Cuando en el sexo no todo es blanco o negro
—No puede ser un humano. No los hay en esta parte de la galaxia, todos son planetas inhóspitos o xenófobos en este sector — contestó la joven somnia a su sistema, pero éste se reafirmó.
—El pasajero de la nave a la deriva es humano — contestó la voz metálica y sin inflexiones de la computadora. —. No es mestizo de ninguna raza conocida, y su adn coincide con el humano en un 98%. Se encuentra débil, inconsciente, pero vivo. Su nave carece de autonomía, está a la deriva. Tiene aire para menos de cincuenta horas, y alimento y agua para un período similar. No obstante, si no es atendido, morirá en un plazo aún inferior.
Drónagai sabía que aquella criatura podía traerle problemas. No sólo era un completo desconocido, además era humano, y ellos no pintaban nada en esta zona del Universo. Era probable que se hubiera fugado de alguna prisión, tal vez de Rovax, o… pero también podía simplemente estar perdido, o ser un esclavo fugado de algún lugar igualmente cercano. En sitios como Clito o en el planeta las mujeres guerreras de Van´yilaar, aún perduraban los regímenes esclavistas. En ese caso, aquél ser no sólo necesitaba ayuda, sino que quizá incluso la mereciera. Nagui suspiró. No podía dejar esa nave allí, a la deriva sin más, sabiendo que su ocupante moriría en pocas horas si no le prestaba ayuda, y que la única otra posibilidad que tenía, era toparse con algún carguero de aquellos mundos que comerciaban con vidas inteligentes como si se tratase de reses. Nagui escaneó la pequeña nave de salvamento que contenía al pasajero. Intentó una vez más comunicarse con él, subió la frecuencia de su emisor para que éste emitiese un agudo chillido que se acoplase a los altavoces del computador, con la esperanza de despertar así al ocupante y hablar con él antes de transportarle, pero sólo un gemido desmayado le contestó.
—Ese hombre bien puede ser un asesino, una fiera. Pero es mi deber. Lo voy a lamentar, pero, en fin… — Era indudable que, quien quiera que ocupase la nave, se encontraba muy débil. Fijó las coordenadas y le teleportó. Pero a uno de los dormitorios de su nave, que permanecían cerrados con llave.
La expresión “uno de los dormitorios”, puede inducir a pensar que la nave era mayor de lo que en realidad era. Se trataba de un pequeño transporte-carguero que venía equipado con una pequeña unidad de cocina, aseo, y tres camarotes, pero en realidad sólo dos de ellos eran funcionales; el tercero había sido sacrificado como almacén y laboratorio. Drónagai era botánica y con frecuencia recorría la galaxia en busca de nuevas muestras de estudio. Su planeta natal, Hipnos, se encontraba muy apartado de allí, pero la modesta nave contaba con capacidad de salto para desplazarse a puntos lejanos del espacio. Trabajando a la vez para un vivero privado y para la investigación pública, no llevaba una vida lujosa, pero sí podía permitirse algunas comodidades. Entre ellas, el pasar temporadas de viaje, en recogida de muestras, y estudiando.
Nagui escaneó el interior del cuarto cerrado al que había transportado a su… “invitado”. Su escáner de mano estaba orientado a comprobar las funciones vitales de plantas, pero le servía para ver lo que quería: sí, estaba inconsciente, no era nada fingido. Soltó la llave electrónica y entró al camarote. Y nunca lo admitiría, pero una vez le vio, se sintió un poco culpable por haber dudado tanto.
El hombre que yacía estirado en la cama del camarote parecía extenuado. Vestido sólo con una basta túnica cruzada de esclavo, tan corta que dejaba a la vista buena parte de los muslos, tenía señales encarnadas en piernas y brazos, como si le hubieran azotado. Apenas se encendieron las luces de la cabina, el hombre emitió un gemido e intentó a la vez protegerse los ojos y encogerse en posición fetal. Nagui bajó las luces y se acercó a la cama con cautela. Estaba claro que aquél humano carecía de fuerzas para atacarla, pero podía reaccionar de forma agresiva llevado por el temor.
—Cálmese — susurró —. Está a salvo. Nadie va a hacerle ningún daño — El hombre luchó por abrir los ojos y pronunciar palabra, pero aquellas acciones tan sencillas parecían suponerle un esfuerzo titánico, y no era para menos. Tenía la piel del rostro y la calva cabeza quemada a ronchas, como si le hubieran expuesto a un sol abrasador o -más probablemente- le hubieran quemado por diversión. Cuando abrió la boca, una lengua reseca y llena de ampollas apareció. Nagui tomó de inmediato la jarra de agua de la mesilla, empapó en ella un pedazo limpio de tela y le refrescó la boca y los labios. El desconocido suspiró de alivio e intentó lamer la tela para beber; Nagui le permitió beber algunas gotas y esperó unos momentos antes de darle un pequeño sorbo. El hombre no podía hablar, pero la mirada de sus ojos verdes transmitía la gratitud que sentía.
“No va bien” se dijo Nagui. Había hidratado a su pasajero, refrescado su piel, aplicado curas en las heridas y bajado su fiebre. Debería mejorar. En cierto sentido, estaba mejorando; las ampollas de la lengua habían remitido, la piel tenía mejor aspecto y respiraba mejor… pero se estaba muriendo. Según el escáner, había un tóxico en su sistema. Un veneno de acción lenta que le atacaba los tejidos internos muy despacio, pero inexorablemente. Mientras se mantuviese en zonas musculares, podía irlo paliando, pero cuando llegase a puntos vitales, no podría detenerlo. Tenía que saber qué era, para poder buscar un antídoto. El hombre aún no podía hablar, pero eso no era impedimento para Drónagai, si bien tampoco podía tomar esa información por las bravas. Se arrodilló junto a la cama de su pasajero y le agitó para sacarle del sueño. En los ojos del hombre apareció primero temor, pero apenas reconoció donde estaba, se calmó.
—Señor. Debo hablarle — la urgencia del caso no permitía exquisiteces corteses, pero aún así se obligó a sonreír —. Usted… ¿cómo se llama? No, no intente hablar, está débil — dijo, al ver que el hombre boqueaba —. Sólo piénselo. Piense en su nombre — el hombre mostró una expresión extrañada, pero a Nagui le llegó la información enseguida —. Ba… Baín… niq. Bainiq. ¿Bainiq? — él asintió. Una pequeña sonrisa curvó sus labios secos, pero desapareció apenas ella siguió hablando. — Bainiq, se está usted muriendo, le han envenenado. Pero la buena noticia es que yo soy botánica, es probable que pueda encontrar un antídoto. Pero para eso, primero necesito saber de qué tóxico, de qué veneno se trata. Piense, por favor, ¿qué le dieron últimamente de comer o beber?
La respiración de Bainiq se hizo fatigosa, ansiosa. Sus pensamientos se aceleraron y buscaron, pero sin resultado. Nagui le colocó una mano en la frente, como si pretendiese medirle la temperatura al tacto.
—Por favor, intente calmarse. Soy una somnia, puedo leer su mente por usted. Pero necesito que me deje entrar en ella, y que conserve la calma. Si se asusta, me echará.
Bainiq respiró hondo y asintió con la cabeza. Cerró los ojos e intentó relajarse.
