando como una mula. La joven bruja le mordió levemente el lóbulo de la oreja y susurró – Quiero tu polla. Por favor, dame tu pollaaa…
Fugaz puso los ojos en blanco y no aguantó más; embistió, de modo que la última palabra fue más bien “pollaAAAAAH…”. Sólo el glande se metió dentro de Aura, pero fue suficiente para hacerles ver las estrellas de placer. La sensible entrada del sexo de la joven recibió aquella atención con verdadera gratitud, e hizo que su dueña dejase escapar una sonrisa boba y pusiese los ojos en blanco de gozo. Arcadio tuvo que cerrarlos y pensar en cucarachas en un intento de no terminar demasiado pronto, ¡qué placeeeeeeeeer…!
Aura y Fugaz se besaron en medio de suspiros derrotados, y él empezó a embestir, pero antes de la tercera arremetida, ella ya se había alzado y le cabalgaba a su gusto. Apoyada en el pecho de su amante, la bruja se deleitaba en la felicidad de sentirse llena, de disfrutar de los inenarrables goces que aquél tronco tórrido le proporcionaba al acariciar su intimidad. La llenaba de placeres cálidos y picantes. Cada vez que lo hundía dentro de ella, le parecía volar, todo su cuerpo vibraba en una caricia infinita. Arcadio se alzó a su vez, y ella le rodeó con las piernas. Sentados la una sobre el otro, el cabo se dio cuenta que estaban exactamente en la misma postura que aquélla imagen que él había visto en su cabeza, aquél Arcadio que le sonrió con complicidad, y no pudo evitar sonreír él también. Mientras sus sexos chapoteaban, mientras ambos se movían y frotaban, mientras se abrazaban y se dedicaban mil caricias, sus bocas empezaron a jugar dándose un beso aquí y otro allí, aleteando con la lengua en los labios del otro, jugueteando con ellas, y al fin besándose con ansia, en un frenesí húmedo. Aura notó el tremendo gusto que crecía en su interior, un cosquilleo dulcísimo que amenazaba con explotar de un momento a otro, y su carita de desamparo destrozó el corazón del cabo. Fue una sensación rara, pero de alivio, como el tener una espina clavada en un pie y conseguir al fin sacarla; así lo sintió Arcadio y supo qué era: el árbol de celos que había en su corazón había sido desarraigado y expulsado. La alegría le hizo acelerar, y Aura se le estremeció entre los brazos.
—No puedo… no puedo más… ¡no aguanto máaaaaaaaaaaaaas! – Aura luchó por conservar los ojos abiertos, y Fugaz vio su cara, colorada como una cereza, poner todas las expresiones de abandono del placer; sus ojos se abrieron desmesuradamente, se pusieron en blanco y una gran sonrisa apareció en su rostro mientras temblaba sobre él, sus piernas crispadas a su espalda… su coño palpitando y tirando de él. No pudo frenarse, embistió, y sólo dos o tres empujones más tarde, se derramó de nuevo dentro de ella.
—¡Mi chica! – gritó sin pensar en nada, el que pudieran oírles le importaba tres cojones – ¡Aura! ¡Mi chica! ¡Mi chicaaaaaaaaaaa…! – Aura le cubrió la cara de besos y sintió la dulce descarga inundar su coño, caliente y espesa. Escocía un poco, pero era un escozor grato. Ambos se abrazaron y se estrecharon mutuamente. “El mundo sería perfecto si no se moviera de aquí” pensó Aura.
Pasado el éxtasis, se daba cuenta de que Bael tendría muchas pegas que poner respecto a esto. Sabía que no estaba ovulando, pero su trato con el demonio implicaba que sólo él podía recoger sus óvulos, de haber estado en un día fértil, el trato se habría roto, y eso hubiera podido significar la vida de la pequeña… Temía las represalias que su socio y enemigo pudiera tomar contra la niña, contra Arcadio, contra todo el pueblo. “Pero mira qué sonrisa de felicidad tiene mi cabo”, pensó. “No sé si conseguiré vencer a ese bastardo, pero si te he hecho tan feliz a ti, si por una vez me he permitido conocer el amor, quizá eso pueda servirme de algún consuelo cuando pierda”.