Curso universitario que termina de forma muy extraña con mi mamá

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Me miró directamente a los ojos durante varios segundos, dándose cuenta de que debía de llevar un rato desnudo masturbándome enfrente de ellos. Entonces cerró los ojos y empezó a chillar. Se estaba corriendo.

– Ah… ahhh… ¡AAHHH! ¡UFFFF! ¡ME CORRO! –exclamó.

Inevitablemente, aquello hizo que yo me corriera también. Con la espalda arqueada, empecé a eyacular en todas direcciones, sin apartar la mirada de la cara de mi madre. Ella, con el rostro rojo de esfuerzo y placer, volvió a abrir los ojos y observó atentamente mi corrida. No perdió detalle, estuvo contemplando fijamente todas las convulsiones de mi orgasmo.

Cristian no se enteró de nada. Yo fui muy silencioso, y además él estaba absorto en follarse a mi madre y correrse, algo que no tardó en ocurrir: empezó a acelerar cual conejo, y de pronto hizo unos movimientos de lo más cómico, lanzando unos grititos ridículos y cayendo rendido sobre ella. Yo cerré la puerta sin hacer ruido, y me metí en la cama. Creo que en esos momentos no era consciente de lo que acababa de pasar. Me quedé dormido muy rápido.

———-

Me desperté desnudo y con algo de resaca. No se oía nada. Entonces me acordé de la paja con mi madre de público: me dio un vuelco el corazón. Empecé a darme cuenta de lo que ambos habíamos hecho. Yo, como un sátiro pajeándome por la casa en pelotas ante mi progenitora; ella, tirándose a un tío con la puerta abierta, y con una mirada incestuosa a su excitado hijo.

Salí de la habitación. La puerta de enfrente se encontraba casi cerrada del todo. Con mucho cuidado la abrí, y miré el interior: sólo había un bulto en la cama, lo que indicaba que Cristian se había pirado. Además, su disfraz no se veía por ninguna parte y por la noche estaba en el suelo. Me dirigí al baño. Me puse a orinar, y sólo entonces reparé en que todavía iba desnudo. Me estaba volviendo un libertino.

Me preparé el desayuno y me senté a la mesa, tras vestirme. Al poco, mi madre se levantó y me dio los buenos días. Desayunamos juntos, pero ninguno mencionó nada de lo sucedido en la noche. Ambos lo sabíamos, ambos lo recordábamos, pero hacíamos como que no. La situación era violenta, y sin duda nos venían a la mente las imágenes de hacía unas horas.

Por fin, mi madre se atrevió a acercarse mínimamente a algo relacionado con el tema:

– ¿Qué tal con Aurora?

Lo dijo sin ninguna entonación especial, como si fuese lo más normal del mundo, mientras sujetaba la taza de café.

– Bien, es bastante maja.

No quise decirle mucho más: tendría que haberle contado que volví a casa no muy tarde y sin acompañante, algo que ella ya sabía de sobra.

No insistió y yo tampoco le expliqué más. No tocamos el tema de la fiesta de disfraces. Y por supuesto, ni en broma le iba a mencionar a Cristian.

El domingo fue un poco incómodo; pero en cuanto volvimos a la rutina entre semana todo pareció volver poco a poco a la normalidad. Seguíamos sin hacer referencia a lo sucedido, pero ya no nos sentíamos (o al menos yo) tan incómodos. El finde siguiente ella se fue al pueblo; imagino que quería poner algo de tierra de por medio un par de días. Me vino perfecto: quedé con Aurora y follamos en mi cama. Fue un gran polvo, pero mientras lo hacíamos no pude evitar pensar en la imagen de Cristian y mamá fornicando.

La tal Aurora resultó ser una guarrita de primera. Fue ella quien llevó la iniciativa, y me confesó que quería “seguir quedando para follar”. Se había tirado a varios de mi facultad, y a algún amigo mío. Me llegó a decir que ese mismo fin de semana se acostó con un tío el viernes. Decía que siempre que salía encontraba a algún chaval con el que follar. No podía tener celos ni encariñarme con ella, porque vi enseguida de qué palo iba. Pero se trataba de una magnífica oportunidad para tener a alguien seguro con quien chingar.

Esa misma semana me llegó un WhatsApp suyo: “me apetece follar ahora”. Por supuesto, no le iba a hacer ascos: “vale. Pásate por mi piso. Estoy solo”.

Mamá tenía clase de tardes, así que no llegaría hasta más de las nueve y media, porque salía a las nueve. Aurora llegó a eso de las siete y media. No me dio opción a nada: en cuanto abrí la puerta, se me lanzó a la boca, y sin más preámbulos comenzamos a liarnos. Me llevó ella misma hasta mi habitación, quitándose ya la parte de arriba.

– Quiero chupártela… -dijo, mientras me desabrochaba el cinturón y bajaba mis pantalones y calzoncillos.

Mi polla saltó como un resorte al ser liberada, y se lanzó a por ella ávida. Me terminé de desnudar, y le quité el sostén. Ella, de rodillas, no se cansaba de mamar mi rabo. Y tenía experiencia, lo hacía de maravilla. Sin dejar de chupar, se descalzó y se quitó los pantalones y el tanga. Se había desnudado con una tremenda habilidad, sin separarse de mi miembro. Entonces me lamió los testículos, al tiempo que se cebaba con la mano en el glande. Me estaba llevando al paraíso esta putilla. Pude ver, que con la mano libre había comenzado a masturbarse.

– ¿Te toco yo? –pregunté solícito.

