Dos cabrones muy calientes dispuestos a todo

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Cuarenta días sin pisar la costa llegaban a ser demasiado y nadie se terminaba por acostumbrar a ello al completo, aunque llevaras lo de navegar en alta mar, como decían sus mayores, en la masa de la sangre.

Roxelio era el más joven de una saga de pescadores. Su padre, su abuelo, su bisabuelo y quizás más allá de su tatarabuelo, todos tuvieron el mismo oficio que él. Toda una tradición familiar. A pesar de ello, no podía evitar echar de menos a su seres queridos. Sabía que todo aquel enorme sacrificio era para que no faltara comida en la mesa y tuvieran un cobijo caliente en las noches de invierno. Pero que supiera que era necesario, no le servía de mayor consuelo.

Sin embargo, los días que el mar mostraba su cólera y no se podía faenar, la vida a bordo del navío pesquero se transformaba por completo. Salvo el personal de tripulación, el resto poco o nada tenían que hacer y era como un descanso para la cuadrilla de pescadores.

Era en esas jornadas en los que la tripulación del San Telmo se encontraban más desanimados y les daba por pensar si merecía la pena la vida de sinsabores que les daba aquel maldito trabajo, por el que no le pagaban ni medianamente bien y que no les permitía disfrutar mínimamente de los suyos. Al sentimiento de rabia, siempre le seguía el de impotencia, pues sabía que si no hacían el esfuerzo de salir a pescar en alta mar, sus familias no tendrían nada que llevarse a la boca.

La década de los cincuenta en España fue una época donde el silencio de tus protestas te hacían mejor persona. Alguien que no buscaba problemas e iba a lo suyo, se convertía en un trabajador modelo para los patrones que veían que, sin necesidad de pagar unos salarios justos, su proyecto empresarial funcionaba a la perfección y su patrimonio aumentaba en una proporción mayor que si lo hicieran.

Ser alguien reivindicativo, además de poder ocasionarte problemas legales, propiciaba que los que seleccionaban el personal para las largas travesías en alta mar, no te tuvieran en cuenta y te quedaras sin ganar un jornal que, aunque no fuera muy grande, era imprescindible para poder sobrevivir.

Todos los pescadores que viajaban en el San Telmo eran mano de obra prudente y obediente. Personas que soportaban las condiciones adversas del mar, con la misma paciencia que la dura faena diaria.

Entre los hombres que faenaban en la embarcación, había muchos que pensaban que la ambición de los patrones nunca tenía fin y que si fueran ellos los que tuvieran que soportar los fuertes temporales, los hielos y las nieblas de esa parte del mundo, el regreso a casa no se haría de esperar. Sin embargo, habían sido educados en la sumisión al poderoso y, en un intento de auto convencerse, se repetían el dicho popular de «Donde hay patrón, no manda marinero», como si fuera una ley grabada en piedra.

Los cincuenta individuos que formaban la tripulación sabían que si llegaba alguna queja a oído de quien pagaba su salario, la próxima vez que los barcos salieran a faenar, se quedarían en tierra firme y las posibilidades de poder llevar sustento a su familia se verían reducidas casi a la nada.

Las enormes curbetadas y que el barco no soportara ya más carga de pescado, no significaban el final de la travesía. El capitán de la nave pesquera tenía ordenes explicitas de seguir explorando los caladeros del Atlántico noroeste y encontrar nuevos bancos de bacalao. Una encomienda laboriosa y poco renumerada que hacía aún más insoportable la carencia de sus seres queridos.

Lo peor de esta búsqueda era que se sabía que eran días de los que no obtendrían ningún beneficio, no conseguirían más pesca de la que había y por tanto su jornal, no se vería incrementado en lo más mínimo.

Explorar el mar a la aventura en busca de nuevos caladeros, se convertía en horas eternas en las que, cuando el mar estaba en calma y tenían la obligación de capear el temporal, los pescadores intentaban atenuar el aburrimiento de ese tiempo muerto jugando a las cartas, cantando canciones, contando historias y cualquier cosa que pudiera aliviar su nostalgia por la tierra firme.

