El placer del dolor

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En el centro de la ciudad existía, y todavía existe, una mansión de dos plantas con un imponente portalón, balcón en el primer piso y un ornamentado blasón sobre la entrada. Esta casa era y es propiedad de una de las mejores familias del lugar.

Aquí tenía su morada Javier, un joven caballero que frisaba la treintena y que lucía su planta elegante y sus distinguidos modales en los mejores salones. Era tirando a rubio, tirando a fornido y tirando a muy atractivo, la verdad sea dicha.

Solía peinarse hacia atrás, dejando que el cabello se le rizara como le era natural y poseía un frondoso mostacho que no llegaba a cubrir sus labios gruesos y sensuales y resaltaba el hoyuelo de su prominente barbilla, que denotaba su firmeza de carácter y sus incontenibles inclinaciones eróticas.

Aquella tarde Javier esperaba algunas visitas y se había vestido cómodamente con un pantalón de franela y una camisa sin corbata. Calzaba igualmente zapatos de piel marrón y se cubría con un precioso batín estampado con motivos orientales, que le daba apariencia de mandarín.

Su mayordomo, un hombre de cierta edad pero que denotaba una fuerza imponente bajo su uniforme, hizo sonar su voz grave e intimidante mientras adoptaba una cierta actitud marcial.

– Don Javier. Don Ricardo está aquí. ¿Le digo que pase?

– Sí, sí. Le estaba esperando. Felipe, si llega esa señorita que he citado a las cinco, hazla pasar a la salita pequeña hasta que yo te avise.

Un joven delgado y nervioso, de apariencia engañosamente frágil, entró en el salón con pasos un poco apresurados.

-¡Mi querido Ricardo! ¡Cuántos meses sin verte! ¿Qué te trae por la ciudad? Pensaba que estabas muy aclimatado ya a la vida rural..

– ¡Javier, qué alegría!. Vengo a verte porque necesito tu ayuda. Estoy en una situación muy delicada.

– ¿Quieres consejo, o quizás algo más que eso?

– Todo, Javier. me va a hacer falta toda tu experiencia y tu buen juicio porque estoy en un dilema…

– A ver. ¿No será un asunto de faldas? Te veo tan azorado que no encuentro otra explicación.

– No exactamente. Hay mujeres implicadas, pero…

– ¡Córcholis! Mujeres en plural… Vaya con Ricardo. Cuenta, cuenta.

– Pues empiezo por el principio..

– No. El principio es que nos sentemos y que pruebes este ron tan sabroso que me traje de mi última expedición a Cuba y nos fumemos uno de estos puros habanos

Hicieron lo que Javier indicaba, aunque Ricardo apenas se mojó los labios con aquel delicioso líquido ambarino y el cigarro languideció pronto entre sus dedos.

– Hay dos mujeres implicadas en este asunto, Javier. Y yo las quiero a las dos con toda el alma.

– ¿A las dos? Pues no alcanzo a entender, pero sigue…

– Se llaman Leonor y Rosita y son ama y criada, aunque en realidad sean más que nada amantes.

– ¿Amantes? ¿Amantes tuyas?¿Amantes de qué?

– Son amantes entre ellas. Practican el amor lésbico, hablando claro.

– Pues qué bien. ¿Qué haces tú enredado en asuntos de bolleras?

– No hables así, Javier. Ni siquiera las conoces. Son dos mujeres excelentes y muy bellas además.

– ¿No tienen pelos en la cara ni maneras de carretero? No me asombra tampoco. He conocido más de una bella damisela que gustaba más de irse a la cama con su criada que con su jardinero.

– Pues ese es el caso. Son bellísimas y muy dulces y generosas.

– Describe, hombre, describe. Que me haga yo una idea.

– Bien, Leonor es una señora, algo mayor que tú. Pero parece una jovencita, te lo aseguro. Piel muy blanca y cabello azabache. Y un cuerpo escultural. Tiene los senos algo grandes, eso sí.

– Nunca tal extremo fue un problema, te lo aseguro. ¿Y de culo?

– Maravilloso. Redondo, firme, elástico…

– Bien está. ¿Y la tal Rosita?

– Es mucho más joven, apenas veinteañera. Alta, muy morena, parece que su padre era un negro venido de las américas.

– Vaya exótico contraste. ¿Es hermosa?

– Sí, pero de una forma distinta. Sus hombros son anchos como los de un muchacho, es delgada y fibrosa. Puede rebanarle el cuello a un cristiano en menos que cuesta contarlo.

– ¡Por todos los diablos! ¡Menuda compañía te has procurado, amigo mío!

– Y por lo demás, senos más pequeños, claro. Muy proporcionados. Y el culo… Bueno no he visto muchos culos de mujer, pero este es algo serio, te lo aseguro.

– Has conseguido interesarme, Ricardo. Juntando las tetas de una con el culo de la otra…

– No bromees, Javier, que la situación es grave.

– Pues ¿qué les incomoda a las amantes?

– Ahora están presas en el retén de mi pueblo. Y han sido violadas y torturadas junto con otras dos mujeres.

– ¿En un retén de pueblo violan y torturan a cuatro señoritas? ¡Venga, hombre! A otro con ese cuento.

