El sábado a la noche es para compartir con mi mamá
Vivía en Madrid, en el barrio de Salamanca. Ya sé que muchos pensarán que era un pijo de colegio privado con unos padres con dinero. Y bueno, sí, qué pasa. Realmente el forrado era mi padre, pero desde que se marchó de casa vivía sólo con mi madre.
Ella se puso a trabajar de inmediato. Con la pasta que nos tenía que pasar tras el divorcio, no necesitábamos el dinero. Imagino que si mi madre seguía trabajando era para distraerse y no pensar en la novia de papá. Y por qué no, poder disponer también de un extra para caprichos, ropa y esas cosas.
Nunca había pensado cómo le pudo afectar a mi madre la pillada a mi padre, ni sé qué es lo que le llevó a mi padre a ponerle los cuernos. Imagino que la nueva novia era más joven, o simplemente que mi padre era gilipollas. A mí todo esto me daba bastante igual. Ya tenía una edad y hacía mi vida.
Mi madre era guapa, o eso decían mis amigos cuando éramos unos críos. Era normal escucharlo de algún amiguito, o también a alguna otra mamá con cierta envidia.
—Qué guapa es tu mamá —solían decir cuando la veían llegar. Y luego se callaban un poco ruborizadas.
A medida que nos íbamos haciendo mayores los colegas empezaron a subir de tono: que si era guapísima, que si estaba muy buena, que menudo repaso le daban y esas cosas. Yo solía reírme, pero cuando llegó la época de la separación y mis amigos empezaban a tomarme el pelo, yo les echaba miradas asesinas y con el tiempo se fueron cortando. No estaba para esas mierdas. Al fin y al cabo era mi madre y siempre me había llevado muy bien con ella.
Mamá se pasaba el día fuera de casa. Llegaba lo suficientemente tarde del trabajo como para que apenas pudiéramos vernos. Eran los fines de semana cuando pasábamos más tiempo juntos. Y aunque estábamos de aquí para allá a lo largo del día, era al caer la noche cuando hablábamos y charlábamos con tranquilidad. Pedíamos comida por encargo mientras veíamos la tele o también jugábamos a algún juego de mesa. Ella me contaba sus cosas o me preguntaba por mi vida y mis historietas. Pero cuando me eché novia, los sábados por la noche solía regresar tarde y dejamos de hablar como antes. Cada uno iba a lo suyo.
El caso es que cuando llegó la segunda ola de la pandemia y el toque de queda, la cosa cambió bastante, sobre todo para mí.
Intentábamos seguir con nuestra vida dentro de lo posible. Ella seguía yendo a trabajar, siempre de impoluto traje/chaqueta blanco, y yo a mis estudios o a quedar con Sandra para follar en su casa.
Pero los fines de semana me prohibió salir por la noche. Me pedía que me quedase en casa y procurase no salir de fiesta. Imagino que fue su instinto protector lo que le llevó a tomar esa decisión, por miedo a contagiarme en algún botellón o fiesta privada.
Al principio lo llevaba como podía, pero con el paso del tiempo empecé a mosquearme con eso de no poder salir y tener que estar como un maldito crío tan temprano en casa.
Me irritaba no poder moverme, no poder salir con los colegas y estar con mi novia. Pero tampoco quería discutir con mi madre, ya que lo hacía por mi bien.
La noche en cuestión, yo estaba en casa con la ropa cómoda habitual; en calcetines, pantalón del pijama y una camiseta de manga corta de andar por casa.
Al poco llegó mi madre del trabajo. Había escogido una falda por debajo de la rodilla bastante ajustada y una chaqueta de ejecutiva también blanca. Debajo llevaba una camiseta negra de algodón de manga corta, ajustada al cuerpo. La verdad es que me encantaba como vestía: super elegante, sin ningún tipo de complemento, excepto una pulsera fina plateada en su muñeca derecha que nunca se quitaba. Era la perfecta imagen de la mujer moderna independiente.
