Embarazada disfrutando de lo que le gusta sin limites
38 años y estaba embarazada. Me había tocado la china. Con lo que podía yo haber disfrutado ese verano. No hacía otra cosa que incordiar a los demás con lo de mi embarazo -a mi madre, a mis amigas, a mis vecinas-, pensar en cómo desquitarme, en cómo resarcirme. No es que no fuera deseado, era otra cosa. Era como hacer pagar al mundo por haberme hecho una barriga. A mi marido, pero también al mundo. Mi marido estaba trabajando muy lejos, en otro país. Mi hermana y mi cuñado habían venido a pasar parte de sus vacaciones conmigo. Me querían mucho y yo les agradecía el gesto de dedicarme unos días. Esos días estábamos prácticamente todo el día en la calle, los dedicamos a salir, a comer fuera, a disfrutar. Una embarazada puede tener unas ganas horribles de todo esto y de mucho más, y le iba a hacer pagar el mundo disfrutando de lo que me apeteciera, sin control ni límite.
Una noche salimos a cenar y nos decimos por un restaurante con terraza. Nos sentamos en una mesa y yo me puse cómoda. Llevaba un vestido de gasas rosa muy fresco y suelto. Noté que un chico que había enfrente me miraba y cerré las piernas instintivamente. Miré al chico un instante, le flameaban los ojos. El chico era guapísimo y me encapriché al momento de él. Llevaba una especie de tupé en el pelo y se le veía con los musculitos del gimnasio abultándole en el polo. Se me hacía la boca agua cada vez que lo miraba. Deseé tirármelo. Se me puso el sexo gordo y no me corté en absoluto. Apreté las piernas una contra la otra para que los muslos me dieran un suave y delicioso masaje. Seguía con habilidad la conversación para que no se notara lo que estaba haciendo. El placer que sentía era delicado, finas extensiones de placer. Que aquel chico me tomara y me la clavara, que no dejara nada afuera. Los pezones se me tensaron como cuerdas. Hasta mi cuñado se dio cuenta. Las tetas, tan sensibles en ese estado. Estado de embarazo pero también de lubricidad, de una lubricidad desvergonzada, desbocada. En ese estado una quiere follar y no con el mismo que le ha hecho la barriga, sino con el resto de la humanidad, quiere cobrarse la ofensa de haber sido preñada por uno solo. El problema es que los hombres, por lo general, no quieren follar con una.
Mi sueño acabaría en pocos minutos. Unos u otros nos levantaríamos de la mesa. No lo pensé dos veces: llamé a mi cuñado para hablarle al oído. Mi cuñado se separó de mí y me miró a la cara entre extrañado y maravillado. Yo le dije con el gesto que sí, que estaba muy segura de lo que le decía, que no estaba loca ni nada parecido. Mi cuñado le pasó el recado a mi hermana. Mi hermana se sonrió y se turbó al mismo tiempo, pero no hizo otro aspaviento; creo que me comprendía muy bien. Mi cuñado se levantó y fue a negociarlo con el chico. No me dio ningún cargo de conciencia. Miraba al chico mientras mi cuñado hablaba con él, le cazaba todas sus miradas. Mi hermana miraba para otro lado, como si no fuera con ella, como si no se hubiera enterado de qué iba la cosa. Mi cuñado regresó y dijo algo así como: Bueno. Yo no sabía qué significaba eso. Él me lo dijo al oído. Yo miré al chico, entonces, le clavé los ojos y le sonreí. Me subió una llamarada piernas arriba, sentí golpecitos en el estómago, un hormigueo por todo el cuerpo. Ya solo eso valía la pena. Un chico muy joven y guapísimo, un hombre nuevo en tu vida, en tu cama posiblemente, embarazada.
Esperamos un momento en el aparcamiento. Al poco vimos venir al chico hacia el coche. Nos presentamos, reímos. Mi cuñado nos hizo ocupar los asientos traseros. Me temblaban todas las fibras de mi cuerpo. Se sentó a mi lado, me sonrió otra vez. Qué bonita cara, qué bonita sonrisa, qué boca tan deliciosa. Mi cuñado arrancó el coche. Fuimos atravesando la ciudad. Mi hermana y su marido iban hablando entre sí para aliviar la tensión y al mismo tiempo desocuparse de nosotros. Tomé la mano del chico y me la llevé a la rodilla. Le sonreí y luego miré hacia delante. La mano del chico sobre mi rodilla me hacía llegar un mensajero de lujuria y de testosterona. Ya llebaba en las puntas de los dedos la polla que me buscaba. Yo descansé la cabeza sobre el respaldo, cerré los ojos. El chico se echaría sobre mí y me la clavaría. «Métela toda y que no quede nada. Nada, ¿me has oído?». Giré la cabeza para mirarlo. Él hizo lo mismo. Tiré de su mano un poco más arriba, bajo las gasas, dejé su mano sola allí y llevé la mía a su rodilla. Su mano tomó vida y me acariciaba muy levemente el muslo. Un poco más arriba me ardía en llamaradas el sexo pero yo estaba tan tranquila, tan relajada, tan alucinada en medio de los pequeños vaivenes del coche, que no tenía prisa ninguna, ni siquiera deseos de llegar. Hubiera querido prolongar ese estado cuanto fuera posible, vivir un viaje interminable.