– No… deja… déjame hacer a mí…

Ella mandaba. Desde luego, yo no se lo iba a impedir. A disfrutar. Le toqué las tetas mientras ella seguía a lo suyo. Eran muy pequeñas, apenas dos abultaciones con un duro pezón oscuro. No le hacía falta llevar sujetador, pero aún así lo llevaba. A pesar de ello, eran unos pechos bonitos y sobre todo morbosos. Los acaricié sin parar, y pareció que ella disfrutaba con mi magreo.

Me tumbó en la cama de un empujón. Se puso encima mío y nos besamos. Su lengua entraba y salía de mi boca, y me besaba el cuello, y bajaba hasta el pecho para volver a subir. Abrí el cajón para coger un preservativo.

– No… no hace falta. Tomo la píldora –me informó entre beso y beso.

De modo que volví a cerrar el cajón.

– Quiero follarte… ahora. Quiero que me folles –dijo suspirando y sin parar de lamerme.

Me agarré el rabo y lo dirigí hacia su coño, donde entró deslizándose. Estaba empapada. Se puso a botar como una loca, gritando sin parar. Llegué a temer que me lesionara el pene por la furia con la que se movía. Estaba muy delgada, y con sus dos pequeñas tetas parecía una estrella del porno. A ese ritmo, iba a hacer que me corriera en segundos, vaya loba estaba hecha.

– ¡Quiero dar la vuelta! –exclamo de improviso.

Y sin dilación, giró sobre sí misma, hacia atrás, sin sacar la polla de su interior. Quedó mirando hacia mis pies, apuntándome con el culo. Como el resto de su cuerpo, el culo era pequeño pero bonito. Muy redondeado y atlético. Con cada bote, los músculos de su espalda se tensaban, así como los propios glúteos. No sólo llevaba la iniciativa, sino que estaba en buena forma.

Me quedé mirando cómo su redondo culo subía y bajaba. Era casi hipnótico. Le puse las manos ahí, y me di cuenta de que ella al mismo tiempo se frotaba el clítoris.

– Me quiero… correr… -acertó a decir.

Yo intenté impulsar el ritmo, pero era ella quien mandaba. Entre chillidos y gemidos de placer, volvió a sacar la polla.

– Quiero que me folles a cuatro patas. Me quiero correr como una perra –me ordenó, justo antes de darme un morreo y ponerse en posición.

La tenía a cuatro patas. Empecé a penetrarla con violencia, y ella gemía a un volumen casi molesto, si no fuera por lo excitante que resultaba. Su pequeño y atlético culo se movía adelante y atrás, y mis manos encajaban perfectamente en cada uno de sus redondeados mofletes. Le di un cachete.

– AAHHHH!!! –exclamó.

No supe si le había molestado o le había gustado, de modo que no me atreví a darle otro.

– DAME OTRO, PERO MÁS FUERTE!!! –profirió, dejándome claro que sí le molaba.

Repetí, y le di un tortazo en el culo. Sonó muy fuerte, y ella a continuación chilló.

Le di otro cachete fuerte, y de nuevo le siguió su grito.

– Dame más… ¡DAME MÁS! –me pedía a viva voz.

Le di unas cuantas palmadas bastante violentas, dejándole el culo visiblemente rojo. Me estaba dando un morbo que no me esperaba pegarle tortazos de esa manera.

– ¡Ahhh! ¡AAHHHH! –comenzó a chillar, y yo estaba seguro que se estaba corriendo.

No quise contenerme más, de modo que me liberé. Empecé a correrme poco después que ella, que estaba sonriente y sudorosa. En ese instante, mientras mi cara se contraía en un rictus de placer, se abrió la puerta de la habitación y apareció mi madre, con un traje elegante, mirándome ojiplática y boquiabierta. Su expresión se tornó de la sorpresa a lo que me pareció indignación, cerró de un portazo sin decir palabra y desapareció. Ni siquiera había oído la puerta de casa cuando llegó.

– ¿Qué ha sido eso? –preguntó Aurora justo antes de estallar en una carcajada.

– No tengo ni puta idea… –respondí sinceramente.

– ¿Pero es tu novia?

– ¿Mi novia? ¡Qué va! –por un segundo estuve a punto de confesar “es mi madre”, pero desistí en el último momento.

– Pues no parece que le haya hecho mucha gracia vernos follar –dijo, al mismo tiempo que sacaba mi pene de su interior, aún riendo.

Se vistió rápidamente, y yo hice lo mismo, pero aturdido por lo que acababa de ocurrir. Salí hasta la puerta de casa a despedirla. Mi madre se hallaba sentada en el sofá, trabajando con el ordenador sobre las piernas. No nos miró ni habló.

– Bueno cariño, espero verte pronto –dijo Aurora en voz alta, claramente para que lo escuchase mi madre, a la vez que le lanzaba una mirada provocadora aunque me hablase a mí.

– Sí claro… yo también lo espero… –contesté todavía confuso.

– Pues nos veremos –y me plantó un gran morreo mientras vi que miraba otra vez desafiante hacia mi madre, que estaba a mis espaldas.

En todo momento mi madre no había intervenido; estaba sumida al parecer en su trabajo, o eso quería aparentar.

– Que sea la última vez que te traes a alguien para follar aquí –dijo justo después de que se cerrase la puerta al irse Aurora, sin apartar la vista del ordenador.

Aquello me dejó completamente descolocado, no me lo esperaba.

– ¿Qué? ¿Pero qué…? –acerté a decir.

– Lo que oyes. Esto no es un burdel. No traigas aquí a chicas para follártelas. Si quieres tirártelas, que te inviten a sus casas –advirtió en un tono muy hostil, con la mirada todavía fija en la pantalla.

Empecé a reaccionar. ¿Por qué coño me decía eso? No hacía ni dos semanas que ella había estado chingando con un chaval en esta misma casa. ¿Y ahora esto?

