Deborah embarazada tiene antojos sexuales que su marido deberá cumplir
I
El doctor Jaime Cara se les quedó mirando un momento:
–En este trimestre a lo que tienen que estar atentos es a un cambio hormonal de Déborah.
–Benigno puede estar tranquilo. Me siento genial, doctor. Ni mareos, vómitos, ni nada. ¡De hecho, estoy como nunca!
Su marido, el Benigno antes mencionado, le echó un vistazo de reojo, sentado a su lado. Sí, se veía genial, Déborah. Sus treinta años, su cabellera rubia en media melena. Pero no era la misma con el embarazo. Se habían cogido el día libre para un visita informal que había pedido el ginecólogo. Después de la visita pensaban ir al cine… Pero ¿desde cuando Déborah vestía así?
–Me pongo esta falda… que si no ya no me la podré poner –había dicho ella.
–Me pongo este top… Ya sé que con estas tetas que se me han puesto… Pero es que es ahora o nunca…
Y así todo. Todos los días. Desde que estaba embarazada. De modo que ahora estaba allí. Y Benigno no podía dejar de pensar que sus tetazas, que siempre habían sido grandes ahora parecían inmensas… Y eso que estaba sólo de dos meses y medio. Encima la falda se le había subido demasiado ¿por qué había tenido que cruzar las piernas? ¿por qué había tenido que ponerse sentada tan al borde? ¿Se lo parecía a él o el buen doctor Jaime Cara, con esa sotabarba canosa, tan atractiva, no hacía más que mirar de reojo a ese punto en el límite de la silla de su esposa? Déborah siempre había tenido un cuerpazo. Pero el embarazo lo había puesto aún más de relieve. Era imposible obviarlo.
–Deberías ponerte aquel sujetador que te recogía el pecho, Debbie –le había recomendado Benigno con la mejor intención.
–Ya sé que tengo que comprarme nuevos… pero esta semana no he tenido tiempo. ¡Y este sostén es tan mono! –le había respondido ella.
Pero aquello sostenía pero no abarcaba. Levantaba, sí. Apretaba sí… pero aquellos senos se veían ahora desbordados por la inmensidad de la carne. Y salían por el escote, protuberantes, reclamando atención uno contra otro a canalillo abierto.
–Deberíamos hacer una ecografía –propuso el doctor, así vemos al chavalote.. o chavalota.
–Pero, doctor, esto sólo era una visita informal –alegó ella.
–Pero ya que han venido. Pase a la camilla ginecológica.
Benigno miró de refilón. Él no podía hacerlo de forma directa como el doctor “mucha Cara”. Vio a Déborah poner el culito en pompa, y quitarse las braguitas muy lentamente. Eran rosas y hacían juego con el sujetador que se había quedado pequeño. Luego para encaramarse a la camilla ginecológica y abrirse bien de piernas se tuvo que subir la apretada minifalda. ¿Tenía que haberse puesto esas medias con liguero? ¿Esos zapatos con tacones de ocho centímetros? Por muy guapa que hubiese querido estar para acompañarle al cine… ¿no había pensado en lo que tenía que hacer antes?
–Ejem, ejem… Veamos –murmuró el buen doctor queriendo parecer profesional. Pero Benigno temía que estuviese mirando lo mismo que él oteaba de refilón: el coñito depilado a la perfección y expuesto en modo sumisión por su mujercita.
El ginecólogo Jaime Cara puso el condón en el transductor de utlrasonidos para llevar a cabo la ecografía transvaginal.
–Venga, Benigno… venga a ver esto.
El tímido marido se acercó. No se sentía cómodo viendo como un extraño hurgaba donde sólo debía de trajinar él. El doctor Cara sacó un par de fotografías. Todo estaba bien.
–Todavía no se ve si es chico o chica… pero es pronto.
Parecía que ya habían acabado cuando el galeno, ignorando al marido, le propuso a Déborah:
–Ya que estamos… Y sí probamos una nueva máquina, aquí al lado. Me la han entregado de prueba… dicen que hace unas imágenes en color y 3D espectaculares.
–Por mi bien.
–Bueno… si no tarda mucho –pero Benigno tenía la mosca detrás de la oreja. Le parecía que el taimado doctor sólo tenía un interés, que su linda esposa siguiera abierta de piernas delante suyo.
–Pero, pero… doctor. ¿Me va a meter eso?
El doctor Cara tenía en la mano otro transductor… pero éste era el triple de grande que el normal… Era como un pepino… de un grosor intimidante.
–Tranquila, Déborah, por ahí saldrá un niño.
El doctor intentó ponerle otro condón al nuevo transductor. Pero no hubo manera. Tras tres intentos… tuvo que desistir.
–Bueno, como es nuevo no pasa nada.
–Pero doctor, no vaya a hacer daño a mi mujer –Benigno miraba aquello con estupor: aquel aparato no era un transductor… parecía un “transconsolador”.
– Benigno, Benigno… ¿quién es el médico aquí?
El atribulado esposa miro la cara de su cónyuge, indefensa en aquella camilla mientras aquel instrumento se abría paso entre sus piernas. Su cara denotaba angustia, sí, pero también habían un punto de curiosidad, de malicia… Un brillo en lo ojos, un ramalazo de su lengua que recorrió su labio superior… ¿No iría a disfrutar?
–Oh, doctor, es enorme…
–Tranquila, Déborah…si entra bien…
–¡¡Dios!! ¡Qué grande es! ¡No me va a caber!
–Que sí, mujer, abrase un poco más –y el descarado doctor le apartaba uno de los muslos con una mano mientras que con la otra intentaba que aquel artefacto llegase al fondo de la intimidad de su esposa.
–Uahhhh. ¡Uy! ¡¡¡No puede ser!!!
–Espere, se los saco un poco… y se lo vuelve a meter…
–¡Oh, sí! ¡Quiero decir… oh, no! ¡No!
–Entiéndalo, Déborah… esta tecnología es… un poco invasiva.
