Después del ascenso de mi marido, yo estaba muy aburrida. Comencé equitación y eso fue el inicio de una aventura increíble
Aburrida, aburrida como una ostra. Así es cómo me encontraba últimamente desde que promocionaron a mi esposo en su empresa. Por supuesto que el ascenso a director regional conllevaba traslado y cambio de residencia, el cual acató mi marido sin apenas consultarme. Él ya lo tenía todo decidido, pocos peros tenía que objetar por mi parte al estar en paro y sin perspectivas de encontrar empleo alguno. Es más, mi esposo se cansó de argumentar que tal vez en Sevilla encontrase el trabajo que nunca surgía en nuestra ciudad. Justificaba su decisión unilateral diciendo que posiblemente en su nuevo cargo pudiera ejercer la influencia suficiente sobre clientes o proveedores para colocarme. Así que tampoco pude objetar nada cuando me medio obligó a que me fuese a vivir con él. No le importó lo más mínimo que nuestro hijo se quedase con sus abuelos, sus padres, hasta finalizar el curso escolar en nuestra ciudad natal. Traté de hacerle entender que nuestro pequeño me necesitaba a su lado mucho más que él, que era mayorcito y que sabía cuidarse solo, pero me recriminó que mi lugar era a su lado, que no podía abandonarlo en un momento tan importante de su carrera profesional, y recalcó una vez más, que él era el único sustento económico de la familia. Fin de la discusión.
.- Detrás de un gran hombre siempre hay una gran mujer, y tú debes ser esa mujer- sentenciaba una y otra vez para hastío de mis oídos.
La verdad es que accedí no por cuanto él se pensaba, sino porque temía que alguna aprovechada de esas tierras quisiese ocupar mi lugar en mi ausencia atraída por las mieles del éxito de mi esposo, y conociendo al picha floja de mi marido, igual le daría que fuese yo o alguna que otra bruja de pechos operados, la que estuviese debajo suyo en la cama con tal se dejase meter. Además el pobre hasta me daba algo de pena, pues apenas sabe combinar las corbatas con las camisas y los distintos trajes. No sabe ni freírse un huevo como para estar tanto tiempo sin mí.
Lo bueno era que su empresa pagaba con el adosado y otras «asignaciones de servicio personales» como el renting del coche, la tarjeta de empresa, o lo que más me sorprendió de todo: el servicio doméstico de la casa. Lo malo es que toda la compañía residía en la misma urbanización y allí todo el mundo sabía la vida de todo el mundo. Demasiado alcahuete todo para mí gusto.
La vida de todas las mujeres y esposas en la urbanización consistía en no hacer nada durante todo el día salvo arreglarse y estar preparadas para cuando llegasen los maridos a casa e ir de fiesta en fiesta de acompañantes. Que si cóctel con un cliente, ágape con otro, tentempié con un proveedor, cena con otro. Siempre de compromiso en compromiso, de fiesta en fiesta. Lo único que se esperaba de una buena mujer es que estuviera guapa para la ocasión.
Incluso sin solicitarlo y sin hacer nada resulté ser socia del gimnasio de la urbanización. Y si en un principio acudí por curiosidad y movida por romper con el tedio y el aburrimiento, me arrepentí al poco tiempo. Eso era un nido de víboras, la que no envidiaba mi cuerpo o mi tipo, envidiaba el puesto de mi marido que según ellas debía haber sido para su esposo. Por un motivo u otro me sentí nada más llegar en boca de todas.
Podríamos decir que todo comenzó en un cóctel de noche, en una de esas fiestas de empresa de mi esposo. Ni tan siquiera recuerdo el nombre de su compañero de trabajo con el que estábamos hablando. Sé que ella se llamaba Mónica, inevitablemente lo averigüé más tarde. Yo no prestaba atención a la conversación, a pesar de estar de cuerpo presente, cuando mi marido me despertó de mi ensimismamiento.
.-Sería estupendo, ¿no crees?- Me pregunto mi esposo interrumpiendo mis pensamientos.
.-¿El qué?- Pregunté sin saber de qué iba el tema.
.-Pues de lo que estábamos hablando. De aprender a montar a caballo-. Se encargó de recordarme mi esposo el hilo de la charla ante la presencia de la otra pareja.
.-Cari, pero si no sé -le rebatí.
.-Por eso-, dijo ella sumándose a la conversación. -Creo que aún quedan plazas libres y no llevamos muchas clases, supongo que no habrá problema para incorporarte. Déjame que haga la gestión y mañana mismo te paso a buscar-. Se ofreció risueña la tal Mónica, la mujer de la otra pareja.
-Oh no, no hace falta- traté de excusarme nuevamente.
-Pero si acabas de decir que si – interrumpió mi marido algo molesto por no estar atenta a la conversación y por mis contradicciones.
– En ese caso….- dudaba, francamente no sabía que responder.
– En ese caso no se hable más. No sabes cuánto te lo agradezco Mónica-, argumentó mi marido por mí arreglando a su manera las cosas.
-Estoy seguro de que Sandra estará encantada de acompañarte en tus clases-. Concluyó mi esposo la conversación.
Con todo el lío al día siguiente me llamó mi esposo al mediodía. Me dijo que Mónica, la mujer de Joaquín, pasaría a buscarme a las seis de la tarde para acudir juntas a las clases de hípica. Que estuviese preparada.
-¿Un poco tarde no?- Traté de poner excusas.
.-Mejor así, al caer la tarde que con todo el calor. Supongo que será por los animales- rebatía mi esposo a cada pega por mi parte.
.-Pero cari yo no….- me mostraba reticente y poco animada con la idea.
Fue entonces cuando mi marido me explicó que Joaquín, aunque no era jefe suyo, si era un alto cargo en otro departamento en el que mi esposo estaba interesado. Me explicó que había oído hablar bien de él en los informes internos y que estaba dispuesto a llevárselo a su departamento pagándole incluso mucho más dinero que en su puesto actual. Por eso yo debía hacerme amiga de su esposa, era una forma de estar cerca de Joaquín y caer simpáticos.
Así fue como sin poderlo evitar Mónica pasó a buscarme en su Cayenne el primer día para ir al centro de equitación.
Fue horroroso. Todas iban de punta en blanco, últimos modelos, botas de piel y complementos carísimos. Incluso se habían maquillado. No lograba entender tanto nerviosismo antes de la clase en el vestuario. Parecían todas quinceañeras locas, en vez de mujeres hechas y derechas.
Todo quedó claro al ver al monitor. Un experto y apuesto jinete. Morenazo, de pelo hacia atrás salvo por los caracolillos que decoraban su nuca. Cincuentón, de rasgos duros como su carácter pero con un algo que atraía a todas las féminas, debo reconocer que incluso a mí me cautivó la primera vez que lo vi. No era guapo, ni tampoco feo. Supongo que era la fuerza de su carácter o su chulería lo que lo hacía interesante. Para colmo sus pantalones de montar le marcaban un paquete entre las piernas algo exagerado. Inevitable que todas se preguntasen si todo eso era de verdad o había algún tipo de relleno como en los toreros.
Maldije mi atuendo para ese día. Unos jeans y una camisa a cuadros anudada, debajo un sostén de encaje incapaz de disimular el bamboleo de mis pechos con cada trote de mi caballo. Todas divinas de la muerte y yo ridícula.
Para colmo me asignaron un caballo que nadie quería: Atila, un semental algo viejo que había sido descartado por llevar fama de ser un caballo nervioso. Se decía que ya había tirado a más de una al suelo con la consecuente demanda para la hípica. También se decía que de joven había ganado carreras internacionales, pero que de viejo había sido retirado a clases de equitación para principiantes como yo.
Monté condicionada en él muerta de miedo. Era más alto de lo que parecía o al menos sobre lo alto de su grupa imponía respeto y miedo a caer. No sé cómo describir mis sensaciones en esa primera sesión pero resultó fascinante. Me gustó mucho la experiencia.
Al acabar la clase todas debíamos limpiar y cepillar a nuestros respectivos caballos. Según el monitor para establecer relación y vínculos con el animal, aunque todas pensaban que era para ahorrarse la faena de los mozos, por lo que todas acababan enseguida a desgana, además, unas señoronas de tacón como ellas no estaban por la labor de limpiar a las bestias. Indudablemente que olía a establo, a caballo y a la acidez de sus orines, olores que a mí no se me hacían tan desagradables. Aunque sin duda fue otro momento de tensión para mí el tener que encerrarme en el habitáculo del animal para quitarle la cincha y la silla y proceder a cepillarlo. Nada que ver con el olor. Poco espacio con un animal tan nervioso. Temía que me diese una coz o me mordiese los pelos. Pero fue al peinar las crines del cuello cuando pude fijarme en la mirada de Atila por primera vez en toda la sesión. Sus ojos se rebelaban agradecidos. Como si fuese consciente del miedo que yo sentía a su lado y del que aún con todo era capaz de afrontar y superar.