– ¿Pero qué dices? ¿Por qué no? –pregunté indignado.

– Porque lo digo yo y vale. Porque no me sale del coño que traigas aquí a cualquiera. Soy tu madre, un respeto –sentenció.

“Porque no me sale del coño”. Hacía años que no utilizaba esa expresión. Y lo hacía cuando estaba muy cabreada.

– ¿O sea, que tú puedes ir de fiesta y acostarte con un tío una noche y yo no puedo traer a una amiga? –argumenté, intentando usar un lenguaje lo más cuidadoso posible.

– ¡¿Cómo?! ¡¿Perdona?! ¡Eso es completamente diferente! –bramó.

– ¿Diferente? ¿Diferente por qué? –pregunté.

Al decirle eso, desvió la mirada.

– … porque iba borracha –arguyó, en un tono lastimero.

Yo a esas alturas sabía que la discusión no iba a ir a ningún sitio, así que opté por dejarlo estar.

– Lo que tú digas –dije sin entusiasmo.

Volvió a su ordenador y no dijo nada más.

Los días posteriores estuvo algo más fría, pero no duró mucho. Pronto volvió a estar normal conmigo. Además, no volví a quedar en mi casa con Aurora. Podría haberlo hecho, pero pasé de follones. Quedábamos en su casa, y allí follábamos.

Con mi madre, no volvimos a comentar nada acerca de la paja que me hice ante ella. Fue un tabú. No obstante, creo que a ella tampoco se le olvidaba fácilmente, porque seguía invadiendo mi intimidad y permitiendo que yo invadiera la suya. Vaya, prácticamente exhibiéndose.

Un día, poco antes de navidad, llegué a casa. Al entrar, vi a mi madre de espaldas, que con un gran cesto de ropa limpia se dirigía hacia los dormitorios. Llevaba una bata rosa. “Hola hijo”, me saludó, volviendo la cara.

Me llamó desde su habitación, para que la ayudara a recoger la ropa limpia. Cuando entré, el cesto estaba encima de la cama, y ella sacaba algunas prendas, medio agachada.

– Anda, ayúdame –dijo.

Se incorporó, quedando de pie delante de mí. Llevaba la bata sin anudar, con lo que cayó a ambos lados. Estaba desnuda bajo la bata. No llevaba nada. Ni tan siquiera zapatillas, iba descalza. El pelo castaño del chocho le había crecido, ya no lo tenía tan recortado como las últimas veces.

– ¡Joder mamá! –exclamé.

– ¿Qué? Ahhh… perdón –dijo riendo, y se ató el batín-. Es que en este bloque ponen la calefacción a tope… Tenía calor.

Seguimos recogiendo la ropa, pero la bata le quedaba bastante abierta. No podía evitar mirarle el escote; tenía un pecho casi fuera.

– ¿No me dijiste que ya no te importaba? –preguntó de repente.

Sabía a qué se refería, pero aún así me hice el tonto:

– ¿Que no me importaba el qué?

– Verme desnuda –respondió sin paños calientes.

No supe muy bien qué decir. Me puse nervioso; sospecho que esa fue su intención.

– Bueno mamá… no sé… –titubeé.

– Desde luego no es la primera mujer a la que ves desnuda –soltó, y me lanzó una mirada burlona.

Me puse rojo como un tomate y no dije nada. Era evidente que ella disfrutaba con la situación.

– Bueno hijo –continuó, más benévola–, dentro de poco iremos al pueblo, a pasar la navidad. ¿Cuándo tienes la última clase?

– El día 21, pero ese día ya no haremos nada –me relajé mucho con el cambio de tema.

– Pues en cuanto acabes nos vamos. ¿Te parece bien?

– Sí, por mí sí –accedí.

– Así aprovecharé para trabajar esos días.

Pero no sólo iba a trabajar en sus asuntos del despacho.

Llegó el día 21 de diciembre, y nos fuimos a pasar las vacaciones navideñas al pueblo. Vacaciones para mí, que ni siquiera estudié, pero ella tuvo que estar al pie del cañón con los asuntos del despacho.

La pérdida de intimidad que habíamos sufrido en el pequeño piso de estudiantes, creía que se iba a acabar al llegar a casa. Pero no fue así. Mi madre hizo todo lo posible por mantener esa ausencia de privacidad.

Llegó Nochebuena. A las ocho, llegaron mis tíos y primos. Mi madre se había pegado toda la tarde cocinando, y al rato de llegar mi familia y abrirse unas cervezas, fue a ducharse para quitarse el olor a comida. Subió a la planta superior, donde se encuentra el cuarto de baño, y yo me quedé abajo acompañando a la familia. Cuando había pasado un rato, escuché que me llamaba a voces.

– ¡Jorge! ¿Puedes subir? –me llamó.

Raudo subí las escaleras, por si necesitaba algo.

– Hijo, baja al trastero, y coge dos botellas de vino que hay –me pidió.

Me quedé estupefacto. No por la petición, sino porque estaba desnuda. Completamente. Se secaba el pelo enérgicamente, pero más abajo no llevaba nada.

– Vale… mamá… -dije confuso por lo que veía ante mí.

Los pechos se le movían al ritmo de los brazos, que le secaban el cabello. Su coño seguía tan hirsuto como la última vez que la vi, con la bata.

– ¿Qué haces ahí? ¡Venga, ves! –exclamó.

– ¡Joder! ¡Es que me llamas y estás en pelotas! ¡Te pueden ver los primos! –me quejé.