Mientras se quitaba la chaqueta y se desprendía de los zapatos de tacón, me preguntó si había pedido algo para cenar. Le comenté que en la nevera había dejado comida japonesa con makis, nigiris y esas mierdas que tanto le gustaban. Tan sólo sonrió, que es la manera que tenía de estar satisfecha. Lo de las mierdas, lógicamente, no se lo dije.
Mientras se sentaba en la isla de la cocina y me iba contando anécdotas del día, yo iba sacando las bandejas de la cocina, y colocando los platos, palillos y unos cuencos para las salsas orientales.
Cuando saqué las cervezas de quedó un poco pensativa y me preguntó si no había algo de vino u otra cosa, que el día había resultado largo y necesitaba desconectar. Creo que no esperé ni medio segundo para meter de nuevo las cervezas en el frigorífico y sacar una botella de vino blanco, un par de copas.
La cena se fue desarrollando con normalidad, y mi irritación por no poder salir fue disminuyendo. En realidad era como volver a hacer la vida de antes, cuando no salía tanto y cenábamos juntos.
La charla era agradable, las copas iban cayendo sin que nos diéramos cuenta. Buen ambiente, música suave y luces tenues indirectas. La verdad es que se estaba muy bien en casa.
Yo le contaba cosas mías con Sandra que le hacían mucha gracia, y también anécdotas de mis amigos, de Carlos y de Raúl. Más que reír, mi madre sonreía mientras no perdía detalle de mi manera de contar las cosas y de gesticular. Parecía que se lo estaba pasando realmente bien.
Cuando terminamos la cena nos levantamos para recoger los platos de la mesa y noté que habíamos bebido más de lo habitual. Fuimos retirando todas las bandejas sucias, los cuencos con los restos de las salsas y despejando toda la mesa.
Sin embargo, cuando pensaba que ya era cosa de retirarse a la cama, mi madre se giró en mi dirección.
—¿Echamos una partida? —dijo inesperadamente.
Quien iba a decirme que con esas palabras iba a comenzar la noche que marcaría definitivamente mi vida.
Sacamos un tablero de parchís. Otros juegos, como el póker o las damas se le daban bastante mal. Yo escogí los colores azul y verde. Ella tuvo que contentarse con el rojo y el amarillo. Repartimos las fichas y antes de empezar a jugar le propuse sacar otra botella de vino para amenizar el juego.
—Uf, no me apetece más vino —hizo una pausa. —Mejor un whisky. Saca la botella que hay debajo del armario del salón —dijo animada.
Volví con un Cardhu y unas copas de vino.
—Anda, no seas cutre y saca dos vasos de chupito que hay en el congelador —dijo sonriendo.
La partida empezó bien. Mis fichas inmediatamente estaban fuera de casa moviéndose a toda velocidad por el tablero mientras ella no conseguía sacar ni un solo cinco. En unos pocos minutos ya tenía todas las fichas repartidas mientras que las suyas aún estaban sin jugar. A cada nuevo movimiento soltaba una risotada, pero cuando miré su cara vi algo que me puso en alerta. Podía observar una pequeña sonrisa dibujada en la comisura de sus labios.
No hubo de pasar más de un par de minutos para que se me fuera quedando cara de tonto. Empezó a sacar un cinco tras otro y con cada ficha que sacaba, se encontraba con alguna mía a tiro. Mis azules y verdes iban cayendo como moscas, y no dejaba de contar veinte, y otras veinte, y otras veinte…rompiendo todo mi juego.
No soy de buen perder, así que a cada una que me comía notaba como me iba irritando más, y más. Llegó incluso a comerme una ficha que, al contar los veinte, llegó al puesto de otra mía, con lo que no dejaba de contar. Aquello parecía el juego de la oca, mientras reía ya alegremente.
Recuerdo que una furia infantil se apoderó de mi, una rabieta difícil de controlar. Nada más terminar la partida me sentí completamente humillado.
—Vaya potra que has tenido, mamá. Así cualquiera gana. Venga, otra partida… pero esta vez vamos a jugar en serio —dije visiblemente enfadado.