– Te lo juro, Javier. No las he visto, pero sé lo que ha pasado.

– ¿Y qué pinto yo en esta historia, amigo?

– Van a conducirlas aquí para ser juzgadas, pero Rosita sospecha que las van a asesinar después de que ellas revelen a las autoridades la ubicación de la guarida de un tal Alberto el Tuerto.

– He oído hablar de ese malandrín. Y ellas ¿Cómo saben…?

– Leonor fue apresada por esa banda. Ellos también abusaron de mi amiga. Y la sometieron a crueles suplicios.

– ¡Cáspita! Se diría que esa mujer se busca las desgracias ella sola.

– Un poco quizás. Pero lo que cuenta es que yo estoy ahora en posesión de una pequeña fortuna, que ellas han reunido, no me preguntes cómo. Y me han pedido que las libere durante el traslado. Pero no sé por dónde empezar, Javier. Quizás alguno de estos tipos del gimnasio…

– Quieres organizar una partida de rescate y necesitas saber quién se prestará a actuar como mercenario en esa empresa. Hay tres tipos muy recomendables. A mí me han prestado sus servicios más de una vez…

– Pues te ruego que me hagas de intermediario. Yo no sé muy bien cómo abordar estos asuntos.

– Está bien, yo te organizo una reunión, pero no pienso ir más allá. Por muy bellas que sean, es una aventura muy peligrosa.

– Con eso me bastará, Javier. Te lo agradezco en el alma.

– ¿Cuántos guardias calculas que harán ese traslado?

– Pienso que muy pocos, ya que no querrán repartir el botín. Ellos buscan saquear la gruta y matar a mis amigas, no detener a la banda del tal Alberto.

– Esos alguaciles de pueblo andan muy listos por lo que veo.

– No son ellos los que han urdido este plan. Es un tal inspector Galán, de aquí, de la ciudad, que se ha trasladado con dos de sus ayudantes…

– ¿Has dicho Galán? ¿No será uno de esos policías un tipo grande, con cara de bestia?

– Oí nombrar a un tal Román…

– Son ellos. Son esos malditos hijos de puta… – la expresión socarrona y tranquila de Javier se esfumó y sus ojos verdes brillaron de cólera, como dos ascuas encendidas.

– ¿Me enviarás a esos sujetos de confianza?

– Mucho más que eso, Ricardo – hizo una pausa y se puso en pie con gesto decidido – Os voy a acompañar. No me lo perdería por nada del mundo…

Se oyó carraspear a alguien en la puerta y Javier se tranquilizó un poco.

– Sí, Felipe. ¿Qué ocurre?

– Esa señorita, señor. Hace un rato que espera y me está poniendo nervioso. Parece impaciente.

– Bien, eso es que hoy todo el mundo tiene prisa. Hazla pasar.

– Yo me voy entonces, amigo – dijo Ricardo – podemos vernos después si no te importa. Sabes que el asunto es grave y muy urgente de resolver.

– Por eso mismo, mejor quédate. No voy a demorarme y a lo mejor me puedes ayudar con esa joven aspirante.

Se extrañó Ricardo, sin saber imaginar a qué aspiraba la visita. Cuando entró por la puerta, se hizo una idea aproximada de inmediato.

– Señor – introdujo solemne Felipe – la señorita Jazmín.

La joven dio cuatro pasos en dirección a Javier, sin saber si debía ofrecerle la mano o hacer una reverencia. Al final, no hizo ninguna de las dos cosas y se quedó plantada en el centro del salón, dejando que la examinaran a conciencia, cosa que realmente valía la pena.

– Buenas tardes, Don Javier – saludó la ninfa con acento foráneo – gracias por recibirme.

Era aquel monumento de mujer casi tan alta como el dueño de la casa y bastante más que Ricardo. Lucía unos bucles dorados que enmarcaban un rostro de porcelana de Manises, unos ojos grandes y azules, una nariz pequeña y una boca de fresa, al estilo Watteau, o al menos, al estilo que don Rubén Darío atribuyó unos años después a cierta princesa inmortalizada por el pintor francés.

Y lo que venía después era ya mucho más escandaloso. La señorita Jazmín lucía una delantera espectacular, bien resaltada por su escote cuadrado y el ceñido vestido. La falda se adhería a unas caderas a juego con los senos, anchas y sinuosas. No se podían ver las piernas, cosas de la moda del XIX, pero los tobillos aparecían atrevidos bajo el vuelo y unos pequeños y coquetos zapatitos enfundaban sus preciosos pies.

– Bien, señorita. Mi buena amiga, la señora Patrocinio, me la ha recomendado a usted mucho. Aunque también me ha advertido de su falta de experiencia.

– Cierto, Don Javier, pero creo que la compensaré sobradamente con mi voluntad y – se dio una mirada coqueta a sí misma – mis dotes naturales.

– Eso salta a la vista. Pero, querida, para entrar en mis cuadras, las yeguas han de acreditar algo más que estampa. ¿Qué opinas, Ricardo?