– ¡Anda anda, no digas tonterías! ¡Aquí los primos no van a subir! ¡Date prisa y ves a por el vino, que los tíos querrán probarlo! Además, bastantes veces me has visto en el piso de la universidad…

Me di la vuelta y obedecí. Camino al trastero, pensé en lo que ella acababa de hacer: no tenía sentido que me llamase para ir a buscar el vino justo entonces, estando desnuda. Perfectamente podría habérmelo pedido unos minutos después, al terminar y vestirse. Pero me lo pidió en el preciso momento en que estaba desnuda.

Cuando regresé con el vino, ya estaba vestida y con el resto de la familia. No dijo nada, ni me miró de ninguna forma especial. Simplemente cenamos y bebimos, celebrando la navidad todos juntos. La velada se alargó hasta muy tarde. Mis primos salieron a los bares a eso de las tres de la mañana, pero yo decidí quedarme en casa. Mis tíos se tomaron unos cuantos cubatas, y mi madre y yo los acompañamos bebiendo también.

Eran más de las cinco cuando se fue toda la familia, quedándonos mamá y yo solos. Y borrachos.

– Hijo, me voy a dormir. Voy muy mareada –reconoció.

– Yo también voy mal. No tendría que haber bebido tantos gintonics.

– Acompáñame a la cama, hijo –me pidió.

Cogiéndola de los hombros, la guié hasta su habitación. Dejamos la mesa y los platos sin recoger, lo limpiaríamos por la mañana.

– Ay hijo, todo me da vueltas –murmuró ya en su dormitorio.

Pensé en dejarla allí simplemente, y marchar a mi cuarto. Podía ser incluso peligroso, después de todas sus exhibiciones y mi excitación cada vez que la veía. Pero me sentí mal: iba borracha y debía ayudarla. Se tiró directamente a la cama.

– Uffff… -dijo con los ojos cerrados.

– A ver, dame una pierna –le pedí.

Me dio una pierna, y le quité el zapato. Acaricié su pie.

– La otra –dije.

Obedeció, y le quité el otro zapato. Acaricié su pie, masajeándolo.

– Mmmhhh, qué gustito, hijo –acertó a decir.

– A ver mamá, que te voy a meter en la cama.

Hizo caso, muy sumisa. Le quité la blusa, y se quedó en sujetador. Desabroché su falda y sus bragas quedaron al descubierto. Me estaba poniendo muy caliente con todo el sobeteo, y viéndola en ropa interior. Ahora estaba en bragas, sujetador y medias. Le bajé las medias, acariciando toda la pierna. Pensé en desnudarla del todo, pero algo dentro de mí me refrenaba. No estaba bien. Tal vez ella hubiera querido que lo hiciera, nunca lo sabré. Pero el caso es que no me atreví. Cogí un pijama del cajón, y se lo puse. Ahí ya colaboró poniéndose la parte de arriba y ayudándome a meter las piernas. Cuando lo tenía puesto, se quitó de sujetador y lo sacó por la manga, para estar más cómoda. Se metió bajo las mantas, con los ojos cerrados.

Me levanté de la cama para irme, pero me llamó:

– Jorge… no te vayas… -pidió con un hilo de voz.

– ¿Quieres que duerma aquí contigo?

– Sí por favor…

De modo que me quedé en la habitación. Me despojé de la ropa, y en calzoncillos, me metí en la cama con ella. A los pocos segundos ella ya se había dormido. Yo, que hacía unos minutos tenía un sueño que me moría, ahora me había despejado a causa del calentón. Y la polla estaba erecta. Sin pensarlo, me quité los calzoncillos y los saqué de la cama. Por supuesto no iba a penetrarla, pero el morbo de estar en cueros a su lado era indescriptible. Me acerqué y la abracé. Nada, no se despertaba. Su sueño era muy profundo. Empecé a sobarle las tetas por encima de la ropa, y a restregarme ligeramente contra su cuerpo.

Mis pies se refrotaban contra los suyos, y mi miembro se restregaba en la áspera tela del pijama. Me separé levemente de ella, solamente para agarrarme la polla. Comencé a masturbarme, muy despacio al principio pero enseguida aceleré el ritmo. En pocos minutos noté que se acercaba el orgasmo. Sin mayores solemnidades, me corrí. El semen se esparció sobre mi cuerpo y las sábanas, dejándolo todo pegajoso. Pero me daba igual, había disfrutado de lo lindo.

———-

Desperté desnudo al lado de mi madre. Eran las doce de la mañana. Ella todavía dormía, no sé si se habría despertado antes. Tenía una tremenda erección matutina. Con la cabeza descentrada a causa de la resaca, me agarré a polla y repetí lo que había hecho por la noche: empecé a menearla al lado de mi madre. No me importaba que se despertase. Sin duda, a consecuencia de la resaca. Ni siquiera tuve excesivo cuidado: recordé que ella se mostraba sin rubor desnuda ante mí, así que me daba igual. Esta vez no la toqué ni la sobé, únicamente me masturbé sin hacer demasiado ruido.

Nuevamente, el orgasmo tardó poco en llegar. Las sábanas se volvieron a manchar de semen, y mi cuerpo volvió a quedar pringoso. Me quedé allí sin más, descansando, medio dormido.

Un rato después, noté que mi madre despertaba, y me espabilé del todo. Creo que no sospechaba nada acerca de las pajas, porque por la noche su sueño era profundo y por la mañana también.

Se levantó y subió un poco la persiana. Me miró, vio que estaba despierto y la subió del todo.

– Buenos días, hijo. ¡Qué resaca llevo! –en sus palabras no noté atisbos de sospecha de mis onanismos.

– Hola mamá. Yo también estoy algo mareado.

– Voy a darme una ducha a ver si me despejo.