Ella estaba recostada en el asiendo, mirándome divertida.
—¿Y cómo quieres jugar ahora? ¿nos vamos a apostar algo?—dijo regodeándose, mientras llenaba de nuevo los vasos.
—Pues sí, venga, ¡qué pasa! Una apuesta —solté mientras cogía uno de los vasos.
—¿Y qué quieres apostar, dinero? —me dijo burlona.
—No, dinero no, que de eso tengo lo que me de la gana con sólo pedírtelo — le contesté hiriente.
No le hizo mucha gracias mi respuesta. Me miró desafiante, como con ganas de darle una lección al niñito este.
—Mejor otra cosa —propuse
—¿Y qué otra cosa es esa?, ¿vamos a jugarnos las prendas? —contestó antes de soltar una carcajada.
—¡A que no hay!…—contesté retaándola, sin apartar mis ojos de los suyos.
Por un momento dejó de reírse. Su rostro quedó inexpresivo, como calculando las consecuencias de lo que estaba proponiendo. Pero llegado a ese punto no iba a dar marcha atrás, pareció relajarse.
—Tu mismo, campeón — dijo con una leve sonrisa de aprobación.
Dado que ninguno de los dos tenía mucha ropa encima, las reglas iban a ser muy simples. Cada vez que uno lograse llevar todas sus fichas a la meta, el otro se quitaría una prenda.
Para relajar el ambiente, hice algunas payasadas, como estirarme los dedos, o frotarme las manos, mientras ella volvía a servir un par de chupitos y levantaba la botella para mirarla al trasluz, un poco sorprendida de la bajada que le habíamos metido. Íbamos muy tomados.
Esta vez no cometí el mismo error de antes. A medida que iba sacando cincos y liberando mis piezas, las iba colocando estratégicamente, evitando adentrarme en su territorio. De este modo no pudo aguantar mucho con sus piezas en su casa y poco a poco no tuvo más remedio que ir sacando fichas rojas y amarillas que, o bien caían inmediatamente bajo mis tropas, o bien caían las mías bajo las suyas.
El primero en colocar todas las fichas en casa fui yo. Me eché hacia atrás en la silla, felicitándome con la victoria, como un fanfarrón. No hizo falta decir nada. Se puso erguida en el asiento y cruzando los brazos sobre su cuerpo, agarró el bajo de su camiseta y se la quitó por la cabeza. Así, de golpe, sin preámbulos.
Debajo llevaba un sujetador, también negro, que resaltaba con su piel clara. No sé si era por el tipo de sujetador, pero su canalillo me resultó super morboso.
Cuando levanté la vista me encontré con sus ojos fijos en los míos. Con la mano derecha iba ya moviendo el cubilete con los dados.
Reiniciamos el juego. La siguiente en meter todas sus fichas en casa fue ella. Me puse en pie rápidamente, como si no me importase haber perdido, y me fui desatando el cordón del pantalón del pijama. Por un momento percibí un gesto que delataba interés por lo que se iba a encontrar debajo, y que se tornó en ligera decepción cuando comprobó que llevaba los calzoncillos.
Al retomar la partida, ya no había apenas juego. Las fichas que quedaban eran muy pocas. Además la suerte estaba de su lado, porque acabó ganando la partida sin mucho esfuerzo. Esta vez me quité los calcetines.
Este final con poco chicha nos dejó con ganas de más, así que sin esperar un instante empezó a colocar las fichas mientras yo servía más chupitos de whisky.
Esta partida no tuvo estrategia. Comer y se comido. Volver a sacar las fichas de casa y volver a ella tras ser comido. Cuando consiguió meter las amarillas, empezó a reírse y a dar palmaditas con las manos en gesto de satisfacción.
Sin hacerme demorar, y asumiendo envalentonado la nueva derrota, me agarré la camiseta y que la quité por completo, quedándome tan sólo con los calzoncillos. Mi madre me dio un buen repaso de arriba a abajo, mientras su mano derecha movía el cubilete de los dados.