– No sabría decir. Sabes que yo soy lego en estos temas…

– Menos de lo que me parecía a mí, antes de que me contaras tus aventuras. A ver, bonita. Vamos a imaginar, por decir algo, que a mi amigo le provoca un gran placer recibir una buena tunda en sus nalgas.

Ricardo dio un salto en su asiento – ¡Pensaba que tus pupilas eran más discretas! Ya veo que Sofía te ha contado lo que era muy privado de los dos…

– Venga, amigo mío. Sígueme la corriente que saldrás ganando sin duda. ¿Qué dices, bombón? ¿Le darías una zurra o no?

– ¿Así, en frío?. No entiendo que pretende usted. ¿Me quieren poner a prueba?¿Repartiendo zapatillazos? Pensaba que esperaban otras cosas de mí.

– No te pongas estupenda, cariño. Esto y cosas peores te van a pedir si llegamos a un acuerdo. Tengo que valorar tus aptitudes.

La chica dudaba y Ricardo estaba azoradísimo, debatiéndose entre la vergüenza y el deseo mal disimulado de satisfacer su peculiar vicio.

– Pero ¿qué he de imaginar que ha hecho este señor? ¿A santo de qué le he de dar una tunda?

– Pues vamos a decir que Ricardo me ha aconsejado que te ponga de patitas en la calle. Opina que eres… vulgar y zafia y que tienes unas piernas horribles.

Jazmín se inflamó de furia con aquel discurso figurado. Se encaró con Ricardo con ira más que auténtica.

– ¿Es cierto eso, pasmado? ¿Le has hablado así de mí a don Javier?

Ricardo boqueó como un pez hasta encontrar las palabras.

– No, no. Ha sido un error. Yo no la conocía bien.

– ¡Pues ahora me vas a conocer!

Y la joven se descalzó con gracia del pie derecho y empuñó el zapato con determinación.

– Vamos. Ven aquí, desgraciado. – Y se sentó en una silla señalando su regazo al pobre Ricardo.

Éste se acercó tímido. El olor de la proximidad de la mujer, aunque el perfume no era precisamente parisino, le produjo una violenta erección. Se bajó los pantalones sin que nadie lo indicase y se tumbó como le ordenaban. Jazmín pudo sentir la polla de Ricardo rozando su muslo y eso la incomodó.

– ¡Aparta, cerdo! ¿Quieres mancharme el vestido con tu verga?

– Perdón, señora – balbuceó él con voz desmayada.

– ¡Toma! – dijo asestando un golpe flojito en la nalga cubierta por los calzones – ¡Y toma!

– A ver, Jazmín. A mi amigo le va a gustar más que le apartes esa ropa interior tan moderna que lleva y le zurres en el culo. Directamente. Y dale duro, muchacha. Piensa que en ello te va el empleo.

Fue decir esto y la chica se volvió una fiera desatada. Apartó la tela y empezó a descargar una tormenta de golpes que enrojecieron el culo de Ricardo hasta hacerlo parecer un pimiento morrón.

-Está bien. Creo que ha aprendido la lección. Haz que te bese los pies y te calce de nuevo.

Ricardo obedeció con presteza. Los bellos ojos de la chica mostraban una prepotencia y una ira genuinas. Todo ello era muy del gusto de Javier.

– Vuelve a las siete, amigo mío. Ya habremos despachado el tema.

Ricardo salió componiéndose la ropa y mirando de disimular una mancha que empezaba a trasparentar sus pantalones.

Jazmín sonreía satisfecha. La prueba había sido un éxito.

– ¿Le ha parecido bien, don Javier?

– Excelente. Con esas maneras vas a tener un montón de clientes llamando a tu puerta. Pero habrá que ver ahora cómo te desenvuelves en otros … escenarios.

– Lo que mande.

– Pues mando, guapa, que te desnudes.

– ¿Ahora?. ¿Puedo pasar aquí al lado?

– No.

– ¿Me he de desnudar delante de usted?

– Sí.

La chica parecía más azorada ahora que cuando propinaba zapatillazos a Ricardo, pero empezó a cumplir la orden.

El vestido cayó, dejando a la vista un viso blanco y no muy nuevo y unas medias blancas también que torneaban las voluminosas piernas de Jazmín. Luego lo sacó por su cabeza, dejando a la vista una faja muy ajustada, que le comprimía el abdomen. El corpiño dejaba ya a la vista unos pezones rosados y gruesos y dos auténticas colinas de pan de azucar.

– Fuera refajos, zorrita.

La chica miró con cierta sorpresa a Javier. No esperaba ser insultada de aquel modo. Era un momento crucial en la prueba. Javier le sostuvo la mirada hasta que ella bajó la vista y obedeció. Al retirar la prenda, la barriga de la muchacha quedó bien expuesta. Era un poco voluminosa, ciertamente, con un ombligo profundo, que se hundía en una sima de carne blanca y tersa. La mujer se quitó las pantalonetas que cubrían su intimidad, revelando unas ingles bastante pobladas por un vello espeso y muy rizado, tan rubio como el cabello.

– Fuera medias, potranca. Quiero ver todo el género al descubierto.

La chica encajó mal el adjetivo. Sus ojos se empañaron un poco y pareció que su barbilla temblaba a punto de dejar escapar un sollozo. Definitivamente, le iba más maltratar que ser maltratada, pero eso podía ser un aliciente fantástico.