En aquellos ratos de ocio, los hombres llegaban a confraternizar de una forma que no tenía parangón. Una camaradería que, en nos pocos casos, hacía surgir un vínculo mayor que la amistad entre algunos de ellos. Algo lógico sabiendo que en más de una ocasión sus vidas dependían casi por completo de la persona que tenían a su lado.

Roxelio y Anxon, a pesar de ser del mismo pueblo y tener más o menos la misma edad, no habían conversado apenas antes de embarcarse en el San Telmo. El primero pertenecía a una familia que había vivido en Combarro a lo largo de muchas generaciones. En cambio, los padres del segundo se habían instalado en el pueblo, hacia unos pocos años, en busca de un jornal que ganar en la mar.

Su familia y él, por el hecho de no ser originarios de la Villa, eran tratados con desdén por todos sus vecinos y se referían a ellos con el apodo de los forasteros. Aquel Sambenito hubiera sido fácil de sobrellevar de no ser porque, llegado el momento de pujar para llevar un salario a casa, algunos de sus paisanos consideraran que, por el hecho de haber nacido en otro lugar, carecían de derecho para hacerlo.

El egoísmo y los perjuicios ante lo desconocido habían hecho surgir entre los dos jóvenes una insana enemistad que, a decir verdad, no tenía ningún motivo de ser. No había ninguna ley, ni terrenal ni divina, que impidiera a la familia de Anxon buscarse el sustento en un pueblo distinto del suyo.

Al ser de una edad similar, en el reparto de camarotes quiso la providencia que cayeran juntos. Sin querer, lejos de la influencia y de las ideas preconcebidas de la gente del pueblo, una relación afectiva surgió entre ellos. Una amistad en la que el intercambio de confesiones sobre familia, soledad y trabajo estaban a la orden del día. Compartían tantas horas que el uno se convirtió en el refugio del otro, creciendo entre ellos un cariño que iba más allá del compañerismo y tocaba muy de cerca lo fraternal.

Sin embargo, las conversaciones sobre sexo, a pesar de que era habitual escuchar conversaciones picantes entre los otros pescadores, se había convertido en una especie de tabú entre los dos muchachos. Sobre todo porque en cada ocasión que había salido el tema a coalición, Anxo había desviado la charla hacia otros derroteros.

No es que el joven gallego fuera un mojigato al que le asustara el mundo de las pasiones sórdidas. Sucedía que temía que, al igual que le pasó con un primo suyo de su pueblo natal, las intimidades dieran lugar a una relación prohibida que terminara propiciando un distanciamiento con su compañero de camarote. Ni quería, ni estaba preparado para perder su confianza.

Lo peor de todo era que, a pesar de que sabía que eran una depravación y que la biblia prohibía expresamente la sodomía, añoraba aquellos encuentros íntimos con aquel muchacho de su familia. Tanto que el recuerdo de los mismos le servían en más de una ocasión como inspiración para sus más que frecuentes masturbaciones.

Recordar la dureza de su miembro viril en la mano, su sabor en la boca o su potencia en el interior de su ano, era suficiente munición para que su cuerpo se dejara llevar a un mundo onírico y terminara derramándose sin remisión.

Aquella obsesión por su primo, se transformó en una fijación hacia las personas de su mismo sexo. De manera sutil miraba el cuerpo de sus compañeros, sus torsos, sus brazos, sus culos, sus paquetes… Rodeado de tanta testosterona, el muchacho tenía la sensualidad a flor de piel y, más de una vez, al observar los enormes bultos que se marcaban bajo las ropas de trabajo, no pudo evitar tener una inesperada erección.

Aquella facilidad suya para excitarse se volvió tan incontrolable que dejó de ir a ducharse a la misma hora que iban el resto de compañeros, pues lo último que quería era ponerse en evidencia. Le suponía un gran esfuerzo no empalmarse rodeado de aquellos traseros tan duros, aquellos pubis rebosante de pelos de los que emergías unos irresistibles rabos y unos huevos que desafiaban a la gravedad de un modo que le resultaba hasta perturbador.

