Ayudo a mi madre a recuperar toda su autoestima

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Me llamo Marcos (Marc, para algunos) y tengo 29 años. Vivo solo desde hace aproximadamente seis y trabajo como funcionario en la delegación del Ministerio de Hacienda en Barcelona, con un sueldo relativamente decente, debido a mi cargo y un fantástico horario de 8 a 15 horas.

Supongo que no debo estar mal ya que, uniendo mi físico a mi facilidad de palabra y a mi verborrea, no tengo muchos problemas a la hora de lograr conquistas e incluso mantenerlas para tener una actividad sexual bastante complaciente y de manera asidua.

Soy hijo único y mis padres, perdón, mi madre y mi padrastro, viven muy cerca, a menos de cinco minutos caminando. La relación con él es bastante escasa. Prácticamente se limita a compartir la comida de los domingos, donde la conversación no es muy elocuente y si no fuera por hacer compañía a mi madre, de bien seguro, mi estancia ahí hace mucho que no existiría. Bueno, egoístamente, también me gusta recoger y llevarme a mi apartamento las comidas o incluso cenas que mi madre me tiene preparadas para los inicios de la semana y que no voy a negar, me vienen muy bien.

Con ella, además de ese rato dominguero, si que hablo casi a diario un ratito por teléfono y todos los miércoles al llegar a mi casa ya me está esperando para comer juntos y dejarme la nevera llena para el resto de la semana.

Mi madre se llama Carmen. Tiene 58 años y físicamente, a pesar de su edad, se conserva relativamente bien, sin ser para nada, lo que solemos decir un «bombonazo» de madura, pero si se puede decir que es muy guapa de cara. En eso si que llama la atención todavía.

Mide aproximadamente 1,65 y debe pesar sobre 70 o 72 kgs.

Con estos datos podríamos suponer que es una mujer gordita, pero ese exceso de peso lo tiene muy bien repartido por las partes más interesantes de la anatomía femenina. Muslos, culo y pechos. Los primeros son los que denominamos como típicos «jamones». Empiezan finos y van agrandándose exponencialmente formando una masa muy armoniosa. No tienen las carnes flácidas, aunque ya hayan perdido la tersura que debieron tener antaño, algo que lo mismo sucede con sus nalgas. Ya no son duras ni respingonas, pero no están nada caídas y algo muy importante, carecen de celulitis.

Para acompañar mi afirmación de que su exceso de peso lo tiene muy bien repartido, puedo añadir que no tiene ni una pizca de barriga, algo que a su edad, si que se evidencia en muchas mujeres e incluso puede aún presumir de mantener unas ciertas curvas en su cintura. No tiene unos pechos enormes, pero si son de un tamaño respetable. Ya ligeramente caídos, no excesivamente, pero sin llegar a ser las feas «berenjenas» que echan para atrás y con unas aureolas grandes y oscuras. Tiene una media melena ondulada y con un color de pelo castaño claro, que en verano se aclara aún más y que le favorece de manera muy agradable.

Al año y medio de casarse con mi padre, nací yo y también, justo un año y medio después, éste murió de una corta pero dura enfermedad.

Mi madre se encontró de golpe hundida sentimentalmente, al perder a alguien que la respetaba e idolatraba, pero también, en el terreno material, comenzó a sufrir las penurias que se derivaron de tener que sobrevivir y mantener a un hijo pequeño con la ridícula pensión de viudedad que le correspondía.

Por más que lo intentaba y luchaba no encontraba un trabajo mínimamente bien remunerado, que pudiera complementar esa pensión y le permitiera llevar una vida con un cierto sosiego económico. Los pocos ingresos extras provenían de realizar algunas limpiezas en casas particulares, pero que solo eran un parche para disfrazar el duro momento que estaba viviendo.

De repente y sin esperarlo, se abrió una luz en el sombrío panorama.

Conoció a Alberto, dos años mayor que ella. Soltero y propietario de un bar-restaurante en un barrio cercano al nuestro. Mi madre entró a pedir trabajo, si era posible en la cocina, ya que puedo asegurar que es una excelente cocinera. Alberto no la pudo contentar con el puesto de trabajo, pero le pidió el teléfono por si salía alguna oportunidad, aunque fuera para servir mesas a la hora del desayuno o de la comida o detrás de la barra.