Cerré los ojos de nuevo. Con el dorso de la mano, busqué el paquete del chico, se lo rocé suavemente y enseguida la retiré a su muslo. La del chico saltó a mi otro muslo y yo lo dejé hacer. Subió por uno y por otro y me acarició el vientre, el comienzo de la tripa. La tripa agradece el tacto masculino como si fuera un clítoris o un pezón. Le retiré la mano, no quería más. Me giré de lado y lo encaré, con un codo apoyado en el respaldo. Solo con la boca, le pregunté si quería follarme. «¿Tú quieres follarme?» Él al principio no me entendía, pero se lo repetí varias veces, sonriendo. Cada vez que se lo decía, cada vez que pronunciaba sin sonido «follarme», me bajaba un nuevo hilo de lubricación el coño abajo. Al cabo, lo cogió. Me respondió que sí de la misma manera y yo sentí estallarme un rayito en todo el sexo, un microorgasmo de pura delicia. Acerqué mi cara a la suya, él también se acercó. Nos dimos el primer beso.
Detrás de esa esquina, cogeríamos mi calle. Mi hermana y mi cuñado nos dejaron en la puerta de casa. Ahora era todo mío. Lo conduje hasta el ascensor.
-Bueno, gracias por hacer esto.
-No las merece.
-¿Cómo has dicho que te llamas? -pero de inmediato reaccioné. Le puse un dedo en los labios.
-¡No, no me lo digas! Mejor no me lo digas.
Le acaricié los pectorales. Estaban duros como piedras. Bajé la mano por el vientre. El ascensor se paró. Entramos en casa.
-Pasa, por favor.
Pasamos al salón y arrojé el bolso al sofá. Lo tomé a él de una mano y lo llevé al dormitorio de matrimonio. Una no sabe lo que se pierde cuando se corta o cuando da por perdido un sueño. Me tumbé en la cama vestida y él se tumbó a mi lado.
-¿No te da asco hacerlo con una embarazada?
Dijo que no.
De costado, uno frente al otro. Le tomé una mano, la llevé entre mis muslos y se la atrapé ahí. Metí mis dos manos juntas entre mi cabeza y mi almohada.
-¿Sabes cómo hay que hacérselo a una embarazada?
Dijo que no.
-Como a cualquier otra mujer, sin especiales miramientos.
Liberé a su mano de la presa y su mano empezó a deslizarse entre mis muslos.
-Encajarle la polla como a otra cualquiera.
Subía muslo arriba y cuando estaba a punto de detectar la humedad, la paré, aprisionándola de nuevo. Su mano era como una prolongación de su polla. Buscaba lo que buscaba igual que su polla. Su mente era en realidad una polla buscando su hueco natural, su lujuriosa hornacina de carne, y yo deseaba chupársela, rebañársela, tenerla dentro de mí. Desplegué yo mi propia herramienta de prospección y le sobé los pectorales. La bajé lamiendo por su torso y le sobrevolé el paquete. Liberé al mismo tiempo la mano que tenía entre mis muslos y esa voló hasta mi pecho. Mi pecho agrandado y embrutecido por el embarazo; hipersensibilizado. Me bajé el vestido de los hombros, los tirantes del sujetador. Lo desmonté todo de cada una de las tetas. Miré para abajo para ver cómo me las tocaba, cómo rozaba con sus dedos los pezones, los atrapaba entre dos. ¡Cuánto agradecía lo que me estaba haciendo! ¡Cuánto agradecía que un chico joven esté dispuesto a todo con tal de follar! ¡No saben lo que se pierden las chicas de su edad cuando dicen a un chico así que no! No saben lo que se pierden. ¡No saben las mujeres casadas y embarazadas lo que se pierden cuando renuncian a un capricho que es un sueño! Lo besé con todo el agradecimiento del mundo. La lengua del chico me recordaba ahora a mi adolescencia, ligera y juguetona dentro de mi boca. Me rodeó con sus brazos. Yo aproveché para desabrocharle los pantalones vaqueros. Él tuvo la prestancia de desnudarse. Lo esperaba bien armado y mi intuición no me podía fallar. Quería ya toda esa longitud y toda esa dureza dentro de mí. La acaricié con mucha levedad, de arriba a abajo, antes de sacarme las bragas. Lo incité a cubrirme con su cuerpo. El chico se situó entre mis piernas. Llevé una última caricia, un último restregón a su pene. Me resubí las gasas del vestido para que no estorbaran.
-¿La has metido alguna vez en un coño?
Dijo que sí.
-Pues hazlo ahora otra vez.
Yo estaba apoyada de codos en el colchón y él me la fue metiendo poco a poco mientras yo miraba cómo me lo hacía. Se llegó a mi boca por un beso.
-¿Te gusta este coño?
Yo había sentido una invasión de azúcar por ahí abajo, un llenarme por completo el vaso de la lujuria, un cargar de munición el arma del apoteosis.
Dijo que sí.
-¿Más que otros?
Afirmó de nuevo.
Claro que sí. El coño de una embarazada es el estado más dulce de una mujer. Con diferencia. Caí rendida sobre la cama. Él se echó con cuidado sobre mí, chocó deliciosamente su pubis contra el mío y empezó a follarme.
-No dejes nada afuera, nada.