Estando embarazada mi suegro fue a visitarme, nos calentamos un poco y terminamos haciéndolo a pesar de que no estaba bien
Estaba en mi quinto mes de embarazo, y ya empezaban a cansarme los desplazamientos o, simplemente, ponerme de pie. Mi relación con mi marido no había mejorado mucho desde que me quedé encinta, pero por desgracia era algo que me veía venir. No obstante siempre intenté dejarle claro que por mi parte no habría ningún obstáculo en volver a estar como al principio de casarnos. A pesar de esa determinación, había estado sobrellevando el embarazo sintiéndome muy sola y con muchas incertidumbres.
Esa tarde nos visitó mi suegro, y tomamos un café los tres. Siempre me he llevado muy bien con él y me vino muy bien su compañía. No obstante, mi marido tuvo que irse porque tenía turno de noche. Le rogué a mi suegro que se quedara un rato más, y así hizo. Sentados en el sofá, hablábamos de vaguedades y de los embarazos que tuvo mi suegra, a la que no llegué a conocer. El me miraba con curiosidad y algo de reverencia, y la vista se le iba a la barriga. Me hacía gracia ver el cambio que el embarazo había causado en la gente de mi entorno. Entonces noté que el bebé se movió. Sin pensarlo, le cogí la mano y me la llevé al vientre. Nos quedamos esperando, y notamos una pequeña patada. Se le encendió la cara. Me desabroché la camisa de abajo arriba, hasta el pecho, y volví a poner su mano sobre mí. Con su mano bajo la mía, nos quedamos esperando, pero no hubo movimiento. Moví la mano hacia el ombligo, esperamos unos minutos y el resultado fue idéntico. Así que le solté, pero mi suegro mantuvo la mano. Seguimos hablando, pero ya no miraba mi barriga, sino a mí. Le empecé a hablar de lo enorme que estaba, de lo fea que me sentía. Le conté el miedo que tenía de que se me deformase el cuerpo permanentemente, de las estrías, de los tobillos hinchados. Con la charla, volví a poner mis manos sobre la de él, y vi lo pequeñas que se veían en comparación. Siempre me había atraído sus manos, tan grandes, con esos dedos descomunales y ásperos. Intencionadamente, saqué el tema de los pechos, que también habían aumentado. No pudo evitar mirarme el escote.
— Te quejas porque quieres, tenías un cuerpo escultural y lo seguirás teniendo. Estabas haciendo ejercicio, ¿verdad?
— Sí claro. Me han dicho que si me miran de espaldas no se me nota nada —me sorprendí por presumir así—, pero el problema es el resto del cuerpo. Y jamás creí que los pezones se me pudiesen poner así, no me reconozco, la verdad.
— Bah, exageras, estás muy guapa, mujer.
Solté su brazo y me desabroché los dos botones que permanecían puestos en la camisa, y me abrí el sujetador. Mis pechos se posaron en la barriga y él se quedó inmóvil sin atreverse a mirarlos.
— ¿Ves? No estaban así la última vez que los vistes. ¡Ya lo creo! —me cogí un pecho y con la otra mano me estiré el pezón a los lados. Sabía que no me quitaba ojo— mira qué pezón, y estas ubres seguro que ya podrían dar leche —lo solté y me agarré el otro, repitiendo el masaje. Finalmente me agarré los pechos a la vez y los junté, mirándolo—. Yo las veo muy grandes ¿no estás de acuerdo?
Su mano seguía sobre mi ombligo, pero notaba cómo emanaba más calor de ella. Se la cogí y la llevé a mi pecho. Me acarició suavemente, pero yo me estremecí al notar su piel, dura como un papel de lija. Su mano no podía cubrir mi seno y, como no me reconocía en ese cuerpo, me excitó igual que si estuviese viendo a otra pareja tocarse. Me llevé uno de sus enormes dedos a la boca, y se lo chupé como si fuese un pene erecto. Porque eso parecían sus dedos, pequeñas pollas erectas. Luego puse ese dedo mojado sobre mi pezón.
— Tenías muchas ganas de tocarme —me estaba apretando los pezones, pero no quería mirarme—, yo también tenía ganas…, pero ten cuidado, que están algo hinchados… así, bien… eres un poco travieso… buscar a tu nuera, como un perro en celo… —jugaba con él, quería ver su polla luchando por salir del pantalón, puse una mano sobre ella—. Venga, dámela, métemela en la boca.