–¿Invasiva? –se escandalizó Benigno –. Más bien masiva y excesiva. ¿Cariño estás bien?
–¡Sí! ¡Tranquilo, Benigno! ¡Ah… uffff….! ¡Uy!
–¡Pero estás jadeando, sudorosa, con la respiración agitada, la voz entrecortada…
En efecto, los pechos de su querida esposa parecían a punto de salirse de órbita.
–¡Sáquemelo, doctor! ¡Sáquemelo!
–¿Así?
–No, adentro, más adentro…
Era lo típico de Déborah, pensaba Benigno, siempre le pasaba igual. No sabía lo que quería. Ni fuera de la cama ni dentro de ella. Siempre lo descubría sobre la marcha. El doctor, mientras, seguía con aquel absurdo metesaca intentaba que se viese algo en la pantalla.
–Pues no acaba de funcionar esto… a ver si apretando aquí…
Empezó a sonar un zumbido.
–¡Doctor, está vibrando! ¡Sáquemelo, por lo que más quiera!
–¡No sé qué pasa! ¡Es que no se ve nada!
–¡Olvídese de la foto! ¡Pero pare este invento! –suplicaba su dulce esposa, con una expresión que pasaba del estupor al éxtasis y del éxtasis al ansia en cuestión de segundos.
–No encuentro el manual de instrucciones –se azoró el buen doctor. Benigno, vaya a buscar a la enfermera Gutiérrez, que ella sí que sabe cómo va.
Benigno salió todo agobiado. La enfermera que estaba cuando habían entrado ahora no aparecía por ningún lado. Sólo encontró a un joven en la recepción.
–¿Pero por qué me trae a Luisfer? –preguntó el doctor Cara cuando le vio aparecer tirando del brazo del jovenzuelo.
–No sé… sólo estaba él… Lleva bata blanca… –balbució Benigno, sintiendo que no estaba haciendo nada bien y todo el mundo se lo echaba en cara, mientras el doctor Torpe tampoco daba ni una pero tenía a su mujer al borde de éxtasis.
–¡Lleva bata blanca pero es recepcionista, alma de cántaro!
El doctor Cara se resignó:
–Bueno, Luisfer… Sujétele las muñecas.
Eso hizo el petimetre. Para el gusto de Benigno, con demasiado entusiasmo. Es verdad que los manotazos que daba su Déborah no ayudaban, pero es que al estar ella recostada en la camilla, como sin darse cuenta, el torpe del ayudante acabó aplastando el paquete de sus pantalones en la boca a su mujer al inclinarse sobre ella para inmovilizarla.
–¿Mejor, Déborah, mejor?
–Umphgrfff!
–No le entiendo, Déborah.
–¡Pero cómo la va a entender, doctor! ¡Si le está aplastando la cara, con… con el cuerpo… bueno… y no precisamente con la parte más noble! –protestó Benigno, que ante lo incómodo de la situación no sabía que hacer.
Al final el buen doctor la libró de esa tortura sacándole del todo aquel instrumento de dolor que, sin embargo, parecía haber estado tan cerca de haberle dado placer. Pero a Benigno le quedó la duda de si a su sufrida mujer no le hubiera gustado que durase un poco más. El doctor Jaime Cara se deshizo en disculpas, que si el nuevo instrumental, que si las pruebas médicas. Y Luisfer salió sin dejar de echar vistazos a su semidesnuda mujer, como si no quisiera olvidar nunca ese momento.
Déborah logró incorporarse, le flaqueaban las piernas, le faltaba el aliento… Se bajó, la falda, se volvió a poner las braguitas. Benigno no quiso decir nada pero se fue con el temor de que, de manera accidental su mujer hubiera estado al borde del orgasmo pero sin alcanzar el climax. A él mismo se le había puesto dura como una barra de pan seco al contemplar la escena. Y de esa guisa se fueron al cine. Contentos porque todo iba bien pero Benigno temía que ella no estuviese tan contenta como le hubiese gustado.
II
Una de las amigas de Déborah tenía una página de Facebook de esas de “como mola ser madre”, en plan colecho, lactancia prolongada y bebés que comen con las manos. Benigno pensaba que todo eso eran chorradas pero no podía negarle nada a su bellísima esposa, todavía mas explosiva a consecuencia del embarazo. A través de esa página descubrió “El método Mellon. Cursillos para madres primerizas”. Déborah lo vio, llamó a su amiga y le dijo que era lo último para madres. Imprescindible. Lo más de lo más. Ya podía serlo por lo que costaba, pensó Benigno. Pero tragó, claro, como tragaba con todo.
–Ya sabes, cariño, no me puedes negar nada. Es el cambio hormonal que anunció el doctor –y Benigno recordó lo que había pasado hacías tres días.
Al parecer era muy complicado conseguir hora. Pero su amiga Cari lo logró. Un descuento no, pero una hueco en la agenda, eso sí. “El Método Mellon” prefiere que el marido esté presente. Así que allí se fue Benigno, aunque él pensaba que todo eso eran zarandajas. Pero allá se fue. No le podía decir que “no” a Déborah aunque en los últimos tiempos, desde la controvertida visita ginecólogo doctor Cara, su mujer rechazaba todos sus intentos de aproximación, y eso que parecía lo contrario… dormía con unos camisones transparentes ultracortos, una ropa interior tan sofisticada como sugerente, unas braguitas de encaje calado que le volvían loco… Pero nada… Parecía como despistada, ausente… Ajena al sexo… Si el obsequioso maridito iniciaba el más sutil de los acercamientos, ella siempre ponía distancia; aunque al mismo tiempo se le venía ansiosa… como si el casi orgasmo al que había estado a punto de llegar en la consulta del taimado doctor la hubiese dejado a la vez, a medias, insatisfecha y al mismo tiempo pasada de vueltas. Estaba tan a sus cosas que igual abría la puerta con un camisón tan largo como transparente al repartido de Amazon o al chico que le traía la compra del súper… Los pobres no salían de su estupor y al del súper, por lo que vio Benigno, le debió de costar llegar al ascensor con tamaña erección. Benigno les compensaba con jugosas propinas esperando que no se lo contasen a nadie… y que no hubiesen sacado el móvil mientras él no miraba. Y esa era su vida, irritarse al ver como el portero de su edificio babeaba al paso de las caderas oscilantes de su mujer y acaba pajeándose en la ducha después de otra noche en que su santa esposa se comportase de manera muy santa pero poco esposa.