Sin embargo, no se le pueden poner puertas al campo y lo que tenía que ocurrir, ocurrió. Una noche, mientras Anxo se aseaba, su compañero de camarote aprovechó para masturbarse. Estaba tan caliente y llevaba tantos días sin meneársela que hasta le dolía cuando se empalmaba.

En teoría, le debería haber dado tiempo sobrado y antes de que Anxo regresara de la zona de los baños, Roxelio habría alcanzado el orgasmo. Sin embargo, se empeñó tanto en prolongar su momento de placer que fue pillado en plenas prácticas onanistas.

La seductora imagen del joven pescador con los pantalones y los calzones bajados hasta la rodilla, consiguió turbar a Anxo hasta el punto que el pulso se le aceleró e, irremediablemente, sintió como su polla se llenaba de sangre, marcándosele de manera notoria bajo las calzas.

Sobrepasada la sorpresa inicial, volvió a pasear la mirada por el fornido y joven gallego. Casi dos metros de masculinidad, rebosando testosterona por los cuatro costados que, de manera no deseada, despertaron de manera desorbitada un deseo contra el que luchaba cada día y a los que esta hastiado de combatir. Se lo jugó todo a una carta y sacó a pasear sus instintos más primitivos, sin pudor alguno.

No sabe de dónde sacó el valor para no desviar la mirada y salir huyendo de allí. Lo que sí tenía claro es que la imagen de Roxelio agarrándose su polla, no le desagradaba en lo más mínimo y aunque no le había prestado demasiada atención, pues prefería los hombres maduros, se dio cuenta que ante sí tenía un ejemplar de semental de tomo y lomo. Le bastaron unos segundos para reconocer que la escena de aquel muchacho meneándosela era lo más excitante y deseable que había visto en mucho tiempo.

Su compañero, preso de las fuertes restricciones religiosas de la época, no supo que decir o que hacer ante la pequeña invasión de una intimidad de la que no se creía dueño. Aunque los nervios no lo dejaban pensar, se percató de inmediato del erecto cilindro que se dibujaba bajo la prenda interior de su compañero. Lo que lo tranquilizó un poco, pues las culpas compartidas eran más llevaderas.

Anxo, por su parte, armándose de valor, se limitó a sonreír picaronamente y le dijo:

—Sigue… Yo venía a meneármela también, si quieres te acompaño. Tanto ten Xan coma Perillan.

La inusual petición lo cogió con el paso cambiado, no sabía si lo que proponía su amigo era pecado en mayor o menor medida de lo que estaba haciendo. Ignoraba si las llamas del infierno, como decía el párroco del pueblo, serían más mortales en un caso que en otro. Durante unos segundos se quedó pensativo sin saber que decir, Una vez se convenció a sí mismo de que el castigo divino por pajearse solo sería igual al de hacerlo acompañado, accedió a la particular petición.

Observar a Anxo desabrocharse los botones del calzón y sacarse la tiesa polla fuera los pantalones sin darle mayor importancia a lo que estaba haciendo, apaciguó su inquietud. No sabía muy bien por qué, pero aquella dejadez por parte de su amigo le hizo olvidarse de las retahílas que le soltaban en el confesionario y le insufló la tranquilidad que necesitaba, tornando la flacidez de su polla de nuevo en dureza. Ahora, lo de correrse se había convertido en algo mucho más apremiante.

Pese a que no encontró ninguna explicación aparente, notó que no podía apartar la mirada de la entrepierna de su compañero y cuando lo vio masajear su verga erecta, no sintió ninguna repulsión. Al contrario, su primer pensamiento pasó por alabar el buen tamaño de polla que se gastaba. Más ancha y casi tan larga como la suya.

Ver la ruda mano pasearse a lo largo de la robusta verga. Deleitándose en ello y con una parsimonia poco habitual. Le llevó a imitarlo y, como si fuera un juego de críos, comenzó a emular sus movimientos. En unos segundos las manos derechas de ambos recorrían el tronco de su polla muy despacio, hacían una pequeña pausa en la cabeza y volvían a deslizarse hasta la pelvis. Un movimiento cíclico que los tenía con las emociones a flor de piel.