Obedeció pues, quitándose los zapatos primero y sacando las medias después con un gesto esquivo, hurtando a la mirada de Javier sus senos y su sexo.

– Hay poca luz aquí. Ves a descorrer las cortinas, putita.

Jazmín miró con rabia al hombre que la estaba ofendiendo de aquel modo cruel e innecesario.

– ¡Hágalo usted! No quiero que me vean desnuda desde la calle.

– Precisamente eso es lo que quiero yo, zorra. Haz lo que te mando o hago que Felipe te eche a la calle en cueros.

La muchacha caminó con paso vacilante, tapándose con las manos, hacia los cortinajes del balcón.

– Descorre los dos a la vez – ordenó él con refinada malicia.

Al hacerlo, los senos y el vientre de la chica quedaron bien expuestos a la curiosidad de los viandantes. Ella retrocedió con presteza tapándose de nuevo.

En el centro de la sala, Javier examinó de cerca a la candidata. Los pechos eran realmente notables, muy voluminosos, pero por ello algo péndulos, como impone la física newtoniana. El vientre era abultado y los muslos muy gruesos, con dos nalgas excesivas. Era una belleza obesa, pero belleza a fin de cuentas.

– Pareces una vaca – observó con desprecio fingido Javier.

-¡Déjeme ir, por favor! No aguanto más esto – suplicó entre sollozos Jazmín.

– Nada de eso. Me gustan las vacas, lo reconozco. No tanto como las yeguas, pero tienen su gracia también. Venga, échate ahí en la alfombra.

– ¿Qué va a hacerme? – preguntó con la voz quebrada la joven.

– Vas a hacerte una paja para mí – anunció él, volviendo a encender su puro y sirviéndose otra copa de ron.

– No le entiendo – dijo desconcertada, pero tumbándose tal que una enorme gata de angora como le habían ordenado.

– Ahora abre esos muslos. Más. Hasta que los pies se salgan de la alfombra. Y no te gires. Quiero ver tu raja de frente. Así, eso es. ¡Vaya bollito! ¿Te lo han taladrado mucho?

– No, no – negó muerta de vergüenza – Sólo el novio que tuve..

-Ah, sí. El tonto que te dejó preñada, según me ha contado la señora Patro. Menos mal que el embarazo resultó ser histérico, aunque tus padres ya te habían enviado al convento del que te escapaste. A ver. Pásate los dedos por la vulva. Desenreda esos rizos, que se vean tus labios internos. ¡Vaya garbancito que tiene ahí! Tócalo. Pellízcate los labios, con las dos manos. Así, muy bien. ¿Ves como sí que sabes lo que es pajearse? Ahora ataca tu pequeño apéndice. Esa alubia que sobresale, digo. Así. ¿Te da gusto?

– Mucho – reconoció ella con voz entrecortada

– Pues dale duro. Quiero que te corras.

– No sé correrme, don Javier. Doña Patro me preguntó si me corro, pero yo no supe qué contestar. Me da mucho placer esto, pero correrme…

– Vaya contratiempo. Una puta que no se corre. Quizás yo te pueda ayudar.

Javier se arrodilló ante Jazmín y dejó salir de su boca una voluta de humo que envolvió los genitales. Dio un sorbo a la copa de ron e introdujo dos dedos en la estrecha vagina sin previo aviso.

– No te muevas. Las piernas abiertas. Y esas manos arriba. Ponlas detrás de la cabeza. Vas a ver si te corres ahora.

Los dos dedos entraban y salían detectando humedades ocultas y haciéndolas brotar. Ricardo los extrajo, los olió primero y los lamió después. Su gesto fue de satisfacción.

– Estos jugos son excelentes. Tan buenos como el ron.

Volvió a hundirlos y puso su dedo pulgar sobre el grueso garbancito de Jazmín, que se estremeció empezando a bajar los brazos y cerrar las piernas para proteger su intimidad. Javier le dio seis guantazos en las tetas y en la cara interna de los muslos y la hizo volver a la postura de abierta sumisión inicial.

– Este clítoris es fantástico. ¿Cómo puede ser que no te lo hayas tocado nunca así ? – E hizo vibrar su dedo a una velocidad enloquecedora para Jazmín, que empezó a sollozar sin atreverse a cerrar las piernas.

– Esto que notas ahora, es que te corres, tontita – apostilló él, hundiendo a fondo tres dedos en la vagina mientras el dedo gordo seguía haciendo estragos en la parte más sensible.

Y Jazmín se corrió como una posesa. Pataleó y dio cabezadas como si fuera presa de un ataque y lanzó un gemido agudo y estridente que liberó sus tensiones y dejó encantado a Javier.

Retrocedió él mirando a la chica retorcerse en la alfombra. Con parsimonia se quitó el batín y el resto de la ropa hasta quedar desnudo ante su presa. Su verga apuntaba a la muchacha, insolente.

– Muy bien. Ahora, cerdita, vas a venir a tomar tu ración de leche.

– ¿Qué quiere decir? – preguntó ella, aún conmocionada por su primer orgasmo.