No es como una película. Al menos, no al principio. Ver la mente de otra persona es algo gradual y siempre diferente, no hay dos mentes iguales, porque no hay dos personas iguales. Lo primero que se percibe, varía de una mente a otra, y tiene mucho que ver con el modo de pensar y con la intensidad de las sensaciones y emociones. En el caso de Bainiq, lo primero que sintió Drónagai fue dolor. Un feroz e intenso dolor que golpeaba su cuerpo y su espíritu por igual. Alguien le había torturado con tanta violencia, que estuvo a punto de separar la mano de su frente y romper el contacto, pero se forzó a continuar; era la única manera de salvarle la vida.
“Maldito desecho. ¡Gusano presuntuoso!”, le decía alguien. Al principio sólo había oscuridad y dolor. Intenso, pero no identificable. Poco después, supo qué era: golpes eléctricos y azotes. Pequeños cortes. Alguien le había golpeado con una fusta de shock, un instrumento de tortura que producía electrochoque, el dolor del latigazo, quemaba y cortaba la piel, todo a la vez. Sólo los crueles rantígonos usaban ese instrumento, prohibido por el CIP (Confederación Interplanetaria Pacífica) desde hacía más de una década, pero que -a la vista estaba- algunas facciones seguían usando.
Nagui sabía que el dolor que sentía era sólo el recuerdo de Bainiq, pero vaya si lo sentía como real. Cada latigazo daba ganas de gritar hasta quedarse sin aire. Bainiq también se había sentido así, se había acalambrado la mandíbula apretando los dientes para no gritar, después había gritado, y finalmente el agotamiento le había privado hasta de aquello.
Humillación. Alguien le había desvestido a la fuerza y hecho permanecer desnudo, colgado de los brazos (¿Eso que tenía entre las piernas, era su miembro? Los somnia no eran así, aquel apéndice parecía tan animal…). En la mente de Nagui empezaron al fin a aparecer imágenes claras. El rostro irisado y bellísimo de un rantígono, en rictus de desprecio y odio. El arco occipital en abanico que adornaba la parte posterior de su cabeza estaba desplegado por completo y despedía agresividad. Parecía imposible que una criatura tan hermosa pudiera ser tan odiosa a la vez, pero los naturales de Rantiga se consideran la única raza digna de vivir del Universo; todos los demás son, para ellos, animales. No obstante, por más que fuera normal en ellos la tortura hacia otros seres, no lo era que se lo tomaran tan a pecho, ¿qué habría hecho Bainiq, que le hiciese acreedor a un castigo semejante?
Por su mente desfilaron imágenes de tortura. Bainiq, siempre colgado de las muñecas, recibía insultos y latigazos. Risas crueles, agudas, resonaban en sus oídos. Se retorcía de dolor y agotamiento, y cuando no era vejado, dormitaba. Le alimentaban con los restos de comida y bebida que su torturador desechaba -el veneno no estaba, pues, en la comida, a no ser que el captor tomase algún antídoto y, puesto que comía delante de Bainiq para que éste le viese hartarse mientras él pasaba hambre, no parecía probable- le lavaban echándole agua helada con cubos y procuraban despertarle varias veces durante la noche para impedirle descansar. Nagui buscó obstinadamente entre las imágenes, el veneno tenía que estar ahí, entre la tortura… ¿o no?
“¿Cómo escapó, Bainiq?” Pensó, y el humano recordó lo sucedido el día anterior.
—Eres más fuerte de lo que pensaba, carne. Supongo que debías serlo para atreverte a sacrilegio semejante — la voz del rantígono era musical, dulce. Y destilaba desprecio. La imagen parecía muy alta, como si Bainiq le mirase desde el suelo y es probable que así fuera —. Bien, no puedo probar tu delito, tus amos te reclaman y ya no tengo más excusas. Eres libre.
La sensación de sorpresa le llegó como un soplo de aire fresco. No había felicidad ni alegría en Bainiq. Estaba demasiado maltratado para ello, pero sí había cierto alivio al pensar que había terminado. Viendo a través de los ojos del hombre, vio sus manos extenderse hacia algo que parecía una mesa, y apoyarse en ella para ponerse de pie. Con dificultad, se extendieron hacia las cortinas y también se agarraron a ellas para lograr caminar hacia la puerta. Mientras, como de muy lejos, llegaba la voz del rantígono diciendo que le proporcionarían una nave equipada para el viaje. Nagui supo que lo tenía. Sólo un sádico lo habría puesto allí, alguien que sabía que su prisionero estaba tan débil, que precisaba apoyarse en todo para desplazarse: había empapado de veneno las cortinas, y probablemente también el suelo y los muebles, para que, al tocarlas, lo absorbiera a través de la piel.
Bainiq abrió los ojos cuando ella separó la mano de su frente y rompió el contacto, y vio que la mujer de piel azulada, cabellos color añil y grandes ojos violetas de rasgadas pupilas felinas, le tomaba las manos y examinaba las palmas con un escáner. La mujer le rascó la piel de las palmas y comprobó al microscopio las muestras. La oyó murmurar y la vio sonreír. Salió del camarote y volvió minutos más tarde, con un inyectable en las manos, que le aplicó en el antebrazo y en el cuello. Fue como si hubiera tenido los músculos agarrotados y no lo hubiera notado hasta ese momento, y apenas la sustancia del inyectable comenzó a expandirse, notó que podía relajarlos. Vio la sonrisa de la mujer abrirse sobre su rostro, dejando ver los colmillos, pequeños pero muy afilados, de los somnia. Y le pareció la sonrisa más bonita que había visto en su vida. Más aún que la de Adaria.
“Me gustaría dejar este cuadrante cuanto antes” pensaba Drónagai. Aún tenía que recargar más hidrógeno para poder dar un salto que la dejase cerca de su zona, pero sería mejor arriesgarse a un salto mediocre que les permitiera dejar atrás el territorio rantígono y, una vez a distancia prudente, recargar de nuevo con tranquilidad. Había pasado más de un día, y Bainiq había mejorado mucho. El veneno había sido contrarrestado con el antídoto y, aunque el pasajero aún estaba muy débil, el agua y el alimento habían hecho milagros. No se trataba de un hombre joven, era ya maduro, pero su constitución era robusta y sin duda se recuperaría sin problemas, pensó mientras se dirigía al camarote de éste. Apenas la vio entrar, Bainiq sonrió.
—Me alegra encontrarle despierto, tenía que hablarle — “no le gusta andarse con rodeos, es una mujer muy directa”, pensó él —. Quiero dejar esta zona cuanto antes. Por lo que he visto en sus recuerdos, es usted un esclavo. En mi planeta no existe la esclavitud, puedo dejarle allí o en algún mundo cercano donde será libre, pero, ¿tiene algún medio de ganarse la vida?
—Me parece una medida juiciosa — contestó Bainiq —. Y sí, lo tengo. Soy profesor.
—¿Profesor?
—Maestro, tutor — se explicó, y Nagui sonrió.
—Sí, sé lo que es un profesor, pero… ¿Qué hace uno en este cuadrante? Las mujeres guerrero no admitirían a un hombre maestro, y los rantígonos son xenófobos, ¿a quién daba clases?
—A los hijos de uno de los miembros del Consejo de ese planeta — Contestó. Su voz era segura y muy bella, profunda como la de alguien que está acostumbrado a usarla y sabe llamar la atención con ella —. Saben que soy un gran experto en física teórica y en lenguas vivas y muertas. Uno de los mejores, aunque me esté mal el decirlo. El cogerme a mí como tutor privado de sus hijos no iba en contra de sus ideales si le libraba de tener que buscar tres profesores a los que tendría que pagar.