–Recógeme en el salón de belleza a las once –dictó Nono emperatriz.
Y allí estaba él, puntual con su BMW. Por suerte pudo excusarse en el comité de dirección del banco. Pero les había hecho ganar tanto aquel año con operaciones de futuros que nadie puso pega alguna. Cuando vio a su mujer salir quedó anonadado de lo bellísima que se mostraba… La falda negra, de tubo, ceñidísima… la blusa amarilla con los botones a punto de reventar y el sujetador negro… se le notaba todo, todo… todo… Los tacones, tan altos como siempre, sólo hacían que resaltar toda aquella voluptuosidad.
Ella entró en el coche. El BMW que era tan bajo y su falda tan tan estrecha, que la pobre Déborah se la tuvo que subir un poco para entrar en el coche… Pero no era lo bastante. Luego otro poco… y después poco más, hasta que se le veía el final de las medias transparentes, el principio del liguero… Y ya sentada en el coche la pregunta era lo que no se le veía. Tanto que un tipo que pasaba por la acera montado en un patinete eléctrico se estrelló de morros contra un buzón por culpa de centrarse en el espectáculo que dio Déborah justo antes de cerrar la portezuela.
–Pero ¿qué haces?
–Claro, si no te hubieses comprado esta mierda de coche.
Benigno quiso besarla pero ella lo apartó:
–Quita, quita. No sabes lo que ha costado este maquillaje.
Benigno pensó que no, que no lo sabía pero que daba igual porque se enteraría cuando le llegase el extracto de la tarjeta de crédito.
Cansado de momentos incómodos, la presencia de dos mujeres en una sala le tranquilizó respecto al taller, sin augurar cuánto se equivocaba. Una se llamaba Tatiana y era un mujer un tanto oronda, de más de cincuenta embutida en un traje de falso Chanel y con pelo recogido en un moño. Su compañera era Gina, que no tenía nada que ver: alta musculosa, con pantalones caquis y camiseta imperio que dejaba sus trabajadas abdominales al aire. Tatiana sonreía siempre. Gina parecía no haberlo hecho jamás.
Mientras Benigno pagaba con antelación con el datafono que le alargó la adusta Gina, Tatiana empezó a parlotear vendiendo las ventajas de sus sistema.
–El Método Mellon fue creado hace tres años por el doctor Gregory Mellon en San Francisco. Aunque cuestionado en un principio por su enfoque rupturista, pronto se ha extendido por todo el mundo. El cuerpo de la mujer cambia… en especial sus pechos, se agrandan, se vuelven más sensibles.
Le aceptaron la tarjeta.
–Siéntate, querida. Los pechos de una madre no son sólo una protuberancia anatómica. Son la puerta a la relación con tu hijo. Por eso en estos días hay que prestarles especial atención. Ábrete la blusa, preciosa. Una madre ha de conectar con sus pechos, ser consciente, de ellos… Mirarlos… rozarlos, acariciarlos.
Tatiana se había sentado a un lado. Gina al otro. Déborah en el centro, desabotonándose la blusa hasta el ombligo. Su mujer bajaba la cabeza.
–Así, guapi, así. Míralos, admíralos. Son tuyos. Tus pechos te hablan, te hacen sentir bien.
–Me duelen –se quejó Déborah.
–Claro que te duelen. Pero no es que te duelan… es que te dicen cosas, querida. Te comunican tu nueva condición. Y te seguirán hablando. ¿Te puedes bajar el sujetador?
–¿Así? – y su pobre Déborah se lo bajó de forma tímida… apenas mostrando los pezones, que total, ya estaban a punto de salirse de madre… porque aquella sofisticada lencería difícilmente podía abarcar toda aquella abundancia.
–Mejor así –y Gina, de un tirón, se lo bajó del todo. ¡Hala! ¡Todas las tetazas de su señora a la vista de cualquiera. Claro que sólo estaban ellas y el sufrido cónyuge.
Tatiana empezó a acariciar el pezón derecho. Gina el izquierdo. Pero mientras que Tatiana rodeaba con el índice, rozaba, acariciaba en círculos… Gina pellizcaba y daba tirones…
–¡Uy, uy! –se quejaba con razón Déborah. Pero no decía nada más. Benigno pensaba que aguantaba el tratamiento de forma verdaderamente sufrida.
–¿Siempre has tenido las areolas tan grandes?
–No, se me han puesto así con el embarazo. Y están muy duras. Me marcan los sujetadores. Y se me ven a través de las blusas y los top. Me da mucha vergüenza.
–No ha de darte, pequeña. En la antigüedad las mujeres embarazadas eran diosas. Hay miles de estatuas a diosas de la fertilidad. Tú eres una diosa.
–Pero, pero.. uhmmm, oh… ¡qué bien! –empezaba a jadear su esposa mientras ambas mujeres le rozaban tan sensibles puntos de su cuerpo– pero… es que los hombre me miran.
–Pues que te miren. Cuando lo hagan tú, espalda recta y sacas todo el pecho que puedas. ¡Que miren! ¡Qué se jodan! ¡Ellos no pueden! ¡Y ponte escote siempre que puedas! ¡Tits pride!
–Bueno, no se yo si esto último –intentó interrumpir Benigno, porque precisamente lo que no necesitaba Déborah es que la animasen a ponerse escote.. Si ya salía de casa que parecía el mostrador de una frutería.