Me entretuve más de la cuenta en cepillarlo. Entre otras cosas porque con cada pasada del peine, con cada gesto de cariño y respeto, descubría un animal mucho menos fiero, más sensible y agradecido. No sé por qué le susurré suavemente cosas al oído.
.-Schhst, tranquilo, te dejaré limpio. Relaja, relaja.- le decía cosas por el estilo, e incluso le tenía preparado algún que otro azucarillo.
Por supuesto Mónica me recriminó mi tardanza, argumentó que llegaba tarde a la peluquería por mi culpa. Luego en el trayecto a casa deduje que su mal humor no se debía a mi demora sino a las miradas que el morenazo instructor me había lanzado al movimiento de mis pechos durante la clase. Yo ni me había dado cuenta. Incluso llegó a preguntarme si lo había hecho a propósito y me insinúo que todas se habían dado cuenta de mi provocación hacia el supuesto José. De esta forma me enteré que tenía a todas las compañeras en contra y sin hacer nada. Deduje que estaban celosas y llenas de envidia. No solo a Mónica, todas y cada una de las asistentes. Poco les importaba aprender cosas nuevas o la experiencia, estaba claro que lo que les interesaba a todas era el chulazo de pelo para atrás. De buenas maneras y con mucha hipocresía quedamos en que a la clase siguiente cada una acudiera con su coche. Así yo podría entretenerme cuanto quisiera a la salida. Estás últimas palabras las pronunció con cierto recochineo en el tono de su voz al que tuve que acallarme y no replicar por temor a que mi marido no alcanzase sus objetivos profesionales por mi culpa.
Para la clase siguiente decidí ir a comprarme algún modelito para estar a la altura de mis compañeras. Ya sabéis, botas de montar, pantalones ajustados que más bien son mallas que se adaptan a las curvas de mi cuerpo, casco por si las caídas, blusa blanca con chaleco y sujetador deportivo incluido.
Fue al llegar a casa y ponerme las mallas para ir a las clases, cuando me percaté de que al ponerme las típicas braguitas de algodón que llevaba por costumbre debajo a y con semejante mallas tan ajustadas, que se notaría la costura, y seguro que daría de que hablar otra vez entre mis compañeras. Así que por muy incómoda que fuese me puse el único tanga que tenía por casa que disimulara las costuras, y era uno de esos de hilo en la parte posterior que ridículamente desaparecía entre mis cachetes.
No sé cómo describir lo que me ocurrió en esa segunda clase de equitación, pero con cada trote de Atila era como si la tela de mi prenda más íntima se entremetiese entre mis labios vaginales rozando y estimulando mi clítoris de una manera inusual y particular pero muy excitante, hasta tal punto que casi me corro sobre la grupa del caballo mientras dábamos vueltas alrededor de la pista realizando los diferentes ejercicios que José proponía.
Imaginaos la situación, todas en fila sobre los caballos dando vueltas a la pista de entrenamiento y yo situada la última. Cada trote de Atila se convertía en una pequeña tortura de placer. Podía sentir toda la potencia del animal entre mis piernas, además debía disimular ante las miradas del monitor, al que no pasaban inadvertidos mis gestos y mis muecas por aguantarme de las sensaciones. Llegó a mosquearse, incluso interrumpió en una ocasión la clase para preguntarme si me encontraba bien.
Que si me encontraba bien, estaba en la gloria. Aquel animal estaba consiguiendo lo que ningún hombre, incluido mi marido, me sabía provocar. Placer, estimulación, morbo, pero sobre todo una palabra: potencia, una potencia inalcanzable para ningún hombre. Cada golpe en la silla contra mi suelo pélvico era un estallido de sensaciones indescriptibles. Mis compañeras no sabían de nada, todo quedaba entre el caballo y yo, por eso que me provocaba más morbo aún la situación.
Por supuesto al acabar la clase estaba toda sofocada. La cara blanca desencajada del placer y las orejas rojas como un tomate. Acalorada y aturdida, una mezcla entre excitada y avergonzada conmigo misma por haber disfrutado de una experiencia que rozaba lo sexualmente prohibido con aquella bestia. La sesión había resultado tremendamente estimulante. Sí, lo gocé ¿y qué?. Me justifiqué a mí misma pensando que resultó inevitable que Atila lograse provocarme lo que me provocó. De repente aquellas clases de equitación habían tornado de ser un horror al que tener que enfrentarme a ser un aliciente más en mi aburrida nueva vida.
Por supuesto esa tarde me demoré cepillando a Atila en los establos, el cual estuvo esta vez mucho menos inquieto en mi presencia. Su mirada iba directa a mi conciencia, como si el animal supiese lo que mi cuerpo había experimentado sobre sus lomos. Por supuesto, no quise coincidir con el resto de compañeras en los vestuarios, así que cepillé y cepillé al caballo sin prisa y con mimo. Hablé con él entre susurros y pensamientos. Realmente le estaba agradecida por todos los estímulos que había despertado en mí. Quise retener en mi memoria las sensaciones al acariciar la silla, las crines del caballo, su lengua en mi mano tomando el azucarillo, el olor a cuero de las botas y la fusta y todos los pequeños detalles. A lo que salí del centro de hípica anochecía.
Las clases de montar a caballo eran martes y jueves. Por lo que tuve un tiempo para asimilar lo ocurrido en esa segunda clase de jueves. Me dije a mi misma que todo cuanto sucedió debió ser fruto de la casualidad, de mi desesperación y de mi abandono sexual. Concluí que la mejor forma de salir de dudas era repetir atuendo y así lo hice al martes siguiente. Ocurrió más de lo mismo, si bien el factor sorpresa se había desvanecido, lo cierto es que el morbo y la estimulación eran idénticos en cada sesión a la primera vez. La potencia del animal, cada golpe de la silla con la tela íntima entremetida, cada trote, cada paso, se convertía en un estallido de sensaciones en mi suelo pélvico. A cada clase supe controlar mejor mis impulsos y creo que al final incluso pasaba inadvertido para el monitor al que mis gestos indudablemente le llamaron la atención los primeros días. De no evitarlo, me hubiera corrido unas cuantas veces del gusto encima de Atila.
Con cada clase que avanzaba más ganas tenía de que llegase la clase siguiente. Sin duda las sesiones equestres eran de lo mejor de la semana. Así se sucedieron media docena de clases más, unas tres semanas, hasta que José, el monitor, nos hizo saber que ya estábamos preparadas para salir de la pista de entrenamiento y dar un paseo a campo abierto. A la sesión siguiente pasearíamos a lomos de nuestros respectivos caballos por las veredas y bosques colindantes a la hípica.
Nunca olvidaré ese primer paseo a caballo fuera de las instalaciones. Partimos todas del mismo punto en fila india con José, el instructor, a la cabeza. Comenzamos a trotar por campo abierto, entre los árboles y por caminos de tierra. Como en el resto de sesiones yo iba la última de la fila, solo que en esta ocasión al no dar vueltas en círculos alrededor de la pista de entrenamiento como hasta la fecha, disponía de relativa intimidad. Quise abandonarme a las sensaciones que me producía montar.
Ya con los primeros trotes pude experimentar el placer de sentir la potencia de aquel animal entre mis piernas, con cada paso de Atila mi zona pélvica, mi clítoris, mi punto G y todo el abecedario eran estimulados de manera inaguantable. Lo peor, o lo mejor, vino cuando el monitor decidió imprimir un ritmo algo más rápido al paseo y se inició un tímido galope que terminó por torturarme de placer. No pude aguantar más, tuve que pararme detrás de un arbusto y sin poderlo evitar me corrí sobre la grupa de Atila. Sí, me corrí sobre la silla de montar, encima de Atila en medio del campo. No pude resistirlo. Dos, tres, tal vez cuatro espasmos, cortos pero intensos. Fue implacable con mi cuerpo. Incluso tuve que morder la fusta entre los dientes para no gritar y delatarme. Por supuesto me costó recuperarme. Tuve que esforzarme para alcanzar al resto del grupo antes de que se dieran cuenta de nada. Todas regresábamos a las cuadras algo exhaustas y con la respiración agitada por el galope, solo que en mi caso mi pecho se agitaba por otras causas bien distintas a las de mis compañeras. De nuevo los chismes en el vestuario, los comentarios obscenos sobre el monitor y una vez se disolvió el grupo cada una se retiró con su caballo.