—¿Por qué le torturaron? — Bainiq tardó ahora unos segundos en contestar.
—Sora Alántanos, el hombre que me alquiló, no estaba conforme con algunos extremos de la educación que di a sus hijos — dijo al fin —. Yo intenté enseñarles que ninguna raza es superior a otra, que todos somos iguales en el universo y que la xenofobia no tiene sentido. Cuando el Sora lo descubrió, montó en cólera. Me torturó durante varios días y su intención era acabar con mi vida. Pero mis dueños legales, una familia de feralihi, me reclamaron. Si me mataba, tendría que pagarles a ellos mi valor íntegro y, probablemente, se expondría a un juicio. No estaba dispuesto a ello, así que me dejó en libertad. Poniéndome en una nave sin apenas combustible ni víveres, y llevando un veneno en mi sangre.
“Es la verdad. Pero no toda la verdad” pensó Drónagai.
—Los rantígonos son crueles — sentenció Nagui y, para su sorpresa, Bainiq negó con la cabeza.
—Oh, no. No — sonrió —. Sora Alántanos es cruel. Y muchos otros como él también lo son. Pero sus hijos eran unos niños encantadores. Hay mucha gente buena en Rantiga, gente que desea abrirse al mundo y que no comparten las ideas herméticas y xenófobas. Es un error juzgar a toda una sociedad, sólo por aquéllos que hacen más ruido.
—Si toda esa gente buena no hace nada por detener a los malos, son malos ellos también — arguyó Nagui —. Esos niños encantadores que dice, crecerán con un padre que les enseñará a odiar y a despreciar a todos los seres del universo. Serán como él.
El rostro de Bainiq se ensombreció. Parecía a la vez iracundo, y triste.
—Lo sé — admitió —. Durante mi cautiverio, les hizo entrar un par de veces, y les incitó a divertirse torturándome. Al principio no quisieron hacerlo, pero el Sora les convenció uno por uno. Durante horas me pincharon, me quemaron y me fustigaron. Fue lo que más me dolió. No… no pudo inventar nada que me hiciera tanto daño como eso.
Nagui se sintió indignada, ¿qué tipo de persona, qué clase de padre hacía algo así? Sin poder contenerse, colocó su mano en la frente de Bainiq. El recuerdo estaba allí, vívido y nítido como un holograma. Los tres pequeñuelos miraban a su maestro que colgaba de los brazos, sin comprender qué sucedía. El mayor de ellos tendría unos once años. Su padre les decía que ese maestro al que tanto admiraban, no era más que una bestia, un animal que carecía de distinción o refinamiento, ni siquiera tenía inteligencia; no era más que un loro que repetía lo que venía en los libros, su trabajo podía hacerlo el computador recitando lecciones. “Es como un animal” Decía su padre, aquél rantígono tan hermoso como cabrito. “Es como un tajat salvaje, ¿sentiríais pena por un tajat, una bestia que se come a sus propios cachorros?” Los niños negaban con la cabeza. “Entonces, no está mal que nos divirtamos con él. Él nos mataría a nosotros si pudiese. Lo que hay que hacer, es matarle a él antes”. Los niños pegaban con timidez primero, pero al cabo del tiempo, animados por su padre y llevados por su propia bestialidad, pegaban con fuerza y se reían alegremente. No lo veían importante, eran como gatitos arrancándoles las alas a un insecto. Resultaba terrorífico oír aquellas risas tan alegres, tan infantiles, en boca de unas criaturas que hacían daño a otra por puro placer. El dolor físico, no obstante, no era tan duro como el espiritual.
“Alantasii, tú me admirabas. Tú sabes que no soy un loro, ¿cuántas veces te he explicado cosas que no entendías? ¿Hace eso un computador? Adarina, si tú me quieres, si tú eres la pequeña que viene siempre corriendo hacia mí y me abraza, ¿por qué me haces tanto daño? Yo siempre os he querido, desde el momento en que os vi, y siempre hemos sido amigos…”. Un sinnúmero de pensamientos de lástima cruzaba por la mente del torturado. La pena era tan inmensa que a Nagui se le partía el corazón, pero sentía que aquello era su deber tanto como curarle o aplicarle el antídoto.
Bainiq la miraba con ojos asombrados y la frente perlada de sudor. La tomó de la mano y la apretó entre las suyas.
—Me… siento mejor — dijo, asombrado — ¿Qué ha hecho?
—He compartido su dolor. Es una especie de empatía, pero a un nivel más hondo — explicó Nagui —. Entre los humanos, es habitual hablar de aquello que les aflige para encontrar alivio compartiéndolo. Entre los somnia, directamente compartimos el recuerdo y nos llevamos parte del dolor. Esa pena por la traición proveniente de los niños que usted amaba, ahora también la siento yo. Y es horrible, pero me alegro de haberlo hecho.
Las lágrimas brillaban en los ojos de la mujer. En parte eran de pena, era demoledor sentir tanto cariño por esos pequeños y ver la feroz diversión en sus ojos cuando le infligían dolor y le oían gritar, cómo se burlaban de su tortura. Pero en parte, también eran de alegría. Había proporcionado alivio a Bainiq, y la sensación de gratitud que emanaba del profesor era inmensa. Maestro y botánica se quedaron mirando, con las manos apretadas. Nagui ya sabía que el enlace mental, con otras especies, era una práctica peligrosa por los sentimientos que tocaba; tanto los somnia como sus “primos evolutivos”, los lilius, sabían aquéllo. Pero sabía la falta que le hacía a Bainiq, sería inhumano negárselo.
—Soy maestro en once lenguas. Y no se me ocurre una palabra que exprese lo suficientemente mi gratitud en ninguna de ellas. No sólo ha curado mi cuerpo, también mi alma, ¿qué puedo hacer para compensarle?
—Ya lo ha hecho — sonrió ella —. Igual que veo su dolor, veo todas sus emociones. Sé que no me miente. En esto — recalcó —. Saltaremos dentro de una hora.
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—Hemos encontrado la nave, Sora Alántanos. Vacía. — dijo el recadero. El bello rostro del Sora no dejó traslucir ninguna emoción, pero los colores irisados que bailaban en su piel, se juntaron en ondas apretadas.
—Alántanos, déjalo en paz, te lo ruego — susurró la mujer que tenía a su lado. Tan hermosa como él y con vestimentas que rivalizaban en lujo, expandió la cola multicolor de su cuello para verse más atractiva para su esposo, y lo consiguió —. Quien quiera que le encuentre, volverá a venderlo como esclavo o lo devolverá a sus dueños para cobrar la recompensa. Olvídalo, por favor. Y déjame olvidarlo a mí, es lo único que deseo, olvidar a ese violador.
El bofetón fue tan rápido que la mujer no terminó la palabra. No se quejó, a pesar del hilo de sangre azul que manaba de su nariz, ni tampoco limpió esta.
—No… digas esa palabra en mi presencia, ramera — masculló el Sora. — Tú y yo sabemos la verdad.
—La única verdad es esa, ¡él mismo lo admitió! ¿Quieres cruzar los cuadrantes y gastar naves y hombres buscándole? ¡Hazlo, si te hace feliz! Eso no cambiará nada.
La mujer recogió ligeramente el bajo de su largo vestido y abandonó la estancia, sin cuidarse lo más mínimo de las gotas que sangre que caían sobre su ropa. El Sora no le dedicó ni una mirada.
