¡Encuérate, putita!
¡
Una absurda homonimia la había llevado a Mónica a los lúgubres separos del ministerio público, en donde está por descubrir las arbitrariedades del sistema carcelario.
La joven llevaba sandalias, knickers blancos ajustados, una camiseta a rayas sin mangas, lápiz labial tenue, y delineador oscuro, que resaltaba el castaño de sus ojos tristes. Era por su apariencia, un ejemplo de feminidad, que contrastaba con la burda presencia de la celadora que estaba en la habitación con ella, lista para darle una cordial bienvenida.
La carcelera era robusta, masculina y llevaba su obscuro cabello recogido en un apretado moño. Su gruesa mandíbula parecía fundirse con su doble papada. Tenía el cuerpo de alguien que se hubiese alimentado con fritangas todos los días, por los últimos diez años. En el gafete de baquelita de su uniforme se leía el nombre «Josefa M. Pérez».
¡Encuérate, putita!— ladró la custodia.
Mónica hizo una nota mental del nombre de Josefa y comenzó a desvestirse. Parecía distanciarse de la celadora al tiempo que desabrochada y arrojaba sus sandalias al suelo, para luego despojarse de sus knickers. Josefa miró lascivamente las piernas de Mónica, y sus ojos se redujeron. En otras circunstancias, a la matrona le hubiese complacido apresurar a la recién llegada con una letanía de imprecaciones, pero en este caso en particular, lo que mas le apetecía era que aquella menuda chica se tomara su tiempo para desnudarse.
«Espera», dijo Josefa. «¿Qué es eso que traes en el pie?»
«Es una pulsera de tobillo», respondió Mónica, en tono imperceptible.
«¡Sé lo que es, pendeja!» Interrumpió Josefa. “Hablo de lo que cuelga de ella” ¿Alguna alhaja?»
Mónica respondió, casi balbuceando. «Es solo un pendiente de bisutería.»
«Déjame verlo,» dijo Josefa, lamiéndose los labios. «Pon tu pie sobre esa silla, zorra.»
Mónica obedeció, y Josefa tomó con fuerza su tobillo con una mano para examinar el pendiente, en forma de corazón. Su rostro estaba a centímetros de la rodilla desnuda de la joven, cuando deliberadamente alzó la mirada recorriendo lentamente el contorno de sus extremidades, hasta detenerse en sus bragas de algodón blanco. La celadora le dedicó un largo tiempo a observar la entrepierna de la joven, dejando volar su imaginación pues sabía bien que en breve, lo vería todo.
«Muy bien mamacita, síguele» prosiguió Josefa, saboreando cada palabra.
Un escalofrío atravesó el cuerpo de Mónica mientras retiraba la pierna de la silla y se sacaba la playera, sobre la cabeza. Un mechón de cabello en su cara le había oscurecido la visión, ahorrándole ver la aberrante expresión que Josefa tenía en el rostro.
Mónica se quito el sostén, metió ambos pulgares en los costados de sus bragas y se las sacó rápidamente. La piel le picaba donde las varillas del bra tenían aprisionada la suave carne de sus pechos, pero evitó rascarse para no atraer más la atención de Josefa. La picazón, simplemente se sumaba a su malestar general. «¡Siéntate!» ordenó Josefa.
Agradecida de que la silla fuera de madera y no de metal, Mónica obedeció. Sin embargo, hacia frío en la habitación y el calor parecía escapársele del cuerpo a través de su espalda y su parte trasera. Josefa entonces, se acercó a la silla y tomó la cabeza de Mónica entre sus manazas, palpando cada centímetro del cuero cabelludo de la chica. La celadora, sacó un pasador de entre sus sedosos cabellos y continuó con la búsqueda, mientras miraba con morbo los hombros desnudos de la joven, sus senos erguidos y sus pezones erectos.
«Párate, chilanga», ordenó Josefa. «Agáchate y agarra la mesa».
Rechinando los dientes con rabia, Mónica siguió las instrucciones de la celadora, doblado ligeramente la cintura y descansando su peso contra la mesa. Fijando la mirada en una mancha de humedad en la pintura de la pared, Mónica trató de prepararse para la inminente exploración. Sin embargo, su determinación se vio turbada por el latigazo de unos guantes de látex, que Josefa se ajustaba en sus burdas manos. La celadora se embadurnó con lubricante la mano derecha, para luego untarlo alrededor de sus dedos. La matrona se dio un momento más para admirar los firmes glúteos que tenía frente a ella y el surco que bajaba desde la cintura hasta el coxis, flanqueado a ambos lados por un pequeño hoyuelo. Josefa alcanzaba a distinguir, un mechón de vello oscuro en la coyuntura de la entrepierna de Mónica.
«¡Abre las piernas!» ordenó Josefa sin contemplaciones. Mónica apartó sus pies uno del otro, tanto como pudo y contuvo su aliento, presintiendo los próximos movimientos de la mano de la celadora. Intentaba asumir la orgullosa indiferencia y el desenfado con los que debiera soportar, paciente, colérica y fría, el manoseo de la mujer entre sus piernas cuando ya estaban ahí, inexorables y acuciosos, el pulgar y el índice de la celadora que le entreabría los labios, mientras de súbito, con el dedo medio, comenzaba una viciosa exploración interior, en un frenético ir y venir. A pesar de la lubricación, algunos de los vellos del monte de Venus de Mónica fueron capturados en el guante. Ella gimió, mordiéndose el labio.
«Si la tuvieras rasurada, no te dolería», dijo Josefa, a sabiendas. Con un fuerte empujón, dos de sus dedos estaban dentro de la chica, sondeando, separando y estirando, las suaves paredes de su sexo. Mónica exhaló aliviada cuando la celadora finalmente sacó sus dedos, aparentemente horas más tarde.
«Agáchate más, mamacita» ordenó Josefa. Nuevamente, Mónica obedeció. Josefa untó algo de vaselina alrededor del pequeño orificio anal de la joven, masajeándolo hasta lograr que se abriera y cerrara de forma rítmica e involuntaria. Lentamente, la carcelera introdujo un dedo enguantado dentro, empujando con fuerza hasta que sus nudillos descansaron en la comisura de su trasero; escuchando entretanto el jadeo de la joven desnuda. Esta embarazosa posición dejó a Josefa con una amplia vista de la vagina de Mónica; aun humedecida con el lubricante. La custodia se tomó un largo tiempo para retirar su rechoncho dedo, el cual encogía y giraba con frecuencia. Luego, Josefa dio un paso hacia atrás y dio un último vistazo al cuerpo indemne de Mónica, antes de arrancarse de golpe los guantes de látex. Nunca, es sus muchos años de carcelera, había caído en sus manos una chica como esta.
«Bueno mi reina, vístete ya,» dijo complacida Josefa. Luego pensó para sí misma, «Le hice a esta niña un favor. Ahora su novio puede hacer lo que quiera con ella» «No sin que antes, sus compañeras de celda se den unas buenas agasajadas con la princesita».
Continuará….
Colaborador: Moni