–¡Ah, callar! ¿Qué sabrá usted del método Mellon? –y Gina le fulminó con la mirada. Pero sólo fue un momento. Luego volvió a tironear el pecho que le había tocado en gracia.
–Tranquilo, señor. Es normal que los maridos se inquieten. Pero debe afrontar que su esposa se encuentra en una fase de cambio, de cambio hormonal. Y su obligación es apoyarla en todo.
–No, si apoyar, yo apoyo…
Tatiana, siempre dulce, volvió a ignorarle y se centro de nuevo en masajear dulcemente el pecho derecho de su mujer. Gina hacía lo mismo con el izquierdo, pero de un modo más firme, como con vicio. A Benigno no le gustaba nada.
–¿Mejor, encanto? –se preocupaba la amable Tatiana.
–Oh, sí. ¡Cuánto bien me hace esto!
Benigno se estaba preocupando. Su mujer estaba muy inquieta. En la consulta del doctor Cara no había llegado al orgasmo y desde entonces se le veía con unas ganas enormes… Si esto seguía así Benigno temía que viviesen algún momento incómodo.
–Así, cierra los ojos… déjate llevar…
Déborah hacía todo lo que le decían… Sumida en la dinámica de la terapia echaba la cabeza hacia atrás y parecía estar gozando del momento mucho más de lo que hubiera sido moralmente exigible.
–Pero percibo que algo te preocupa, querida.
–Pues sí… No sé cómo lo ha notado… Tengo miedo, miedo de no saber dar el pecho a mi hijo… de no poder amamantarle… He oído que mucho niños no se enganchan.
–Ah, eres de esas.
Tatiana y Gina cruzaron una mirada que a Benigno le pareció malévola.
La meliflua Tatiana fue quien tomó la palabra.
–Para casos como el tuyo tenemos una medida especial. Así podrás acercarte a la experiencia de compartir y dar vida.
Tatiana se levantó fue hasta un teléfono y lo descolgó:
–Toni, puedes venir un momento.
Mientras esperaba, Gina se había apoderado de los dos pechos de su mujer y los estrujaba sin piedad. A Déborah parecía dolerle, pero era como si al mismo tiempo disfrutase de aquella situación absurda y caliente a la vez. Porque Benigno no quería reconocerlo pero él se estaba poniendo cachondo. Y claro, como Déborah no le hacía ni caso…
No tardó ni un minuto en presentarse Toni.
–Toni, ya sabe lo que tienes que hacer.
–Pero, pero… si es un niño –protestó Benigno, que ya no entendía nada. No podía entender cómo aquella terapia era tan reputada.
–No es un niño. Tiene 19 años. Y no le juzgue por su tamaño. Si fuera al hipódromo de la Zarzuela sabría que es uno de nuestros hockeys más reputados.
Pues sí que era bajito el jodido bastardete. Toni ni le miró. Se fue directo hasta Déborah, que con los ojos entrecerrados, como ida, no se sabía si había visto al nuevo actor en danza o no.
–Ya sabes lo que tienes que hacer –invitó Tatiana.
Y dicho y hecho. Toni se amorró a las tetas de su mujer y empezó a succionar con fruición, primero un pecho… luego el otro.
–Pero, pero… esto es del todo inapropiado –se quejó Benigno… esto no puede ser –Fue hacia ellos, pero Gina se había levantado y le empujó hacia atrás. Un golpe seco, sin duda no sólo era más alta que el sufriente marido, también era más fuerte que él.
Aquel tipo estaba literalmente comiéndole las tetas a su mujer y ella parecía gozarlo.
–Lo ves… así, lo haces perfectamente, querida –bendecía Tatiana –sujétale la cabeza y aprétalo contra ti.
Y eso hizo la pobre Déborah, incapaz ya de distinguir entre el bien y el mal, pensaba Benigno, que de nuevo volvió a protestar.
–¡Esto me parece del todo indecente! ¡Tiene que pararlo, señora!
Intentó fintar a Gina y llegar hasta su mujer que estaba a menos de un metro. Pero Gina no sólo era fuerte. Era rápida. Le bloqueó con el hombro saltó detrás de él y le retorció el brazo hasta que le colocó contra la mesa, de bruces. Benigno ya no sabía que le dolía más, si el brazo que le sujetaban a su espalda o ver lo que le estaban haciendo a su indefensa mujercita.
–Muy bien, hijo… muy bien. Así, succionando.
–¿Hijo? ¿No será su madre, depravada?
–Pues claro. El Método Mellon precisa de un gran nivel de intimidad. No le voy a dejar hacer esto a cualquier desconocido. ¿Por quién me ha tomado? Este tratamiento lo damos sólo personas de la más estricta confianza –y mientras le explicaba esto parecía ofendida de verdad.
El chico le estaba comiendo las peras su santa esposa con auténtica devoción. Benigno intentó un par de veces rebelarse pero Gina le seguía sujetando fuertemente, y cualquier conato, sólo parecía que despertaba las ganas de la robusta mujer de romperle el brazo.
–Oh, sí… ¡Qué bien! ¡No sabes lo que me dolían las tetas! ¡Cuánto bien me estás haciendo! –gemía Déborah, embriagada de puro placer.
Tan bien lo estaba pasando que ya no sólo apretaba la cabeza de Toni. Ahora había adelantado el culo hasta el borde de la silla. No se le veía nada porque la falda era ceñida pero hasta las rodilla, si bien con tanto frenesí ahora se le había subido un tanto, hasta medio muslo… Pero ahora Toni tenía la cabeza hundida en aquellas tetazas y todo el cuerpo pegado al de su mujer que seguía retorciéndose de gusto y aullando de gozo:
–¡Oh, Dios! ¡Qué gusto! ¡Qué bien! ¡Cuánto necesitaba esto!
Pero claro, tanto roce, tanto lametón, tanto pezón despendolado tuvo sus consecuencias. Benigno ya lo estaba viendo desde su incómoda posición, sujeto contra la mesa… porque el nuevo problema abultaba, saltaba a la vista.