Lejos de seguir jugando, su mano movía y movía el cubilete sin arrojar los dados, mirándome directamente a los ojos. Por un momento me vino a la cabeza que estaba imitando a el movimiento de una paja y un enorme escalofrío recorrió mi espalda. Veía aquella pulsera plateada moverse en su muñeca, mientras batía y batía el cubilete ritmicamente.
Tiró los dado sobre el tablero y se puso a mover sus fichas como si tal cosa.
Yo estaba un poco perturbado por lo que acababa de presenciar. No sé si era por el alcohol, pero aquello era claramente una broma sexual que no era propia de mi madre. Podía ser una estrategia para lograr desconcentrarme y acabar perdiendo. Lo que estaba claro es que lo estaba consiguiendo.
—Juegas o qué —dijo de repente sacándome de mi ensoñación.
El siguiente en meter sus fichas en casa fui yo. No por buen juego. Sólo de chiripa. Estaba empezando a ver el lado sexual de la situación. Cuando pensaba que se iba a levantar del taburete para quitarse la falda, o las medias, mi madre se echó las manos a la espalda y soltó el corchete del sujetador que arrojó sobre el sofá antes de volver a mirarme.
—Uy, que fresquito — comentó alegre, mientras se frotaba los brazos.
De pronto vinieron a mi mente todos aquellos comentarios de mis amigos -“…qué buena está tu madre, qué guapa es, está para comerla, qué suerte tienes, cabrón…”
Sus tetas eran perfectas. Dos encantadores pechos, sin marcas, con un volumen ideal que unas manos nunca alcanzarían a cubrir. Sus pezones estaban duros como gomas de borrar. Me quedé absorto, hipnotizado por aquel deseable ser que estaba delante de mi.
A partir de aquí el juego fue todo un disparate. No sabía ni lo que hacía, ni las veía venir. Estaba tan desconcertado y flipado, que tan solo tiraba los dados y movía las fichas por mover. Terminé perdiendo.
—Jajaja, no es tu día campeón —dijo mi madre, mientras se echaba para atrás, satisfecha con su triunfo, dando palmadas con las manos.
Me levanté algo cohibido. Hacía años que mi madre había dejado de verme desnudo. Desde entonces había crecido y desarrollado mucho. Mi polla estaba a medio gas, y se notaba claramente en el bulto del bóxer.
Ella me miraba relajada, estudiando mi cuerpo. Metí mis dedos en la goma del calzoncillo. —“Que sea lo que dios quiera”—, y sin muchos preámbulos lo fui bajando hasta dejarlo caer al suelo.
Luego me quedé así delante de ella, como un esclavo siendo observado por una patricia romana. Pasaron unos largos segundos en los que notaba sus ojos recorrer mi anatomía.
—Qué de pelo tienes ahí abajo, deberías arreglártelo un poco —fue su único comentario.
Esas palabras, lejos de inhibirme, me encendieron como una moto. Lo que para mi resultaba humillante, para ella parecía una mera gestión administrativa. Antes de que pudiera decir nada me senté en el taburete de mala gana.
—¡La tercera y última! —dije agresivamente.
—¿Pero si ya no te queda nada más, cielo?… —dijo condescendiente.
—La tercera es la definitiva. Y si no hay prendas, que sea una consecuencia —respondí muy enfadado, mientras llenaba mi vaso con lo que quedaba en la botella.
—¿Y eso qué es? -preguntó curiosa.
—Pues que si pierdo, cosa que no va a suceder, haré lo que quieras —le propuse.
—Jajaja, por mi adelante —dijo animada mientras metía los dados en los cubiletes.
— Pero vamos a cambiar las reglas — corté antes de que empezase a jugar. —Sólo vamos a jugar con dos colores. Yo el verde y tu el rojo. Si pierdo yo, haré lo que me pidas … pero si pierdes tú, te quitarás toda la ropa —dije desafiante.
Por un momento se quedó dudando. Era una subida de apuesta considerable.
