Después de haber sufrido por cinco días, me pedí la mejor botella de Whisky y una puta que sea bien gritona
Primera parte: Un polvo saca otro polvo
Madame Suzanne
El Saloon era el edificio más grande de la ciudad, con la excepción de la mansión de Davenport. La planta baja era rectangular y muy amplia. En uno de los laterales, una barra de teca con apliques de latón brillaba bajo las constantes atenciones de Suzanne. En el fondo, un escenario con una pianola a uno de los lados, era utilizado por sus chicas para hacer sus numeritos y calentar a la parroquia. El resto estaba ocupado por mesas en las que un par de grupos de hombres se jugaban sus ganancias al póquer. Las dos plantas superiores estaban ocupadas por habitaciones para sus chicas y para los pocos viajeros que llegaban a este lugar dejado de la mano de Dios.
Suzanne frotaba la barra con energía. Le ayudaba a pensar. Ahora que Lucas no estaba, se veía obligada a atender ella misma a los pocos clientes que había a esas horas de la tarde. El cabrón de Davenport la había jodido bien y a pesar de que tenía suficiente poder para hacerlo en pleno día, lo había hecho por la noche y por la espalda, dejando que la gente pensara, pero negando ser el responsable cada vez que le preguntaban.
El muy hijoputa, incluso se había atrevido a darle el pésame y seguir con su extenuante labor de acoso.
Sin arredrarse por sus desplantes y sus insultos, el Coronel acudía cada día a tomar una copa al bar y a proponerle matrimonio, dorándole la píldora y explicándole que juntos en cuatro o cinco años tendrían dinero suficiente para retirase a una mansión en la Costa Este.
Ella sabía perfectamente que lo único que Davenport quería era hacerse con las putas y el Saloon y encargarse de que ella tuviese un buen funeral después de que sufriese un desgraciado accidente.
Lo que necesitaba era alguien que sustituyese a Lucas. Gunnar, el sueco, era una gran mole de carne y a la hora de deshacer peleas era un tipo muy competente, pero pensar no era lo suyo y cuando las cosas se ponían realmente feas no era un tipo en el que se pudiese confiar.
En fin, de no ser por el apoyo de sus chicas y sus súplicas para que continuase al frente del negocio, aterradas por la sola idea de que Davenport y su pandilla de facinerosos se convirtiesen en sus chulos y lo cansada que estaba de moverse de un lugar a otro cada poco tiempo, quizás hubiese vendido todo a un buen precio y empezado de nuevo en un lugar donde pudiese pasar por una mujer decente.
Pero al final siempre salía la misma cuestión. ¿Qué haría si no se dedicaba a aquello? La única alternativa para ella era encontrar a un buen hombre y formar una familia, pero conocía demasiado bien a los hombres como para sentirse atraída por uno. No se podía imaginar enamorándose de nadie. Mejor dicho podía imaginárselo y también podía imaginarse cómo pasado un tiempo dejaría de resultarle atractiva y comenzaría a beber y a buscar a otras mujeres, eso si no moría antes en una reyerta por cualquier gilipollez.
Volvió a pasar la mano por la barra y aprovechó para matar una araña que se desplazaba por la brillante madera, ajena a su mirada de odio. Soltó un juramento y sacudió con asco el trapo dejando que los restos cayesen en el suelo.
Gunnar, desde su esquina la miraba fijamente. Desde que había muerto Lucas parecía haberse vuelto especialmente solícito y no apartaba sus ojos de ella. Nunca sabría qué pasaba por aquella cabeza grande de frente amplia y mandíbula prominente, pero a veces pensaba que le gustaría estar un instante dentro de su cabeza y saber en qué coños pensaba.
—Alguien tendría que limpiar esos ventanales— estaba a punto de decirle a Gunnar cuando las puertas del saloon se abrieron.
—Un Whisky. —dijo el forastero entrando en el local con gesto cansado y unas alforjas sobre el hombro por todo equipaje.
—No sé de qué agujero sales, forastero, pero en este lugar se dice buenas tardes y uno se quita el sombrero cuando habla con una señorita. —dijo Suzanne sacando la botella de bourbon un poco cansada de paletos maleducados y exigentes.
—Perdón señorita. —dijo el hombre con sorna sacándose el sombrero y sacudiéndose tres días de polvo de su ropa con él— He sido un insensible, madame. Buenas tardes. Un sol espléndido, señorita, ¿Verdad que sí?
—Buenas tardes. —replicó Suzanne mirando con furia la barra cubierta de nuevo con una gruesa capa de polvo.
