De esta forma comenzó mi aventura homosexual

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La marica salió a hacerse matar el mismo día en que reconoció que el culo servía para algo más que para cagar.

En su ideal itinerario figuraba visitar primero a José y, después, a Mario, ambos amigos que con frecuencia le tocaban el culo y le decían cosas que la sonrojaban.

Inexperta y sin conocer bien la zona, quiso refrescarse y entró a un bar de cowboys homofóbicos.

Le sirvieron la leche fría que había pedido y un vaquero de modales rudos le dijo “primero la leche caliente”, la tomó del brazo y se la llevó.

En el patio trasero, en medio de la basura acumulada, la arrodilló, la santificó con su pistola y sin importarle las putas lágrimas, le llenó la boca de su meo largado de a chorritos.

El marica saboreó la substancia. Le pareció raro el gusto (nunca había probado el esperma), pero, como no le desagradó del todo, la bebió del surtidor entrega por entrega.

Al terminar, el varón le ordenó que le limpiara el arma y él la dejó reluciente. Nuevamente la tomó del brazo y la metió al recinto.

La mari no salía de su confusión cuando un jinete, con las espuelas puestas, lo retuvo y lo empujó al rincón donde estaba su mesa. Sin más trámite ni aclaración ubicó su cabeza entre las piernas, sacó su pistolón y, diciéndole “cuidado con morderme”, se lo metió en la boca. Este fue más didáctico, ya que le indicaba amorosamente “chúpalo o te reviento”; “más despacio idiota”; “más rápido reventado”; “lame bien el tronco o te machaco entero”; “mamá bien, conchudo”.

El centauro, acostumbrado al trabajo de campo, no le molestaba la labor en equipo y permitió que todo el que pasara cerca le palpara el culo al marica.

“Chupá bien carajo o te destrozo” fue la última orden que le dio cuando el mamador se distrajo por una orteada jamás imaginada.

Obediente, la mari siguió con su trabajo buco lingual hasta que el caballista, presa de contracciones, le llenó el buche y el estómago con una eyaculación de rodeo. Largada la última emanación, le puso la bota en el pecho y lo echó lejos de él.

La mari fue a parar bajo la mesa en la que estaba sentado un capataz maduro y fogueado en el manejo de reses. El hombre se agachó, lo miró a los ojos, le dijo “calladito”; lo tomó del cuello, lo sacó de donde estaba y, con el pecho sobre la mesa, le sobó unas cuantas veces el culo.

Después sin mucha contemplación le bajó el pantalón y el panty lo suficiente y, tras ensalivarse la verga, inició el duro trabajo de penetrarlo. El hombre fue comprensivo: “¿Estás cerradito, no?, te voy a hacer yegua puta”, dijo.

El llanto de la mari se sentía en todo el salón. Lloraba, no por disgusto, sino por gusto.

Apenas logró meter la cabeza, el capataz no dudó y se la mandó toda de una sola vez, sin importarle un ápice los gritos.

“¡¡¡Eso es un desvirgue, carajo!!!” gritó el cantinero.

El movimiento del salón volvió a la normalidad de a poco, lo mismo que la serruchada del capataz.

Acallado el sonido ambiente de sorpresa, solo se sentían gemidos de un intenso erotismo en el local, hasta que el capataz gritó “ahí va, carajo” y le inundó el culo de semen.

Sin más, sacó sus veinte y pico de centímetros, se limpió la verga en las nalgas: “rajá de acá yegua de mierda”, ordenó, y se sentó a tomar su cerveza.

La mari andaba dando vueltas por el salón tratando de subirse los pantalones y de llegar a su mesa cuando dos trabajadores rurales lo ayudaron poniéndolo en uno de los taburetes de la barra, le abrieron el culo y contemplaron el hueco: “Está grande”, dijo el primero; “El capataz tiene el palo grueso, pero seguro que no tan largo”, dijo el segundo.

En ese instante la mari expulsó el aire acumulado y el agujero se transformó en un manantial de un líquido espeso y rosado. “Estaba cargado el hombre”, dijo el segundo en alusión a la cantidad de esperma expulsada por el culeador anterior; “yo aprovecho para medir el largo”, agregó el primero, y no vaciló en perforar a la mariposa.

La estaca del primero entró sin mayor problema y sin mayores bramidos de la mari quien soportaba estoicamente el gozo hasta que, faltando poco menos de un cuarto de verga, el conducto se enangostó lo suficiente para que el empotrador tuviera que meterla con toda su fuerza, sacando alaridos del enculado. “¿Qué, sos loba, vos? porque chillas como loba; te voy a dejar mansita”, dijo y empezó con su vaivén.

Para acallar los aullidos, el segundo le emparchó la boca con su verga. Los lagrimones le salían a borbotones sin poder decir nada porque tenía el pendorcho hasta la campanilla. Hacia el final, los movimientos de ambos hombres se acompasaron y, casi al mismo tiempo, se deslecharon en la mari que recibió semen al unísono por la boca y por el culo.

El primero se salió del culo y lo tapó con un rollo de servilletas; el segundo se retiró de la boca dejándolo al mari domando las arcadas y lamiéndose los labios.

Cuándo y cómo pudo, se subió los pantalones. Estaba recomponiéndose cuando el cantinero le tiró un trapo diciéndole “toma, limpia, y págame la consumición y las servilletas que llevas en el culo”.

La mari restregó el piso, pagó, sacó pecho y, con la cabeza alta y meneando el trasero, salió de la cantina con la promesa de volver todos los días.

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