— Creo que es justo ¿no? — dije procurando hacerle ver mi razonamiento. —Tú ya me estas viendo desnudo, así que si pierdes debería poder verte yo a ti. Pero si ganas , yo estaría a tu voluntad, que es mucho más que verme desnudo — Me quedé callado por un momento y añadí en vez baja—sea eso lo que sea.
Por un momento le brillaron los ojos. Creo que le hacía gracia verme tan desesperado por lograr un maldito triunfo.
—Me parece justo —dijo inmediatamente mientras retiraba las piezas del tablero que no íbamos a utilizar.
El juego fue peor de lo que había podido desear. Te como esta, me vuelvo a casa. Te adelanto por aquel sitio, en el seguro te espero…. La partida fue un desastre para mi. Un calor se apoderó de mi cara, y cuando finalmente las metió todas en el seguro, me quedé mirando el tablero con cara de tonto.
Estaba muy asustado por no saber lo iba a pasar a continuación. Se hizo un largo silencio que mi madre acabó rompiendo.
—Anda cielo, vete al baño que vamos a arreglar eso —dijo con el tono más maternal del mundo.
Cuando levanté la mirada, ella ya estaba recogiendo la mesa, dejando los vasos en el fregadero y guardando el parchís en su caja.
—“Arreglar eso…”— miré hacia abajo. Se refería a “¡eso!”.
Un poco titubeante me dirigí al baño, que era bastante espacioso y bien iluminado. Me quedé allí de pie, en pelotas, como un bobo sin saber donde ponerme.
A los pocos minutos entró mi madre. Se había cambiado la ropa. Se había puesto un pantaloncito corto, y una camiseta blanca de tirantes. No tenía nada debajo y se le notaban perfectamente los pezones duros. Traía unas toallas, papel de cocina y un neceser bajo el brazo.
Extendió una de las toallas sobre la taza fría del water
—Siéntate aquí, cielo — dijo con cariño.
La toalla estaba mullidita. Agradecí el detalle. A continuación puso otra toalla doblada en el suelo, enfrente de mi, donde se arrodilló, y otra más pequeña encima de la tapa del bidé.
Al abrir el neceser pude ver cosas de higiene femeninas, como frasquitos, pinzas, cremas, y también unas tijeritas. También había una cuchilla de afeitar y bote pequeño de espuma.
Se echó el pelo hacia atrás, como si quisiese hacerse una cola de caballo. Luego se cogió la pulsera y se la subió todo lo que pudo para ajustarla al antebrazo y que no le molestase.
—Ponte cómodo, cariño. Abre un poco las piernas — dijo con toda la tranquilidad del mundo.
Yo estaba mudo. Había perdido la partida y solo tenía que obedecer.
—Lo primero que vamos a hacer es recortar un poco este vello. Tiene pinta de que no te lo has arreglado nunca. Esto hay que cuidarlo también, nene —me regañó .
Colocó debajo de mis genitales un trozo de papel de cocina para evitar que cayeran pelos en la toalla.
El primer contacto de sus manos frías con la piel de mis muslos casi me provocan un infarto. Yo la miraba atónito mientras ella, de la manera más natural, iba cogiendo grupitos de pelo que cortaba con la pequeña tijera y depositaba en el papel. De vez en cuando el dorso de su mano rozaba el tronco de mi pene.
Me estaba poniendo cardiaco y la polla se me había empezado a poner dura.
Cuando acabó con el lado derecho, agarró con delicadeza mi pene para apartarlo y poder seguir cortando los pelos del lado izquierdo. Mi corazón bombeaba a toda velocidad. Mis ojos estaban absortos en sus manos, viendo tocar y cortar pelitos. Al levantar mi mirada me encontré brevemente con sus ojos sin que por un segundo pudiera saber lo que realmente estaba pensando.
Cuando terminó de cortarme el pelo a ambos lados me dijo:
—Muévete un poco hacia delante, nene, para que te pueda cortar también por abajo.