–Mamá, me duele –se quejó Toni.
–Claro, cómo te ha puesto. ¡Es que les dices que den teta pero ellas ponen toda la carne en el asador! –se lamentó Tatiana– . Espera, sepárate un poco hijo mío, que te gusta más el frotar que a un estropajo.
A Tatiana le costó pero al final logró alejar unos centímetros al entregado Toni de las inflamadas ubres de Déborah. El bulto en su pantalón era más que notable. Más que tienda de campaña, aquello parecía una pirámide egipcia.
–¡Mire lo que ha hecho! ¡Ahora a mi pequeñín le duele!
–¡Mucho, mamá!
–No es mi culpa, señora.
–Pues claro que es tuya. Pero es que no has entendido tu cambio de rol. Antes era una bella mujer en el centro de todo que estabas en el mundo para recibir. Recibir miradas, atención, deseo… Ahora serás una madre. Estarás en el centro de todo… pero para dar, dar y seguir dando… ¡Cómo no has entendido eso, mira cómo has puesto a mi hijo! ¡Te has restregado como una perra, dejándote llevar por tu deseo!.
–Yo, yo… –balbució Déborah, intentando taparse los pechos con una manita. Pero era demasiada abundancia mamaria para tan pequeña extremidad. Incluso en segundo plano, ocupaban toda la pantalla.
–¡Mira lo que has hecho!
Y de un golpe, Tatiana le abrió la bragueta a su hijo y le bajó los pantalones. De un solo movimiento dos acciones. Una madre desafiando a la física y al sentido común. Porque todo aquello era absurdo, pensaba Benigno, ni terapia alternativa, ni hostias… El marido echaba espuma por la boca…
–¡Señor, es descomunal! ¡Mucho más grande que la de mi marido! –le salió del alma a la cándida esposa, que acto seguido dirigió a su cónyuge una mirada que quería ser entre avergonzada y exonerante.
El chico tenía estatura de niño pero cipote de actor porno.
–¡Pero como es posible? –masculló Benigno entre dientes– ¡Más que de jinete ese pollón es de un caballo!
–Muy típico del Método Mellon, a menudo el doctor Mellon hace notar que el marido se siente acomplejado ante la exuberancia que despierta en la esposa y futura madre.
Benigno no supo qué decir. La dinámica de la supuesta terapia le superaba.
Mientras, Toni, el niñato de rabo rampante, seguía allí, con aquel aparato a pocos centímetros de su hasta ahora remilgada esposa.
–Mamá, yo no me puedo quedar así– se quejó el zagal.
–Desde luego que no, hijo mío… –y Tatiana le pasó la mano por la cabeza–… esta señora te va a ayudar.
–Yo, yo… yo no…
–Usted, sí –replicó Tatiana pasando de un tono afable a otro autoritario sin cambiar el gesto. –Usted no deja a mi chaval así por haberse dejado llevar. Pero tranquila que lo vamos a integrar en la terapia… Para que sus pechos, su prodigiosos pechos no sean sólo parte del problema, sino también de la solución…
Déborah se miraba su increíble delantera, que emergía de entre la blusa amarilla del todo desabotonada, sin poder reaccionar, sin entender nada.
–Venga, Toni… pon tu cosita entre los pechos de esta señora tan amable, ya verás como ella te va ayudar.
–¿Cosita? – se preguntó en voz alta la perpetuamente perpleja Déborah –. ¡Pero si es un mango inmenso!
Pero el muy ladino de Toni ya le había encastado aquel instrumento entre sus tetas… hacia arriba.
–Pero.. pero… –intentó oponerse ella, la inocente embarazada.
–Pero nada. Ahora usted, apriete sus pechos contra ella, y súbalos y bájelos. Así, verás como el dolor se le atenúa.
–Oh, sí… me duelen, sí pero también me da gusto.
–Claro, así debe ser, querida. Es el método Mellon.
–¡No lo hagas, Déborah! ¡No sigas! ¡Es una trampa! –intentó advertirla el pobre marido, desde la mesa, mientras Gina seguía sujetándolo.
–Venga, Déborah, así, bien juntas. Apretando, acompañando…
Joder, que bien se lo hacía al chavalote. Él, el legítimo esposo, nunca había tenido tanta suerte. Nunca le habían hecho algo así, tan caliente, con tanto vicio.
–¿Ves como te gusta, guapa?
–Oh, sí ¡Qué bueno!
–¡Contente, Déborah! ¡No te dejes llevar! –sollozaba Benigno–. ¡Tienes que resistirte!
Pero no parecía que fuera a resistirse, para nada.
–Piensa en tu virtud –suplicaba él, mientras oía a su espalda la risita malévola de Gina, que le seguía sujetando el brazo a su espalda.
Ella en cambio, sólo murmuró…
–Por favor, avísame cuando te corras, que llevo en la cara 200 euros de maquillaje.
–Sí, sí… le avisaré.
Pero el niñato hubiera prometido cualquier cosa con tal de que su mujer le continuase haciendo aquella fantástica cubana. Cualquier cosa. Y Déborah seguía, claro que seguía. En cada envite, Benigno veía emerger aquel miembro entre las peras de su esposa como si fuese un barco vikingo entre oleaje. Y a ella no parecía importarle, al contrario, se encontraba como fuera de sí… poseída… arrastrada por el empuje irresistible de un deseo creciente pero aún insatisfecho.
–¡Me coooorroooo! ¡Joder! ¡Joder, joder!
Y se corrió, claro que se corrió. Tan a lo bestia se corrió que una de sus manos se agarró al sujetador bajado y este se arrancó de cuajo. El tipo siguió gritando varios segundos, mientras que aquel cipote no dejaba de escupir semen, semen y más semen. En los pechos, en el rostro, en el pelo de la sorprendida Déborah, que cuando sintió los primeros impactos en su cara intentó apartarlo pero eso solo sirvió para que los siguientes chorrazos fueran directos a su camisa amarilla.