Ya en la intimidad del habitáculo de Atila me costó asimilar lo ocurrido. Me había corrido en su grupa, empezaba a ser consciente de que había tenido un orgasmo sin penetración siquiera. Aquello era una locura. Hacía tiempo que no tenía un orgasmo y aquel era uno de los mejores que recordaba en mi vida. Por supuesto que aquella noche me demoré cepillando a Atila, era como si no pudiera evitar dejar de mirarlo a los ojos y agradecerle cuanto había sucedido. Reconozco que perdí la noción del tiempo entre conversaciones imaginarias con el caballo, el cual no dejaba de mirarme y mirarme de forma que parecía comprender todo cuanto le decía.
De repente alguien abrió la portezuela del habitáculo. Era José que irrumpió violentamente en la caballeriza de Atila.
.- ¡Ah!. ¿ Aún estas aquí?-Preguntó José sorprendido de verme aún en las instalaciones cepillando al caballo.
.-Si – musité yo tímidamente sorprendida por su incursión. José me miró de arriba abajo examinándome, luego muy seco y rotundo dijo:
.- Es el momento de Atila. Ven, puede que sirvas de ayuda- dijo poniendo las riendas de nuevo al caballo mientras yo lo miraba pasiva sin saber a qué podía referirse, ni en que podía serle de ayuda.
El caso es que sin apenas darme cuenta José salía del establo a pie guiando desde delante las riendas de Atila hacia el exterior, el cual comenzaba a ponerse muy nervioso e inquieto. Yo los acompañaba detrás a ambos sin saber muy bien por qué ni a dónde.
José tiró de Atila hasta una explanada donde aguardaba Princesa, una yegua blanca atada a una pequeña cuadra adaptada para la ocasión. Atila se puso nervioso nada más ver la situación y lo que le aguardaba. Incluso se elevó relinchando bravo sobre las patas traseras, gesto con el que casi tira a José y por el que se llevó un par de latigazos severos y contundentes.
Me molestó que José golpease con semejante brutalidad a Atila, pero una vez que José retomó el control sobre Atila y a lo que lo miré de nuevo al caballo, éste había desarrollado una enorme erección hasta tal punto que su miembro casi le rozaba al caminar por el suelo. Me quedé hipnotizada al ver semejante aparato, no puedo decir que fuera agradable de ver, aunque sin embargo no podía evitar dejar de mirar ese portentoso atributo. Digamos que era como cuando ves esas pelis de miedo en que te tapas los ojos pero quieres seguir viendo.
.- Ven, ponte aquí y sujeta con fuerza las riendas de la yegua al tronco. Que no se desate-. Me dijo el capataz guiándome hasta mi posición donde se supone podía ser de ayuda, al menos no molestando.
Atila estaba excitado, no paraba de relinchar y cocear tan solo de oler el celo de la yegua. Lleno de nervios se puso detrás de Princesa muy impaciente a la que intentó montar por su cuenta. Entre José y el capataz guiaron el miembro del semental incapaz de atinar en celo. Nunca olvidaré la escena entre relinchos y polvo que levantaban ambos caballos del suelo entre el remolino de nervios y la tensión de todo el mundo. Acertaron al tercer o cuarto intento. Lo deduje por los ojos de Princesa, la pobre jaca a pesar de estar preparada, mostraba dolor en su cara ante los envites del semental que la poseía por detrás. Era todo tan brutal y alucinante al mismo tiempo. Me sorprendió que Atila no dejara de mirarme detenidamente mientras montaba a la yegua. Me miró a los ojos en cada embite al que sometió a Princesa. No sé, decir que estoy loca, que eran imaginaciones mías, pero la mirada de Atila era como si quisiera montarme a mí en vez de a la yegua.
Como podéis imaginar yo estaba alucinada y en otro mundo con la situación. Impresionante, sin palabras. El apareamiento de esas dos bestias nunca lo olvidaré. Sin duda una experiencia de los más brutal en mi vida. Permanecí como en una nube durante todo el tiempo, de tal forma que apenas puedo recordar con detenimiento lo sucedido aquella noche. Mi cuerpo había segregado endorfinas como para cubrir toda una vida. No sé en qué momento debí despedirme de José y de su capataz, y estoy segura de que debí parecer algo tontita al hacerlo.
Los pocos fotogramas que pude retener de ese momento acudieron varias veces a mi memoria a lo largo de los días posteriores. Y así, entre unas cosas y otras el jueves llegó antes de lo que hubiera podido imaginar y con él la clase de equitación. La clase fue un calco de la sesión anterior. Todas paseamos en fila india de nuevo por los caminos y veredas de alrededor. En esta sesión José instó a un ritmo algo más rápido que la vez anterior, lo cual fue una auténtica tortura para mí. En este paseo nos alejamos todo el grupo bastante de la cuadra y una vez en medio de la nada el profesor propuso una carrera hasta el establo, la primera que llegase dirigiría la clase siguiente, indicando como premio por donde ir desfilando la primera del grupo en su lugar y ordenando las instrucciones. Todas corrieron a galope, todas excepto yo. Tras las primeras zancadas de Atila tuve que mandarlo parar. De nuevo me resguardé tras unos arbustos altos. Estaba apuntito de correrme. Yo misma desabroché el botón de mis mallas de jinete, introduje mi mano por entre mis braguitas, y nada más rozarme siquiera mi clítoris con mi dedito me corrí. Tuve otro orgasmo maravilloso, que si bien no fue tan intenso como la primera vez, al menos calmó mi necesidad. Me recosté sobre las crines de Atila, el cual relinchó un par de veces nervioso mientras yo me corría sobre la silla, seguramente conocedor de lo que me sucedía. Tal vez alertado por mi olor de hembra en celo, tal vez por mis grititos ahogados en medio de la naturaleza, por mis temblores o mis espasmos y gemidos. Mordí la fusta y guardé su olor.
Regresé al trote al establo, para cuando llegué prácticamente todas mis compañeras habían desaparecido. José me preguntó si me encontraba bien y se interesó por lo que podía haberme sucedido, ambos adquirimos cierta confianza desde el apareamiento de las bestias. Le dije que estaba con uno de esos días y que con cada trote de Atila me dolía muchísimo, y que esa era la causa por la cual había regresado despacio, que me disculpase si había inoportunado en algo al grupo. Le agradecí que se preocupase por mí, y sin muchas más explicaciones me retiré a cepillar a Atila a la caballeriza.
Debo decir que cepillar a Atila me resultaba relajante. Mientras acariciaba al caballo me despreocupaba de muchas de las cosas cotidianas de mi vida. Era como un trance, en el que semental y yo conectábamos con el resto de la naturaleza. Unas veces le cantaba a media voz entre susurros y otras en cambio me daba por contarle mis preocupaciones al oído mientras le cepillaba las crines. La bestia se sabía mi vida en apenas unas sesiones. Resultó increíble pero en esa noche, y mientras le contaba lo formidable que era montar sobre su grupa, lo que me hacía sentir, su potencia de semental, y como lograba provocarme lo que ningún hombre conseguía desde hacía mucho tiempo, que cuando dirigí la mirada hacia su miembro, ¡estaba empalmado!. Su miembro era impresionantemente largo, como digo casi le rozaba con la paja del suelo del establo. Le mencioné a Princesa un par de veces, relinchó con tal fuerza que hasta se puso a dos patas como un loco y a poco me tira al suelo. Las veces que no, podía comprobar como bombeaba su sangre entre las hinchadas venas y se golpeaba con semejante aparato contra su propio vientre. Tuve la tentación de tocar ese miembro insultante para la raza humana, lo rocé con timidez y pudor y algo de recelo. Efectivamente pude sentir como palpitaba al contacto de mi caricia.
.- Caray Atila, quien fuera Princesa para tener todo esto dentro-, le decía. La sensación me resultaba asquerosa e hipnotizante al mismo tiempo, pero siempre, siempre se apoderaba mi curiosidad.
.-¿Te gusta eh?, ¿te gusta que te acaricie?- le susurraba mientras tocaba su oscuro y cimbreante miembro.
.-Jiiiiiiih- relinchaba el caballo nervioso a mi contacto.