Puedo sospechar que fue la excusa perfecta para mantener y afianzar un contacto con mi madre que desembocó en una boda pocos meses después.

Dejamos nuestro piso de alquiler y nos trasladamos al suyo, a pocos minutos del nuestro.

Por fin y cuando ya casi estaba a punto de tirar la toalla y abandonar todo para ir a vivir con sus padres a su pueblo en Salamanca, había conseguido las dos cosas que más anhelaba: un hombre afectuoso y cariñoso y una total seguridad económica.

Alberto no consintió que mi madre ayudara trabajando en el bar-restaurante. Prefería que se dedicara a llevar la casa y a cuidarme a mí.

Él salía de casa cada día a las seis de la mañana y regresaba sobre las diez de la noche, de lunes a sábado. Los domingos el bar-restaurante estaba cerrado.

La bondad, el afecto y el cariño de Alberto para con mi madre duraron escasamente el primer año. A partir de ahí experimentó un cambio radical en su comportamiento sin ningún disimulo y lo peor, sin ningún motivo, al menos por parte de ella.

La luna de miel se había acabado.

Sus horarios, principalmente el de la llegada a casa por la noche, variaron totalmente. Aparecía en casa rondando las doce de la noche, exhalando su cuerpo un fortísimo olor a perfume barato de mujer de antro barato y su aliento a una mezcla indescifrable de alcoholes.

Lo peor de ese cambio fue el trato hacia mi madre. De ser un hombre afable, que no paraba de presumir de su suerte habiendo conocido a la mujer ideal a tratarla de manera despótica, humillándola por cualquier mínimo motivo, siempre sin sentido y sin ninguna razón de peso. Los insultos, las palabras soeces, la degradación moral a la que empezó a someter a mi madre hizo que su carácter alegre y jovial cayera en picado, convirtiéndome a mí en el único motivo por el que luchar y mantenerse a flote.

De nuevo había perdido su ilusión en el terreno sentimental. Afortunadamente, no fue así en el económico ya que, en ese aspecto, la mezquindad de Alberto no se interpuso en controlar a mi madre los gastos que, principalmente para la casa, ella pudiera tener.

Tampoco fue un hombre agresivo físicamente. Quizás alguna vez si aprecié, en los brazos de mi madre, sus dedos marcados fuertemente, pero nunca vi y mi madre jamás me comentó, que la hubiera golpeado. Su deber para con él era soportar las vejaciones verbales y no rechistar.

Conmigo Alberto nunca se portó mal. Ni bien. Sencillamente yo era algo neutro e innecesario en su vida y como vio que mi madre jamás derrochó dinero en mi, en cuanto a caprichos, ropas de marca, etc., él tampoco se metió más de lo justo y normal. Realmente me ignoraba. Punto.

Sin embargo, aunque nunca me enfrenté a él para no complicar la situación y obedeciendo las consignas de mi madre, me dolía enormemente el trato que le dispensaba y cuando dejé esa vivienda para independizarme, lo primero que le pedí a ella fue que lo abandonara de una vez y se viniera a vivir conmigo. Que sería feliz alejada de ese miserable.

Ella nunca quiso aceptarlo. Prefirió sacrificarse y seguir a su lado antes que comprometer mi vida independiente, además de que ella conocía de mis andanzas sexuales y no quería que tuviera que buscar sitios donde pasar un rato o una noche con alguna chica teniendo mi propia intimidad

Y aquí arranca el sentido de esta historia. Mi relación materno-filial en el más amplio sentido de la palabra.

Hace unos años, un miércoles concretamente, me escapé de mi trabajo en Hacienda a la hora del desayuno, para ir a casa de mi madre y de mi padrastro y coger alguna documentación que necesitaba para hacerles la declaración de la renta. Entré al piso, pero ella no estaba y no sabía donde guardaba él todo el papeleo.

Me disponía a marchar, pero ya abajo se me ocurrió preguntarle al Sr. Alfonso, el portero de la finca, si había visto salir a mi madre hacía mucho rato. No estaba en su mostrador y opté por mirar en el cuartillo que hay detrás, donde guarda todos los útiles de limpieza. Abrí ligeramente la puerta y afortunadamente no lo hice de par en par. Unos pocos centímetros me sirvieron para ver una escena que me dejó anonadado y con toda frialdad saqué mi móvil para grabar en video, a través de la rendija entre el marco y la puerta, unos pocos segundos de lo que estaba viendo con mis propios ojos: mi madre agachada, con su bata parcialmente desabotonada, acariciándose un pecho que se había sacado del sujetador y practicándole una, más que lasciva, felación al Sr. Alfonso.