—Llevo cinco días en esa mierda de desierto. Los indios me atacaron e hirieron de gravedad mi odre que murió desangrado rápidamente. Necesito urgentemente un baño, una botella de Whisky y la puta mas gritona y rolliza que encuentres. Estoy harto de pasar privaciones. —dijo poniendo uno cuantos dólares de plata ante la mujer— ¡Ah! Y que alguien se ocupe de Viejo Cabrón, no le deis mucha avena, no le sienta muy bien.
—Toma el whisky, —dijo Suzanne mientras llamaba a una de sus fulanas a gritos— Betsy se encargará de lo demás, pero si tienes hambre no te la comas, hay jamón frío en la cocina.
La puta apareció por las escaleras que había justo frente a la barra. Era tan morena como alta y la opulencia de sus carnes eran realzadas por un corsé tan apretado que parecía a punto de reventar. Sus ojos grandes y oscuros, sus labios gruesos pintados de rojo sangre, al igual que sus uñas y su melena larga, brillante y negra como el carbón, hacían que fuese una de sus chicas más solicitadas, capaz de ocuparse incluso de tres clientes a la vez.
Suzanne les observó mientras se alejaban. El forastero hablaba a la joven con naturalidad, haciendo que Betsy sacase a relucir sus risitas chillonas, mientras palpaba su trasero sin disimulo con una mano y sujetaba la botella de Whisky con la otra. Vio los revólveres y se preguntó si aquellos brillantes instrumentos de muerte eran solo parte de una pose o aquel desconocido sabía utilizarlos.
Un juramento de uno de los parroquianos tras perder una mano que creía ganada, la sacó de sus pensamientos y sacudiendo el trapo comenzó de nuevo a limpiar el polvo que el forastero se había traído consigo.
John Strange
El viaje desde Dawson había sido una pesadilla. Aquella parte del territorio era poco más que una estepa desértica dónde el sol del verano caía a plomo, el viento soplaba ardiente, envolviéndole a él y a su caballo en una nube de polvo y los indios desplazados a aquel lugar inhóspito por el continuo avance del hombre blanco, aprovechaban como aves carroñeras cualquier oportunidad para matar robar y violar.
Afortunadamente, aquellos pobres pieles rojas famélicos no eran rival para su Winchester y bastó con agujerear a un par de ellos para que se retirasen a una distancia razonable mientras le vigilaban, esperando como coyotes que un accidente les diese la oportunidad de atacar a aquel vaquero solitario.
Afortunadamente el incidente del odre no había sido tan grave como lo había contado y se había vaciado solo hasta un tercio de su capacidad. Así que gastando solo el agua imprescindible, había podido llegar a Perdición, con la lengua echa un estropajo eso sí, pero en unas condiciones razonables.
Aquel pueblo era la letrina que en Dawson le habían anticipado. Una polvorienta calle central flanqueada por unos pocos edificios de madera, al fondo una plaza con una gran mansión que parecía haber sido trasladada desde el este piedra a piedra y a su alrededor un montón de barracones, tiendas y chabolas rodeándolos, sin orden ninguno, como un cáncer que amenazaba con absorber y destruir aquel remedo de civilización.
Pero no había venido allí para criticar el plan de urbanismo de aquel poblacho, venía tras un hombre. Lo había perseguido por todo el continente desde Richmond, pasando por Washington. Había estado a punto de cogerle una vez en Kentucky y otra vez en Colorado, pero había llegado tarde por cuestión de días. Ahora, sin embargo, el hombre que había destruido su vida se había asentado y no tenía intenciones de seguir vagabundeando. Tenía tiempo de sobra para borrar su asquerosa presencia de este mundo.
La ciudad estaba desierta a aquellas horas de la tarde, solo un chico de unos quince años, que salía del almacén cargado de bolsas, se cruzó con él e intercambiaron una larga mirada. John vio algo más que miedo en las dilatadas pupilas de aquel chico. Tras preguntarle por la dirección en la que se encontraba el saloon, apartó la mirada y se dirigió hacia allí mientras observaba, aparentando desinterés, la enorme casa del coronel, al final de la calle, protegida por varios de sus esbirros que apenas se fijaron en él.
Aquellos ojos verdes y aquella melena pelirroja le golpearon como un mazo, despertando recuerdos dulces y amargos, vida y muerte, amor y destrucción. Se tomó unos segundos, manteniendo la mirada oculta bajo el ala de su sombrero, hasta que los recuerdos dejaron de golpearle y la joven que estaba tras la barra le llamó la atención por su falta de educación.
Dos minutos después estaba subiendo las escaleras del Saloon agarrado a Betsy con una mano y la máquina de olvidar con la otra.
Para ser aquel lugar el culo del mundo, había visto pocos burdeles tan limpios y putas tan atentas y sonrientes. En cuestión de segundos la fulana le había preparado una tina de agua espumosa y humeante. Después de la travesía de aquel erial, aquello le parecía el paraíso.