– Pues eso. Que vengas a chupar este pirulí.

– No lo sé hacer tampoco. Y me da asco. No lo he hecho ni haré eso nunca.

– Pues aquí acaba la prueba – dijo Javier recogiendo su ropa.

– Por favor, Don Javier. Le va a gustar metérmela, se lo aseguro. Mi novio disfrutaba… No me haga hacer eso. Fólleme normalmente, tenga compasión de mí.

Javier se detuvo. Le daba pena aquella muchacha tan ignorante en temas amorosos. Quizás merecía una oportunidad.

– Me has cogido en el día tonto. Está bien. Te voy a follar, pero has de aprender a mamarla. – anunció mientras se colocaba entre los muslos de Jazmín y apuntaba su polla hacia el húmedo orificio – Me vas a aprender a hacer una mamada de concurso. O te vas. ¿De acuerdo?

– Es que no sé. Eso es algo repugnante… Me tendrá que dar tiempo…Ah! Oh, Dios mío! Es enorme, don Javier.

– Nada del otro mundo. Seguramente tu novio la tenía como una algarroba raquítica. Pues te entra muy bien.

– ¡Ay! Si se mueve así me vuelve a dar, como antes… ¡Ay! Que me viene otra vez.

– ¿Me la vas a chupar?

– Ay, siga, siga. ¿Porqué se para?

– Porque me has de jurar que me la vas a mamar ahora mismo. O paro y me salgo.

– No, no, haré lo que sea, pero no pare…

El vaivén se hizo más intenso y los gritos de Jazmín llenaron la sala cada vez más descoordinados y agudos. Javier siguió taladrando sin tregua hasta que sólo se oyó un gimoteo de satisfacción.

– Ahora has de cumplir con lo pactado, cariño – ordenó Javier, saliendo de la temblorosa vagina – Vamos, de rodillas.

Jazmín se levantó. La cabeza le daba vueltas, pero obedeció. Contempló con asco la verga pringada de sus zumos, pero la mirada severa de Javier la convenció y empezó a dar besitos en la verga a su nuevo dueño.

– Está bien que la beses, pero quiero que me la limpies. Echas mucho flujo y con un gusto muy salado. Venga, lame. Así está mejor. Y ahora abre la boca y empieza a chupar. Primero la punta. Con la lengua también. Y succiona. ¡Mira cómo sabes hacerlo!. Y mira a los ojos al hombre mientras lo haces. Así. A los hombres nos gusta que supliquéis con la mirada. Muy bien. Y ahora empieza a tragar. Más. Más dentro.

Una arcada hizo apartarse a Jazmín.

– Vuelve a empezar. Sabes que te juegas el trabajo. Así está bien. Acostúmbrate a sentirla dentro. Chupa, chupa. Más rápido. Ah….! Esto está mucho mejor. Así, aprieta la lengua. Me corro. Traga, traga Ahhhh!

Un buen chorro lechal se perdió garganta abajo, provocando un fuerte ardor en todo su recorrido, lo que espantó un poquito a la mamadora neófita.

– ¡Ay! Me quema por dentro. ¿No será venenoso?

– ¿Venenoso? Claro que no, tesoro. Es muy nutritivo – dijo él ofreciendo un sorbo de ron a la joven – Aunque creo que tú ya estás muy bien alimentada. Tendrás que hacer una dieta severa antes de empezar a trabajar. No quiero tener que ofrecerte como “la gorda”, aunque más de uno tiene esa fantasía… No sé. Me lo he de pensar.

Javier ayudó a levantarse a Jazmín y le puso su propio batín, que le venía justito, con un ademán tan caballeroso que la chica lo miró desconcertada. El trato denigrante que le había dispensado antes contrastaba enormemente con su actitud actual de deferencia y cariño. Sintió Jazmín un calorcito subir por su estómago. El mismo que docenas de mujeres habían sentido antes cuando habían recibido a la vez las ofensas y las atenciones de Javier.

– No entiendo porqué me ha tratado así. Usted parece un hombre bueno.

– Los hombres buenos follan poco, bonita. Yo aparento ser bueno, pero en realidad soy malo de cojones, ya lo has visto.

– Pero ¿Cómo me va a tratar ahora? ¿bien o mal?

– Mira: Te trataré como una señora cuando te comportes como una puta, pero cuando quieras hacerte conmigo la señora, como una puta te he de tratar. ¿Lo entiendes?

– ¡Ay! Me temo que no del todo…

– ¿No te ha gustado que te trate como una puta? Te has corrido como una perra, reconócelo.

– ¡Por Dios! No vuelva a hablarme de ese modo. Me tiene la cabeza hecha un lío…

– Ya irás entendiendo. ¡Felipe!

Compareció el mayordomo sin denotar sorpresa alguna de ver las ropas de la invitada esparcidas por el salón y a ella vestida sucintamente con el batín de su amo, que sólo llevaba puesto el calzón corto.

– Felipe. Jazmín se queda con nosotros. A prueba. Yo me ausentaré esta misma noche y estaré fuera unos días, así que la dejo a tu cuidado.

– ¿Debo hacer algo en especial con ella, señor? – dijo Felipe mirando con aprobación a la semidesnuda visitante.