—Encontradle — dijo a sus recaderos —. Y matadle. Lejos. Y aseguraos de que la Sorina se entera de su muerte. Veremos entonces si es verdad que eso, no cambia nada.
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Nagui hundió las manos en la tierra perfumada y recogió el brote entre ambas. Con cuidado, lo colocó en una maceta mayor y la rellenó con mantillo violeta. Aún quedaba casi media hora para que los motores estuviesen calientes y listos para el salto, y en su laboratorio aprovechaba mejor el tiempo que en ningún otro lugar. Estaba tan ensimismada que el silbido de la puerta casi la sobresaltó.
—¡Bainiq! — la sorpresa de su voz, no estaba privada por completo de agrado, aunque se apañó para convertirla en un ligero reproche — ¿Qué hace levantado? Debería estar en su camarote, reposando.
—No podía seguir acostado, y ya me encuentro mucho mejor — sonrió éste —. Seguro que hay algo en lo que pueda ayudar un ratón de biblioteca como yo.
La somnia no pudo dejar de sonreír. Es cierto que se conocían desde hacía poco más de un día, pero habían compartido mucho en ese tiempo; eran amigos y no tenía sentido negarlo.
—Si no le importa mancharse las manos, puede ayudarme a trasplantar brotes de sagenja.
—Con mucho gusto — contestó enseguida Bainiq, y se puso manos a la obra. La mujer -cielo bendito, ella había compartido su dolor, y él ni siquiera sabía aún su nombre- daba órdenes concretas y tan directas como ella. Su conversación era escasa, se notaba que no le gustaba la charlita insustancial, pero no era huraña. El maestro sabía que no le convenía acercarse más, pero aquello no era sino simple cortesía —. Acabo de darme cuenta de que no conozco el nombre de mi huésped. Me gustaría saber a quién debo toda mi vida.
—No sea tan exagerado, Bainiq — sonrió ella. Y una nota de vanidad en su risa, delataba que aquella exageración, no le resultaba desagradable. —. Yo sólo cumplí con mi obligación. Me llamo Drónagai, pero puede llamarme Nagui, a secas.
El maestro se rio. Intentó contenerse, pero se le escapó la risa. La mujer le interrogó con la mirada, y él pareció no querer darse por aludido, así que insistió.
—¿Qué le hace tanta gracia?
—Nada. Sólo… el darme cuenta de que existe un número limitado de sílabas en el universo, supongo.
—¿Qué quiere decir? — le urgió. “Bien, viejo chupatintas, tú solito te has metido en esto”, se dijo Bainiq, y confesó.
—Su nombre está compuesto de dos sílabas que, en lengua lilius, se usan para definir las mamas y para denotar afecto en forma de diminutivo — sin poder dejar de sonreír, continuó —. En lilius, su nombre podría traducirse como “pezoncitos”.
—…Ahora entiendo por qué los lilius sonríen y me miran fijo a los ojos cuando les digo mi nombre — Nagui intentó contenerse, pero al final soltó la risa. Miró a Bainiq y esté la hizo coro sin poderse contener, y acabaron los dos riendo a carcajadas. De pronto, la risa del hombre no se cortó. Fue más bien como si se la tragara, como si pretendiera eliminar cualquier sonido. Se quedó clavado en el sitio, mirando por una de las ventanas de la nave, con gesto de horror. La mujer volvió la cara y distinguió la nave rantígona. Se acercó a su invitado y le tomó del brazo.
—Son ellos, ¿verdad? — Bainiq asintió, mudo. — Bueno, mantengamos la calma, quizá no quieran… — sonó la petición de canal de comunicación —. Están llamando.
No dieron tiempo a que Drónagai abriese la comunicación, la voz saltó por el canal de urgencia. La voz clara y musical de un rantígono se hizo oír por el altavoz.
—Nave desconocida, se encuentra en espacio rantígono. Identifíquese. — exigieron.
—Carguero de investigación botánica. Bastidor Drona 01-71, en carga de hidrógeno para salto inminente — contestó la mujer.
—Carguero Drona, exigimos entrada de vídeo.
—¿Con qué propósito? — inquirió Nagui, al tiempo que hacía señas a Bainiq, y éste se ocultó de inmediato.
—No necesitamos darle explicaciones, se encuentra usted en nuestro territorio. Abra canal de vídeo o abriremos fuego.
—Eso es una amenaza directa hacia una nave pacífica, ¡ustedes pueden ver que no tengo equipos ofensivos!
—Precisamente por eso, le conviene obedecer. Sus escudos no aguantarían un segundo ataque. Abra canal de vídeo AHORA.
Nagui comprobó que Bainiq se había escondido bajo uno de los terrarios, en un punto ciego de la cámara, y pulsó la clavija de vídeo. En holograma, se hizo visible la imagen del rantígono que hablaba.
—Carguero Drona, debe saber que perseguimos a un criminal. Un esclavo fugado, acusado de un crimen muy serio. Necesitamos saber que no se encuentra en su nave, y a la vez queremos prevenirla contra él.
—En mi nave sólo estoy yo, ¿qué ha hecho ese esclavo?
—Es una bestia sin respeto por sus semejantes; ultrajó a la Sorina Adaria, y cuando el marido de ella, el Sora Alántanos, le descubrió, se lanzó contra él y atentó contra su vida. Sólo gracias a la extraordinaria fuerza y agilidad del Sora, se logró reducirle. Cuando íbamos a aplicarle su justo castigo, huyó cobardemente.
Por el rabillo del ojo distinguía Nagui los esfuerzos que hacía Bainiq por no delatarse al oír aquella retahíla de mentiras.
—¿Ultrajó a una rantígona? Se supone… presumen ustedes de ello, que la violación no existe entre sus mujeres. Que ningún rantígono caerá tan bajo, y que ninguna rantígona se dejará violar por un macho de otra especie, que antes morirá luchando o de asco, ¿acaso la mató también?
—Carguero Drona, el fugitivo es un hombre despreciable dotado de fuerza asombrosa — el encargado apenas había titubeado —. Logró dejar inconsciente a la Sorina gracias a su brutalidad, pero no acabó con su vida.
—Entonces… logró inutilizar a la Sorina, pero, ¿además logró escaparse de ustedes? ¿Cómo consiguió dar esquinazo a los rantígonos, los únicos seres inteligentes del universo?
—Carguero Drona, no voy a darle más detalles de lo que es un secreto de estado. Prepárese a que subamos a su nave para registrarla.
—Legionario rantígono, no voy a cederle el acceso a mi nave sin una orden de la CIP que me obligue a ello — La cólera subía al rostro del emisario. No sólo le plantaban cara, además le insultaban llamándole “legionario” cuando su rango era de centurión. Él había hecho lo mismo, ella era capitana en su nave, no una carguero, claro. Pero ella no era más que una somnia, una raza inferior que pretendía caer simpáticos a los demás a base de leer sus pensamientos y acoplarse a lo que los demás esperaban de ellos, ¿cómo se atrevía semejante basura a mirarle a los ojos?
Nagui aguardó. Eran muy capaces de largarle una andanada de energía y reducirles a fotones, pero su nave estaba inscrita en el registro de la CIP y, si no volvía, se interesarían por ella, se armaría revuelo. A los rantígonos no les gustaba en absoluto que nadie se metiera en sus asuntos y solían ser prudentes para no llamar la atención de la CIP. El rantígono le dedicó una sonrisa paternal, desagradable, y habló de nuevo.