No se lo pensó. Se puso de pié y se quitó los pantalones. Me metió el rabo en la boca, hasta el fondo, con una pasión desorbitada. Realmente mi suegro estaba muy excitado. Me saqué el miembro y lo sujeté. Le miré y le sonreí, para intentar que se relajara. Me metí el glande y lo chupé con suavidad, mientras mi lengua iba de un lado a otro, entre mis dientes. Su respiración se hizo más intensa. Me separé y le masturbé.
— Así que te quieres follar a tu nuera, tu nuera embarazada… Eres un pervertido, un chico muy malo…
Me volví a meter el capullo, pero esta vez le empecé a follar con los labios. Necesitaba que me follaran bien, y sabía que mi suegro me iba a tratar como esperaba. Me excité pensando en su verga dentro de mí y me empecé a tocar. Le masturbaba con la otra mano mientras mantenía el glande lo más dentro que podía en mi boca. La polla estaba casi entrando en la garganta y tuve que sacar el rabo dejando caer saliva sobre mis pechos, acariciándolos a continuación.
— Chúpamelos, cabrón.
El pobre no podía sino obedecer, pues era su polla, que se había quedado temporalmente fuera de mi cuerpo, quien gobernaba sus actos. Me cogió los pechos con frenesí, casi haciéndome daño y se los llevó a la boca, chupaba mi piel, mis pezones, los apretaba. Mi dedo frotaba el clítoris cada vez más fuerte, y cuando me iba a correr, paré. Lo aparté de mí y me desnudé. Me puse de lado y llevé su polla a mi vagina. Tras varios meses en secano, el chocho estaba muy mojado. El me penetró rápidamente y desde el principio me empezó a follar con ímpetu, con la cara desencajada. La situación nos excitaba mucho a los dos. Follarse a la mujer de su hijo, con su nieto dentro de ella le tuvo que poner la líbido a niveles estratosféricos. Yo me sentía como una perra, no era la primera vez ni sería la última, pero esta situación era muy especial. Mientras gemía cada vez que su enorme polla me abría el chocho, me preguntaba si él sería capaz de eyacular dentro de mí, sobre nosotras. Ambos nos mirábamos con la mirada perdida, en un goce loco. Yo tenía una mano sujetándome los pechos, que no paraban de moverse, y la otra sobre el suyo, sintiendo su peso e intentando acompasarme a él para que no se moviese mucho la barriga. El se apoyaba en mi cadera y en ningún momento disminuyó la cadencia. Le chupé un dedo y lo llevé a mi culo, y él siguió follándome como una bestia, pero con su gordo pulgar dentro de mi ano, usándolo como asidero para sus arremetidas, haciéndome sentir aún más puta. Con esas ganas, y esa estimulación, acabó corriéndose dentro de mí. Yo le miraba con la boca abierta y la lengua masajeando mis labios, y le pedí entre gemidos que siguiese todo lo que pudiese. Totalmente encendido y fuera de sí, se vació completamente y yo seguí con mi masturbación hasta que encontré mi propio orgasmo.
No había sido la primera vez que nos habíamos visto en esa situación. Todo empezó meses antes de quedarme embarazada, en una espiral de decisiones cuyas consecuencias imprevistas no pudimos enmendar.
Mi marido y yo decidimos tener un bebé tras estar unos meses casados. Ya nos conocíamos bien y quisimos dar ese paso sin dilatarlo demasiado en el tiempo. El problema llegó cuando mes tras mes no había forma de conseguirlo. Al cabo del tiempo nos hicieron pruebas y en principio no había ningún impedimento físico por nuestra parte, lo único que detectaron fue una densidad un poco baja de espermatozoides, pero no le dieron importancia. Pero pasaba el tiempo y él se empezó a obsesionar. Le intenté convencer de ir a una clínica especializada en inseminación in vitro, pero se negó. En cambio, se le ocurrió una muy mala idea. Me propuso que me preñase un primo suyo, teniendo sexo con él. Yo siempre he tenido una vida sexual muy libre, y de hecho, mi marido y yo, ya habíamos hecho algún que otro trío, con otro hombre y con otra mujer, e incluso una vez practicamos sexo en grupo. Pero todo eso fue antes de casarnos. Después de la boda fui completamente fiel, y creo que él también lo fue. Lo que no me gustaba de su idea era que podía despertar unos celos que sabía latentes en él. El primo elegido era un cabeza loca. Tenía una exmujer, una expareja y una novia, habiéndolas dejado preñadas a todas varias veces. Mi marido le veía como un don Juan y, posteriormente, como un rival en nuestra relación. El semental no era mi tipo, el mío era el de mi marido, pero yo sabía que los celos no son racionales y podían acabar con nosotros. Insistió tanto que accedí, pero con la condición de que los encuentros serían con mi marido delante.