Cerré de nuevo la puerta con total sigilo y subí unos peldaños la escalera, junto al ascensor para poder tener una visión furtiva de cuando ella saliera y a la vez no ser visto.

Esto ocurrió a los pocos minutos. Mi madre abandonó el cuartillo, cuando el Sr. Alfonso, que salió primero, le dio la orden tras comprobar que nadie podía verla. De nuevo grabé la escena mientras ella esperaba el ascensor y se acomodaba la bata y el sujetador mirándose en el reflejo que le ofrecía el cristal de la puerta del elevador.

Ese miércoles, como todos y siempre de manera rutinaria, mi madre me esperaba en mi casa para comer juntos y de paso, como ya comenté anteriormente, llenarme la nevera de ‘tuppers’ para aguantar culinariamente hasta el domingo cuando fuera a comer a su casa.

Se la veía radiante con su bonito vestido de verano y una sonrisa especial que denotaba que había pasado por un rato de felicidad durante la mañana. Se acercó y como de costumbre, me dio un beso en la cara. Siempre era uno. Nunca supe el porqué.

Quizás no notó nada, pero en ese momento la abracé más enérgicamente que nunca y mi beso en su mejilla fue más fuerte de lo habitual.

– «¿Tienes hambre, mi amor?» – me preguntó de la misma manera cariñosa de siempre

– «Pues no excesivamente, mama» (nunca tuve la costumbre de llamarla mamá) le respondí con total agrado, para seguidamente añadir, acompañado de una sonrisa y tomándola por la cintura – «Tengo más bien hambre de ti».

– «Jajaja» -rio de manera inocente y sin percatarse de lo que se le venía encima, continuó – «con lo zalamero que eres no me extraña que no te falten conquistas»

En ese momento, saqué mi móvil y tomándola por la cintura , con mi cara pegada a la suya, le mostré la segunda grabación que hice, la de su espera frente al ascensor, a la vez que le decía: – «Hoy me escapé un momento a verte, mama».

No podía verle la cara, pero su respuesta al verse en esa mini grabación ya denotó un cierto y acertado nerviosismo y tratando de disimularlo se justificó: -«¡Ah! debió de ser cuando fui a pedirle al Sr. Alfonso algún producto para las cucarachas. Vi una en la cocina y pensé que él debería tener algo». Añadió a continuación, ya un poco más intranquila: «¿por qué me grabaste en lugar de decirme algo, cariño?».

Pensó que me había dejado convencido, pero cuando sin previo aviso le mostré la primera grabación, la de la mamada que le estaba haciendo al portero y esta vez mirándola a la cara, le dije irónicamente: – «Parece ser que… en el cuartillo del Sr. Alfonso también hay una cucaracha y esta sí que es de tu agrado ¿verdad?».

Con su rostro totalmente encarnado y los ojos humedecidos, solo se atrevió a balbucear, con voz entrecortada: – «Cariño… ¡yo, no sé, yo… no sé qué decirte!. Yo…. sabes que soy una persona muy infeliz».

Las lágrimas ya resbalaban por sus mejillas, pero, ante mi total impasibilidad, continuó justificándose: – «Yo nunca he sido una persona muy activa en el sexo o quizás es que nunca han sacado esa faceta de mi, pero no recibo ni siquiera un mínimo de cariño por parte de Alberto, solo me llega su violencia».

Entre lágrimas y respingos y ya un poco más tranquila, mientras le acariciaba sus brazos desnudos, ya que el vestido que llevaba era sin mangas, continuó con su plegaría, buscando mi comprensión: – «El Sr. Alfonso siempre me ha tratado muy bien como mujer y como persona. Es un hombre educado y servicial y jamás he visto en él ningún interés más allá de tratar de ayudarme en lo que le he pedido». Sorbió un poco y continuó: – «él ha visto muchas veces la manera de tratarme Alberto, con sus insultos y su agresividad verbal y es algo que le ha provocado una cierta cercanía hacia mí. Tú sabes que es viudo y quizás ambos hemos llegado a sentir empatía y lástima el uno por el otro, lo que ha provocado que mantengamos, muy de vez en cuando, unos encuentros, para nada extremos, pero que nos hacen sentir cierto grado de felicidad pasajera»