– Pues sí, ahora que lo mencionas. La pones a dieta. Nada de cenas opíparas, un vaso de leche y una tostada. No tuerzas el morro, Jazmín, que es por tu bien. Por cierto. ¿Tú no te llamas Jazmín, verdad?

– No señor. Mi nombre es Obdulia.

– Con eso queda claro, Jazmín. Felipe te cuidará muy bien. Felipe, haz que esta señorita ayude en las cocinas…

– ¿Qué? ¿Me va a hacer servir como una fregona?

– Pues sí, pero es por tu bien. Has de perder peso y coger agilidad. Ah y deberías de llevártela al catre cada día.

– ¿Pero qué se ha pensado? – exclamó Jazmín – ¡Yo no me acuesto con los criados!

– Felipe es mi mejor amigo, y un maestro en el arte de follar. Vas a aprender mucho de él. Aunque tenga unos años está fuerte como un jabalí y seguro que te va a dejar bien satisfecha. Felipe, recuerda utilizar la tripa de toro, no la vayas a preñar…

– ¿Qué es eso de tripa de toro? – preguntó Jazmín espantada.

– Es un ingenioso invento que he traído de Londres. Se trata de una especie de tubo hecho con el final de la tripa de un toro. Le llaman condón y le auguro un espléndido futuro.

Eran las seis de la madrugada cuando cinco jinetes dejaron discretamente la ciudad. Cabalgaban al trote a pesar de que era aún noche cerrada. Los que encabezaban la marcha conocían esos caminos como un ciego la palma de su mano. Podían recorrerlos con los ojos vendados.

El último hombre, el más menudo y aparentemente torpe con el caballo, hacía esfuerzos por mantener la velocidad, aunque más de una vez tuvieron los otros que disminuir el paso para no perderlo. Las prisas eran evidentes. No había tiempo que perder.

El amanecer los sorprendió cerca ya de su destino, una sima profunda al lado de un estrecho sendero. Aquello era el barranco del buitre, un lugar inhóspito que marcaba la frontera entre los caminos transitados y la sierra, silvestre y procelosa. Allí empezaba la senda que conducía a la gruta de los suplicios, que ya conocéis los fieles lectores.

– Aquí nos podemos ocultar y esperar – Anunció un barbudo con la cara cruzada por una fea cicatriz y un gorro de lana en la cabeza – Es el único camino para adentrarse en la montaña. Por esa senda.

Javier alargó el odre del agua a Ricardo, que estaba cubierto de polvo y con el culo en llamas por la falta de hábito ecuestre. Pero nada le hubiera hecho retroceder en su misión de salvar a sus amigas.

Los otros dos individuos se habían sentado y cortaban porciones de pan y queso con unas escalofriantes navajas. Los dos mosquetones descansaban también a su lado. Su catadura no era mejor que la del barbudo que dirigía la operación. Eran delincuentes, unos tipos duros e inclementes que habían acudido a la llamada del oro, pero que no despreciarían la oportunidad de rajarle el gañote a ciertos policías bien conocidos en los bajos fondos por su brutalidad. Los tres bandoleros cultivaban en la ciudad una imagen de cierta normalidad, acudiendo a practicar el boxeo al gimnasio y alternando con la gente de orden, que no sospechaba en su mayoría a qué se dedicaban en realidad.

– No me has explicado qué se te ha perdido a ti en esta aventura – comentó Ricardo.

– Ya lo escucharás, Dios mediante, en breve. Prefiero explicárselo a los interesados – respondió Javier con una expresión inescrutable en su bello rostro.

A cinco leguas de allí, un carromato cerrado, sin otro respiradero que cuatro ventanucos por los que no cabía ni un brazo, traqueteaba hacia allí. Dos hombres uniformados viajaban en el pescante, guiando con precaución las cuatro mulas del tiro. Dos sujetos más, estos de paisano, cabalgaban tras el carro, silenciosos.

– Por favor – sonó una voz de mujer de dentro del carro -¡Agua! No podemos más.

– Joderos, putas. Hasta que no nos llevéis a la guarida de vuestros novios no vais a comer ni a beber.

– Y luego menos – bromeó en voz baja el más corpulento de los tipos.

– Calla, Román – ordenó el otro en un susurro – No espantes a las ovejitas.

– Antes de despacharla, le voy a romper el culo a la negra. ¡Vaya arañazo que me ha dado al meterla en el carricoche!

– Por supuesto que vamos a hacer una fiesta con las cuatro para celebrar el éxito de la empresa. Pero primero hemos de conseguir ese botín.

– Si los bandidos están en su guarida, sea ésta la que sea, no va a ser fácil.

– Utilizaremos a las mujeres como cebo. Esos tipos son sólo tres o cuatro y yo traigo mi fusil de precisión. Estarán muertos antes de saber qué pasa.

– Y luego, la fiesta con las niñas…

Se acercaban ya a la senda próxima al barranco. Por allí no podía pasar el carro, así que siguieron con su plan. Sacaron a Leonor de la celda con ruedas y la obligaron a caminar senda adelante. Román y Galán la seguían a caballo. Una cuerda que sostenía el inspector ceñía el cuello de la mujer, que llevaba atadas las manos. Los andrajos de su vestido cubrían su maltrecho cuerpo.