Déborah se puso de pie, esta vez francamente contrariada con el chaval…
–¡Mira lo que has hecho! ¡Todo mi maquillaje arruinado!
–No hace falta ponerse así, señora… –le replicó Tatiana–. A la derecha hay un baño. Allí podrá arreglarse
Gina le había soltado. Toni se fue por donde había venido y Benigno pudo esperar a su esposa de pie… Avergonzado, esperando que las dos horribles mujeres no notasen la erección que él también albergaba en sus pantalones.
Esta no bajó cuando apareció su esposa. Al contrario. Había podido hacer desaparecer el semen de la blusa pero al precio de dejarla empapada, y como el sujetador se había roto con el forcejeo los pechos enormes, con los pezones del todo dilatados, se marcaban bajo la tela amarilla como si esta fuese transparente.
Todos le vieron aquellas magníficas tetas a su mujer. Los hombres que bajaron con ellos en el ascensor –y alguna mujer con gesto de reprobación– y luego Benigno se hizo un lío a la hora de pagar en e el parking y se hizo una notable cola de mirones ante el cajero del subterráneo. Incluso creyó ver alguno intentando obtener alguna imagen subrepticia de su casta mujercita con el móvil. El regreso a casa se le hizo eterno. Tan largo como larga y apretada se sentía la polla dentro del pantalón, a punto de reventar. Por desgracia, ya fuera por las hormonas, ya fuese por la terapia, Déborah dijo que estaba agotada y se fue a la cama sin hacerle ningún caso. Benigno se preguntó por qué a su mujer no se le antojaban unas fresas, igual que al resto de las embarazadas.
III
Deborah se rindió y aquel sábado decidió ir al centro comercial más caro de la ciudad a comprarse algunos vestidos premamá. Todavía podría aguantar un mes sin ellos pero sabía que tenía que estar lista. Desde luego exigió a Benigno que le acompañase. Era una tienda pequeña y aunque era sábado por la tarde y el centro comercial estaba a reventar, en la tienda no había nadie. Se trataba de un punto de venta muy exclusivo, y muy caro.
Antes de llegar Benigno y Deborah ya habían discutido. El abnegado marido tragó con el top violeta, muy escotado, pero la minifalda blanca era demasiado blanca y demasiado minifalda.
–Querida, se te transparenta todo.
–¡Se me transparenta, se me transparenta! ¡Ya estás con tus manías!
Benigno tragó saliva… la minifalda era pura nieve y a través de ella cualquier observador, incluso uno muy poco avezado, podía notar a la perfección las diminutas braguitas negras y el marcadísimo liguero, también negro.
–De verdad, cariño, es que…
–¡No me empieces con tus celos, Benigno! ¡No me empieces con tus celos! Además, mira la hora que es… con el rollo de tu partido de futbol nos han dado las tantas. ¡No hay tiempo ni para cambiarme ni para gaitas!
Así que allá se fueron. Benigno con su resignación y Déborah con el dulce carácter que le estaba aflorando a raíz del embarazo.
Ya en el coche, habían seguido las recriminaciones.
–Además, si me he vestido así es para probarme los vestidos. ¡Que no entiendes, Benigno! ¡Que no entiendes lo que es ir de compras!
Benigno no había dicho nada. Pero había pensado que los que lo habían entendido todo eran los dos chicos que estaban parados en una modo a su lado en el semáforo. Al ver el panorama dentro del BMW se habían subido los dos las viseras de sus cascos para contemplar el despliegue de su explosiva mujercita: asiento tirado hacia atrás al máximo, piernas cruzadas de modo sugestivo y minifalda que se había subido y dejaba ver el final de las medias negras, el arranque del liguero y unos muslos dorados en promesas.
Ya en el centro comercial habían pasaron junto a un bar de deportes que estaba enfrente de la tienda. Tal vez fue por el top violeta, muy escotado, tal vez por el efecto perverso que revelaba la falda, tan ceñida, tan elástica…, a lo mejor eran los altos tacones de su zapatos blancos, a los que su esposa seguía sin renunciar pese a que avanzaba su estado de gestación. El caso es que Benigno, un tanto retrasado de ella no pudo dejar de notar como una tipo cachas, de bigote viril, pelo negro despeinado y mirada despierta no le quitaba ojo al paso de su mujer. Lo mismo que los tres tipos sentados en taburetes a la puerta del local.
–A esa la ponía yo mirando a Cuenca.
Parecía el dueño. Sus parroquianos se rieron y otro de ellos terció:
–Una hembra así tendría para todos.
Benigno les quiso fulminar con la mirada. Pero o no le salió o aquellos pervertidos le ignoraron.
La tienda era un cuquería. Y la dependienta, muy amable. Y mujer, lo que tranquilizó a Benigno.
Pronto quedó claro que el plan de Deborah pasaba por llevarse media tienda. En especial los modelitos de la marca que había vestido Kate Middleton durante su estado de buena esperanza, Séraphine. No importaba lo escotados y despendolados que fueran.
Todo iba bien. La dependienta le iba trayendo vestidos y Deborah salía del cambiador para que Benigno le diese su aprobación. A la quinta vez, la vendedora ya se olvidaba de cerrar la cortina del probador, total no había nadie y sólo el marido disfrutaba del escultural cuerpo de aquella clienta.
Lo mejor era cuando Deborah no se probaba un vestido, sino jersey o blusas… salía del probador sobre aquellos tacones y con aquellas medias negras y el liguero… Y una vez era un jersey granate, ora una blusa malva o un top aguamarina… No hubiera hecho falta que saliese del probador, pero así era Deborah… con empuje. Y a Benigno tampoco le importaba, total no había nadie en la tienda, y sólo estaba la dependienta…
Para si desgracia, cuando lo estaba pasando mejor, a Benigno le llamaron del banco. Intentó mantener la conversación sentado en su butaca, pero en aquel punto no había muy buena cobertura. Era lo malo de ganar mucho dinero… Si te llamaban un sábado por la tarde… Había que resolver el problema antes de que abriese el mercado de futuros de Singapur.