Secándose con el dorso de las manos la humedad de sus ojos, solo pudo añadir: – «Eso es lo que hoy has visto. Por favor, hijo, no me juzgues mal y si me pides que esto no se vuelva a repetir, pondré una excusa y él lo entenderá» y tragando saliva, con su rostro compungido: – «para mí, tú eres lo más importante y mi cariño y mi amor solo son para ti y no deseo perderte por nada del mundo».

La atraje hacia mí, pegándole y cara a mi pecho y en ese momento, reconozco que sentí cierta pena por ella que estuvo a punto de hacer que me echara atrás del plan que, ya en ese momento, me estaba provocando un principio de erección y que en su estado de nervios, mi madre no había notado.

– «Mama, puedes estar tranquila» -le dije, para sosegarla, mientras besaba su pelo y le acariciaba la otra mejilla – «no te debes preocupar por mí. Tú sabes que eres igual de importante para mí y también sabes te quiero y te amo»

No sé si se apercibió que era la primera vez que usaba con ella esa última palabra, pero sin duda sí que se dio cuenta que mis besos se encaminaron a sus labios y no hizo nada por evitarlo ya que debió considerarlo un acto de puro cariño motivado por la situación que yo mismo había provocado.

Cuando mi lengua empezó a adentrarse en su boca ya sí que reaccionó de manera defensiva y apretó sus manos contra mi pecho tratando de zafarse de mí.

Mi erección era ya completa y esta vez sí que mi madre lo noto. Apretándole con una mano las comisuras de sus labios para que los abriera, conseguí por fin meterle todo la lengua mientras que con la otra había desabrochado un par de botones de su vestido y le apretaba fuertemente, casi con saña, uno de sus pechos.

Estaba desbocado y ella me apretaba la cara y me daba manotazos para tratar de separarme y parar algo que ya era imparable. Solo pudo pronunciar cortas frases cuando conseguía mantener brevemente su boca separada de la mía: – «Marc, Marcos, hijo, ¿qué estás haciéndome?» y ya hecha un mar de lágrimas – «soy tu madre, Marcos, no puedes hacerme esto, hijo mío».

Opté por no alargar más esa situación. Me separé ligeramente y cuando menos se lo esperaba, quizás creyendo que ya había cejado en mi empeño, le solté una bofetada que hizo girarle la cabeza hacia el lado contrario.

Se me quedó mirando entre con miedo y desconcierto. Sus brazos cayeron a lo largo de su cuerpo y las palmas de sus manos se giraron hacia mí, como pidiendo perdón o suplicando clemencia. Antes de que el efecto sorpresa de desvaneciera, recibió otra, si cabe más fuerte y seca, en la mejilla contraria. Me acerqué a ella y ya si pude volver a besarla en la boca de manera profunda. Estaba totalmente inerte y entregada a mí sin remedio. Desabroché totalmente su vestido y lo dejé caer a su pies, así como su sujetador. Tenía ante mí sus pechos. Unas tetas que, sin una obsesión especial, habían supuesto el protagonismo en muchas de mis pajas adolescentes. Besé, apreté, mordí sus pezones y sus aureolas. De vez en cuando, mientas hacía este acto, una lágrima resbalaba por su cara para caer en la mía.

Lloraba amargamente en silencio.

Una vez hube disfrutado de sus pechos, me agaché y para evitar que pudiera hacer alguna fuerza que lo impidiera, bajé sus bragas rápida y sorpresivamente.

Tenía ante mí su pubis. No tenía una cantidad excesiva de vello, algo que me alegró profundamente ya que detesto los ‘matorrales’ en esa zona y además era muy corto. Se podía divisar perfectamente la línea que acababa en el inicio de su vagina y que aún no podía ver al tener las piernas fuertemente apretadas, como tratando de evitar lo que sospechaba que se le avecinaba.

Lamí su pubis y lo saboreé, como paso previo a la degustación final que en un momento tenía pensado acometer. Lo olí. Su aroma era limpio y fresco. A recién lavado.