Aun así, era tanto el respeto mutuo que los dos muchachos se tenían que no pronunciaron palabra alguna, No obstante, no había que ser muy perspicaz para darse que aquella masturbación uno en frente del otro estaba siendo más que una simple paja para desahogarse. Únicamente había que fijarse en el brillo de lujuria que centelleaba en las miradas que el uno le dedicaba al otro.

Anxo, quizás porque supiera como abrir aquella puerta prohibida, al notar esa brizna de deseo en los ojos de su amigo, mostró su miembro viril como si fuera una captura que le hubiera arrebatado al mar y cambió su forma de masturbarse. Si en un principio se la meneaba de forma lenta como intentando cohibir la pasión que bullía en su interior, fue considerar que podría llegar a algo más con Roxelio y, haciendo alarde de una desvergüenza poco común en él, comenzó a pajearse de una manera más acelerada e insinuante.

Aquel aparente cambio de actitud no disgustó en lo más mínimo al otro joven pescador, quien volvió a remedar su forma de masturbarse y se entregó por completo a la lujuria, olvidando por completo el sentimiento de culpa que notó en un principio.

Era la primera vez que Roxelio miraba a otro hombre masajearse el miembro viril y le era difícil interpretar el cúmulo de sentimientos encontrados que le embargaba. Emociones novedosa, pero no mero satisfactorias. Durante un segundo sus ojos grises se clavaron en la azulada iris de su compañero y una pasión prohibida surgió entre ellos.

Fue tanta la fuerza con la que se masturbaron que, rápidamente y casi al unísono, alcanzaron el culmen y sus cuerpos, entre leves convulsiones de placer, escupieron la caliente y blanca esencia vital.

En el momento en que sus cuerpos recuperaron la normalidad y un interruptor en su interior apagó la locura del sexo. Los dos jóvenes se quedaron mirándose en silencio. A pesar de la confianza y de la amistad que los unía, no tenían palabras para excusar su comportamiento.

Si en algo coincidían ambos, era en su culpabilidad por lo acaecido. Roxelio por haber pecado ante Dios y ante su amigo. Anxo por no haber sabido dominar unos instintos que, por mucho que se empeñara en dejar atrás, siempre terminaban alcanzándolo.

Aunque ambos se juraron y perjuraron que no volverían a caminar por aquel sendero, en lo más profundo de su corazón sabían que se estaban mintiendo. Unos sentimientos que unidos a sus hormonas revueltas, propiciaron que su voluntad se volviera pequeña y terminaran cayendo en la trampa que un día tras otro le ponía la lujuria, sin poderlo evitar

Aquel frio veinte de octubre en alta mar, hacía veinte días de su primera paja compartida y en aquel corto período de tiempo los jóvenes combarreses habían ido progresando en el conocimiento de sus cuerpos. Ya no se limitaban a mirarse el uno al otro mientras se masturbaban, sino que, poco a poco, habían ido dado un poco de libertad a los impulsos que reprimían en su interior. Si en un principio se limitaron a acariciar el cuerpo del otro mientras se entregaban a las practicas onanistas, conforme fueron sintiéndose más cómodos el uno con el otro, fueron avanzando hasta llegar a proporcionarse placer recíprocamente.

También fueron aprendiendo a observar entre líneas los gestos de sus compañeros de travesía y de faena. Sabían que, por la manera de algunos de actuar entre ellos, no eran los únicos que combatían la soledad de la mar, compartiendo sus cuerpos en la intimidad de sus camarotes. Sin embargo, no era algo de lo que se hablara, ni siquiera se admitieran ante ellos mismos.

Anxo, en un intento de demostrarse que no era el bicho raro que siempre había creído ser, ha espiado a hurtadillas los camarotes de otros marineros y una vez que otra ha podido escuchar quejidos de placer en su interior. Suspiros que sonaban tan al unísono, que no podía responder a otra causa que a pasiones compartidas.

Sin embargo, por muy fuerte que sea el deseo que una a dos lobos de mar, nunca será comparable al cariño que les tienen a sus esposas y a sus hijos. Por mucho que disfruten entre ellos, sus encuentros íntimos no tienen para ellos más importancia que simples escarceos. Devaneos que cada uno de ellos podrá olvidar cuando vuelva a jugar con su mujer entre las sabanas.