Se quitó el pijama, y quedó en bragas, tal y como la había dejado por la noche. Se fue al baño, y oí el agua correr. No hice nada, esperé tranquilo en la cama.

Al volver, estaba envuelta por la toalla. Se secó delante de mí, sin más. Primero el cuerpo, toda la parte de arriba, la caderas, piernas, y el chocho. Luego la cabeza; todo ello imperturbable, sabiendo que yo estaba presente. Cuando acabó, se vistió.

– Venga hijo, sal, que voy a hacer la cama –ordenó.

Llegó el momento fatídico. Ella no sabía que me había quitado el calzoncillo y que por tanto estaba desnudo. Me daba vergüenza pero al mismo tiempo mucho morbo. Estaba nervioso, y tenía muchas ganas de esta pequeña exhibición.

Salí de la cama, con el miembro a medio empinar, grande y colgante. Se me quedó mirando sorprendida pero no disgustada.

– ¡Uy! ¿Y eso? –dijo mientras comenzaba a hacer la cama.

– Pues no sé, no recuerdo habérmelos quitado. Habrá sido durante la noche –mentí.

– ¿Ves como no pasa nada? –apuntó con toda naturalidad.

Me fui desnudo a mi cuarto, antes de que al hacer la cama, descubriera las manchas de semen estando yo presente.

Si las vio, no me dijo nada. Los días siguientes pasaron sin mayores incidencias, al margen de que no cerraba el baño al ducharse, y se cambiaba en su cuarto con la puerta abierta, dejando que la viera si pasaba por delante.

Bueno, una noche sí que ocurrió algo reseñable. Ella trabajó durante todo el día; por la noche cenamos y después nos sentamos en el sofá a ver la televisión. Se había cambiado, llevaba una bata y debajo un camisón para dormir, que le llegaba a medio muslo. Llevábamos un rato ahí cuando me percaté de algo: puso los pies sobre la mesa, con las piernas algo abiertas. No pude evitar mirar el hueco bajo el camisón, y vi que no llevaba bragas puestas. Su todavía hirsuto coño estaba bien a la vista. Podía ver claramente la raja peludita, y el monte de Venus poblado.

Mi corazón se aceleró. Era un nuevo tipo de exhibición, más disimulada. Pero igual de excitante. Pasó así bastante rato. Ella haciéndose la despistada, y yo lanzando miradas lascivas a su destapada entrepierna. Tras terminar la película que estábamos viendo, nos fuimos a dormir. Ambos a su dormitorio: desde que llegamos al pueblo, pasé todas las noches en su cama. Cuesta mucho calentar toda la casa y así ahorramos, al calentar solamente un dormitorio.

Se metió en la cama, tras quitarse la bata. Yo me metí en mi lado, en calzoncillos y camiseta. Tras apagar la luz, no dejaba de pensar en que ella únicamente llevaba puesto un corto camisón, sin nada debajo.

———-

Esos días de vacaciones, mi madre se levantaba temprano a trabajar. Yo me quedaba durmiendo hasta tarde. Y todos días, al despertarme y estar solo, me quitaba los gayumbos y me hacía una paja. Me corría en las sábanas. Luego, a la noche, me daba tremendo morbo saber que ella dormía estando en contacto con mi semen ya reseco.

Así pasaron esos días hasta llegar la nochevieja. Nuevamente íbamos a cenar en familia, en mi casa. Esta vez subí las botellas de vino antes de que llegara nadie, más que nada por comprobar si mi madre se sacaba de la manga otra excusa para exhibirse. Y no me equivocaba: ella siempre tiene guardado algún truco.

Sobre las ocho, llegó mi familia. Tíos y tías, primos y algún tío abuelo llenaron nuestra casa.

– Quédate con la gente, que yo me voy a arreglar –me dijo mi madre.

Mi madre se ausentó para ducharse y vestirse. Me quedé con mi familia, tomando un refrigerio antes de la cena. Un rato después, mi madre bajó, ya arreglada. Esta vez no me había llamado.

– Ya he terminado, puedes ir a ducharte si quieres –me sugirió.

Así lo hice. Subí y me duché tranquilamente. Ya no pensé que mi madre fuera a hacer de las suyas. Me la imaginé entrando en el baño con una gabardina hasta los pies, y abriéndola de repente mientras gritaba “sorpresa”, mostrando su desnudo cuerpo. El pensamiento me hizo reír.

Fui al dormitorio con la toalla lazada a la cintura. Terminé de secarme, y me vestí. Me puse unos chinos y una camisa nueva. Tenía una corbata en un cajón, y me la puse: esa noche todo el mundo va bastante elegante.

Todavía estaba peleándome con el nudo, cuando escuché pisadas que subían por la escalera. No tardó en aparecer en la habitación mi madre, sonriendo y con cara ilusionada.

– ¡Jorge! ¿Ya te has vestido? –preguntó, ansiosa.

– Sí… A ver si me puedes ayudar a hacer el nudo… –le pedí.

– Deja el nudo… Mira lo que te he comprado. Casi se me olvida –dijo, agachándose y abriendo un cajón.

Sacó unos calzoncillos tipo bóxer, rojos. En la zona del paquete había un pequeño corazón de color granate.

– ¡¿Te gustan!? –preguntó expectante.

– Sí, claro; muy bonitos.

– ¡Póntelos! –exhortó, sin dejar de sonreír.

– Pero mamá, ya estoy vestido…

– ¡Tonterías! ¡Es nochevieja! Te los tienes que poner.

No iba a servir de nada llevarle la contraria. Me despojé de la corbata, y seguidamente de la camisa. Me bajé los pantalones, quedando de nuevo en calzoncillos. Ahí me paré, y la miré. Como esperando a que se marchase.