—Señorita Drona, capitana — su voz era ahora melosa —. Tiene razón en lo que ha dicho: no se puede violar a una rantígona. La Sorina insiste en que fue forzada, pero su esposo tiene serias dudas acerca de esa afirmación. Precisamos capturar al humano para investigar su versión. Si no le encontramos, la Sorina Adaria será ejecutada antes de una hora.
—¿Ejecutada por ser violada? ¿Qué clase de justicia es esa? — se indignó Nagui.
—La justicia rantígona. En la que usted no debe meterse. Pero, claro está, si supiera cualquier cosa del paradero de ese humano, podría serle a la Sorina de gran utilidad. El tiempo se le está acabando. Y sin duda sabe que los métodos de ejecución de Rantigo, están destinados a ser ejemplarizantes: no son ni rápidos, ni piadosos. La Sorina Adaria será primero expuesta desnuda para que todo aquél que lo desee, la humille como guste, escupiéndola, azotándola, orinándose sobre ella… más tarde, será presentada, cubierta con cualquier suciedad que le hayan echado encima, a sus hijos, para que estos le hagan saber cuánto les avergüenza y renieguen de ella. Y finalmente, será encajonada, ¿no conoce la muerte por encajonamiento, capitana? — la mujer trató de interrumpirle, pero el oficial elevó la voz y prosiguió — Oh, es muy divertida. No, no corte la comunicación, por favor, déjeme contárselo. Se encerrará a la Sorina Adaria en un arca de cristal que deja fuera la cabeza y las manos. El arca es transparente para que pueda contemplar todo el proceso, porque dentro de la caja, hay pequeñas larvas de gusácaros. Como la Sorina Adaria tendrá que orinar y defecar en el arca, las larvas crecerán gracias a ese alimento. Y empezarán a meterse por su recto, y su vagina, y procederán a comerla viva de dentro a fuera, muy despacio, y ella podrá verlo to…
—¡Basta! ¡Sí! ¡La violé! — Bainiq salió de su escondite y se colocó frente a la cámara. Nagui se llevó las manos a la frente. El maestro había sido muy caballeroso, pero había caído en la trampa del oficial como un cachorro recién nacido. Éste lució una sonrisa victoriosa tan desagradable que hubiese agriado la leche. — La forcé. La estuve acosando durante semanas, ella se negaba a mirarme, yo no podía soportarlo, y la amenacé con violar a su hija menor si ella no me concedía su cuerpo, ¿es eso lo que quería oír? Dígale al Sora Alántanos que lo repetiré delante de su Consejo. Puede torturarme otros seis días, y mi palabra seguirá siendo la misma.
El oficial tamborileaba con los dedos en el brazo de su sillón, aparentemente muy satisfecho. Pero Nagui no estaba dispuesta a ceder así como así.
—Bien, carguero Drona. Admita el teletransporte para que podamos llevarnos a nuestro prisionero, y olvidaremos que nos ha mentido.
—No — contestó, y la mirada de estupor le llegó a la vez de Bainiq y del oficial.
—Sin duda no la he entendido bien…
—Me ha entendido perfectamente, oficial. No pienso cederle a este hombre — el rantígono intentó hablar, y casi lo consiguió, pero Nagui siguió hablando, elevando la voz y, como al rantígono le interesaba enterarse de lo que decía, acabó por callarse —. Lo único que tengo es su palabra, no una orden de detención. Y sin ella, no puedo confiar en que sea realmente culpable. Es un esclavo, y mi planeta no admite tal régimen. Esta nave forma parte de mi planeta, es territorio Hipnos, y todo lo que hay en ella, incluyendo al humano, pertenece a mi planeta. Le he dado asilo político y lo ha aceptado.
—No puede hablar en serio — se rio con superioridad su interlocutor —. Ese humano es un esclavo y nos pertenece, no puede negarse a devolverlo.
—Este hombre se encuentra en una nave neutral de un planeta no esclavista. No puedo entregarlo sabiendo que le van a ejecutar, y no lo haré.
—¡Si no lo entrega, abriremos fuego! — Bainiq intentó mediar, quiso decirle a Nagui que no valía la pena, que él se entregaría, pero la mujer le agarró del brazo y continuó.
—La CIP está informada de mi posición, y saben que llevo un humano herido a bordo. Si desaparezco, querrán saber la razón, y usted y yo sabemos las ganas que tiene la Confederación de iniciar una investigación lo más exhaustiva posible en este sector. Sin duda, les parecerá muy curioso el hallazgo de un humano en este cuadrante xenófobo, pero más aún la desaparición de la nave en la que era transportado, ¿no cree, legionario? Los humanos son una raza muy celosa de sus derechos y libertades, y tienen mucho peso en la CIP. Y llevan más de dos décadas intentando establecer colonias en este cuadrante, cosa a la que ustedes siempre han podido negarse, amparándose en su política de no agredir jamás a terceros. Si la CIP llegara a enterarse de que los rantígonos tienen esclavos de otras razas y que no vacilan en destruir una nave pacífica extranjera para acabar con uno… — Nagui sonrió —. Seguro que le agradecerán durante muchos siglos, que les diese este pretexto.
El oficial tenía los labios tensos y apretados como un esfínter, los puños rígidos contra los brazos de su sillón. Drónagai no apartaba la mirada. Bainiq estaba nervioso, pero luchaba por permanecer impasible.
“En una situación similar, Adaria me vendió. Siendo la Sorina podía mentir, engañar, negociar… pero prefirió venderme para salvar el pellejo. Me prometió amor eterno y un segundo más tarde, me echó a los lobos. Y Nagui, una mujer que apenas me conoce, para quien no significo nada, arriesga su propia vida para intentar protegerme. Qué mujer tan extraordinaria”, pensó el maestro. Y él no lo sabía pero, al estar agarrado a Nagui, ella podía oír todo lo que él pensaba.
—Carguero Drona, esto ha de quedarle claro — contestó al fin el rantígono —: ese hombre no es una criatura de fiar. Es un violador y un asesino que no le agradecerá lo más mínimo lo que está haciendo, sino que intentará aprovecharse de usted todo lo que pueda. Si insiste en compartir su nave con una fiera, es decisión suya, pero aquí pesan cargos contra él, que pueden incluso ser llevados ante la CIP. No tenemos miedo de ocultar nada, y tampoco nos interesa crear un conflicto estúpido por una bestia que no lo merece; bastante daño ha causado ya. Voy a consultar con el Sora Alántanos, y me pondré en contacto con usted nuevamente en veinte minutos. No abandone nuestro espacio, o la consideraremos culpable de complicidad con un criminal.
El rantígono no aguardó respuesta, cortó la comunicación y la imagen holográfica se esfumó. Bainiq contempló el rostro azulado de la mujer, sus mejillas elevadas y sus ojos felinos. Puede que no fuese una beldad, pero era arrojada, valiente, generosa… y sí, también guapa. Estuvo a punto de deshacerse en agradecimientos hacia ella, pero la mirada de Drónagai era fría, dura.
—¿Por qué no me contó eso? Sabía que me ocultaba algo, pero no que abusase de una mujer o que la amenazase con…
—No hice nada de eso. Creo que usted lo sabe — se defendió Bainiq —. Tuve miedo de contarle de qué me acusaban. Usted es mujer, y ante una violación, no puedo esperar que nadie se ponga de parte mía, pero una mujer menos aún.