La relación entre Anxo y Roxelio era bastante diferente. Ninguno de los dos, a diferencia de los demás pescadores, tenía nadie que le calentara la cama a su regreso al pueblo. Por lo que, esa carencia hizo que entre los dos surgiera un vínculo más especial que entre los demás. Una relación que, por mucho que los dos muchachos se empeñaran en disfrazar de otra cosa, iba más allá del buen desahogo que les pedían sus cuerpos.

Una vez concluía la cena, los hombres pasaban por el baño comunitario donde se aseaban un poco antes de marchar a sus camarotes en busca del merecido descanso.

Anxo y Roxelio casi siempre eran de los últimos en pasar por la rápida ducha. Aunque el deseo del uno por el otro estaba muy arraigado en sus mentes, se esforzaban por disimularlo y, al verse desnudos, ni siquiera cruzaban una mirada de complicidad, como si ese pequeño desliz los condenara delante de los más veteranos. Ese inexplicable pánico a ser juzgados por gente que compartían sus mismos vicios, los tenía siempre con los sentidos en alerta y manteniendo un obligado distanciamiento entre ellos ante los demás marineros.

Tras espantar la suciedad con un enérgico y rápido baño, secaron sus cuerpos y se pusieron el mono de algodón beige que usaban como ropa interior. Envuelto en aquella desgastada prenda que se marcaba a su cuerpo como una segunda piel, se despidieron de los pocos marineros que aún permanecían de cháchara en la zona de vestuarios y destinaron sus pasos hacia el habitáculo que tenían asignados para dormir.

Fue penetrar en su camarote, atrancar el portalón de madera tras de sí y el geiser de pasión que ambos contenían a duras penas en su interior estallaba de manera fulminante.

Solo les basta una silenciosa y leve mirada para saber que habían entrado en su paraíso personal y que, aunque les hayan hecho creer que Dios está en todas partes, habían comenzado a considerar que lo que sucedía en aquel pequeño hábitat escapaba por completo a su control.

Anxo, sin pensárselo ni un momento, se abalanzó sobre su amigo y llevó la mano a su entrepierna. No le sorprendió lo más mínimo que su polla estuviera ya dura como una piedra. Su compañero de cuarto al sentir como los dedos se aprietan contra la basta tela que comprimía su miembro, no pudo evitar emitir un suspiro ahogado.

Ya quedaban lejos los días que pensaba que un rayo divino los iba a fulminar por cometer aquel acto contra natura. Había infringido en tantas ocasiones las leyes del Señor que había ido perdiendo progresivamente el temor a su castigo.

De manera natural, alargó su mano y tocó el abultado paquete del que, poco a poco, se había ido convirtiendo en su amante. Aunque él siguiera considerando a Anxo simplemente su compañero de trabajo. Jamás habría imaginado que acariciar la polla de otro hombre le pudiera agradar tanto, ni que notar como aquel cilindro de carne se iba endureciendo a su contacto, pudiera ser tan placentero.

Roxelio, como su amigo no había encontrado el valor para sincerarse con él, ignoraba que la lujuriosa música que los movía no era nueva para Anxo, quien se conocía al dedillo cada uno de los pasos del sensual baile.

No obstante, por temor a ir demasiado deprisa y espantarlo, se había estado tomando aquello con demasiada calma y había estado dejando que fuera él quien tomara la iniciativa en todo momento. Cada uno de los pasos que habían dado en sus momentos íntimos, habían sido porque Anxo consideró que su colega estaba suficientemente preparado para ello. Aun así, iban demasiado despacio y la paciencia se le estaba empezando a agotar, del mismo modo que los días en alta mar comenzaban a llegar a su fin.

Decidió que, si no quería lamentar toda su vida no haber sabido aprovechar el momento, debía forzar un poco las cosas.