El ruido de gente cercana me sorprendió y decidí que era el momento de concluir semejante locura.
Al llegar a casa y con algo de serenidad no encontraba explicación alguna a cuanto me acontecía con Atila. Era todo surrealista. ¿Zoofilia?. No, eso no era posible. Yo no. Eso es una guarrada, y yo no soy así. Pero si hasta me da cosa practicar sexo oral con mi marido cuando me lo pide. Yo soy muy normal. Modosita. Me gusta a lo misionero y poco más. ¿Entonces?, ¿qué me estaba sucediendo?, ¿cómo explicar lo que me ocurría al montar a Atila?, ¿locura?, ¿desesperación?.
El fin de semana con algo más de calma pude leer sobre el tema. Buscando en internet encontré experiencias de mujeres que les había ocurrido más o menos lo mismo o similar que a mí. Para mi sorpresa eran muchas las mujeres que reconocían haber tenido orgasmos gloriosos cabalgando a caballo. El mundo del caballo suele ir asociado a otro tipo de tendencias sexuales, por el cuero, las fustas y los látigos, y los potros de tortura, y así es como descubrí un mundo paralelo para mí. Leí muchos relatos e historias por el estilo. Mi mayor sorpresa se produjo cuando leí el relato de una mujer que aseguraba tener sus mejores orgasmos montando a caballo con unas bolas chinas en su interior. Esa experiencia y su narración de los hechos llamaron especialmente mi atención. Por un instante recordé que mi marido me regaló unas bolas de esas tras el nacimiento de nuestro hijo para recuperar elasticidad en mi vagina, pero ni tan siquiera recordaba dónde las había guardado. Al principio sopesé la idea de imitar a la protagonista de los hechos, de ser cierto lo que contaba debía resultar de lo más excitante y placentero. Pero enseguida descarté cometer semejante locura, no era posible, aunque debo reconocer que la idea quedó grabada en la mente martilleando mi conciencia.
Era sábado a la noche cuando leí ese relato, y coincidió con que al domingo se le apeteció hacerme el amor a mi esposo. Como digo, más bien él hizo el amor conmigo, nada de los dos juntos, porque me dejó a medias. Se puso a lo misionero, culeó un par de veces encima mío y se acabó su faena. Se dió media vuelta en la cama y alegó para no darme conversación que al día siguiente debía madrugar, que tenía una reunión muy importante, precisamente con Joaquín, que había necesitado desfogarse para relajar su estrés, y que debía estar tranquilo. Eso fue todo. En eso me había convertido desde hacía un tiempo en que ocupó su nuevo cargo, en su mejor terapia antí estrés. Incluso llegué a pensar que mi marido tenía a Mónica, la mujer de Joaquín, en la cabeza mientras me penetraba a mí. Desde luego su forma de moverse esa noche no era la habitual. Una cosa te digo, preferí que fuera así su forma de desahogarse, que no chillando y gritando como un energúmeno como hacía en otras ocasiones.
Lo que es por mi parte tuve que consolarme yo sola acostada aún a su lado en la misma cama cuando se quedó dormido. Muy triste. Para colmo la mente me jugó una mala pasada, al principio comencé a acariciarme imaginando momentos idílicos que habían sucedido entre mi esposo y yo, hasta que poco a poco la imaginación me llevó a pensar en situaciones donde de un modo u otro intervenía Atila. Es entonces cuando me corrí en un par de espasmos, ahogando mis gemidos, mordiendo la punta de la almohada y con mi esposo roncando a mi espalda.
Desperté al día siguiente aturdida. No sé lo que me estaba pasando. Desde que comencé las clases de equitación que mi vida sexual estaba despertando de nuevo de una forma u otra. Esa noche soñé con caballos, cuero, fustas y botas de montar. Además hacía mucho tiempo que no me tocaba, prácticamente desde la adolescencia, y entre lo sucedido en días anteriores y lo de anoche, era como si hubiese despertado una parte de mí que creía muerta. Mi libido hervía por momentos.
El lunes estuve caliente a todas horas, ya al despertar tuve que tocarme nada más darme esa ducha calentita de todas las mañanas, era como si lo sucedido la noche anterior no hubiera culminado en ese momento y necesitase más. En la siesta ocurrió más de lo mismo, apenas fue abandonar la mente y la imaginación hizo el resto. Lo que comenzaron siendo caricias sutiles en el sillón viendo la telenovela del medio día, acabó con mis deditos en mi interior chillando sola en medio del salón. Dos veces en un mismo día, no lo recordaba ni en la época de exámenes de la universidad. Me venían a los sentidos el olor de las cuadras, el tacto del pelo de Atila al cepillarlo, y sus poderosos relinchos, de tal forma que traté de simular con mis deditos las sensaciones que me producía al montarlo. Y vaya si me corrí. Me corrí en un orgasmo incluso mucho más intenso de los que había tenido soñando con mi marido. Era como si mi mente estuviera atrapada por la de Atila. Inexpicable. Incluso me fue inevitable gritar como una histérica temiendo alertar a los vecinos. Algo sobrenatural.
El martes me desperté prácticamente igual que el día anterior, estaba cachonda perdida. Lo presentí ya en mi ducha mañanera. Esta vez evité masturbarme tan pronto, no era ni medio normal. Me conozco y sé que si lo adquiría por costumbre resultaría un hábito adictivo. Resistí la tentación pensando en que a la tarde vería a Atila, y era algo así como que debiera reservarme para él, como en aquellas primeras citas de adolescente. No lograba entender mi nueva obsesión. Anduve caliente todo el día esperando mi pequeña recompensa, y no sé porqué en el último momento me vino a la cabeza el relato que leí días atrás y que quedó grabado en mi subconsciente. En uno de esos prontos busqué como una loca por toda la casa en apenas unos minutos de tiempo antes de la clase, las dichosas bolas chinas que me regaló mi marido. Aparecieron en una vieja caja donde guardaba el conjunto de la noche de bodas, y algún que otro recuerdo inservible. Olían a nuevas todavía, hubiera preferido hervirlas y esterilizarlas pues no recordaba haberlas usado, además llevaban mucho tiempo almacenadas. Pero no había tiempo, si quería llegar puntual a la clase debía darme prisa, así que las embadurné en crema y con algo de esfuerzo me las introduje en el interior. Me sentí ridícula con las bragas a medio muslo delante del espejo y las botas de montar introduciéndome las dichosas bolitas, además, apenas podía caminar con ellas en mi interior. Pensaba que las perdería de un momento a otro, sentía como se deslizaban por dentro siempre con la sensación de que se iban a salir. Para colmo el tanga de hilo no ayudaba a pensar que la tela podía retener su peso. Por mucho que tratase de apretarlas con mis paredes vaginales siempre tenía esa sensación de que las perdía. Resultaba agotador retenerlas en mi interior.
El caso es que entre muchas dudas y con algo de prisa decidí que lo mejor sería subir al coche y dirigirme a la hípica. Ya decidiría posteriormente lo que hacer al llegar a los vestuarios. Aún tenía alguna oportunidad de parar semejante majadería.
Lo cierto es que una vez sentada en el auto no resultó para nada molesto, incluso disfruté por momentos de las sensaciones. Podía sentir su roce especialmente al hacer fuerza para pisar el embrague. Ni yo misma me podía creer que hubiese llegado a esos extremos. ¿Qué me estaba pasando?. Andaba cachonda todo el día. Por unos momentos me sentí como una niñita traviesa que oculta un secreto vital al resto del mundo. Todo marchaba fantástico en mi desvarío hasta que el atasco me hizo poner nerviosa. Llegaría tarde a la clase y tal vez levantase sospechas. Adiós a mi última oportunidad.