Al principio fue divertido, pues yo quería que lo viésemos como una fiesta del amor. En jornadas interminables me follaba el primo, pero también me follaba mi marido, turnándose y compartiéndome. Luego descansábamos unos días para que el semental volviese con la carga completa. Pero tampoco hubo forma. Tras dos meses estábamos algo desesperados y mi esposo empezó a echarme en cara los encuentros a tres. Al final no quería participar y todo empezó a torcerse. Conseguí a última hora que se uniese a nuestro último encuentro. Fue en esa situación cuando fuimos a la casa familiar de mi familia política, por el cumpleaños de mi suegro. Era una casa de campo, muy rústica y con una alberca que nos servía de piscina. Intentaba mostrarme lo más amable posible con todos, aún sabiendo que nuestra relación hacía aguas. Fue en la primera noche, cuando todos dormían, cuando me acerqué a la alberca y me bañé en silencio, desnuda y mirando las estrellas. No había nada, sólo yo, el agua, y el universo. Cerré los ojos mientras el agua fría golpeaba mi cara.
Oí un chapoteo y me asusté. Pero era mi suegro, que se estaba metiendo en la piscina. Evidentemente no sabía que estaba desnuda, y me hizo gracia pensar en el momento en que se daría cuenta.
— Has descubierto el secreto mejor guardado de esta casa —me dijo.
— Espero que no te moleste el que te haya usurpado tu cachito de cielo.
— ¡Creo que hay para todos!
Siempre fue un encanto y desde el principio me había caído muy bien. Estuvimos hablando lentamente, disfrutando del frescor y de esa noche tan apacible. Pero también noté cómo me miraba los pechos a través del agua, sospechando al menos una semidesnudez. Mantuve mi torso lo más sumergido posible, intentando no incomodarle. En nuestro relax, no me quitaba de la cabeza la relación con mi marido, sus celos infundados, y las innumerables ocasiones reales que había tenido para serle infiel pero que quise eludir, renunciando con convicción a esa parte de mí. Me preguntaba si todo esto tenía algún sentido, pues al fin y al cabo fue decisión mía, y no de él, comportarme como una esposa modelo. Pensando en estas cosas, mientras hablaba con mi suegro, movía las piernas para mantenerme a flote, abriéndolas y cerrándolas, y en ese movimiento notaba el frescor del agua en mi sexo. Me pregunté qué haría él si lo viese bajo la superficie, abriéndose y cerrándose sólo a unos metros de él. Eso me llevó al siguiente paso. Puse los brazos en cruz, a lo largo del borde y miré las estrellas.
— Es todo tan apacible…
Y cerré los ojos, dejando que el silencio nos envolviese. Entonces hice que parte del busto saliese a la superficie. Sabía que me estaba mirando. Notaba el agua cómo salpicaba mis pezones.
— Es como si pudieses tocar las estrellas…
Y dejándome flotar, mostré más de mis senos. Pasó un tiempo hasta que miré entornando los ojos y efectivamente, estaba mirándome, con una mano se agarraba al borde, la otra estaba debajo del agua, desequilibrándolo, pero seguramente en su pene. Miré la mano que estaba sobre la superficie y me fijé en sus dedos, unos dedos de los que ya he hablado, enormes, ásperos dedos de campo, dedos como pequeñas pollas. Mantuve mis piernas abriéndose y cerrándose, haciendo que el mismo agua que tocaba su pene erecto fuese la misma que refrescaba mi coño desnudo. Evidentemente ya estaba algo cachonda.