Se miraron fijamente a los ojos, mostrando una ternura que poco o nada tenía ver con el desenfreno que vibraba en sus entrepiernas. Ambos se habían convertido en el consuelo del otro y más de una noche fría de soledad, de marejadas que revolvían el estómago de la peor manera, la habían pasado el uno abrazado al otro por lo que los sentimientos mutuos habían traspasado el ámbito del desahogo de la lujuria.

Los dos hombres habían dejado muchos miedos y convencionalismos atrás, cada vez tenían más claro que su forma de actuar, si la practicaba casi todo el mundo en aquel barco, no podía ser tan pecaminosa como le quisieron hacer creer, aquellos que quisieron reprimir su forma de sentir, manipulándolos a través de la fe. ,

Pese a ello, para sus adentros, seguían disfrazando lo que sucedía entre ellos de mil formas distintas, no aceptando una realidad que era de lo más evidente, se estaban enamorando.

Debido a esa negación que oprimía su libertad de actuar, sus labios todavía no se habían besado y se repetían hasta la saciedad que los abrazos que se daban eran propios del compañerismo. Admitir que aquellos momentos afectivos significaban mucho más, sería como traspasar la frontera imaginaria que su hombría les había puesto. Un linde que no ponía ningún pero a acariciarse los pechos, las nalgas y, sobre todo, las vergas.

Aquel día Anxo, sabiendo que su tiempo juntos tenía fecha de caducidad, había decidido arriesgarse y mostrar a su amigo una nueva variedad sexual que, a pesar de lo mucho que lo conocía, no estaba plenamente seguro de si iba acceder a ello o no. Había sopesado mil veces las posibles reacciones de Roxelio y estaba preparado para cualquier cosa, menos para su rechazo.

Mecido por un apabullante silencio que, como un código secreto, dominaba en sus momentos íntimos, el joven gallego dejó de agarrar la dura prominencia de su amante y escaló con sus dedos desde su barriga hasta su cara, deteniéndose levemente en su pecho.

Roxelio, al notar el tacto de los ásperos dedos contra su peluda barbilla, sintió como un escalofrío recorría su espina dorsal. Estuvo tentado de no permitir lo que su compañero se disponía hacer, pues lo consideraba un ataque en toda regla a su masculinidad. Sin embargo, era tanto el respeto que le merecía y lo poco que le gustaba verlo sufrir, que cedió a sus instintos primarios. Cuando la boca de Anxo se fue aproximando a la suya, la abrió para dejar pasar su lengua.

En un primer momento ninguno de los dos supo qué hacer. Ambos habían dejado una novia en el pueblo, pero sus momentos afectivos no habían pasado de cogerle la mano o una rodilla, en los momentos que la carabina hacía como que no miraba. Tampoco en el pasado homosexual de Anxo con su primo, los besos habían tenido protagonismo alguno.

Para los dos fue su primer beso, eran dos niños torpes dando sus primeros pasos y con mucho temor a caerse. No obstante, en el momento en que las puntas de sus lenguas se tocaron, una electrizante punzada de placer golpeó sus cerebros y aprendieron de inmediato lo que debían de hacer.

Mientras las manos de uno apretaban las mejillas del otro, tal como si quisieran absorber su esencia vital, sus alientos se mezclaron de un modo que les pareció de lo más gratificante y durante un intenso instante el mundo exterior dejó de existir para ambos.

Se olvidaron de que estaban en un barco, rodeados del intenso aroma a humedad y a pescado. Se olvidaron de sus compañeros de faena, de su familia y de su pueblo, un lugar al que pronto deberían regresar y donde le sería completamente imposible volver a compartir aquellos momentos que tanta felicidad le aportaban.

Anxo separó sus labios de su amante y, dejando una distancia suficiente entre ellos, observó minuciosamente al pedazo de hombre que tenía ante sí. A pesar de su juventud, tenía un cuerpo completamente formado y poseía un cuerpo robusto que rezumaba virilidad por los cuatro costados. Si a su musculatura, se le sumaba su altura y la generosidad que emanaban sus ojos negros, que lo hacía parecer aún más hermoso de lo que era. El joven marinero no se podía sentir más afortunado por poder compartir sus momentos íntimos con alguien como él.