Benigno salió un momento al pasillo y recorrió el pasillo con tiendas a izquierda y derecha. Allí la cobertura era mucho mejor. Puso solventar la problemática financiera en siete minutos, más otros tres para dar instrucciones a su jefe de operaciones.
Cuando volvió se encontró a la dependienta que se alejaba de su tienda.
–¿Qué ocurre?
–Oh, nada… un problema con mi coche en el parking… Ahora vuelvo…
–Pero… ¿ y mi mujer?
–Tranquilo, en estos casos, mi marido se hace cargo de la tienda.
–¿Su… su marido?
Pero ella ya se había ido. Benigno corrió hacia la tienda… Seguía sin haber nadie. El alarmado marido se acercó al probador. Todo iba bien, la cortina estaba corrida. En ausencia de la amable dependienta Deborah debía de haber cerrado el cortinaje.
Y entonces oyó la voz. Era un hombre.
–¿Ve? Este cojín hace de barriga falsa… así puede ver cómo le quedará el vestido dentro de unos meses.
Benigno descorrió la cortina de un golpe. Dentro del probador estaba su mujer con un vestido puesto, la falda remangada hasta la cintura y el culito de su mujer pegado, pegado, pegado al bajo vientre del musculoso y virilmente bigotudo dueño del bar deportivo. ¿Aquel era el marido de la dependienta? ¿Se podía tener más mala suerte?
–¿Pero, Déborah, qué haces?
–Me está poniendo el cojín de embarazada, pera ver como me quedará el vestido.
–Pero… pero… él no te puede ver así… casi desnuda.
–Por favor, Benigno… que es un profesional –se ofendió su hasta no hacía tanto recatada esposa.
–Eso, eso… usted, quédese fuera –y el muy rufián cerró la cortina en sus narices.
Benigno volvió a descorrer la cortina:
–¡No pienso permitir…!
El hombretón le dio un empujón con una sola mano y lo sentó en la butaca de un golpe.
–¿O qué? –el tono de aquel bruto no dejaba duda alguna. Sus musculosos brazos, tampoco. Lanzó al apocado marido una mirada asesina y cerrando la cortina gruñó:
–¡Ya no se puede ni cerrar una venta tranquilo!
–No te preocupes, Mauricio… Es que mi marido es un poquito celoso.
¿Mauricio? ¿Diez minutos y su mujer ya lo tuteaba? Le hubiera gustado levantarse… volver a correr la cortina, imponer su autoridad marital, pero el pecho le dolía del fuerte golpe que le habían propinado y el miedo le hizo permanecer en la butaca.
–No sé, Mauricio, no sé… Son muchos vestidos.. Mucho dinero…
–Pero una mujer como usted, querida, no puede merecer menos.
–Mauricio, por Dios… No me apriete así los muslos…
–Es que tengo que confirmar su firmeza. No sería un buen vendedor si no lo hiciese… ¡Cuando la vi antes…
–¿Me vio, Mauricio?
–Cuando salía del probador. Usted no lo sabía pero desde el otro lado del pasillo, desde la puerta del bar… se ve todo gracias el espejo que hay en la esquina… Así se ve todo… Le vi todo… Ese culito, esas piernas, esos pechos, ¡qué duros!
–¡Mauricio, por Dios! ¡Esas manos!
Benigno temblaba de rabia. Se levantó agarró el borde de la cortina pero no se atrevió a abrirla.
–Le estoy alisando la falda… comprobando la caída.
–¡Pero por dentro…! Oh, no, no… ¡Cielos! ¡Qué manos! ¿Dónde ha aprendido eso, Mauricio, dónde…? Uauuuh! ¡Sí, sí! ¡Oh, sí!
Benigno temblaba… apretaba la cortina, pero no seguía sin encontrar dentro sí el valor para descorrerla.
–Así, señora, así… Inclínese hacia delante para que pueda ver como el vestido se adapta a su cuerpo.
–Pero inclinándome así noto todo su… todo lo duro de su… lo siento justo detrás de mío… está tan… tan gordo… –gemía su mujercita.
Benigno no podía creerlo. ¿Por qué desde que Déborah estaba embarazada siempre le estaban pasando estas cosas? Sólo podía ver los pies de ellos ya que la cortina quedaba a dos palmos del suelo. Pero estaban muy cerca. Y su mujer no hacía nada por separarse de aquel abusón.
–Ciertamente me queda bien. Pero es muy caro. ¿No me podría hacer un descuento, Mauricio?
–Hombre, aprovechando que mi mujer no está sí que podría. Pero claro, con esto que me ha hecho… Está tan dura que casi no puedo ni caminar.
–Ya, Mauricio, pero no es mi culpa.
–Yo diría que sí – su tono sonaba autoritario, dominante.
–Pero, ¿qué hace, Mauricio? ¿Qué hace? –y Benigno vio, como las piernas de su mujercita se volvían hacia Mauricio, como resistiéndose. Al principio seguía así, pero luego se arrodilló. Benigno no pudo más y volvió a apartar la cortina…
–Eso sí que no, Déborah, eso ni me lo haces a mí…
Segundo empujón de Mauricio. El pecho le ardió y volvió a quedar sentado, sin ninguna dignidad.
–¡Joder, pesado! ¡Que achantes!
Y volvió a correr la cortina, pero estaba tan excitado que ya sólo quedó a medio correr. Benigno temió que no sólo él lo estuviese viendo todo, o la mitad de todo, que también era demasiado. Mauricio sujetaba a Déborah fuerte de un brazo y con la otra mano se abría la bragueta con una destreza que dejó boquiabierta a su mujer y escandalizado al pobre Benigno. Aquella herramienta no era mango de martillo, aquello era un rabo de toro.
–Pero, Mauricio, esto… esto es un pedazo de cipote.
–Pues yo sólo veo un arreglo, bonita. ¡Abre esa boca!