– ¿A qué esperas? ¡Quítatelos!

– Pero mamá, no sé… tú ahí delante mirando… –me quejé. Aunque realmente estaba disfrutando con la morbosidad del momento.

– Mira que eres bobo, con la de veces que te he visto el culo estos días… Anda, ya me doy la vuelta –y se giró, dándome la espalda. El vestido realzaba la forma de su trasero.

Procedí a bajarme los calzoncillos, quedando totalmente desnudo.

– ¿Me lo das? –pedí, ya que aún lo llevaba en la mano.

Se dio la vuelta y de nuevo la tenía frente a mí. Mi polla y los huevos colgaban hacia el suelo.

– ¡Mamá! –protesté.

– ¿Qué? Hijo eres más bobo… –dijo sin dar mayor importancia a la situación, y me entregó la prenda.

La cogí y me dispuse a ponérmela, pero justo en ese momento mi madre pareció recordar algo repentinamente.

– ¡Por cierto! –gritó.

– ¿Qué? ¿Qué pasa ahora? –dije, mirándola. Todavía no me había puesto los calzoncillos, que llevaba en la mano.

– ¡Quiero que veas esto también!

Intentó desabrocharse el vestido, por la cremallera que llevaba en la espalda, pero no podía. Yo continuaba desnudo: aunque me quejaba a la hora de desnudarme, en realidad estaba gozando de la situación, y remoloneaba fingiendo que estaba pendiente de ella y que se me había olvidado vestirme. Quería alargar ese momento lo máximo posible.

– Anda hijo… ayúdame que no llego –pidió.

Dejé el bóxer sobre la cama, y le desabroché el vestido desde atrás. Se lo quitó, mostrándome un body de un color rojo brillante.

– ¿Te gusta? –preguntó, haciendo un gesto coqueto y poniendo una mueca.

No me esperaba que mi madre me pidiera opinión sobre su ropa interior, y menos aún si ésta es de un estilo tan picante. Y por encima de todo, no esperaba que lo hiciera estando yo en cueros.

– S-sí… muy bonita también… –contesté, algo descolocado.

– Aunque no sé si me convence. No sé si es de mi estilo –dijo, cambiando a una expresión de duda.

Yo continuaba desnudo, algo a lo que ella no parecía dar la menor importancia.

– Mira, me compré otro –me dijo, y en un santiamén ya se había quitado el body y estaba desnuda también. Ya me sabía sus tetas y su coño de memoria.

– ¡Pero mamá…! –exclamé, ya alarmado: nuestra familia estaba abajo y empecé a ponerme nervioso.

Sacó del cajón unas prendas, que resultaron ser bragas y sujetador. Me las mostró antes de ponérselas, como si nada. No parecía reparar en que si alguien subía, nos iba a encontrar a los dos en pelotas revisando ropa interior digna de una noche de bodas.

– ¿Te gustan? Son bonitas, ¿verdad?

– ¡Mamá! Si suben nos van a ver así… –protesté nervioso.

– Jorge, aquí no sube nadie nunca. Aunque tienes razón, si alguien nos viera pensaría que esto no es… ¿adecuado? –argumentó riendo, y se acercó a cerrar la puerta del cuarto–. Ya está, ¿estás más tranquilo?

– Bueno venga, que nos van a echar en falta.

Se puso el nuevo modelo: eran un sujetador muy escotado, y unas bragas tipo culotte, de encaje. Ambos rojo pasión. Muy bonita la combinación. Tremendamente erótica.

– ¿Qué te parece? –quiso saber.

– Muy bien mamá, te queda de fábula. Muy sexy.

– Eso pienso yo, que es muy sexy. Lástima que sólo me lo vayas a ver tú, ¿no, Jorge? –y se echó a reír.

El conjunto realzaba su figura, y era muy erótico. Pero mi madre tenía razón: solamente se lo iba a ver yo. Ella no iba a salir por la noche de fiesta.

– ¿Qué haces aún así? ¡Ponte el calzoncillo, que te lo quiero ver!

Obedecí, y me puse el bóxer. Era cómodo, y me quedaba bastante bien.

– ¡Qué bonito! ¡Te sienta súper bien! –exclamó mi madre.

Me di una vuelta sobre mí mismo para que lo viera por delante y por detrás.

– Sí sí, te encaja a la perfección –dijo, y me tocó primero el culo, como palpando qué tal ajustaba, y después por delante: me tocó todo el paquete.

No lo hizo de manera lasciva; al menos no quería aparentarlo. Volvió a realizar la misma acción nuevamente: me acarició todo el culo, supuestamente para comprobar que me iba bien; y después hizo lo propio por la parte de delante, tocando sin rubor la polla y los testículos.

– Perfecto –concluyó.

Se vistió por fin. Dejó el body en el cajón, y bajó abajo. Yo volví a ponerme la ropa, y después fui al baño para peinarme y perfumarme. La cena transcurrió de manera agradable, y nos reímos mucho con las uvas. Mi madre no se me insinuó de ninguna forma, no lo iba a hacer delante de mis tíos. A eso de la una, mis primos se fueron a los bares, con sombreritos y collares de cotillón. Yo fui también, y no recuerdo mucho: en Nochevieja todo el mundo va perjudicado. Ni siquiera sé cómo llegué a casa: lo siguiente que me acuerdo es despertar a mediodía en el lecho de mi madre.

Estando allí largo en la cama, me vino un flash a la memoria: llegar de madrugada, y ver todavía a toda la familia de cháchara en el comedor, tomando copas. Me fui directo a dormir.