Así fué. Llegué justo a tiempo de comenzar la clase, por lo que el destino decidió por mí al no tener tiempo de sacarme las bolas. Mónica guiaba el grupo, al parecer fue la ganadora de la carrera la sesión anterior. Yo me situé la última, ese puesto que ninguna quería y que yo adoraba. Al principio todas íbamos al paso, era como si Mónica no supiera por donde guiar al grupo, pero una vez lo tuvo claro impuso un trote algo rápido para llevarnos a todas hasta una fuente a orillas de un riachuelo que transcurría cercano a las instalaciones. Aquel ritmo fue una tortura bestial para mi cuerpo. Se producían golpes secos y contundentes entre el animal y yo. Eso provocaba un inevitable movimiento de sube y baja de las bolas en el interior de mi vagina. Ya no era la simple estimulación de mi punto G, o de zonas sensibles de mi vagina o de mi suelo pélvico, era como si me estuvieran follando literalmente. Atila me estaba haciendo al amor a través de las bolas insertas en mi interior. Aguantaba como podía, y trataba de retrasar lo inevitable como buenamente sabía disimular. Cada golpe con la silla era una penetración del perverso juguete. Tanto Atila como yo sabíamos que tarde o temprano me correría de nuevo sobre su grupa. Por suerte llegamos al arrollo antes de que sucediese nada que no pudiese controlar hasta el momento. Descansamos un rato, que me supo a tregua y a gloria bendita en mi cuerpo, hasta que el monitor decidió que era hora de regresar a las instalaciones. De nuevo propuso una carrera que todas aceptaron sin rechistar. Todas, todas menos yo que supe nada más ver alejarse al resto del grupo que ese era mi pequeño momento. El que tanto llevaba esperando.
Espoleé a Atila para que de ir al paso comenzase a trotar ligero. De nuevo golpes secos y contundentes entre el animal y mi cuerpo. Podía controlar el ritmo con el que las bolas hacían su trabajo en mi interior dirigiendo el trote de Atila. Fantástico.
Ya había perdido al resto del grupo de vista cuando pude abandonarme a las sensaciones definitivamente. Podía controlar con las espuelas la potencia de los embistes a los que me sometía aquel animal. Era maravilloso, podía sentir la brisa en mi pelo y una bestia entre mis piernas. Fustigué al bicho para que aumentase del trote al que estaba siendo sometida a un galope implacable con mi cuerpo. Ahora sí me estaba follando por dentro el animal. Era sensacional. Incluso en la carrera se entreabrió un botón de mi blusa sintiendo el aire acariciar mi cuerpo y mis senos por dentro. Me corrí, sí, me corrí sobre la silla entre temblores y espasmos, ahogando mis gritos, mordiendo la fusta y reclinada sobre las crines de Atila mientras mi cuerpo temblaba entre estertores sobre la silla de montar. El caballo corrió y yo me corrí en una sincronización perfecta como nunca hubiera soñado produciría semejante gozo. Disfruté de un maravilloso orgasmo y de mi pequeña travesura. La idea y la situación, el morbo, estar al aire libre, todo, todo, todo, contribuía a hacerlo más excitante. Cada pequeño detalle era un aliciente. Lo malo, lo peor, es que con las bolas chinas en mi interior no pude controlar mis propios fluidos vaginales, para colmo la poca tela del tanguita no ayudó a retenerlos, y sin quererlo me mojé en los pantalones como si se me hubiese meado en una amarga incontinencia. Así que retrasé mi llegada cuanto pude para no caer en ridículo delante de mis compañeras. Lo que me faltaba. Que pensasen que me orinaba como una vieja. Si supieran la verdad…
Entré prácticamente a lomos de Atila en la caballeriza, y descabalgué solo al llegar al interior de la celda dentro de las instalaciones. Por suerte escuché al desmontar como la última de mis compañeras abandonaba la nave casi al mismo tiempo que yo descendía exhausta de montar, nunca mejor dicho, al semental.
En la intimidad del habitáculo pude mirarme mejor los pantalones. Mis temores eran ciertos, una pequeña mancha en la tela de las mallas a la altura de mi entrepierna delataba lo que había sucedido. Se me veía mojada. Así no podía salir fuera, menuda vergüenza si me topaba con alguien. Decidí no esperar más y quitarme las bolas allí mismo en la intimidad de la celda, el propio cuerpo de Atila me ocultaría. Luego, ya vería como secar el pantalón. Ya se me ocurriría algo. Pero lo primero era lo primero, sacar la fuente de mis fluidos. Así que ni corta ni perezosa me desabroché el botón de las mallas y me bajé los pantalones ante la atenta mirada de Atila que me miraba expectante con sus enormes ojazos. Me oculté entre la pared y el caballo. De nuevo me sentí ridícula con las bragas a medio muslo. Esta vez tiré del hilillo que unía las bolas y las extraje sin apenas dificultad pues estaba todo empapado en esa zona. ¡Estaba toda mojadita!. Recuerdo que con los pantalones aún a mitad pierna, con el tanga bajado y mi intimidad expuesta, Atila aproximó su hocico a mis partes tratando de inhalar mi aroma de hembra más íntimo.
.-¿Te gusta, eh, travieso?- entablé conversación como en otras veces con el animal creyendo que comprendía todo cuanto había sucedido incluso mejor que yo misma.
Mientras me abrochaba de nuevo el pantalón Atila aprovechó en mi descuido para lamer las bolas que colgaban de mi mano como si fuesen el azucarillo al que tenía acostumbrado tras los paseos. Debió de gustarle el intenso sabor que desprendían. Porque no solo las lamió sino que las mordió delicadamente entre sus dientes tratando de arrebatármelas. Tiró con ellas de mi mano e impidió que terminase de abrocharme el pantalón. Él tiraba de un lado, y yo del otro, una vez ganaba él, otra yo. En el pequeño forcejeo pude comprobar como el animal empezaba a tener una tremenda erección. Seguramente estaba encelado por mi olor y mi sabor.
.-Dámelas, no seas malo- lo trataba como a un chico pequeño travieso con el que me gustó jugar. Atila se resistía a dejar de morder y saborear las bolas.
.-Suéltalas, son mías, no seas cochino- le decía en el juego del forcejeo.
.- ¡¡¡¡Splashhh!!!!- de repente la puerta se abrió de golpe. En esas alguien irrumpió de improviso en la celda sin avisar y armando un gran estruendo. El ruido y la presencia de otra persona me asustaron. Para mi estupor contemplé avergonzada como José, el monitor, abría de golpe la portezuela y contemplaba la escena.
.-¡¿Pero qué diablos ocurre?!- balbuceó sorprendido sospechando de que algo raro estaba sucediendo en el interior de esa celda entre el caballo y yo.
.-¿Qué haces aún aquí?- preguntó relajando el tono de voz al verme aún dentro teniendo presente que todas mis compañeras habían abandonado las instalaciones hacía un buen rato. Luego continúo mirándome desconcertado al tiempo que se acercaba tratando de entender lo que ocurría, pero sobretodo observando fijamente el extraño objeto que Atila sostenía entre sus dientes y que retenía al otro extremo mi muñeca. Fue también inevitable que se percatase de la visible erección que el animal mostraba orgulloso.
.-¿Qué coño es esto?, ¿qué está pasando aquí?- preguntó recuperando el tono de enfado mientras tiraba de las dichosas bolitas, tratando de arrancárselas de entre la boca al animal.
José consiguió arrebatarle las bolas al bicho, lo que yo no pude momentos antes por falta de fuerza. Desde luego que ese hombre era mucho más bestia que el animal cuando se ponía. Se quedó mirando el extraño juguete sexual entre sus manos, absorto en sus pensamientos.
Le costó un tiempo averiguar lo que realmente eran, como si después de todo no hubiera visto unas en su vida. Luego me miró a mí. Fijó su mirada en mis ojos, su vista descendió observando mi respiración agitada hasta detenerse a contemplar mis pantalones desabrochados. Y por supuesto esa mancha delatora que se hacía visible en mi entrepierna. Miró al caballo, su erección, de nuevo mi entrepierna, examinó mi rostro y averiguó mi vergüenza.
Una vez más me miró detenidamente a los ojos en medio de un inquebrantable silencio.
.-¿Qué es todo esto?- preguntó una vez más inquisitorialmente.
Me encogí de hombros por respuesta sin saber por dónde empezar a explicarme. No había explicación posible.
.-¿Qué coño hacías con mi caballo?- preguntó en esta ocasión más serio aún que la vez anterior.
Me miró a los ojos una vez más desconcertado. Su sonrisa se tornó maquiavélica. Yo en esas estaba paralizada, no sé si del miedo, o de la vergüenza de ser descubierta. Por mi parte era incapaz de mirarlo a los ojos, agaché la cabeza y miré al suelo.
La fusta de José se posó bajo mi barbilla indicándome que levantase el rostro para mirarlo nuevamente a los ojos. Permanecí muerta de miedo, temblando y con una respiración tan agitada que hizo que José se fijase en el botón de mi blusa todavía desabrochado por el que se podía ver parte de mi pecho subir y bajar al mismo ritmo que mi respiración. Inevitablemente le llamó la atención tanta carne a la vista y deslizó lentamente, sin prisa alguna, la punta de su fusta recorriendo mi cuerpo desde mi barbilla, deslizándola por el cuello, mi escote, mi vientre, hasta posarla sobre mi coño, presionando desde abajo hacía arriba como si quisiera levantarme del suelo con la fusta entre mis piernas.