Me incorporé de nuevo y tras besarla dulcemente en los labios, sin responderme ni tan siquiera con una mirada, la tomé por los hombros y la obligué a sentarse en la cama y posteriormente a que se recostara de espaldas sobre ella.

Me arrodillé y partiendo de las rodillas, comencé a besar sus muslos de manera delicada. Mi objetivo era que se fuera relajando, pero su llanto continuaba imparable. Mis labios llegaron cerca de su pubis y traté de abrir sus piernas para acceder al preciado y apetecible tesoro que escondían en medio. Me resultaba imposible. Sus muslos estaban atenazados y por más que lo intentaba, no lograba separarlos. La única solución que se me ocurrió, muy a mi pesar, fue volver a usar la violencia. El fuerte mordisco que infligí cerca de su ingle consiguió el resultado esperado y me permitió separar sus piernas. Por fin, sin mucho esfuerzo y con su llanto de fondo, esta vez nada silencioso, tenía ante mi unos labios que se me antojaban jugosos, salados y embriagadores. Eran abultados y rosados. No tardé en acercar mi boca a ellos y jugar con mi lengua para humedecerlos y tratar de comprobar si esto provocaba un cierto estímulo en mi madre, pero de nuevo solo me llegaba su llanto, sus quejidos y sus lamentos casi imperceptibles.

Mis dedos separaban sus labios y mi lengua se paseaba de abajo a arriba por ellos para finalmente rozar con ella todo el perímetro exterior de su clítoris. Una pequeña cantidad de flujo comenzó a aflorar, principalmente cuando mis dedos comenzaron a adentrarse en el interior de su coño.

Fue cuando me apercibí que, casi a partes iguales, de manera sincronizada, comencé a escuchar gemidos entre los sollozos y quejidos. Sus piernas se abrieron aún más y sus muslos perdieron la tensión que habían mantenido hasta ese momento. De repente, el llanto desapareció del todo y sonidos guturales escapaban de su garganta. Sus manos acariciaban mi cabeza y sus dedos se enredaban en mi pelo. Mis labios empezaron a humedecerse de la cantidad de flujo que emanaba de su vagina.

Lo había conseguido. Mi madre comenzaba a disfrutar como mujer. Quizás, al menos no en solitario, la primera vez en muchos años. Aceleré las entradas y salidas de tres de mis dedos en el interior de su mojado orificio y con mi lengua me dediqué por entero a su clítoris.

Lo que hacía unos minutos fue un grito de dolor y lamento se había transformado en un grito, casi alarido, de puro placer cuando noté que ese orgasmo, que con mucho esfuerzo me había costado provocar, por fin llegó a su consecución. Tras unos interminables minutos en los que me sentí un ser depravado y ruin, ahora disfrutaba de ese momento al sentirla vibrar.

Abandoné mi posición frente a su coño cuando mi madre se estabilizó y fui ascendiendo por su cuerpo de manera pausada, entreteniéndome en su pubis, su ombligo, de nuevo en sus pechos, pero esta vez muy suavemente, hasta que por fin nuestros rostros, ojos, bocas quedaron frente a frente. Me miraba de manera serena sin apartar su vista de la mía, ni siquiera cuando comencé a besar sus labios.

Mientras ella recogía sus piernas, separándolas totalmente y doblando sus rodillas, yo coloqué mi glande sobre sus gruesos labios vaginales y fui entrando poco a poco para no lastimarla con una dura embestida, que era lo que en realidad me pedía mi estado de excitación. Realmente mi prudencia era del todo innecesaria ya que su coño era un mar de lubricación con sus jugos y mi saliva de la acción anterior. Una vez dentro y sin moverme, noté como mi madre arqueó ligeramente la espalda y avanzó su pubis para atrapar aún más la pequeña porción de mi polla que pudiera haber quedado en el exterior. A partir de ahí mis movimientos sí que fueron bruscos y continuos. Sacaba mi pene totalmente al exterior para volver a clavárselo como un punzón lo hace en el hielo a la hora de arrancar pedazos, como en la escena de la película ‘Instinto básico’.

La respiración de Carmen, mi madre, era profunda y entrecortada. Su mirada continuaba dirigida a mía. Impasible y agradecida. Por momentos, su lengua acariciaba sus labios suplicándome que los humedeciera con un beso muy mojado. Sus muslos se aferraban a mis caderas para ayudarme en un vaivén que la estaba llevando al ‘séptimo cielo’

De repente, gritó. Más que grito, un alarido seco.

