Como me calienta la profesora de matemática

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Internet está llena de conspiraciones. De personas que dan su opinión, hacen cadenas de opiniones, y a veces, basándose en escasa evidencia, concluyen cosas totalmente traídas de los cabellos. Hoy jugaré a ser una de esas personas. Voy a hacer un relato «ficticio» (asumiendo que me equivoco) a base de las cosas que me he imaginado sobre por qué una profesora que realmente tuve hacía lo que hacía en clase. Juzguen ustedes, corazones.

*

Simplemente era demasiado sospechoso. Tan pequeña a pesar de sus 28 más o menos, piel canela, cara angelical, de buenas curvas pero sin excesos… ¿por qué diablos la profesora de matemáticas se atrevía a hacer esas cosas en clase? No parecía mucho, realmente; pero su ropa ajustada, no siempre conveniente si le pregunto a mi sentido de la moda, solía llevar aberturas medianas o grandes a la altura del busto. Y siempre, por una u otra razón, durante la clase encontraba excusas para inclinarse casi 90 grados, sin doblar las piernas, y a veces ni encorvar la espalda, para oprimir las teclas del computador portátil o pasar suaveente sus dedos por el panel táctil. El resultado, por su puesto, y para dicha de todos y algunas, era una vista más bien detallada de las deliciosas formas de sus senos: nunca se veían por completo, pero siempre más de lo que se suelen ver en una chica que se asegura de permanecer decentemente recta para evitar verse como se veía ella: como una stripper empezando a presumir de sus tetas frente a una multitud babeante.

Pero ella no era una stripper; era una profesora de matemáticas en una universidad más bien reconocida. ¿Acaso le interesaba alguien? Era bastante atractiva: de ojos grandes, nariz de rodadero y labios moderadamente gruesos con labial rojo oscuro o chocolate… pudo haberlo seducido… Yo, como mujer, sé que una chica no asume esas posturas frente a tanta gente por descuido o mera inocencia; no en esta era.

Así que la seguí. Y el hallazgo fue bastante predecible.

Durante los tutoriales extraclase, a menudo individuales pero a veces grupales, Explicaba sobre una mesa, frente a los alumnos sentados cerca y frente a ella, o en un tablero, dándoles la espalda pero más cerca que en el salón. Y el truco era sutil, en teoría, pero obvio para alguien como yo: la profesora era, sin lugar a dudas, una calentadora de clóset, y disfrutaba asumiendo poses «disimuladas» que enfatizaran su atractivo sexual y así causarle erecciones a los alumnos. Y eso, a pesar de que en sus redes sociales era claro que tenía novio.

En fin. Tuve una corazonada, y saqué mi investigadora interior en el momento al parecer adecuado. ¿Adivinaron? Sí: en cortes: es decir, tras las evaluaciones periódicas, y poco antes de que se consolidaran las notas bimestrales y se subieran al sistema informático de la universidad. El profesor hombre al que le pillé el truco simplemente se hacía el pendejo durante esa época, aumentado la dificultad del curso con excusas académicas: así, algunas zorras le ofrecían favores sexuales a cambio de una buena nota (yo lo hice una vez: no fue mucho, sólo una mamada); pero para una profesora puede ser más difícil jugar ese juego: hacer lo mismo simplemente espantaría a los alumnos, y ofrecerse la haría quedar mal. Así que lo que hacía era… simplemente convencernos, con esa actitud seductora durante el semestre, de que era un mujer deseable con «algo» de ganas… bueno, seamos francos: por tierna que fuera su cara, su actitud, a pesar del asolapamiento propio del disimulo del buen pervertido, era para decir «soy una perra que está constantemente insatisfecha». Así que al llegar la época de cortes, cuando un alumno con algo de confianza en sí mismo perdía la materia por unas décimas, él podía creer que le propondía a la profesora algo innegable: ayudarle con su insatisfacción. Y con algo de esfuerzo, lo hacía.

Y pasaba lo que pasaba en las oficinas de aquel profesor, pero esta vez con la autoridad recibiendo: la profesora, en tutorías individuales, a menudo sólo una diaria (sin incluir las mujeres, que al parecer no le gustaban), citaba a un estudiante más o menos interesante, y lo arrastraba astutamente hasta seducirlo sin que él se diera cuenta. Creyendo el muchacho que se había aprovechado de una dulce pero sugestionable profesora.

Pero el detalle es que, siendo él el de la «propuesta» explícita, y necesitando él la nota para pasar la materia, por una serie de circunstancias quedaba en posición poco favorable para ir por ahí presumiendo de lo que había hecho. Así que aunque dije que «a menudo uno diario», no siempre era uno diario; a veces había varias asesorías al día; un día conté cuatro. Y nadie parecía enterarse realmente.

Aceché lo suficiente en horarios previos para verla cerrar la cortina antes de recibir al estudiante citado. Me acerqué a la puerta de su oficina lo suficiente para oírla gemir. Hice los conteos matemáticos suficientes para notar que había una irregularidad en la calificación de esos hombres: un aumento sospechoso en el promedio general que favorecía lo suficiente como para dar como resultado una aprobación. Al menos un viaje a la duchas del campo deportivo para bañarse cuando había más de una «tutoría» en el día; siempre, siempre, bien separadas entre sí. A veces cambios en la oficina: podía ser la de la sede de la universidad, o una en un centro en el que trabajaba. Y dos casos en los que la nota de los involucrados fue inferior a lo esperable matemáticamente; casos que me preocupan un poco.

Ah… y cómo olvidar las tres veces que me le aparecí de sorpresa justo despues de las tutorías y, fingiendo estar emocionalmente inestable, la abracé para comprobar que, tal como me imaginaba, su cuerpo y su boca olían a hombre.

Así que la profesora no era sólo una calentadora. También tenía una élite semestral de malos estudiantes más o menos guapos a los que asignaba tutorías en las que, a cambio de permanecer en silencio y disfrutar el aumento «por mérito» en las cifras de rendimiento académico, lo que en realidad les enseñaba era a rellenarla como a una cualquiera.