-¿Y esto?- preguntó señalando con el látigo la mancha de mi entrepierna y al mismo tiempo que con la mirada señalaba las bolas que retenía entre sus manos.
Yo no respondí, era incapaz de pronunciar palabra, no había más explicación que el silencio. Lo único que hacía era contemplar la punta de la fusta del instructor que recorría mi cuerpo bajo la atenta mirada de ambos. Estaba contrariada, por una parte estaba indignada por haber sido sorprendida, y por otra una rara y tormentosa excitación luchaba por salir de mis entrañas.
Fue Atila quien entendiendo la situación trató de interponerse entre el instructor y mi cuerpo. Seguramente el animal debió de pensar que José estaría por la labor de fustigarme enojado como estaba y puede que el instinto del bicho no fuese tan desencaminado. José reaccionó violentamente, casi poseído comenzó a latigar al caballo en una paliza desproporcionada que mi semental aguantaba estoicamente con tal de protegerme. Es entonces cuando reaccioné.
-¡No!, no le pegues- grité al tiempo que me abalanzaba sobre la mano del monitor tratando de detener los latigazos a los que estaba sometiendo al pobre caballo, mi caballo, mi semental. José me apartó a una mano tirándome al suelo mientras con la otra seguía golpeando al animal.
Yo lo intenté de nuevo tozuda como una mula.
-Para por favor, no le pegues-. Esta vez logré quitarle la fusta.
José se quedó parado, no respondió. Solo me miró cargado de rabia en sus ojos. Caminó hacia mi posición. Yo reculé hasta que mi espalda topó con la pared de la celda. No pude alejarme más, estaba atrapada. José se abalanzó sobre mi cuerpo. Sentí como en segundos y con una sola mano era capaz de retener las mías, luego levantó mis brazos por encima de mi cabeza y me empujó contra la pared con decisión. Apenas podía tocar suelo, él empujaba de mis brazos tan arriba como podía obligándome a poner de puntillas. Por la violencia del acto nuestros cuerpos quedaron pegados el uno al otro. Sentí su calor y su aliento en mi cuello. Me miró una vez más a los ojos. Mi pecho golpeó su torso por culpa de la respiración. Es entonces cuando bajó la mirada y contemplo ese botón desabrochado de mi blusa. Mi pecho subía y bajaba agitado.
Si con una mano me retenía por las muñecas, con la mano libre tiró de la parte central de mi blusa tan fuerte que partió en dos incluso mi sostén. Me hizo daño y lo que es peor consiguió su propósito. Mi pechos quedaron al descubierto entre los restos de tela hecha jirones de mi blusa y mi sujetador. No sé cómo describir mi sensación en ese momento, era una mezcla entre humillante y excitante a la vez. Aquel monitor no tenía ningún derecho a hacer lo que estaba haciendo conmigo, y sin embargo yo lo necesitaba.
José hundió su cara entre mis senos buscando hábilmente con su boca succionar el primero de mis pezones que encontró entre las telas. Ni preguntó, ni esperó mi consentimiento, simplemente se abalanzó sobre mis pechos y tomó lo que consideró le pertenecía en esos momentos. Como si el hecho de descubrir mi locura le otorgara permiso para hacerlo. Yo no lo tenía tan claro.
Mi cabeza en esos momentos luchaba contra mi necesidad. Algo me decía que debía resultarme repugnante que un hombre abusase de mi cuerpo sin mi consentimiento de esa manera, pero a la vez no podía reprimir mis impulsos y me abandonaba a que sucediese cuanto estaba acaeciendo.
En el fondo ese era el hombre con el que todas andaban coqueteando, y con el que yo también había fantaseado. Debía sentirme alagada o algo por el estilo, o al menos así quise justificar mi falta de resistencia en esos momentos. José arrimó su cuerpo contra el mío y separó mis piernas con las suyas. Sentí su polla erecta contra mi coño a través de las telas de los pantalones de ambos. Supo aprovecharse de mi debilidad y de mi necesidad. Yo mientras tanto permanecía sumisa, consintiendo por omisión. Quería y no quería.
José seguía besándome por el cuello, mi escote y mis pezones mientras rozaba su dura polla contra mi coño. En esos momentos yo estaba maldiciéndome por haber hecho lo que había hecho. Si no me hubiese puesto esas bolas no estaría sucediendo nada de esto. Me culpaba de mis desvaríos. Traté de deshacerme inútilmente en silencio y sin mucha fuerza de José en varias ocasiones, pero era otra bestia total. Pude sentir su respiración cada vez más agitada mientras chupaba y mamaba de mis pezones, hasta que terminó por sujetarme de la barbilla, reteniendo mi cara y mi boca a una mano, y me besó.
Trató de forzar mis labios, al principio me resistí, hasta que después de un leve forcejeo consiguió introducirme su lengua en mi boca. Me resultó extraño sentirme explorada de esa manera. José se mostraba muy ansioso al besarme. Poco a poco mi lengua entró al juego de la suya, hasta que sin poderlo evitar dejé de resistirme. Acepté sus besos sumisa ante la situación, es más, participé de ello. José se dio cuenta de mi falta de resistencia y del movimiento de mi lengua en baile con la suya dentro de mi boca. Creo que incluso se regocijó por lo fácil que había resultado domarme. Había domado a muchas yeguas, había visto el ritual muchas veces y sabía perfectamente lo que la naturaleza de cada hembra ofrecía de resistencia. Era consciente de que yo era fácil en ese sentido o de que estaba necesitada. Así que soltó mis brazos por un momento y se deshizo completamente de lo que quedaba de mi camisa y de mi sujetador desnudándome de cintura para arriba.
Un rubor muy cálido vino sobre mí al sentirme expuesta de esa manera. Creo que era la sensación de estar completamente bajo el control de ese instructor. Yo me llevé las manos a los pechos tratando de cubrir mi desnudez, pero José agarró mis brazos y los sostuvo de nuevo sobre mi cabeza como queriendo demostrar su fuerza y que a la vez yo le ofreciese mi consentimiento. Su boca hambrienta rodeó mi pecho izquierdo. Lo chupó con fuerza entre sus labios, succionó cuanto quiso, eso sí, tuvo que abrir la boca de par en par para abarcarlo completamente. Parecía un animal salvaje devorando su presa.
Yo soy muy sensible en esa zona de mi cuerpo, así que irremediablemente reaccioné a las caricias que su boca estaba provocándome al juguetear con mis pezones. Se movía de uno a otro como si no pudiera tener suficiente de mí con uno solo. Durante todo el tiempo que estuvo chupando y jugando con mis pechos y su lengua, que su polla se estaba frotando más y más fuerte contra mi entrepierna empapada. Mi cuerpo olía ya a su saliva. Estaba empapada de su boca. En una de las veces fui yo misma quien inconscientemente empujó la cadera hacia delante deseosa por encontrar su dureza. José se percató de mi acción desesperada, señal de entrega y doma, y relajó mis brazos por completo al tiempo que con su boca había comenzado a besarme en un lento y excitante camino por mi cuerpo. La calidez de su lengua en mi piel mientras me lamía por todo el cuerpo me hizo temblar.
Fue besándome y saboreándome con la punta de su lengua por todo mi cuello, mi escote y mi vientre. De nuevo mi oreja, mi lóbulo en su boca, mis labios, mi barbilla, mi cuello, mi escote, mi vientre. Pudo comprobar la respiración agitada en mi tripa y cuando llegó a mi ombligo metió la lengua con fuerza en él, saboreando mi sudor y mi sabor. Yo anhelaba que eso significara que iba a continuar chupándome con su lengua hacia abajo y que terminaría metiéndola en mi coño de la misma manera a como jugaba con mi ombligo. Mi cuerpo tembló solo de pensar en la posibilidad de que me comiese el coño allí mismo en la caballeriza. Si al principio, con el primer latigazo a Atila tenía mis dudas, ahora deseaba que sucediese. Mi marido no era muy dado a practicarme sexo oral y era algo con lo que siempre había fantaseado, sobretodo en esos días atrás. Como decía, la anticipación de este acontecimiento me provocó un temblor por todo mi cuerpo.