Tal y como decía, era mediodía y estaba en la cama. Intenté volver a dormir pero ya no pude. Mi madre yacía a mi lado, quieta. Supuse que dormía plácidamente. Pero entonces dijo algo:

– Jorge…

– ¿Sí…?

– ¿Estás despierto?

– Sí… –lógicamente.

Hubo un silencio.

– Los tíos se quedaron a dormir –dijo.

– Ah, vale. ¿Todos?

– No, solamente Eva y Juan –respondió en voz baja.

Eva era la hermana de mi madre, y Juan su marido.

– Vale.

– Es que no era prudente que cogieran el coche hasta casa, y hay camas de sobra –explicó.

– Claro.

De nuevo un silencio.

Entonces ese silencio fue interrumpido por unos sonidos suaves al principio, pero fueron aumentando poco a poco de volumen.

Mi madre y yo permanecimos callados un rato.

– Oye Jorge, ¿eso es lo que me parece? –rompió ella el silencio al fin.

– Creo que sí…

Los sonidos eran gemidos de placer, no muy fuertes, pero sin duda indicativos de una sesión se sexo cercana.

– ¿La tía y el tío están echando el primer polvo del año? –preguntó en voz queda.

– Eso parece…

– Anda que ya les vale –censuró, aunque intentando contener la risa.

Seguimos unos instantes callados, escuchando los sonidos procedentes de la habitación contigua.

– Voy a ir a mear. Y de paso me aseguro que es verdad –anuncié.

– ¡No! No te asomes… Bueno por la oreja a ver –sugirió.

– No me iba a asomar, sólo a escuchar –dije, y salí de la cama.

Iba con mis nuevos calzoncillos rojos, y así salí al pasillo y me dirigí al wc. Al pasar por la puerta de la habitación, acerqué la oreja, y no cabía duda: estaban follando. Oriné en el váter, y de regreso volví a escuchar. Parecía como si intentasen no hacer ruido, pero no tenían mucho éxito.

– Sí mamá. Lo están haciendo –informé.

Se echó a reír.

– Vaya, hacía mucho que no oía a tu tía hacerlo.

– ¿Y eso? –quise saber.

– Bueno… ya te lo contaré algún día. No sé si es adecuado que te lo cuente… –dudó.

Me metí de nuevo en la cama, y entonces salió ella. Llevaba el conjunto que me mostró por la noche: tremendo sujetador escotado, y culotte rojo.

– Voy a mear yo también. Y de paso les oigo… –rió.

Salió en silencio, y poco después regresó. Se metió a la cama otra vez. Estuvimos un rato callados.

– Qué envidia –dijo de pronto mi madre.

– Sí… –contesté sin saber muy bien cómo reaccionar ante eso.

Silencio incómodo.

– Cómo me gustaría estar haciéndolo ahora mismo… quiero decir con alguien, no aquí contigo –se apresuró a aclarar.

– Ya ya, te había entendido –la excusé.

De nuevo un tenso silencio.

– Porque eso… ¿sería incesto, no? –se aventuró.

– Sí, eso es incesto.

– Es que no estaba segura de que era esa la palabra –adujo, aunque yo estaba seguro de que conocía perfectamente el término “incesto”.

– Ya ya –dije, fingiendo creerla.

Otra vez nos quedamos mudos unos instantes, mientras escuchábamos el fornicio en la habitación de al lado.

– Sólo quería saber si la palabra era “incesto”. No quiero que pienses nada raro, ¿vale? –continuaba justificándose.

– Que ya lo sé, mamá.

– Es que no quiero que pienses que estaba proponiendo nada, ni que te imagines cosas raras –insistía.

– Si yo te creo.

El jadeo se apagó. No hubo un clímax final con gritos, simplemente dejó de oírse. Intentaron ser discretos en la medida de lo posible, y no les oímos correrse.

– Ay hijo, perdona todo esto que te digo. Es que estoy muy caliente –reconoció.

– No pasa nada mamá. Tranquila.

– Es que es la resaca. Me da muchas “ganas”. Pero perdona. No debería decirte estas cosas.

Vaya. Al parecer, el deseo sexual fruto de la resaca es cosa de familia.

– No pasa nada. No te preocupes –repetí.

Estuvimos callados unos minutos. De la otra habitación no se percibía nada. Estarían descansando después de haber follado durante un buen rato.

– Tócate, si quieres –soltó de pronto mi madre.

A esas alturas nada debería sorprenderme ya. Pero mi madre siempre encontraba la forma de dejarme fuera de juego.

– ¿Cómo? –pregunté, evidentemente atónito.

– Que te puedes tocar, si te apetece –siguió invitándome.

– ¿Pero tocarme… de tocarme?

– Sí. Que te hagas una pajilla si quieres –explicó.

– ¡Mamá! –protesté.

– Hijo, ¿te crees que nací ayer? Duermo en esta misma cama y la hago cada día. Veo los manchurrones resecos que hay. Y no tienes edad para tener poluciones nocturnas… Tú no te das cuenta, pero en estos días he lavado las sábanas dos veces ya.

– Joder, perdón –murmuré notando cómo me subían los colores por el bochorno.

– No pasa nada hijo, no me importa lavar las sábanas. ¡Sólo espero que no lo hagas mientras estoy dormida al lado! –dijo riendo.

– No… claro que no… –balbuceé muerto de vergüenza.

– Ya sé que no, te lo decía de broma. Imagino que lo harás mientras estoy en el trabajo.

– Sí… –dije con un hilillo de voz.

– Pues eso. Que lo puedes hacer ahora si quieres. A mí no me importa.

Me estaba invitando a hacerme una paja a su lado. Esto ya era una línea roja.

– Mamá… joder… no es lo mismo que si estoy solo –razoné, con el corazón muy acelerado.