Moví un poco el culo, de modo que ella sólo tuvo que cogerme la polla y levantarla hacia el ombligo, cosa nada difícil porque estaba ya completamente empalmado. Sus dedos eran largos y estaban fríos, cosa que a mi me encantaba. Cuando los sentí dándome caricias involuntarias por mis huevos, apartando aquí y allá, el líquido preseminal se me empezó a acumular en la cabeza del pene.
Al terminar dejó las tijeras en el neceser, retiró el papel de cocina , y haciendo una pelotilla la arrojó en la cesta de la basura con todos mis pelos dentro.
Yo estaba absorto en su cuerpo, por sus pechos bamboleándose debajo de la camiseta, por su linda cara. Joder, es que era muy guapa. Al volver a la faena vi que tenía el bote de espuma en la mano. Le quitó la tapa y empezó a agitarlo, mirándome nuevamente a los ojos. Como si estuviese agitando el cubilete de los dados, cada vez más rápido. Esbozó una pequeña sonrisa.
—Igual está un poco fría —me dijo antes de echarse una nube en la mano.
Sentir sus manos alrededor de la polla, poder ver como extendía la espuma por los laterales de los huevos sin dejar un rincón libre, fue suficiente para que mi polla se me pusiera super burra. No sentí vergüenza, me daba igual que me viera así de excitado. Empecé a respirar agitadamente y ella se sonrió.
Con delicadeza cogió mi pene y lo movió un poquito para poder pasar la cuchilla por un lateral, y luego por el otro. Ví su cara concentrada, haciendo un trabajo diligente, quitando y afeitándome todo pelo posible, dejándome toda la zona como un recién nacido.
Cuando finalizó, cogió la pequeña toalla que había dejado en el bidé y me limpió los restos que pudieran haberme quedado de espuma. Incluso la humedeció con un poco con agua para que no quedase absolutamente nada.
Pensé que esto había llegado a su fin.
—Ahora necesito que me ayudes un poco. Ábrete el culito, que vamos a por éstos —me dijo como si tal cosa.
—¿Qué? —es lo único que atiné a decir.
—No te voy a dejar con pelitos ahí —contestó. —No te preocupes cielo, tienes un culito muy bonito y apenas los tienes en esa zona, pero vamos a quitarlos también — añadió.
Esto era más de lo que había podido imaginar. Estar así, abierto para mi madre, con ella arrodillada e inclinada a escasos centímetros de mi, era bestial.
Levanté las rodillas, apoyándome sobre mi espalda y echando el culo hacia delante. Mi polla estaba a tope. Con mis manos separé los cachetes y mi madre, esta vez sin las tijeras, echó un poco de espuma en sus manos y me la extendió por toda la zona. Sentí sus dedos en el perineo, en mi ano y en los cachetes laterales.
Inclinada, parecía estar haciendo una operación quirúrgica. Yo sólo veía su frente y sus ojos trabajando allá abajo y poco más. No le llevó mucho tiempo acabar con la tarea.
—Ya está, cielo. Ponte cómodo — dijo visiblemente satisfecha.
Volví a la posición inicial, aunque con las piernas ligeramente levantadas.
Mi madre cogió la toalla pequeña y empezó a quitar los restos de espuma aquí también. La toalla era suave, pero de vez en cuando notaba sus dedos fríos rozar esa zona mientras me los quitaba.
Al poco se giró y cogió un tubo de crema del neceser. Se echó un poco en la punta de los dedos y regresó a esa zona, esta vez ya sin la toalla.
Yo estaba flipando y super nervioso. La excitación me estaba matando. Suave y lentamente esparcía la crema por todo el perineo y llegaba hasta el principio de los testículos. Mi polla parecía tener vida propia, a cada nueva caricia la sentía latir, ya completamente tiesa. Creo que nunca me la había visto así, con todas las venas marcadas y el capullo brillante coronado de gotas transparentes que se iban escurriendo.
Miré directamente a mi madre, que no había dejado de observar todos mis gestos y todas mis reacciones. La punta de sus dedos estaban tocándome los testículos como si estuviese calibrando su peso y volumen, como si estuviese tasando dos piezas únicas de arte precolombino. Los tocaba amorosamente, sus dedos recorrían con enorme suavidad todos los contornos, apreciando sus formas, recreándose en sus texturas. No había ni una sonrisa en su cara, solo unos ojos que me estudiaban, que me miraban con enorme interés de cuando en cuando.