Sus uñas se clavaron en mis glúteos, apretándolos para que mi movimiento se detuviera pero a la vez para que no extrajera mi pene de sus entrañas vaginales. Se lo consentí porque en ese justo momento me dejé llevar y inundé su interior con mi semen caliente. Un semen que llevaba rato pidiendo ser expulsado y que su orgasmo dio luz verde para ello.

Ahora sí, mi madre cerró los ojos y a través de un pequeño pasillo en sus labios, expulsaba el aire de una respiración fatigada pero placentera. Yo hacía lo mismo, pero dirigiéndolo a su rostro y secarle el sudor que brotaba en su cara de calor y satisfacción.

No sé cuanto tiempo permanecimos callados el uno al lado del otro. Ella recostando la cabeza sobre mi brazo y yo acariciando sus pechos y su abdomen. Casi se nos olvidó que la hora de la comida prácticamente se había pasado, pero el estado de confort nos impedía tomar la decisión de levantarnos para realizar lo que normalmente hacíamos cada miércoles: comer y charlar de manera distendida mientras tomábamos un café.

El acto que acabábamos de cometer supuso un antes y un después en nuestra relación como madre e hijo. Ella había disfrutado de su cuerpo y de su sensibilidad como mujer después de muchos años de humillaciones y se lo había proporcionado su propio hijo.

En este momento, pegada a mí, en silencio, no se sentía sucia ni depravada. Se sentía mujer y feliz. Lo que empezó siendo casi una violación le había proporcionado la mayor satisfacción que lograba recordar.

El domingo después de lo que sucedió ese día, como si tal cosa, me presenté en casa de mi madre y mi padrastro para, como era costumbre, comer con ellos. Nadie hubiera sospechado por gestos, miradas o ningún otro detalle entre nosotros, que hacía muy poco tiempo, nos habíamos entregado de una manera desenfrenada y pasional, inimaginable entre una madre y su hijo, pero tras ese día, cada miércoles, sin ni siquiera planificarlo, ella me esperaba en mi casa para repetir, con cada vez más lujuria, lo que se había convertido en una relación atrayente, consecuente y sumamente deseada por parte de los dos.

Me recibía totalmente desnuda a excepción de unos zapatos de enorme tacón, hasta que un día se encontró, al entrar en mi cuarto, un conjunto de lencería que, a modo de sorpresa, le había comprado en Amazón y que se había dejado extendido sobre mi cama. Prácticamente cada miércoles tenía un conjunto nuevo para lucirse seductora ante mí nada más abrir la puerta de mi apartamento.

Aprendió a provocarme mucho más que mis amantes fijas (una casada y otra divorciada y ambas maduras) o incluso más que las ocasionales, de cualquier edad y raramente duraderas.

No tenía o al menos, jamás demostró celos por ellas. Sabía que me proporcionaban placer. Únicamente eso. La nuestra era una relación que conjugaba amor/sexo a partes iguales.

Por su parte y de la manera más cordial, decidió terminar su relación con el Sr. Alfonso. No tuvo más que decirle que había recibido alguna insinuación por parte de su marido sospechando que algo empezaba a conocer y que era mejor no seguir adelante para no comprometerlo. El portero, sabiendo como se las gastaba Alberto, no puso ninguna objeción para hacer caso a mi madre.

Tardé en darme cuenta del motivo por el que algunas veces, sin ser un miércoles, el día establecido, me la encontraba en casa y se entregaba con más pasión que nunca. Con alevosía y brutalidad. Haciéndome entender que podía ser más ‘puta’ que cualquiera de mis amantes o conquistas.

Descubrí que esos otros eran el día después en los que mi padrastro había superado los límites más extremos de su mezquindad. Cuando la humillación más había calado en mi madre. Ella, en esos momentos soportaba cabizbaja sus insultos, su bronca, sus gritos y se mostraba servil y sumisa ante él, pero interiormente, su callada venganza se tramaba entregándose a mí de la manera más pasional que, ni siquiera yo mismo, podía asimilar.

Cuando adiviné ese secreto. Más bien, cuando mi madre me lo confesó, me hice partícipe y cómplice de su lujuria desenfrenada y fustigar en mi imaginación al anormal que tenía por padrastro.