El experimentado instructor aprovechó mis temores para introducir sus pulgares entre la piel de mi cuerpo y la tela de mis pantalones que todavía estaban desabrochados del botón central. Quiso detenerse para mirarme a los ojos en el momento en que sus manos deslizaban mis mallas hacia abajo en un tirón rápido y contundente llevándose a la vez pantalón y tanga. José estaba arrodillado a mis píes. Maravillosa visión. Mi intimidad quedó expuesta ante sus ojos. La noche era algo fría por lo que pude sentir el aire refrescando mis propios fluidos, los cuales podía sentir deslizarse a lo largo de mis muslos internos.
José agarró de nuevo mis manos con las suyas. Le gustaba pensar que me retenía a pesar de que yo estaba ya entregada hacía tiempo. Me retuvo por las manos con los brazos casi en cruz, todo lo lejos de mi cuerpo que pudo y su cabeza canosa desapareció entre mis piernas. Mi cuerpo tembló al saber lo que estaba a punto de hacer.
Si no lo impedía ese hombre iba a comerme enterita y de no evitarlo traicionaría todos mis principios. La cosa estaba llegando muy lejos. Debía detenerlo, parar semejante insensatez. ¿Qué pensaría ese hombre de mi?. ¿Cómo explicárselo a mi esposo?. No, mi esposo no debía saber nada. Pensé en mi hijo, en un posible divorcio, en la ruina, y todo…, todo por dejarme llevar. No, debía parar aquello. Recuperar mi dignidad.
Desperté de mi trance sentimental cuando la cálida lengua del hombre que tenía arrodillado frente a mí dividió mis labios más íntimos de la misma forma que momentos antes abría los de mi boca. Introdujo su lengua lo más profundo que pudo en mi coño mojado. Luego cerró sus labios sobre mi coño y lo chupó en su boca. Nunca sentí una sensación tan increíble. Después recorrió mi intimidad de abajo arriba un par de veces, hasta que localizó con la punta de su lengua mi clítoris de entre mis pliegues. Se dedicó a jugar con él.
.-Uhhhmm-. un gemido delator se escapó de mi boca. Imposible controlarme a sus tormentos. Además, tener los brazos inmovilizados me estaba volviendo loca. Mientras la lengua del domador continuaba sondeando profundamente en mi interior de tal forma que para facilitarle la comida de coño moví mis caderas hacia delante contra su cara. Yo quería que fuera más profundo. Perfecto conocedor de la naturaleza de una hembra liberó mis manos . En cambio yo no intenté moverlas ni un ápice de la posición en la que estaban. Quería que permanecieran extendidas y abiertas a mi lado como si continuara siendo retenida cautiva.
José disponía ahora de sus dos manos libres. Rodeó con ellas mis pechos. Los masajeó y pellizcó a su antojo mientras su lengua continuaba jugando dentro de mi coñito. Yo estaba en el cielo, a punto de correrme. De hecho mi cuerpo tembló tres veces , una de los nervios, otra de la impaciencia y la última por la incontenible excitación.
José lo sabía, sabía que estaba a punto, entregada para lo que quisiese hacer conmigo. Lamió mi coño chorreante lentamente de abajo arriba en una única y última pasada antes de ponerse en pie. Como queriendo retener en su memoria mi sabor. Una vez se alzó en pie enfrente mió escuché la cremallera de sus pantalones deslizarse hacia abajo. Lo hizo despacio, como regocijándose en la acción. Tenía todo el tiempo del mundo en aquel establo. Estoy segura de que se sacó la polla que no quise mirar. En esos momentos solo tenía ojos para Atila que contemplaba la escena nervioso detrás de José. Estoy segura de que el caballo podía oler mi miedo y de que había escuchado mi corazón latir con fuerza en mi pecho.
En estas que José me cogió de la cintura y me alzó hasta acomodarme sobre la silla de montar de Atila que reposaba en el potro junto al resto de útiles. Estaba sentada de tal forma que mi cadera quedaba a la altura perfecta para sus intenciones. Esta vez comprobé la calidez del cuero de la silla de montar directamente sobre la piel desnuda de mis nalgas. José se acercó hasta a mí, levantó una de mis piernas y tiró de mi bota de montar. Repitió la operación con la otra pierna. Siempre despacio, sin prisa, regocijándose en cuanto hacía. Yo lo mirara temerosa. “Me está desnudando, joder, me está desnudando” pensaba mientras escuchaba relinchar a Atila.
Después de deshacerse de mis botas tiró de mis pantalones con algo de mi ayuda y ahora sí, quedé completamente desnuda sobre la silla de montar. El instructor me miró a los ojos, haciendo algo el pingüino se situó entre mis muslos y sujetándome por los tobillos me abrió de piernas de par en par con su manos. Estaba ofrecida y entregada cuando sentí la punta de su duro pene caliente frotarse contra mi rajita.
.-Te voy a follar- aseveró tajantemente José mientras se acomodaba entre mis piernas.
.-Ufff- gemí muy suavemente en señal de consentimiento al saber que iba a ser penetrada. No pude evitarlo. Hubiera preferido permanecer en silencio, no darle a ese chulo la satisfacción de escucharme, pero lo deseaba y era incontenible.
En un empujón certero y lento, el miembro de José se deslizó dentro de mí. Me penetró apenas unos centímetros y la sensación ya era un caos en mi cuerpo y en mi mente.
“¡Pero joder, que estaba haciendo!. Me estaba dejando follar por un desconocido. No, yo no debería… “de nuevo me asaltaron mis remordimientos. José acalló mis dudas con un nuevo golpe de riñón que provocó me penetrase unos pocos centímetros más adentro.
.-Sssssiiih- chillé al sentir como me dilataba por dentro. Con esta maniobra fui yo la que abrió cuanto pudo las piernas para facilitar la penetración de José lo más profundo posible. Reaccioné casi por instinto agarrándome a sus hombros para no caer y rodeándolo con mis piernas por su cintura. Quería sentir esa sensación que provoca las pelotas de un hombre golpeándome en mi perineo, señal de que me ha penetrado hasta el fondo.
No me hizo esperar mucho, en un tercer empujón pude sentir los huevos de José colgando y chocando contra esa zona tan sensible entre mi ano y el final de mi vagina. Me moví instando a José para que me follará duro y rápido, pero en lugar de eso, deslizó su polla lentamente hacia fuera. Sacándola. Me miró a los ojos y comprobó mi deseo. Se regocijó dejando su punta descansando contra mis labios del coño.
Juro que en esos momentos podía sentir su corazón latiendo en su polla en el tímido contacto. Por primera vez bajé la cabeza para mirarle el miembro. Quería ver con mis propios ojos la polla que acababa de penetrarme. Me resultó extraña en forma, tamaño y color. Peor descapullada que la de mi marido, aparentemente más larga, diría que del mismo grosor, segura que mucho más oscura de color, tal vez por el abundante bello a su alrededor.
.-¿Te gusta?- me preguntó José despertándome del ensimismamiento en que había caído contemplando su falo.
Yo no pronuncie palabra, tan solo cambié mi posición de manos y me agarré a su culo dispuesta a disfrutar del momento. José en cambio se regocijó refrotando la punta de su polla por entre mis pliegues y contra mi clítoris.
.-¿Te gusta?- repitió la pregunta.
Yo lo miré un par de veces desesperada. En el último cruce de miradas José me dijo:
.-Pídemelo- pronunció altivo y orgulloso.
.-Que te pida ¿el qué?- pregunté molesta por su actitud que comenzaba a enojarme.
.-Pídeme que te folle- me dijo recorriendo mi cuerpo con su mirada.
-Eres un cabrón- me salió decirle de dentro tal cual lo pensaba.
-Y tu una puta – pronunció haciendo ademán de alejarse.
-No- dije reteniéndolo entre mis piernas en su intento por separarse y dejarme con las ganas.-Fóllame- susurré de inmediato a su acción a media voz y con reticencias.
José me miró de nuevo a los ojos.
-Otra vez. Pídemelo otra vez- dijo sintiéndose el gran triunfador de la noche.
-Fóllame- pronuncié esta vez algo más alto tratando de satisfacer su ego.
-Más alto- ordenó al tiempo que ejercía algo de fuerza con su polla entre mis labios.
-Cabrón. Eres un cabrón- estaba haciendo méritos para decirle eso y mucho más. Pero de nuevo reculó y yo temí que fuera capaz de humillarme dejándome así con las ganas.
-Quiero que me folles, lo oyes, quiero que me folles, por favor follame, ¡fóllame!, ¡FOLLAME!- terminé gritando. Y antes de terminar siquiera de pronunciarlo por última vez José me penetró de un solo golpe hasta el fondo.