Antes de que hiciese ningún gesto, la joven se acercó a él y le besó. Un beso suave, limpio y fragante, de aquellos que te gusta recordar cuando estas durmiendo al raso, en las frías noches del desierto, con la única compañía de tu caballo.
Las manos pequeñas, de dedos gordezuelos, le retiraron el chaleco con cuidado de no levantar demasiado polvo y continuaron desabotonando la camisa hasta llegar a su cintura, dejando a la vista su pecho sudoroso cubierto por una rala mata de pelo oscuro.
John reprimió un gesto de enfado cuando la joven le quitó con habilidad sus cartucheras y las colocó encima de una silla para a continuación acabar de quitarle la camisa. La prostituta no se apresuró y acariciándole con la punta de sus largas uñas le rodeó, observando su torso musculoso y cruzado por casi una docena de cicatrices.
—Eres un hombre prevenido. —dijo la joven sacando una pequeña Derringer acomodada en la parte trasera de la cintura del pantalón vaquero.
Sin decir nada él se sacó el enorme cuchillo de la bota y se lo dio a la puta, que lo miró unos instantes con temor y lo depositó rápidamente con el resto de las armas.
—¿Cómo te llamas, corazón? —preguntó la mujer volviéndose de nuevo hacia él.
—Me gusta lo de corazón, pero también puedes llamarme John —respondió él observando el culo grande y redondo tensar la seda del vestido cuando la mujer le dio la espalda y se agachó para sacarle las botas.
Con un gesto cientos de veces repetido, la mujer le agarró la bota con firmeza por el talón mientras que él, con el otro pie, empujaba su culo para sacarla. Repitió el divertido ejercicio con la otra bota, esta vez palpando el tierno culo de la puta con su pie desnudo unos instantes más de lo necesario.
Sonriendo, Betsy se dio la vuelta y arrodillándose, le quitó los vaqueros y los calzoncillos, sin apresurarse, dándole de paso una espléndida vista de sus enormes pechos apretados y realzados por el corsé.
Tras tenerle totalmente desnudo, salvo por el pañuelo, la joven se apartó un poco y lo observó unos instantes más antes de indicarle el agua caliente que le esperaba. La líquida calidez le envolvió haciendo que todos los sufrimientos se diluyeran con el polvo que le cubría. Betsy, atenta a todo, cogió un cigarrillo, lo encendió y se lo tendió con una nueva sonrisa antes de dejarle que disfrutase del baño en soledad.
Dio una calada al cigarrillo y dejó que su mente vagase mientras largas jornadas de suciedad se iban ablandando en el agua jabonosa. Sin desearlo, su mente volvió a los ojos color esmeralda de la madame. Había permanecido apenas un minuto en la planta baja, pero su belleza y su presencia de ánimo ante un desconocido armado, unido al parecido con Abigail, había conseguido impresionarlo más de lo que le gustaría reconocerlo.
Sacudió la cabeza y pegó un trago a la botella. Tratando de no pensar, miró a su alrededor. La habitación era amplia, con una cama de bronce, un aparador y un gran mueble con un enorme espejo en una de sus puertas.
Su mente inevitablemente se volvió hacia Abigail y a su hijo Sam y con ello a su muerte en aquella aciaga noche, en aquella absurda guerra. No quería, pero su mente se la volvió a jugar propinándole con unas imágenes de su mujer siendo violada y asesinada junto con su hijo por aquellos animales a quiénes había venido a matar.
Pensaba matarlos como a perros, dejando al cabrón de Davenport para el final. Quería que sintiese el mismo terror que había sentido su hijo de diez años al conocer la inminencia de su muerte, quería…
—Cariño, deberías tirar ese cigarro, te vas a quemar los labios. —dijo Betsy que volvía con un frasco de sales y una enorme esponja.
Sin esperar respuesta, la hermosa joven se quitó el aparatoso vestido quedando únicamente con el corsé y unas enaguas y cogió la colilla apagándola en el agua y tirándola al suelo. A continuación vació un cuarto del frasco de sales y con la esponja comenzó a enjabonar los hombros, el cuello y la cara del forastero mientras cantaba suavemente.
Por fin su mente se relajó y se dejó hacer. Sintió los dedos agitar su pelo y masajear su cuero cabelludo y a punto estuvo de cerrar los ojos. Aquella mujer era la gloria. Con un gesto le invitó a levantarse y siguió cantando y enjabonando su cuerpo hasta que sus delicadas manos se posaron sobre sus ingles.