– Piensa bien por dónde nos llevas, zorra. Te voy a rajar esas tetas de vaca si nos intentas engañar – amenazó Román.

Los otros dos aguardaban junto al carro, custodiando a las otras tres mujeres.

A una legua de allí, en lo alto de una colina jalonada de algarrobos y pinos, Javier, Ricardo y sus compañeros esperaban, vigilando la senda con un catalejo de gran alcance.

– Lo que os dije – anunció el jefe de la partida de mercenarios – Se han separado. Vienen dos a caballo y llevan a una mujer. Los otros están allí con el carro.

– Mala cosa es – se lamentó Javier – Si disparamos contra los que vienen, los otros lo van a oír y tendrán de rehenes a las mujeres del carro para presionarnos.

-¿Entonces? – preguntó Ricardo.

– Nosotros también nos dividiremos – resolvió el de la cicatriz, que tenía experiencia en lides parecidas – Vosotros dos esperad a los dos que avanzan hacia aquí y, cuando oigáis dos tiros, los abatís. Será señal de que los del carro ya han caído.

– Es un buen plan – admitió Javier – Pero será difícil llegar rápidamente al carro sin cruzarse con los que avanzan por la senda.

– No tanto. Con los caballos podemos ir muy rápido por el otro lado de la colina y siguiendo la linde del barranco del buitre. Cuenta media hora.

– Bien. Sincronicemos los relojes – pidió Javier.

-¿Que qué? – se extrañó otro de los mercenarios, hombre de pocas luces.

– Quiere decir que los pongamos todos a la misma hora, cazurro – Le recriminó el tercero riendo.

– Oye, esto va para largo. ¿Porqué no nos divertimos un rato con la negrita mientras esperamos?

– ¿Estás obsesionado con la morena, eh? Ha dicho Galán que no nos distraigamos.

– Pues yo me la voy a tirar ahora mismo. Que diga Galán misa si quiere.

– Bueno, ya puestos, to también le echaría un tiento.

– Pues venga, que esta noche ya no podremos hacerlo.

– No, no, que a mí no me va el fiambre….¡Ja, ja, ja!

Así dialogaban los dos guardias del carro sentados a la sombra mientras sus prisioneras se asaban vivas al sol dentro de la cabina de metal.

– Verás que por un trago de agua nos hace una mamada y todo.

– No seas idiota. Como te acerque los dientes, te quedas sin cojones. ¿No viste la fiera que es?

– Por eso me excita tanto. Parece una pantera la tía.

Así hablando, entraron los dos tipos al carromato y sacaron a rastras a la pobre Rosita, casi desvanecida por el calor. Le echaron agua por la cara y ella reaccionó abriendo la boca con ansia. De dos tirones le arrancaron el vestido, casi deshecho ya y le ataron los tobillos, piernas abiertas, a cada rueda del carro. Con muy buen criterio, no la desataron, dejando las manos tras la espalda.

– Mira que tetas, hermano. Me pone muy burro esta pájara – comentó mientras le acariciaba los senos y pellizcaba los oscuros pezones.

– Aparta que la voy a follar ya mismo – anunció el otro, que ya se había quitado los pantalones y mostraba una media erección.

– Le voy a soltar las manos y se la meterás mejor- indicó el sobón – Si quieres, se las sujeto yo bien arriba mientras la penetras.

Dicho y hecho, sacó el cuchillo de la vaina y cortó las ataduras de las muñecas, estirando con fuerza los brazos. Clavó el cuchillo a su lado, en el suelo, para tenerlo a mano por si lo necesitaba, aunque la chica parecía desvanecida por completo.

El otro estaba ya frotando la vulva sin obtener ningún resultado palpable. Permanecía seca como la tierra sobre la que habían dejado a Rosita.

De pronto, la mujer pareció presa de un ataque epiléptico, se contrajo con una fuerza sobrehumana tensando todos los músculos, agitando los pies en el aire lo que las cuerdas permitían y un torrente de babas mezcladas con hilos de sangre salió de su boca, y un sonido ronco, como el de un agonizante, se escapó de su garganta.

– ¡Rápido. Ponla de lado que se ahoga! – gritó el que sujetaba las manos de la muchacha, soltándolas y sosteniendo la cabeza de ésta para evitar que siguiera dándose cabezazos en el suelo.

El otro desató un pie de Rosita y la puso de lado como pudo. En sus convulsiones, la chica estiró un brazo hacia arriba.

El que sujetaba la cabeza tardó un segundo en advertir lo que iba a pasar a continuación y un segundo era para Rosita suficiente.

– Vamos a situarnos más abajo – decidió Javier – Ya deberían estar a la vista, no entiendo porqué se han parado por el camino.

Los dos amigos bajaron la colina agachados entre los altos matojos, fusiles en mano. La senda era estrecha allí y en muchos puntos se difuminaba. Caminaron cinco minutos hasta que se oyeron unos gemidos y Javier mandó a Ricardo echarse al suelo, como él había hecho ya. Reptaron unos metros más y pudieron así mirar por encima de unas piedras altas lo que pasaba senda abajo, en un pequeño claro. Lo que vieron les dejó horrorizados.