—Aun así, ¡debió habérmelo contado! ¡Es bastante serio! ¡Si no le entrego, es posible que maten a esa mujer, y si lo hago, le ejecutarán a usted!
—¡Era doloroso! — confesó el hombre, y Nagui se apaciguó. El hombre intentó explicarse, pero era indudable que no sólo el dolor de su corazón, también la vergüenza le hacía difícil sincerarse. Tendió su mano, y suplicó con la mirada. Nagui asintió y la tomó entre las suyas. Suponía que, dentro de lo embarazoso, aquello le resultaba menos incómodo.
En las imágenes que vio, no sólo había alegría. Había felicidad. La felicidad sencilla, pura, de un hombre rodeado de personas a las que amaba y por quienes creía ser amado. Tres niños, dos chicos y una chica, cada uno más guapo que el otro, saltaban entre la hierba y las flores multicolor de un gran jardín, jugando con una cometa. Sus rostros irisados estaban cargados de colores, ruborizados por el ejercicio y el calor, y todos revoloteaban en torno al maestro, haciéndole mil preguntas, piando como polluelos, intentando llamar su atención y obtener a cambio una sonrisa, una caricia. Era evidente que le admiraban y respetaban, pero también le querían. Junto a Bainiq, estaba ella.
La madre de los tres niños era una rantígona bellísima. Su piel parecía porcelana de colores, y ella daba la impresión de ser casi tan frágil. Su cola occipital se desplegaba y sacudía graciosamente, mostrando los bellos reflejos, en plumas que debían alcanzar el metro y medio de longitud. Su sonrisa podía iluminar todo el jardín, y sus ojos violetas despedían timidez y pasión por igual. “No es extraño que perdiera la cabeza por ella”, pensó Nagui.
“Era mucho más que una criatura hermosa” contestó el maestro. A través de otras imágenes, la mujer vio cómo Bainiq y la Sorina se habían conocido e intimado. Cómo ella le había hablado de su soledad, cómo su marido la descuidaba y lo abandonada que ella se sentía, cómo el Sora era tan rígido y autoritario con sus hijos, que les asustaba, mientras que él era capaz de imponer disciplina y educarlos con la palabra y no a bofetones. Vio muchas miradas de complicidad entre ambos. Manos tocadas y cogidas a escondidas. Besos robados en pasillos desiertos. Citas a medianoche para burlar la seguridad. Una intensa sensación de vergüenza cuando vio una imagen de aquella mujer desnuda, debajo de Bainiq. Vergüenza y autodesprecio. El humano se sentía un iluso, un crédulo engañado, un bobo. Después, dolor. Un dolor que laceraba el corazón como una aguja al rojo que atravesase el pecho hasta salir por la espalda. La imagen mostraba a un soldado rantígono, y a la Sorina llorando a gritos, tirándose de las plumas de la cola, y gritando que él la había ultrajado, que había accedido a ello porque él la había amenazado con tomar a la pequeña Adarina si ella seguía negándose. Rogando que lo mataran enseguida y que no avisaran a su amo y esposo para no avergonzarlo, exigiendo la cabeza de Bainiq el violador.
Nagui sentía la decepción y el corazón destrozado de su amigo, como si hubiera sido ella misma quien sufriese la traición. Bainiq, con la mano aún entre las suyas, permanecía con el semblante bajo y embarazado. La somnia tenía muchas ganas de abrazarle o, cuando menos de acariciarle el rostro para intentar confortarle, pero sabía que un gesto de cariño de una mujer, le recordaría lo que acababa de perder. “Si lo desea, tiene que salir de él”, se dijo.
—No nos dejarán escapar fácilmente — dijo Bainiq, quizá más para romper el silencio que para expresar lo que pensaba —. La amenaza de la CIP les asusta, pero su orgullo es mayor que su miedo.
Nagui pensó. “Miedo…”.
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—Sora, si la obligamos a cederlo, avisará a la CIP. Y si la matamos, también lo sabrán, ¡la Confederación está enterada de que está aquí!
—Y si le dejo ir, la Sorina dirá que fue violada — contestó el Sora —. Es un insulto a mi honor como marido y Sora, y una afrenta hacia todas las mujeres rantígonas. ¿Qué opinarán ellas, si llega alguien a decirles que pueden ser violadas, que son tan vulnerables al crimen sexual como cualquier raza inferior? Ese humano tiene que desaparecer, y la CIP no ha de tomar parte en lo que no le concierne. Haz lo que sea preciso, pero que desaparezca.
El oficial intentó objetar algo más, pero el Sora cortó la comunicación. “Que desaparezca. Eso pronto está dicho”. Sabía que era poco menos que una traición, pero empezó a pensar si aquella mujer, no se avendría a algún tipo de acuerdo que no les restase dominio… En aquel momento, sonó la petición de comunicación de parte de la nave de la somnia. Sin duda, venía a decirle que tenían a una nave de la CIP de camino, pensó, y estuvo tentado de ignorar la petición, pero la abrió. Y lo que vio le dieron ganas de batir palmas.
—Oficial, vamos a hacer un trato usted y yo, ¡estate quieta, zorra! — gritó Bainiq, zarandeando a Nagui, a la que tenía sujeta con el antebrazo en la garganta y las púas metálicas del rastrillo muy cerca de su cuello, herramienta que la mujer no dejaba de mirar, con el terror pintado en los ojos — Ustedes no quieren que la CIP meta sus narices aquí, y yo no quiero volver a que me maten en su planeta.
—Por favor… ¡ayúdenme! — gañó Nagui, con una lágrima escurriendo de su ojo derecho, y el humano atenazó más el brazo. La mujer gorgoteó y se calló.
—¿Por qué deberíamos hacer ningún tipo de trato, humano? — preguntó el oficial.
—Por que será bueno para ustedes, para el Sora, y para mí — el rantígono no contestó, señal de que esperaba que Bainiq siguiese hablando. —. Ustedes me dejan saltar con esta zorra, me pierden de vista, y yo me encargaré de que ella no vuelva a incordiarles con la CIP. A cambio, le dicen al Sora que me han matado, que me han volatilizado, y me dejan en paz.
—Humano, nos está pidiendo que mintamos… quizá usted sea capaz de algo así, pero nosotros no nos rebajamos a…
—¡Decídase, porque si no lo hace, violaré a esta golfa delante de usted, y tendrá que explicarle a la CIP que me vio atentar contra ella, y no hizo nada para detenerme! — Bainiq babeaba al gritar, y la mujer sollozaba de terror. Sus labios formaron una palabra: “socorro”. El oficial la miró con superioridad.
—Carguero Drona, ya le advertimos sobre este hombre. Le dijimos que no debía usted acogerlo en su nave, que era una bestia sin autocontrol. Nos ofrecimos amablemente a librarle de él, a protegerla… pero usted prefirió amenazarnos. Ahora ve las consecuencias de su desafío. Ahora, tiene que aprender una lección — cambió el foco al humano —. Sea. Salte, y no se le ocurra volver por este cuadrante.
—Pierda cuidado, lo último que me apetece es echarle la vista encima a otro de ustedes en mi vida, ¡hasta nunca! — Bainiq pulsó el botón de suelta de motores y el salto fue casi instantáneo. Donde había estado la pequeña nave de carga, de pronto ya no quedaba nada. El oficial sonrió, satisfecho.
—Señor, ¿qué le diremos al Sora Alántanos? — preguntó el segundo.