– Bueno, como quieras. Yo sólo te digo que no pasa nada. ¿Qué te crees, que yo no me masturbo?

Estaba deseando hacerlo, y sus palabras no hacían sino espolearme. Pero no me atrevía. No lo iba a hacer.

– No mamá… no estaría bien –argumenté.

– Piensa que no estoy aquí. Que estás solo.

Sí hombre. Eso sí que era imposible. Menudas tonterías decía: ¿cómo iba a pajearme a su lado, y a intentar pensar que no está allí? No podría pensar en otra cosa. Sería lo más morboso que me habría ocurrido nunca.

– Buf, no sé mamá, no sé si podría…

– Bueno. Vale. No te quería presionar. Perdona. No he dicho nada –se disculpó.

A la mierda. Lo iba a hacer. Sin decir palabra, me despojé del calzoncillo, y me agarré la polla, que por supuesto estaba tiesa. Empecé con el lento vaivén, tan lento que mi madre no se percató en un principio. Pero tras unos momentos, se debió de dar cuenta del movimiento:

– ¡Ah… pero lo estás haciendo! –exclamó con cierta sorpresa.

No contesté ni dije nada, no me quería desconcentrar y seguí a lo mío.

Me parecía surrealista, pero era algo que en las últimas semanas, o más bien meses, creo que había deseado hacer, aunque fuera en lo más profundo y oscuro de mi psique. Y la experiencia no me estaba defraudando: ya me había pajeado en multitud de ocasiones en aquella cama (ignorante de mí, creyendo que no se daría cuenta…), pero siempre en solitario. Y aunque ella no decía nada, ni tampoco se movía, el solo hecho de que estuviera a escasos centímetros de mí ya era estímulo suficiente.

De modo que seguí bajando y subiendo la piel, intentando contenerme y no hacerlo de manera violenta. Pero era difícil: gradualmente fui subiendo el ritmo, era algo inevitable. También traté de no gemir ni emitir sonido alguno, pero era tarea ardua. Mi respiración se iba agitando, mientras el corazón me palpitaba cada vez con mayor fuerza.

Estaba desnudo y me iba a correr. En el lecho de mi madre. Ella yacía serena y silenciosa a mi lado, a la espera de lo irremediable. Por fin, noté que llegaba. Arqueé la espalda, y justo antes de eyacular, como si estuviera midiendo los tiempos, mi madre me agarró la mano libre. Me la apretó al mismo tiempo que los chorros de semen volvían a manchar las sábanas, saliendo al ritmo de mis espasmos. No sé cómo lo hizo, pero sabía en qué momento exacto me iba a correr.

Me quedé allí, respirando fuertemente ya, con una mano pringosa y la otra cogida a la de mi madre, que seguía en silencio.

Pasamos así un rato, no sé cuánto tiempo, unos quince o veinte minutos. Entonces mi madre me soltó la mano, y se movió bajo las mantas. Me di cuenta de que se estaba quitando las bragas, y a continuación desabrochándose el sostén.

– Lo siento hijo –dijo en voz muy baja–. No puedo contenerme. Voy a tocarme. Vete de la habitación si quieres, lo entenderé.

No le contesté. Y no me iba a ir. Permanecí a su lado, callado. Sentí que ya había empezado a acariciarse el coño. Comprendió que me quedaba allí con ella y que no me iba, así que siguió masturbándose. Pero ella no fue tan recatada como yo: enseguida buscó mi cuerpo, con la mano que no usaba. Le di la mano con la que me acababa de hacer la paja. Todavía estaba pringosa de semen, pero ella la aprehendió igualmente. Sus gemidos, si bien no eran fuertes y se oirían desde fuera de la habitación, sí eran audibles por mi.

Hacía muy poco que me había corrido pero ya estaba excitado otra vez. Sentir que mi madre se masturbaba a mi lado, cogiendo mi mano, era una sensación que superaba con creces verla follar con aquel cretino.

Continuó masajeándose, cada vez de forma más frenética, torsionando su cuerpo constantemente. Tan pronto venía hacia mí, y su cuerpo se pegaba al mío, como se separaba y tan sólo estaba en contacto con su mano. Esa sí que no la soltó en ningún momento: durante toda la masturbación, nuestras manos estuvieron unidas.

Ahogó un grito muy cerca de mí, y noté cómo empezaba a tener convulsiones. Se estaba corriendo. Le estaba costando trabajo no chillar, pero consiguió mantenerse relativamente silenciosa. Se fue calmando poco a poco, pero su orgasmo debió de haber sido brutal. Entonces, se acercó a mí, y me abrazó el hombro, besándolo. Yo no hice nada, me quedé muy quieto, con una confusa sensación que iba del bienestar más absoluto al remordimiento y la culpa.

– Cariño –dijo únicamente.

Al cabo, escuchamos ruidos por el pasillo. Nuestros invitados ya se levantaban. Les imitamos y nos levantamos también. Me puse la ropa sin mirar a mi madre: la vergüenza me embargaba. Sabía que ella se encontraba desnuda tras de mí, ya vistiéndose; pero el rubor me impedía girarme para ver tan bonito espectáculo.

Ya con mis tíos, hicimos como que nada había pasado. Ellos también, respecto a su polvazo. De lo nuestro no habían podido enterarse puesto que no hicimos ruido.

El día de Año Nuevo transcurrió sin mayores novedades. Únicamente al final, al acostarnos para dormir, mi madre sí hizo mención a lo ocurrido:

– Cariño. Lo de esta mañana ha sido un error. Ha sido la resaca. No volverá a pasar, perdóname.

Tenía razón: no volvería a pasar. El masturbarse a mi lado es lo más recatado que hizo.

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