Poco a poco, sin casi darme cuenta, sexualmente fuimos desarrollando a más nuestros encuentros y juegos.

– Fue ella quien rehusó apartar su boca de mi polla cuando intuía o le avisaba que estaba a punto de correrme tras una sus mamadas, que muchas profesionales quisieran llegar a practicar, en cuanto a calidad, a sus clientes más exigentes.

Se relamía tragando hasta mi última gota de semen y me lo hacía comprobar llevando a su boca, con su dedo índice, la última gota que llegaba a su barbilla tratando de escaparse.

– Fue Carmen, mi madre, quien me pidió que la penetrara analmente. Lo hice con precaución y buscando infligirle el mínimo de dolor.

Ahora es el orificio de su cuerpo que más placer le provoca al ser taladrado y con el que quiere acabar la follada que le dispenso en él sin apenas ser lubricado previamente.

– Fue mi madre quien empezó a dejar de lado su vocabulario dulce y maternal en nuestros encuentros, para incorporar frases de una blasfemia y lujuria que jamás hubiera imaginado en ella hace poco tiempo:

‘Fóllame más duro, cabrón’, ‘Rómpeme el culo, perro de mierda’ o ‘¿Acaso no soy aún una buena puta para ti? ¡Pues hazme más puta, joder!, era el repertorio que, sabiendo que me excitaba, taladraba mis sienes para abusar de ella en el más amplio sentido de la palabra

– Fue ella, quien rememorando los inicios de nuestra primera cercanía sexual, me provocaba justo en el momento en que ambos estábamos a punto de sucumbir al orgasmo para que, sin piedad, usara mi fuerza contra ella. Bofetadas en la cara, mordiscos en los pezones, tirones del pelo o clavadas de mi polla en su ano con una violencia dolorosa, pero buscada.

En ocasiones era yo quien, si no había salido de marcha el viernes por la noche y ya que me despertaba pronto, me presentaba en su casa el sábado antes del mediodía, para además de tomar un aperitivo con ella, pegar un ‘kiki’ sin más pretensiones que satisfacerme tardíamente de lo que no pude tener la noche anterior.

Normalmente la encontraba preparando una ligera comida para ella sola. Era entrar en la cocina, levantarle su bata o bajarle el pantalón del chándal, bajarle sus bragas (las primeras veces. Después, intuyendo mi llegada, ni se las ponía) y por detrás, clavarle mi pene sin piedad. Primeramente en el coño, hasta que descubrió el placer del sexo anal y con solo poner una gota de lavavajillas en la entrada de su oscuro orificio, entraba en ella sin ningún respeto.

Disfrutaba hacerlo ahí, mirando ella por la ventana por si, a pesar de ser sábado, por alguna circunstancia especial mi padrastro venía a casa y de esa manera verlo entrar al edifico desde la ventana de la cocina y evitar sorpresas más que desagradables que, por mi parte no me hubieran importado, pudieran provocar un incidente grave e innecesario que diera al traste con lo que estábamos viviendo.

A pesar de todo, soñaba con la idea de verlo alguna vez aparecer por la calle camino a casa y acelerar el polvo que le estaba pegando a su mujer, mi madre, a la vez que interiormente pensaría: ‘Jódete, cabronazo, tu mujer me da a mi mucho más que esas putas baratas, de colonia barata y lencería barata, te pueden proporcionar cada noche’.

Hoy miércoles, tras la sesión sexual de rigor y con nuestra relación materno-filial totalmente consolidada, le he preguntado, mientras su cabeza reposaba sobre mi brazo, que pensaría si sus conocidos o la familia se llegaran a enterar de lo que estamos haciendo. Sin rubor y sin pensarlo apenas me ha respondido:

– «Si alguien se llegara a enterar de nuestra historia, pensaría que solo soy la indecente puta de mi hijo. Nadie podría llegar a imaginar que, gracias a esta historia de amor, he recuperado la autoestima que tu padrastro me arrebató hace tantos años»

Un beso en mi cara frenó la lágrima que empezaba a caer por mi mejilla

Ha sido mi primer relato. No sé si puede llegar a gustar o interesar a los lectores asiduos de esta página. Es algo que quizás lo pueda saber a través de vuestros comentarios y vuestras valoraciones. De todos modos, gracias por leerlo.