Si Déborah se había quedado con la boca abierta ante tamaño despliegue, nada más inoportuno, por otra parte; Benigno estaba sin palabras. No podía ser. Su mujer no podía encontrarse en esa situación. Ni él tampoco.
Aquel desalmado estaba acercando el pollón a la preciosa cara de su Déborah querida. Como algo ineludible, como si se tratase de la mismísima fuerza del destino transmutada en cipote.
–Venga, preciosa, ya sabes lo que tienes que hacer…
–No, yo no… ¡Es tan grande que no sabría ni por donde empezar! –replicó azorada.
–¡No empieces, Déborah! ¡No empieces nada! –suplicaba Benigno.
Pero Déborah ya tenía aquello en la mano, en las dos para ser exacto. Se veía claramente, que no quería, pero rodillas y con aquel bruto empujando con sus caderas.
–No, no… es demasiado.
–Y no derrames ni una gota, guapita. No quiero que manches ese modelito tan caro que llevas.
–No sé si podré… no sé ¡umppppffff!
Azorado, Benigno volvió a retirar la cortina, aunque veía perfectamente como las caderas de Mauricio empujaban con saña. Lo que contempló le dejó consternado: la pobre Déborah con todo aquello en la boca, los ojos desorbitados, como si le doliese la mandíbula. El marido de la vendedora le fulminó con su mirada y se limitó a apartarle de una patada. Le dio desmañadamente en el hombro, pero con fuerza suficiente como para apartarlo a un lado mientras el sufrido marido se dolía en la zona del impacto.
Mauricio le había sujetado la cabeza con las dos manos. Y ella, chupaba y chupaba como si le fuese la vida. Benigno pensó que no lo hacía por goce, no, lo hacía para que aquel maldito sátiro acabase de una vez y terminase aquella horrenda tortura.
Así que Benigno hizo de tripas corazón y se lanzó para intentar preservar a su mujer de tan gran humillación. Mordió una de las manos de Mauricio… y “blup”: aquel pollón quedó suelto y al aire.
–¡No, justo ahora no!
Porque justo en ese momento, saltó un chorrazo blanco, espeso, pesado… como si fuera cola de impacto lanzada a presión. Y no paraba: era un lechazo denso, pringoso, que lo dejó todo perdido… el suelo, la cortina. No digamos la cara, el pelo y el vestido de la desventurada Déborah.
–¡Pues me ha jodido la mamada, pero el vestido me lo paga, cabrón! ¡Ya se lo advertí! ¡Ni una gota! –bramó el vendedor.
Benigno había quedado con un brazo ligeramente por encima de su esposa, tirada en el suelo… Esperaba unas palabras de gratitud, pero ella no dijo nada, sólo vio la mano de ella, presionando entre sus piernas, por debajo de la falda. En unos segundos pasó de la sacudida vigorosa, a otra frustrada, y al final abandonada.
–En fin… –suspiró su abnegada cónyuge.
EPÍLOGO
Déborah se sentó ante la mesa del doctor Jaime Cara. Se aseguró que la falda de vuelo del espectacular vestido blanco caía perfectamente sobre sus piernas. Las cruzó. No se veía ni un centímetro de más. Eso sí, el vestido era tan ceñido que sus pechos se marcaban perfectamente, y claro, con aquel escote a la espalda, no había podido ponerse sujetador.
–No veo a su marido –comentó el doctor Cara.
–Está aparcando, no tardará mucho.
–Pues ya tengo sus análisis. Y está usted perfecta. Tanto, que ni rastro de cambio hormonal.
Déborah le miró con estupor.
–Pero embarazada está, tranquila. Lo que pasa es que todos sus marcadores son normales. A veces pasa. Ya se irán alineando con su estado durante los próximos meses.
–¿Me puede dejar verlo, doctor?
–Desde luego, es suyo.
El médico le tendió un par de folios grapados, acercándoselos hasta el borde de la mesa. Déborah, los pinzó con el índice y el pulgar y le echó un vistazo superficial. Y tal como lo vio lo rompió en dos veces.
–Ni una palabra de esto a mi marido.
–Pero no es malo.
Déborah guardó con lentitud los pedazos de papel en su bolso.
–Mire, doctor, esta última semana, a cuenta de ese supuesto cambio hormonal, que me anunció, me han magreado, me han comido las tetas, se han corrido en mis tetas, en mi cara, en mi boca… Doctor, me han hecho de todo excepto darme lo que me tenían que dar… lo que usted estuvo a punto de facilitarme.
Jaime Cara se quedó con su propia cara… estupefacta.
–No, no me mire así. Lo que pasa es que después de la semana que he pasado, usted sólo no va a poder estar a la altura de lo que necesito –y mientras proponía esto, muy despacio, levanto el borde de la falda y mostró primero las rodillas y subió más y más… hasta que se le vio el borde del liguero y luego la dejó allí como si nada, con una caída maravillosa que tenía aquella tela. Las piernas seguían cruzadas, perfectas, pétreas… pero el velo había caído.
El doctor Cara tragó saliva.
–Así que, como tenemos poco tiempo, hasta que vuelva Benigno. Le recomiendo que llame a aquel asistente… Luisfer se llamaba ¿no?
–Veo que recuerda a Luisfer y su buena disposición. Por desgracia, ya no está entre nosotros. Luisfer fichó por la competencia. Ahora contamos con un programa de intercambio con Senegal. No sé si Jamal será de su gusto, señora.
–Creo que resultará perfecto.
Jaime Cara pulsó el botón del interfono:
–Señorita, que Jamal pase a la consulta. Y que cuando llegue el marido de la señora Déborah Mas, no lo deje entrar bajo ningún concepto. Le dice que le estamos aplicando a su esposa una terapia avanzada y profunda que nos puede llevar a los tres un buen rato.
Frente a él, su paciente se chupaba el índice, entre inocente y viciosa, como si estuviera a punto de levantarlo en alto para determinar de dónde iba a soplar el viento en un futuro próximo.