Sin dejarle tiempo a reaccionar, se abalanzó de nuevo sobre él y lo volvió a besar. En aquella ocasión, roto el hielo de la vergüenza, la pasión con la que se tocaron sus labios superó a la primera.

Entregados como estaban, se comenzaron a desembarazar con frenesí el calzón enterizo que los cubría . En unos minutos, y sin dejar de besarse como posesos, la ropa interior descansaba en el suelo y sus fornidos cuerpos mostraban su desnudez natural.

Los dos hombres, quizás por decoro, quizás por miedo a aceptar una realidad que temían aceptar, habían n tenido muy pocas ocasiones de contemplarse completamente desnudos, sin temor a que sus compañeros les pusiera el temido sambenito de maricas. Haciendo alarde de un descaro inusual en ellos, ambos se quedaron mirando fijamente el cuerpo del otro, propiciando que la lujuria terminara brillando picaronamente en sus miradas.

Roxelio deslizó la mirada desde el rostro de su compañero, hasta llegar a sus pies. No había nada que no le agradara en demasía de él, sus ojos azules, su cabello rubio, su barba rizada y poblada. Su fornido pecho cubierto por una manta de rubio vello, su dura barriga, sus piernas duras y peludas, su culo redondo y, sobre todo, su polla ancha.

Le costaba admitirse a sí mismo que la gustaba la protuberancia que brotaba de la pelvis de su amigo. Pero sentirla entre sus dedos lo volvía tan loco que, aunque no comprendiera muy bien donde encajaban sus preferencias sexuales, se trataba de una gratificante sensación a la que no estaba dispuesto a renunciar.

Su compañero, al igual que él, solo contaba con veintiún años. No obstante la madurez que emanaban sus rasgos recordaban que había dejado atrás por completo su niñez y era todo un hombre en el mayor sentido de la palabra.

Anxo, no sabía muy bien que era lo que le atraía más de su amante, si su piel morena tostada por el sol, aquel pecho ancho cubierto por una mata de pelo rizado ,su larga y dura polla o esa ingenuidad que brotaba de sus enormes ojos negros. Dos espejos del alma que se encargaban de recordar a todo el que lo trataba que, a pesar de que su rostro curtido y varonil lo hacían parecer mayor de lo que era, en lo más profundo de su corazón seguía siendo un niño todavía.

Por primera vez desde que empezaron los furtivos encuentros y gracias al poder de dos besos, ambos fueron conscientes plenamente de lo que sentían el uno por el otro. No tenían muy claro si era cariño fraternal u otra cosa parecida, fuera lo que fuera iba mucho más allá de una gran amistad.

Sin pensárselo un segundo, el marinero rubio dejó de mirar a su compañero y se abrazó a él con todas sus fuerzas. Durante unos intensos segundos sus pechos palpitaron el uno junto al otro. Tras darle un beso corto, deslizó su boca por su pecho hasta llegar a sus tetillas. Levantó la mirada y buscó la complicidad en los negros ojos de su amante, encontrado en el silencio de aquellos el ansiado permiso para lo que se disponía hacer.

Durante unos momentos besó sus pezones. Ante el estímulo del roce de su lengua, sus tetillas se tornaron duras como dos chinchetas de carne. Dos pequeñas montañas que parecían suplicar que las chuparan hasta la saciedad y a las que Anxo mimo todo lo que pudo. Oír los leves jadeos que brotaban de los labios de Roxelio consiguieron dar la confianza necesaria al joven rubio que, sin meditarlo lo más mínimo, deslizó su boca por el pecho y la barriga de su amante hasta llegar a su pelvis.

Cuando sus labios rozaron la tiesa polla de su compañero, se arrodilló ante él de forma tan parsimoniosa que, durante unos segundos, el tiempo pareció detenerse a su alrededor.

El instante que permaneció prostrado ante aquel fornido barbudo, observó meticulosamente su miembro viril y lo olisqueó por precaución, como si esperara que de él emanara un olor nauseabundo. Sin embargo, un agradable olor a jabón le dejó claro que llevarse aquel trozo de carne y sangre a la boca podía ser una experiencia de lo más deliciosa. Tímidamente lo tocó con la punta de la lengua.