—Le diremos la verdad: que el humano intentó violar a su benefactora, ella nos suplicó ayuda, y nosotros atomizamos la nave. Ha desaparecido, como el Sora deseaba, y la CIP no nos pedirá explicaciones, puesto que el humano está vivo, y la nave ha salido de nuestro cuadrante. Si él decide matar a la somnia, ese ya será su problema.
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Bainiq dejó caer el rastrillo, pero no soltó a la mujer, ni esta se separó de él cuando preguntó al ordenador de a bordo la distancia a la nave rantígona más cercana.
—Datos desconocidos — contestó el ordenador — la nave rantígona más cercana se encuentra fuera del espacio años-luz detectable.
Nagui sonrió, y a sus oídos llegó también el sonido de la sonrisa del maestro, el alivio que pareció emanar de su cuerpo, y cuando se volvió, vio algo más que gratitud en su mirada. El brazo de Bainiq, antes en su garganta, se paseó lentamente por su espalda, casi hasta sus nalgas, cuando ella se dio la vuelta para mirarle. El hombre estuvo a punto de hablar, pero no lo hizo, ¿qué falta hacía, si ella ya sabía todo lo que pensaba? La abrazó. Al principio un abrazo amistoso. Al segundo, la apretó contra sí, y cuando Nagui devolvió el abrazo, buscó su boca con la suya, besó su frente, sus ojos cerrados y finalmente la besó en los labios.
“¿Aún piensas que vas a lamentarte por subirme a bordo?” pensó Bainiq, y la mujer le miró con asombro.
—Tenías el micrófono abierto para intentar que te contestara — se explicó —. No podía hablar, pero sí oía todo lo que decías. Dime, ¿aún crees que puedo ser un asesino, una fiera?
Nagui asintió.
—Antes, lo temía. Pero ahora estoy convencida. — Suavemente se deslizó contra su pecho y le besó de nuevo, dejando a su lengua abrirse paso entre sus labios. La caricia fue dulce y apasionada a la vez, y Bainiq sintió que su erección se hacía patente bajo su sencilla túnica de esclavo. Las manos de la mujer se dirigieron al cinto rojo que la cerraba, y lo soltaron de golpe. El maestro se sintió tan sorprendido que tuvo que soltarle la boca. Si Nagui era directa para conversar, lo era tanto o más para otros menesteres.
Drónagai sintió la ráfaga de sobresalto de su compañero. La última vez que alguien le desnudó, fue para humillarle y someterle, y ella lo sabía. Le acarició la calva cabeza hasta la cara, con ternura, y sonrió. “Te deseo, Bainiq”, pensó para él “Quiero darte cariño. Placer y cariño”. El maestro le besó las muñecas, y cerró los ojos de gusto cuando ella bajó las caricias por su cuello, su nuca, su pecho peludo y sus costados, por dentro de la basta tela roja de la túnica cruzada, bajo la cual no había prenda alguna. Se dejó abrazar y tocar, mientras los gemidos querían escapársele y sus manos buscaban a la vez los cierres de la ropa de Nagui, sin hallarlos. Él estaba acostumbrado a vestidos que se abrochaban en la espalda, no a ropa que se cerraba en el frente, y la propia somnia le llevó la mano derecha al cierre imán de su pecho.
Nagui le dejó deslizar el imán a lo largo de toda la costura que cruzaba en diagonal su pecho y bajaba hasta las caderas, y dejó caer al suelo el traje de trabajo. Nagui llevaba ropa interior elástica, cómoda y sin adornos. Pero a Bainiq le pareció increíblemente erótico, mucho más que toda la lencería que había visto en otras ocasiones. Los pechos de su compañera, redondos y tersos, se adivinaban bajo el top blanco, donde apuntaban los pezones erectos. El maestro no aguantó la tentación; sin darle tiempo a que se quitara la prenda, abrazó a Nagui y le apresó uno de los pezones entre los labios.
La mujer gimió y le abrazó. “¡Sí!” pidió dentro de la mente de su amante, y él se lo dio gustoso, a la vez que pellizcaba el otro. Las manos de Nagui no permanecieron quietas mucho tiempo, enseguida se colaron bajo la túnica floja y perfilaron la espalda de Bainiq con las puntas de los dedos. Éste se estremeció y soltó los brazos para que la inútil prenda se deslizara por ellos. Le hubiera gustado que hubiera una cama, llevarla en brazos a uno de los camarotes y hacerlo cómodos… pero no podía aguantar más. Sabía que ella tampoco, y simplemente se arrodilló en el suelo frente a ella, y besó su vientre mirándola a los ojos, a la vez que sus dedos jugueteaban con la cinturilla de las bragas y la bajaban poco a poco.
“Sí, por favor… sí, por favor”. Apenas hubo bajado lo justo, Nagui le tomó de la nuca y le acercó a su sexo desnudo. Bainiq inhaló con deleite, ¡qué maravilloso, qué embriagador perfume! Olía salado y prohibido. Olía a placer y a exotismo. La abrazó por las nalgas y besó la indefensa rajita. Su lengua salió casi sin que se diera cuenta, y lamió justo la zona más alta, el principio donde comenzaba la abertura, y donde sabía que estaba el botoncillo mágico. Nagui tembló, y una sonrisa se escapó de los labios de Bainiq. Ahí estaba.
Notaba el bultito en su lengua, y apresó las piernas de Nagui entre sus brazos para impedir que las abriera, para centrarse en el clítoris recién despertado. El sabor y el aroma de los salados jugos de su compañera le inundó a la vez la boca y la nariz, ¡ah, qué delicia! ¡Qué extraña y asombrosa delicia! ¡Qué divertido darle tanto placer con algo tan simple como un beso! Nagui se agarró a los hombros de Bainiq y tembló, ¡qué rico! Hacía al menos un año que no… ooooh, qué bien lo hacía ese goloso, no dejaba de lamer y chupar su perlita, ¡qué placer! El cosquilleo eléctrico crecía sin parar, su coño desbordaba de jugos y la lengua del maestro se deslizaba sobre su clítoris y aleteaba sobre él y su sexo cerrado y apretado, donde se acumulaban el calor y el placer. Parecía que el picor luchaba por salir del encierro de su vulva apretada, y Nagui gimió e intentó inclinarse, en parte por que las piernas apenas la sostenían, en parte por intentar que Bainiq le concediese un respiro, ¡era demasiado! ¡Era… era eléctrico, excesivo!
El maestro vio su intento y se anticipó. Abrazó con fuerza las piernas de la mujer y las apretó contra sí para desequilibrarla y que tuviera que echarse atrás. Con la espalda apoyada en el arco de la ventana, Nagui no tenía escapatoria, y él siguió chupando. Sin piedad. Drónagai ya no podía ni pensar. No en palabras. Pero las imágenes sí seguían acudiendo a su mente, y en ella se incrustaron los muslos, la punta del pene de Bainiq que vio a través de su túnica entreabierta la primera vez que le vio. Y ya no aguantó más.
El gemido cambió a grito y enseguida a chillido. El clítoris de Nagui se contrajo con tal fuerza que ella lo sintió retraerse, pero su amante no lo soltó; sin estimularlo, pero lo mantuvo preso entre sus labios mientras ella tiritaba y ponía los ojos en blanco. El placer eléctrico la recorría en olas de picor y estallidos, un cosquilleo delicioso; cada contracción de su coño le mandaba sensaciones de picardía y placer, de gusto maravilloso, que se hacían más dulces a cada segundo. Bainiq depositó un beso en su vulva. Lamió los labios en largos círculos mientras ella se calmaba, y cada vez que su lengua se colaba, juguetona, entre ellos, Nagui daba un respingo y un gritito.