Y me sobrevino la sensación de estar ante el ser más precioso que hubiera visto en mi vida, una milf de ensueño ante la que me estaba entregando sin reservas. Solo que esa milf era mi propia madre.
Sus manos siguieron extendiendo crema por los laterales de los testículos y al poco empezaron a ascender hasta la base de la polla. En ese momento ya no pude más, y cerré los ojos abandonándome al placer.
Sentía sus dedos por toda la superficie de la zona afeitada. A veces utilizaba el pulgar para esparcir más crema, otras lo hacía con el canto de la mano. Su mano se cerró alrededor de mi tronco y comenzó un lento sube y baja al tiempo que con la otra mano seguía jugando con mis pelotas.
Cuando dejaba se notar sus manos, se hacía un silencio, mientras mi polla palpitaba preguntándose dónde estaba, llamándola a gritos.
Pero al poco regresaba con un poco más de crema que extendía ya sin ningún reparo por la zona afeitada, por los laterales, por el perineo, por la zona superior, y por el tronco del pene hasta casi llegar al capullo.
Yo estaba verraco perdido. La excitación me desbordaba, solo quería que aquello no terminase nunca.
Cuando dejó de tocarme y pensaba que iba a volver nuevamente con un poco más de crema, no lo hizo. Había algo diferente esta vez. Sabía que estaba delante de mi, arrodillada, mirándome a escasos centímetros, porque oía perfectamente su respiración. Mi polla saltaba, latía, tenía espasmos, pedía por favor más, que volviese ya mismo.
Lo primero que sentí fueron unos dedos. Los dedos fueron rodeando el tronco de mi polla con mucha suavidad, pero con firmeza. Solo que esta vez sentí como me iba bajando toda la piel del prepucio. Lo segundo sentí fue algo completamente nuevo y que me pareció que me iba a volar la cabeza. Mi prepucio recibió un contacto húmedo y cálido que se iba abriendo más y más hasta abarcarlo todo. Me cago en la puta si aquello no era una boca alrededor de mi capullo.
No quería abrir los ojos para no salir de ese ensueño. Como pude fui entreabriéndolos para ver la imagen más excitante que había visto en mi vida. Mi madre me miraba fijamente mientras se iba introduciendo poco a poco mi polla en su boca, que en ese momento me parecía enorme.
Al llegar a un punto hizo un pequeño amago de sacarla, pero volvió a metérsela inmediatamente unos centímetros más. Cada vez que la sacaba, volvía a introducírsela, muy lentamente, más y más abajo.
Cuando pensaba que me iba a volver loco, hizo algo que se me quedó grabado a fuego en mi cabeza. La sacó por completo de la boca y pasó la palma de la mano por toda su lengua, embadurnándola por completo de saliva espesa. Luego lubricó con ella mi polla para empezar a hacerme toda una señora paja.
Con la otra mano hizo exactamente lo mismo. Recogió saliva y babas, pero en vez de llevarlos a la polla, vi como bajaba y se perdían en mis bajos. La sentí toqueteando mi perineo, acariciándolo suavemente adelante y atrás, para terminar centrándose en mi ano, jugueteando con su entrada.
Todo esto me parecía una locura. Mi corazón latía como los tambores de los negros en la isla de King Kong. Mi polla estaba enorme, la veía brillar con sus lubricaciones y jugos, goteante y viscosa. Sus dedos seguían trabajándose mi anito, haciendo circulitos, acercándose y alejándose, parecían hadas revoloteando alrededor de una madriguera con oscuros secretos.
Mi cara de panoli debía ser antológica. Tenía ganas de reír y de llorar. Tenía ganas de decirle que la amaba y de violarla hasta hacerla sollozar. Tenía ganas de ser su esclavo más sumiso y de agasajarla como a la diosa que era.