La furcia tiró la esponja y acarició con suavidad su polla que se endureció inmediatamente. En ese momento se dio cuenta de que hacía varias semanas que no estaba con una mujer. Con un movimiento apresurado, se sumergió en la tina un instante para aclarar el jabón y aun chorreando, cogió a la mujer en brazos y la llevó a la cama.
Pataleando y soltando grititos de placer mientras frotaba el culo contra su erección Betsy se dejó llevar. Con una sonrisa lujuriosa, John la tiró sobre la cama y le sacó las enaguas a tirones, descubriendo un pubis cubierto por un triangulo de lustroso vello negro. Como un náufrago sediento, se lanzó entre los generosos jamones de la puta. El sexo cálido y perfumado de la joven hirvió bajo sus atenciones. En pocos segundos la mujer estaba retorciéndose y respondiendo a cada beso y cada lametón con gritos y gemidos.
Sin darle cuartel, la agarró por el corsé y levantándola la puso de espaldas a él, de cara al espejo del armario. Durante unos instantes acarició aquel culo gordo y redondo. Hundió sus dedos en aquella enorme masa turgente y separó las dos nalgas para poder penetrarla. El placer y el alivio le envolvieron cuando su polla penetró con suavidad el lubricado coño de Betsy. Cogiendo a la joven por la espesa melena, comenzó a penetrarla suavemente, tomándose su tiempo entre empujón y empujón.
Con la mano libre, fue aflojando los cordones del corsé hasta que logró deshacerse de la incómoda prenda. Volviendo a penetrarla, acarició y magreó aquel cuerpo generoso y amasó aquellas enormes tetas, pellizcando los pezones mientras observaba por el reflejo del espejo las expresiones de placer y dolor de la joven.
Retrasándose y tirando de la mujer se sentó en la cama y la obligó a ser ella la que se ensartase sobre su polla mientras acariciaba su cabello y su espalda. Betsy abrió las piernas para ofrecer al forastero una visión de su sexo acogiendo su miembro a través del espejo y continuó unos instantes, sin dejar de mirarle, antes de separarse con un suspiro y darse la vuelta.
De pie, como Dios la trajo al mundo, la prostituta se acarició los pechos y el vientre y se masturbó unos instantes antes de empujar al hombre para que se tumbase en la cama y montarse sobre él a horcajadas. Betsy se empaló con su polla y comenzó a saltar sobre él, cada vez más deprisa. El sudor corría entre sus pechos y empapaba su cabello. Betsy jadeaba ruidosamente, pero continuó sin descanso hasta que John no pudo más y estrujando los pechos de la joven, eyaculó en su coño, provocando con el calor de su semen un potente orgasmo en la hembra, o eso le pareció.
La mujer se desplomó sobre él, jadeando y sonriendo, pero su sed no se había apagado y volteándola se puso sobre ella. La besó con rudeza, lamiendo y mordiendo los apetitosos labios de la mujer mientras introducía sus dedos en aquel coño rebosante de flujos y la masturbaba con violencia.
Betsy comenzó a gemir de nuevo y pegó un agudo chillido cuando le volvió a meter la polla de un solo golpe. Agarrando sus pechos comenzó a follarla con fuerza mientras le chupaba el cuello y los pezones. Pocas veces había tenido el placer de follarse una meretriz semejante. La joven gemía y se retorcía, acariciándole el cabello y arañándole la espalda con sus rojas uñas. Esta vez ella se corrió primero. Su cuerpo se estremeció y la joven emitió un grito entrecortado que duró unos segundos hasta que los relámpagos de placer cesaron.
Una vez recuperada, la prostituta empujó a John obligándole a tumbarse boca arriba y con una sonrisa traviesa se metió su polla en la boca.
La boca y la lengua envolvieron su verga acariciando y chupando. John sentía su miembro palpitar y hervir dándole la sensación de que iba a reventar de placer. Hundiendo las manos en la melena de la joven comenzó a acompañar los movimientos de su cabeza con la pelvis, haciendo la mamada cada vez más profunda.
La excitación fue cada vez más intensa hasta que no se pudo contener más y alojando su miembro en el fondo de la garganta de Betsy, eyaculó una y otra vez hasta que sus huevos quedaron secos.
—¡Vaya cariño!—exclamó Betsy entre toses. ¿Cuánto tiempo hacía que no estabas con una mujer? Eres todo fuego.
—En realidad soy como los camellos, puedo pasar sin follar ni beber largos periodos de tiempo, pero cuando llego a un oasis me doy un atracón. —respondió John tanteando el suelo al lado de la cama y cogiendo el whisky— Ahora cariño, hazme el favor de llevar a lavar mi ropa y mis botas y vuelve para que te eche otro par de polvos, aun no se me ha pasado la sed. —dijo dando un nuevo trago a la botella y poniéndose el sombrero sobre la cara dispuesto a echar una siesta.