La mujer se dejó deslizar, desmadejada de gusto, pared abajo, hasta sentarse frente a Bainiq. Este subió a besos por su vientre, hasta llegar a las tetas, y le quitó el top que aún llevaba, y con él le secó el sudor de la cara.
—Tengo mucho, mucho que agradecerte, Nagui — sonrió —. Apenas he empezado.
Nagui le abrió los brazos y él la estrechó contra su pecho, haciendo que se deslizara por completo al suelo, cobijándole la cabeza entre sus brazos, delgados pero fuertes y cubiertos de vello entre negro y gris. El rostro azul de la somnia estaba purpúreo cuando separó las piernas y le abrazó entre ellas, pero no fue la única que se ruborizó. Cuando ella bajó las manos a las nalgas de Bainiq y le empujó de ellas para que la penetrara, él también lo hizo. Nagui sabía que su amante estaba muy excitado, emocionado y deseoso. Sabía que salía de la tortura y el miedo, para caer en el agradecimiento y la pasión, y quizá incluso en el amor. Sabía que aquel encuentro sexual, no duraría gran cosa. Sabía todo eso, y mucho más, pero quería tenerle dentro y que se saciara con ella, quería cumplir su promesa de darle placer y cariño. En los ojos de Bainiq había un millón de chispas. Embistió.
La espalda del maestro se doblo como si pretendiera atravesar el vientre de Nagui, y así lo sintió ella. Le abrazó con las piernas y apretó los dientes. Los somnia, capaces de conseguir el éxtasis de sus parejas con muchísima facilidad puesto que ven sus pensamientos y saben exactamente dónde y cómo tocar, han reducido su aparato reproductor a un mero conducto para los espermatozoides, un fino tubo retráctil que sólo sirve para fertilizar, pero que no produce placer alguno en la penetración. En cierta manera, Nagui era virgen, pues jamás había sido penetrada por nada más ancho que el tallo de una flor, ¡aquello era muy distinto! Era ancho, gordo, ¡quemaba! Pero de un modo extraño, no deseaba que se detuviera.
Bainiq sintió el dolor de su compañera, e intentó moverse con lentitud. Y no era fácil. Era tan estrecho, tan cálido y húmedo… se sentía aprisionado por ella (“no deja de ser cierto, viejo roepáginas, te ha hecho prisionero”), succionado. Apretado, abrazado con tanta plenitud como ternura. La besó, con los dedos enroscándose en los cabellos color añil y acariciando en círculos su rostro. Despacio, empezó a moverse. Nagui gimió. Un gemido en el que se mezclaban el alivio, y el placer. El cuerpo de la somnia se relajaba, y al hacerlo, la penetración se hacía placentera.
“Si es así como lo sienten las lilius, a las somnia nos han estafadoooo…” pensó Nagui mientras se dejaba llevar por el placer de sentirse llena. Ella siempre había pensado que la penetración de la que sus “primas” lilius hacían tanta alharaca, era tan sólo una práctica sexual más, ni siquiera una de temperamento. ¿Qué importancia podía tener que alguien te metiera una parte de su cuerpo, cuando tenías el clítoris para procurarte orgasmos? Ahora veía lo equivocada que estaba. Era más, era mucho más que “meterte una parte de su cuerpo”. Era estar fundidos, era ser uno solo, era sentir el placer no sólo en el clítoris, sino en mil y un sitios que había tenido hasta entonces dormidos, era obtener algo que le parecía que había deseado siempre, sin saber, sin poder definir de qué se trataba.
Bainiq vio en los ojos de Nagui el placer que ella sentía, y aceleró. Apenas lo hizo, sintió que la explosión le llegaba, y era demasiado gozosa para contenerla. Nagui lo sintió a través de él, y se acopló a su placer con su mente. ¡Diosa! ¡Pero qué maravillaaaa…! Un bordoneo riquísimo y electrizante le subía desde las profundidades de su coño penetrado y se hacía más agradable a cada embestida, a cada suave deslizamiento. Sus pies se elevaron mientras los de Bainiq daban latigazos, y el placer creció a la vez en ambos. El maestro la miró a los ojos y vio cómo ella se sorprendía de la intensidad del goce, cómo se ponía tensa y gemía más y más fuerte a la vez que él también empujaba más rápido y al fin el placer estalló, estalló en un chispazo que les mordió a un tiempo desde los riñones a sus cuerpos unidos y les hizo convulsionar uno sobre otro, en medio de un gemido infinito. De olas de gusto que cada uno pensaba y comunicaba al otro. De ternura que les hizo estrecharse, y prodigarse mil besos mutuos, la cabeza de Nagui entre los brazos de Bainiq, ella abrazándole con brazos y piernas.
“Mi Nagui… mi Pezoncitos. Mi Nagui”. Pensó, mimoso, Bainiq, y ella sonrió. “Ya no puedo llevarte a ningún mundo donde seas libre, Bainiq”, bromeó ella “Ahora quiero que seas mi esclavo, que seas para mí”.
—¿Tu esclavo…? — jadeó Bainiq — Adelante.
**********
En su despacho, el Sora Alántanos estudiaba exigencias del Consejo y peticiones de sus representados, leía informes y ordenaba complejas listas de tareas para próximas reuniones, cuando llamaron a la puerta y él permitió el paso. Adarina, su hija menor, se acercó a su mesa flotante.
—Querría darle las buenas noches, augusto padre — musitó la niña, algo temerosa. El Sora no sonrió, y apenas miró a la niña, se limitó a decir “buenas noches”. Adarina hizo ademán de retirarse, pero no pudo resistir — ¿Cuándo volverá el maestro Bainiq?
Ante la pregunta, el Sora dedicó una mirada fría y despectiva a la pequeña.
—Nunca — la niña dejó ver su desilusión e hizo un puchero, y el Sora Alántanos, impaciente, resopló y continuó — Adarina, ese humano era malo. Por eso le pegamos, ¿recuerdas?
—Pero le pegamos para castigarle. Si ya le castigamos, ya sabe que no debe volver a ser malo, ¿no puede volver?
—No, no puede volver. Su castigo no era sólo pegarle, su castigo era morir — la niña pareció sorprendida hasta el horror —. Hizo mucho daño a tu madre, me hizo mucho daño a mí, y os hubiera hecho daño a todos vosotros también. Por eso le matamos, y por eso no volverá nunca. Así que deja de pedir por él, o conseguirás que tu padre se enfade — empezó a desplegar el arco occipital y la niña se retiró un paso —. Y tú no querrás que tu padre se enfade, ¿verdad?
Adarina no pudo contestar. El llanto le cerró la garganta y se echó a llorar. El Sora, molesto, agitó la campanilla que había en su mesa, y entró la Sorina, que se apresuró a espabilar a la niña. La tomó del hombro y la mano y, prometiéndole un bonito cuento antes de acostarse, la sacó de allí. Alántanos miró la espalda de su mujer. El vestido era descubierto en la espalda y dejaba las cicatrices a la vista, pero éstas no se hubieran apreciado normalmente. El Sora sonrió al contemplar la nuca mutilada, aún ensangrentada, de su mujer. En la chimenea todavía humeaban las hebras de aquellas plumas de las que esa puta se había sentido tan orgullosa. Le había serrado la cola occipital.