Carla, madre de 44 años. Obsesionada con el culo de su propia hija

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El culo enorme de su hija la estaba volviendo loca. ¿Podía ser que se estuviera volviendo un poco más grande cada día?, ¿cómo era posible?, ¿¡a su edad!?, ¿qué estaba comiendo la nena para desarrollarse así? y lo más importante, ¿de quién había heredado ese cuerpo, si ella siempre había estado mucho más cerca de la tabla que de la vuluptuosidad? Todas estas preguntas flotaban en un subconsciente de Carla cada vez más consciente. Cada día que pasaba sentía el calor más cerca de la superficie, gritando, desesperado, que lo dejase salir de una vez por todas.

La mujer, de 44 años de edad, se había dado cuenta que la calentaba su hija, hace unos dos meses. Era sábado, la temperatura había pasado los 25 grados por primera vez en mucho tiempo y Delfina no había perdido la oportunidad de usar la pileta. En realidad no hacía tanto calor, pero su hija disfrutaba tanto del verano que parecía querer engañarse a si misma y actuar como si el cemento se estuviese derritiendo. Era una actitud lógica, entendible, pensó Carla. Harían 25 o 26 grados, pero al meterse a la pileta, se parecía estar un poquito más cerca del deseado mes de diciembre.

Lo primero que llamó la atención de Carla fue cuán diminuto lucía la bikini de su hija. Era el mismo que había usado los últimos años, incluso recordaba habérselo comprado, pero ahora se veía completamente diferente. Lo que una vez fue una bikini discreta, sobria, ahora era DEMASIADA reveladora. ¿Hubiera sido todo diferente si Delfina hubiera estado usando algo más adecuado para su nuevo cuerpo aquel día? No, por supuesto que no. Estaba segura que su hija podía esconderle muchas cosas, pero no ESO. Eso era demasiado grande para esconder.

Las tetas de Delfina habían crecido notoriamente, pero si se quiere, a un ritmo totalmente normal. Se las veía lógicamente duras como una roca y Carla estaba segura que podrían rellenar la mano de cualquier chico (o mujer… o mami) con comodidad. Pero lo que realmente germinó aquella sensación voraz, fue verla de espaldas, caminando lentamente hacia la pileta. La tanga parecía perderse en el medio de un culo monumental y totalmente desproporcional al resto de su esbelto cuerpito. Más allá del crecimiento de sus tetas, Delfina seguía siendo una chica más bien pequeña, delicada, sin un gramo de grasa. Hasta que uno posaba la mirada en su cintura y se encontraba con dos globos repletos de carne, a punto de explotar.

La visión impactó a Carla. Más allá de convivir con su hija, lo cierto es que la chica pasaba la mayor parte del tiempo en su habitación y que además en el último tiempo había tomado la costumbre de usar ropas muy holgadas (¿le avergonzaba su nuevo cuerpo?), por lo que la mujer no había notado el… crecimiento. Y además claro, el culo de su hija no era objeto de su atención. No hasta ese día. Tras el shock, apareció galopando un nuevo sentimiento: las ganas de mantener la mirada fija y acompañar a Delfina en su caminata. Durante unos instantes, Carla intentó adjudicarle esta sensación a la sorpresa, pero lo cierto es que estaba mucho más cerca del deseo. Y de un deseo salvaje. El ruido del agua la despabiló y la obligó a por fin, desviar la mirada.

El resto de aquella tarde parecía destinada a transcurrir en planos de normalidad. Carla trató de ocupar su mente y olvidarse lo más rápido posible de lo vivido. De lo sentido. Sin embargo, unas tres horas después, ya con el sol comenzando su descenso, llegaría el punto de inflexión que cambiaría el resto de su vida. El comienzo de una tortura de la que hasta hoy no ha logrado salir.

Mientras trabajaba en el cuidado del jardín, Carla apenas notó que su hija estaba abandonando la pileta. O en realidad, hizo todo lo posible para no notarlo, temerosa por reflotar aquel calor intenso que tanto la había asustado. Pero ¿de verdad la había asustado?, ¿por qué entonces sentía una parte suya que parecía rogarle que girase la mirada y se diera un nuevo festín de carne fresca?

– Ma, ¿me alcanzás el bronceador? – A pesar de la voz angelical de Delfina, Carla no pudo evitar sobresaltarse.

Mientras accedía al pedido y daba media vuelta para dirigirse al baño principal de la casa, la mujer notó de reojo como su hija se recostaba en la reposera, dispuesta a entregar su cuerpo al sol.

– Que no se te vaya la mano hija, pega fuerte a esta hora…

Cuando Carla regresó momentos después con el bronceador en la mano, se encontró con una imagen perturbadoramente atrayente: Delfina boca abajo, con el corpiño desabrochado y la inmensidad de su culo en total exposición, aún con aquella diminuta tanguita que no hacía más que desaparecer en el interior de la chica.

– Acá tenés…

– Gracias, ¿me ayudás?

– Vos podés ponerte hija, estoy ocupa…

– Dale ma, ¡es un segundo!

El culo de su hija parecía estar llamándola, pero la sola idea de tener que frotar con sus manos todo aquel suave océano de piel, la espantaba. No porque no quisiera hacerla, al contrario. Sino porque realmente no sabía cómo reaccionaría al hacerlo. Después de todo, ya no podía evitar notar la humedad que la invadía entre las piernas.

Sin escape, la madre comenzó por el cuello, los hombros, la espalda y los brazos de la nena, tratando de mirar al vacío y de liberar su mente. Luego pasó a las piernas, aunque solo llegó apenas por encima de las rodillas. No se animó a ir más arriba. A pesar de eso, el contacto era insoportablemente placentero y le costó horrores retirar la mano.

– ¿En la cola no me ponés?

Mientras pensaba qué responder, su resistencia por fin bajó los brazos y su mirada se clavó en medio del culo de la pendeja. Carla quedó literalmente boquiabierta e inmóvil. Estaba tan cerca, tan al alcance de su mano. ¡Y con una excusa perfecta! Quería apretarlo, acaraciarlo, sentir el peso de sus nalgas, lamerlo, llenarlo de mordiscos y darle unas buenas cachetadas hasta que se pusiera rojo.

– ¿Para qué?, ¿quién te va a andar mirando la cola? Tomá color en los lugares que están a la vista, en el resto no hace falta.

– Parece que hace mucho no entrás a mi Instagram… – dijo la chica entre risas. – Dejá, yo me pongo.

Carla se quedó pensando en esa frase y no tardó demasiado tiempo en descubrir a lo que se refería su hija. El rugido de su deseo prohibido subiría de tono apenas algunos minutos tarde.

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