– A partir de aquí, vamos a pie. Dejamos los caballos en aquel roble.

– Por la hora que tengo yo – comentó el menos ilustrado del grupo – faltan diez minutos.

– Pues aviad, que no haya retraso.

Caminaron en dirección al carromato, que estaba ya apenas a doscientos metros, oculto tras una chopera.

Fueron reduciendo la velocidad a medida que se acercaban. A menos ya de veinte metros, oyeron un grito ahogado y cuatro golpes secos, como de melones que se parten.

– ¡Corred, llegamos tarde!. ¡Las están matando!

Los golpes se reanudaron, cada vez a un ritmo más vivo.

Los tres mercenarios recorrieron ya sin precauciones el final del trayecto y llegaron hasta su objetivo en pocos segundos, con los fusiles encarados y amartillados.

Pero el espectáculo que presenciaron los dejó paralizados. Una mujer desnuda, con la piel color café y cubierta de sangre de pies a cabeza, con el pie izquierdo atado a una rueda del carro, acuchillaba sin parar el vientre y el pecho de un tipo que se retorcía de dolor con el pene hinchado y erecto cubierto también de sangre. En el suelo, a un metro de distancia, yacía otro sujeto que intentaba inútilmente taponar un chorro de sangre que pulsaba intermitentemente al ritmo de su corazón desde su cuello.

Se acercaron cautelosos, llamando la atención de la muchacha, que apartó de un empujón al del pito ensangrentado y les enfrentó con cara de rabia, poniéndose de pie como pudo y empuñando el cuchillo que parecía en su mano el florete de un mosquetero.

– Tranquila, fierecilla. Nos envía Ricardo a salvarte – dijo el jefe de la partida.

– Pues llegáis un poco tarde – Escupió Rosita, limpiándose la sangre del labio con la mano y cortando de un tajo la cuerda que ceñía su tobillo.

Leonor estaba desnuda, como ya es habitual en esta historia, y un sujeto, sin duda el inspector Galán pinchaba sus voluminosas tetas con un cuchillo de monte. Leonor no podía hacer nada para defenderse, ya que tenía las manos atadas a la espalda y estaba de rodillas en el suelo, recibiendo sin duda en su ano el miembro del tipo que la sujetaba por el pelo con cara de excitación evidente. La pobre mujer parecía al borde de la histeria.

Ricardo levantó el arma en dirección a los sujetos, pero Javier sujetó el cañón y negó con la cabeza. Había que esperar la señal, los dos disparos, para intervenir.

Y se alargaron dramáticamente los segundos. Galán estaba dejando pequeños rastros de sangre en las tetas de Leonor mientras sonreía sádicamente. El otro empezó a resoplar con el éxtasis sexual que le procuraba aquel indeseado coito anal.

– Tengo un poco de aguardiente para tus tetas preciosa. Vas a bramar de verdad. Indica el camino auténtico o empiezo a echarlo por encima – amenazó.

– Tened… piedad…- murmuraba ella .

En aquel momento sonaron dos detonaciones seguidas en la lejanía.

– ¿Qué demonios..?

Fue una frase premonitoria, ya que Galán cerró los ojos un instante coincidiendo con un ruido atronador y, cuando volvió a abrirlos, tenía un enorme agujero en la cabeza y Satanás sonreía satisfecho de recibirlo en su casa.

Román retrocedió apresuradamente buscando su revolver, con su inmensa polla tiesa y adornada por hilos de sangre del desgarrado culo de Leonor. Ricardo disparó apresuradamente pero falló. El tipo levantó su arma, pero no consiguió hacer fuego. Un tercer disparo le alcanzó en aquella parte de su anatomía más llamativa y el hombre se llevo la mano a la ingle para palparse aquello que ya no existía. Se retorció en el suelo lanzando aullidos.

Javier se acercó sin bajar el arma.

– Tú eres Román. Te he conocido por tu polla, claro. Es famosa,.. bueno, era. Hace un año interrogaste a una jovencita, ¿te acuerdas? Se llamaba Rita. Su hermano era un peligroso criminal, por lo visto. Un pobre desgraciado que predica esa doctrina tan curiosa del anarquismo. Pensasteis que ella lo escondía. Y tú, cabrón sin entrañas, le hiciste lo mismo que ahora hacías a esta señora… Por cierto, usted debe ser Leonor, tanto gusto, soy Javier, amigo de Ricardo.

El otro se sujetaba el muñón de sus perdidos genitales mientras el suelo se iba regando con su negra y corrompida sangre.

– Me dijeron que estabas metido en esto. Por eso he venido personalmente para darte este recado de parte de mi amiga y empleada Rita.

– ¡Era una puta asquerosa solamente! – rugió el moribundo con sus últimos alientos.

– Era una chica de vida alegre, es cierto. Tú en cambio, eres un hombre de muerte triste – sentenció descerrajando un tiro en plena cabeza del policía, que separó las manos de su mutilado paquete, dejando a la vista su ya inútil pero aún formidable polla que sostenía entre los dedos..