Roxelio, al notar en su verga el paladar de su amigo, se vio embargado por un cumulo de sensaciones tan desconocidas para él, como satisfactorias. Su primera reacción fue el presentimiento de que se iba a correr sin remisión, sin embargo, no fue así y sintió como su placer se prolongaba.

El joven rubio levantó la mirada y contempló como en el rostro de su compañero, quien permanecía con los ojos cerrados, se dibujaba un gesto de alegre satisfacción. Si en algún momento tuvo reticencias en hacer su fantasía realidad, porque a su amigo no le parecieran bien, fue contemplar la agradable sonrisa que se pintaba en su cara y sus inseguridades desaparecieron como si nunca hubieran existido.

Saber que estaba haciéndolo disfrutar, propició que Anxo se metiera la cabeza del enorme tarugo entre los labios y la succionara como si fuera un dulce caramelo.

Aunque en un principio, la falta de práctica dio como resultado una mamada de lo más torpe, fue flanquear la frontera de lo prohibido y la comunión de su boca con la polla de Roxelio se convirtió en algo único.

Durante unos segundos el recuerdo de las ocasiones que le chupó la polla a su primo invadió sus recuerdos, propiciando que una momentánea sensación de mal estar viniera a visitarlo. No obstante no estaba dispuesto que una experiencia que debería haber olvidado hacía mucho tiempo ya, le estropeara aquel maravilloso momento. Sin pensárselo se entregó como un poseso a la tarea de hacer disfrutar al pedazo de hombre que tenía ante sí y devoró su falo hasta la base.

Una vez el duro mástil de carne se acomodó en su cavidad bucal , el joven rubio atrapó los gordos cojones con su mano y comenzó a jugar con ellos, para después chupetearlos de forma golosa.

Aquello parecío gustar a Roxelio quien, mientras su compañero le lamía los huevos compulsivamente, se comenzó a masturbar muy despacio, como si quisiera con ello prolongar el placer que estaba sintiendo.

Anxo, sin dejar de chupar ni por un segundo las peludas pelotas de su amante, se comenzó a pajear también.

A pesar de que ambos deseaban retrasar al máximo el momento de la eyaculación, la excitación que los invadía era superior a la que sus cuerpos podían soportar y de la punta del nabo del pescador moreno comenzaron a brotar unos trallazos de esperma que fueron a parar al rostro de su amante. Una cantidad tan copiosa que terminó impregnando gran parte de la barba rubia de su compañero de camarote.

El caliente esperma resbalando por su rostro sirvió de acicate para que buscara su placer propio y se comenzó a masturbar de forma precipitada. Unos instantes más tardes, al igual que su amante, termino expulsando una abundante cantidad de semen.

De nuevo el tiempo pareció detenerse y Anxo volvió a perder la constancia de donde estaba. Fue necesario que los brazos de su amante tiraran de él y lo aprisionaran contra su pecho, a la vez que le preguntaba.

—¿Qué hemos hecho? ¿Nos estamos volviendo maricones?

El joven rubio estuvo tentado de decirle que no hay nada malo en ser maricón, sin embargo, como no quería perderlo, le contó una mentira piadosa:

—No, esto que hemos hecho es un desahogo físico, un polvo entre machos.

—Malo será —Fue la escueta respuesta que le dio el otro pescador, al tiempo que se encogía de hombros.

Dentro de dos viernes publicaré “Un pasivo muy dominante” será en la categoría gay. ¡No me falten!

Estimado lector, espero que te haya gustado este texto en el que, como habitualmente es mi intención, pruebo a salirme un poco de las pautas y tónicas habituales de la página. Si quieres continuar leyendo historias mías, puedes pinchar en mi perfil donde encontrarás algunas más que te pueden gustar, la gran mayoría de temática gay. Espero que mis relatos sirvan para entretenerte y animar tu libido. Mi intención siempre es contar una buena historia, si de camino puedo calentar al personal y hacer que empatice con la historia, mejor que mejor.

Un abrazo a todos los que me seguís.