Su mano empezó a moverse cada vez más rápido. Su pulsera bailaba alegremente en su muñeca al ritmo de la maravillosa paja que me estaba dando. Su mano pronto fue sustituida por la boca sin perder por ello el ritmo frenético. Su mamada era intensa y profunda. Su lengua se agarraba al capullo, lo rodeaba y acunaba, antes de volver a engullirla intensamente. Cambiaba de ritmo, ahora era lento, ahora era suave, ahora rápido, ahora era intenso. Tan pronto recorría mi tronco con sus labios y su lengua, como se centraba en el capullo que se introducía hasta profundidades que yo imaginaba imposibles.
Un espasmo muy ligero de mis piernas fue suficiente para mandarle una señal mientras yo cerraba fuertemente mis ojos. Entendió su significado y lejos de aminorar el ritmo decidió que la mamada se volviese más intensa e inmisericorde. Ya no había cambios de ritmo ni de velocidad. Era intensa, era profunda, era rápida, era salvaje.
Y de repente, uno de aquellos deditos que asediaba la entrada de mi ano, tomó la iniciativa por su cuenta y el muy cabrón empezó a internarse dentro. Sin prisa pero sin pausa notaba como se iba colando, centímetro a centímetro, mientras la mamada continuaba imparable, devastadora.
Aquello ya fue definitivo. De repente sentí como mi cuerpo se tensaba y se tragaba a sí mismo en un un grito ahogado, como si saliese de lo más profundo de mi garganta mientras mi cabeza se disparaba hacia atrás y mi mano se posaba en la suya apretándola fuertemente contra mi polla para que no la sacase, y se quedase ahí para siempre.
Estallé a lo bestia, corriéndome como nunca antes en mi puta vida, y gemí y grité su nombre desquiciado y enloquecido:
—¡Me corro mamaaaaaaaaá…! —mientras seguía escupiendo y escupiendo todo mi semen en su boca.
Estuvimos un montón de segundos en esa posición. Parecía que el mundo se había detenido.
Poco a poco las luces de mi mente empezaron a encenderse de nuevo. Mi respiración era agitada, como si hubiera subido al galope hasta lo más alto de una pirámide azteca o maya o lo que dios quiera. Mis músculos se fueron soltando lentamente, recobrando el pulso, acordándome de quien era y en qué planeta vivía.
Fui abriendo los ojos con lentitud. Lo primero que me encontré fueron los suyos, bellos, preciosos, fijos en los míos, con la polla aún en su boca, con su dedo aún en mi culo.
Poco a poco se fue retirando, sin dejar de aflojar la presión de su boca sobre mi polla, dejando restos brillantes de babas a lo largo del tronco. Con infinito amor fue sacando también el dedo de mi culo.
Al retirarse por completo me di cuenta de que no se había tragado mi corrida.
La boca estaba herméticamente cerrada, con todo mi contenido dentro. Se quedó quieta, con el cabello revuelto y pegado al rostro. Ambos estábamos sudados, pegajosos. Su camiseta estaba húmeda y adherida al cuerpo. Se podía adivinar perfectamente sus pechos, y sus oscuros pezones a través de ella.
Nos miramos. Sonrió levemente.
Pasaron como diez segundos, puede que incluso menos, cuando hizo algo que ni en un millón de años podría haber imaginado. Acercó su mano a la boca y recogió toda la corrida para, en un movimiento rapidísimo, metérmelos dentro de la mía, con toda mi corrida en ellos.
Mis ojos se abrieron como platos justo en el momento que se abalanzó sobre mí, pegando su boca a la mía lamiendo el liquido viscoso que recogía y se tragaba directamente. Chupó mis labios, jugó con mi lengua, la sentí dentro perdiéndose por todos los rincones, besándome y limpiándome hasta el último resto de semen de mi boca.
Nada más terminar se quedó observándome, ligeramente divertida de la cara que se me había quedado. Me dio un cachete cariñoso en la pierna al tiempo que se levantaba.
—A la ducha, campeón —dijo sonriendo.