.-Joder, siiiih- chillé al sentirme desgarrada por dentro.
.-¿Te gusta?- me preguntó al tiempo que comenzaba a moverse dentro de mí. Yo solo lo miraba despreciando su comportamiento pero necesitando de su polla para aliviar mi tensión.
.-Te gusta ¿eh puta?- se regocijó en su doma.
.-Mira que montártelo con un animal. He visto putillas y zorrones caras por aquí pero lo tuyo no tiene nombre- pronunció al tiempo que comenzaba a moverse con un ritmo aceptable dentro de mi.
Aquello no estaba mal pero yo esperaba algo más. Me agarré de nuevo a dos manos contra su culo y traté de marcarle el ritmo que necesitaba. En cambio José continuaba a lo suyo con una cadencia desesperante para mí. Después de un tiempo en lo que parecía una eternidad de ser follada en cámara lenta, el instructor comenzó a empujar más y más rápido. Justo cuando pensé que José iba a correrse dentro, dejó de moverse. Agradecí que no lo hiciese. No se había puesto condón ni yo tomaba nada, así que incluso me pareció sensato que todo aquello terminase sobre mi vientre o algo por el estilo en una marcha atrás.
Sin embargo me pilló por sorpresa, me agarró por mi cadera me hizo descender de la silla y me puso de tal forma que ésta quedase ahora bajo mi estómago. Yo estaba tumbada boca abajo apoyada sobre la silla en mi vientre. Tenía claro que quería cambiar de posición, y estaba preparada para sentir su polla deslizarse en mi coño por detrás.
En un principio lo ví incluso normal que quisiese cambiar de postura. Pero no fue así. Él se aferró con sus manos a mi culo y extendió mis nalgas bien abiertas de par en par.
¡Oh Dios mío. Iba a follarme el culo! Lo tuve claro cuando luego escupió sobre mi ano en un gesto que me resultó asqueroso. Empecé a entrar en pánico. Me retorcí como pude en la silla, pero José me retuvo las dos manos por detrás de mi espalda de tal forma que le fue fácil retenerme con una sola mano por las muñecas y con la otra dirigir su polla hasta situarla presionando contra la entrada de mi ano.
.-No- musité al sentir la presión que ejercía con su punta sobre mi esfínter.
.-Chisst, tranquila. Solo relájate y disfruta- dijo empujando con fuerza. Por suerte su polla no estaba todo lo dura que debiera y los primeros intentos fueron en vano.
.-No, por favor, me dolerá- le dije temiendo que si ya me había desgarrado cuando me penetró la primera vez que me la clavó hasta el fondo en mi coño, estaba segura de que me lastimaría el culo si procedía de la misma manera.
Antes de que pudiera pensar más sobre eso, su polla había separado mis nalgas y estaba deslizándose dentro de mi. Por suerte todos mis jugos habían cubierto su pene y lo habían vuelto resbaladizo. Aún con todo era una sensación mezcla de escozor y quemadura. Un ardor que se transmitía en cada nervio de esa zona.
-AAaaaay- no pude evitar chillar al comprobar que estaba siendo ensartada por el culo y que la polla de José avanzaba lentamente en el interior de mis entrañas.
José debió asustarse al escuchar mi chillido y retrocedió hasta salirse.
.-No, para, por favor me duele, para por favor- le sollozaba al tiempo que mi cuerpo temblaba más por el miedo que por el dolor en sí.
José lo intentó de nuevo.
.-Me duele, me duele, me duele, para por favor- imploré mientras José presionaba con fuerza contra mi dilatado esfínter. Esta vez mis movimientos lograron evitar su propósito.
.-Splashhh- recibí un latigazo con mi propia fusta que me cruzó el culo. No lo podía ver pero seguro que me dejó marca en la piel.
.-Esto es dolor, lo otro es temor- argumentó José al tiempo que me cruzaba la fusta en la otra nalga provocando que también se enrojeciese.
.-OOooooough- grité de nuevo en un chillido ensordecedor. José me obligó a morder el cuero de las riendas de Atila que descansaban en el mismo potro que la silla y quedaban al alcance. Pudo incluso rodearme la boca en un par de vueltas con ellas por detrás de mi cuello .
.-Gggggrrrrhhh- mis quejidos quedaban ahora ahogados por el cuero de las riendas.
.-Mucho mejor así.- comentó sarcástico antes de empujar de nuevo para sodomizarme.
Inmovilizada de esta forma José no tuvo impedimento para ejercer la presión necesaria y lograr que mi ano se rindiese al paso de su miembro. Comenzó a follar mi culo lentamente como lo hiciera anteriormente por mi coño. Me alegré de que fuera relativamente amable al comenzar. La sensación desde luego era totalmente diferente a cuando su polla me penetraba por la vagina. Ahora se me hacía mucho más grande. Podía sentir como cada centímetro de su miembro me abría en dos y me partía el culo. El sentimiento sexual general no era tan bonito. Quiero decir que se sentía bien, pero no tanto como cuando tenía su polla en mi coñito.
Su forma de empujar había comenzado a ser más rápida y más contundente. Golpes secos y profundos, como queriendo meterla hasta el fondo en cada arremetida.Me sentí como si estuviera siendo rasgada en mis entrañas.
Su respiración ahora era acelerada. Pude sentir como su cuerpo comenzaba a temblar.
Sabía que lo eso significaba, pronto se correría dentro de mí. Me preguntaba cómo serían sus sensaciones, si sentiría lo mismo al sodomizarme por mi culito, o se sentiría más apretadito por mi coñito. No tuve tiempo de pensar más, José se agarró a mis caderas y empujó su polla todo lo más profundo que pudo dentro de mi culo. Justo cuando apreciaba los espasmos de su polla, y cómo expulsaba su carga de esperma caliente bien dentro de mí. Podía sentir mis jugos fluir una vez más en mi coño, es más los podía notar resbalar a lo largo de mis muslos internos. José se salió de mi y bombeó otra carga de su esperma en mi espalda. Absurdamente me pregunté por qué no lo había expulsado todo en mi interior, me hubiera gustado retener su esperma en mi interior.
Lo escuché bufar y resoplar un par de veces en mi espalda exhausto antes de que escuchara como José se subía los pantalones y el posterior e inequívoco ruido de su cremallera. Yo todavía estaba recostada sobre el potro donde descansaba la silla y el resto de utensilios. Esperaba que al menos José me besara y tuviera alguna palabra amable antes de que se fuera, pero únicamente escuché el crujir de la puerta de la celda al irse al tiempo que veía la figura de su sombra alejarse en la noche.
Me quedé allí un rato más. Me sentía bien, acalorada a pesar del fresco de la noche. Había sido un polvo increíble y así se lo hice saber entre sollozos a Atila mientras trataba de recomponer la ropa para vestirme y salir de allí.
Al llegar a casa mi marido estaba roncando en la cama. Lo lógico hubiera sido darme una ducha y todas esas tonterías, en cambio ni me molesté en limpiarme ni asearme. Me quedé dormida con la sensación de tener el semen de José todavía en mi espalda y dentro de mí. Todo mi cuerpo olía a él, al establo , al cuero, era magnífico, era una sensación que no quería perder por nada del mundo.
La sorpresa vino a la clase siguiente, el capataz de la hípica nos informó con mucho pesar a todas que las clases se habían suspendido indefinidamente. Al parecer José había caído al tratar de montar a Atila y éste le había propinado una coz. Todas quisimos interesarnos más por el estado de José y lo sucedido. Y así es como supimos que inexpicablemente Atila tiró al suelo a José mientras lo montaba, y que además le propinó una coz de gravedad mientras José intentaba incorporarse. Según el capataz parecía que Atila se hubiera vuelto loco. José se enzarzó a latigazos contra el animal y es ahí cuando recibió la coz que lo mandó al hospital. Según palabras del capataz estaba vivo de milagro. El capataz insinuó que cuando José regresase del hospital seguramente mandaría sacrificar al caballo.
Fue escuchar esto y quise salir del corrillo en busca de mi semental. Estaba aislado en una especie de cuadra de castigo. Lejos de Princesa y del resto de caballos. Nada más verme llegar el caballo abrió uno ojos como platos. Me lo dijo todo con su mirada y eso que relinchó un par de veces más cuando me acerqué. Le dí un azucarillo y el animal me lo agradeció a su manera. Me despedí de él, sabiendo que seguramente esa sería la última vez que lo viese. Desde entonces no he regresado a la hípica.
Besos,
Sabrosissima