— Las puedes tocar —hice que mis pechos saliesen un poco más del agua. Abrí los ojos, mirando hacia el cielo y moví una mano hacia arriba—, puedes tocarlas si quieres… —por si le quedaba alguna duda de si hablaba de las estrellas o de mis senos, le miré a los ojos— puedes tocarlas —salí un poco más del agua, dejando que mis pezones, endurecidos por el frío, apuntasen directamente a su dirección.
Me miró y sacó el brazo que estaba bajo el agua, me acerqué y cogiendo la mano presuntamente masturbadora, se la lamí y me la llevé después a un pecho. La otra mano la siguió justo después, pero por voluntad propia. Fui consciente en ese momento de lo que estaba haciendo, y de lo que sentía: seducir a mi suegro y hacer que me tocara me había puesto a cien, y un ejército de hormigas me subía por la entrepierna. Comprendí que mi matrimonio había traspasado un umbral, seguramente de no retorno, y que realmente necesitaba volver a sentirme dueña de mi cuerpo y su apetito.
Se acercó y me besó mientras me cogió del culo, yo le abracé con las piernas, sintiendo su pene a través de su bañador. No se esperaba encontrar mi cadera sin bañador y empezó a sobarme desde las piernas hasta los pechos en un recorrido anárquico, loco. Comprendí que me deseaba desde hacía mucho tiempo y supe que si se quitaba el bañador me penetraría de forma salvaje, así que se lo bajé con los pies, y dejé que su polla resbalase hacia mis nalgas. Subida sobre su verga, como en un sillín, me balanceaba mientras seguía besándome. El mismo gusto me daba él con su endurecido rabo en mi pubis que el yo le daba a él cuando metía su cara en el agua para chuparme los pezones.
Mientras me tenía cogida por la cintura, soltó una mano y se la llevó a la polla, dirigiéndola hacia mi vagina. Entró tan fluidamente como esperaba y me folló como un animal. En dos arremetidas ya tenía mi espalda en el borde del estanque, y a partir de entonces sentía mi cuerpo siendo aplastado por su mole. Tuve que cambiar de posición, o si no, por la mañana tendría demasiados rasguños por explicar. Me agarré a sus hombros y dándome un impulso, me salí de la piscina. Mi chocho quedó delante de su cara, así que lo acerqué a su boca, dejando que su lengua se abriese camino entre mis jugos. La introdujo rápido, sin contemplaciones, como antes había hecho con su polla. Se sujetó al borde para mantenerse a flote y yo le tenía agarradas las manos, con los codos pegados al suelo. La lengua la mantenía rígida y movía la cabeza para follarme con ella. Su nariz rozaba el resto de mis pliegues, haciéndome gemir cuando tocaba mi clítoris. Era evidente que el viejo no conocía las sutilidades. La posición nos resultaba muy incómoda a los dos, pero estábamos dominados por el deseo. En ese lugar estábamos expuestos a cualquiera que saliese de la casa, o incluso de algún vecino, y eso nos encendió aún más. Con las piernas abiertas y los tobillos en su nuca, no solté su cabeza hasta sentir cómo me llegaba el orgasmo. Luego me aparté y me tumbé, con las piernas abiertas, esperando a que saliese de la piscina. Vino como un toro y se puso sobre mí, follándome como un loco desatado. Mis paredes internas intentaban acaparar el calibre de su verga en su movimiento, pero sólo conseguían arrastrarme a un estado de excitación máxima. Sentía que podía venirme otra vez de un momento a otro. Le di la vuelta, tumbándolo al suelo, y subida en él, se la chupé un poco, creo que le mordí con la calentura. Me la metí y le estuve cabalgando salvaje, ayudada por su movimiento de cadera. El viejo estaba fuerte y me dio lo mejor que pudo. Me movía tan rápido que la polla se me salió un par de veces, y él intentaba controlar mi movimiento cogiéndome los pechos muy fuerte. Me corrí al poco, pero mantuve la verga y el ritmo hasta que él hizo lo propio, apretando aún más fuerte mis tetas, tanto que me hizo gritar.
A la noche siguiente no hizo falta citarnos para volver a vernos. El encuentro fue en la caseta que estaba junto a la alberca, en medio de arreos y cacharros polvorientos. Esta vez no dejé al patriarca que se apoderase de mi sexo, aunque sí que me desnudara y que sus manos recorriesen mi cuerpo de esa forma tan enferma, como si estuviese intentando memorizar cada pliegue de mi piel. Cuando me pareció bien, le cogí el índice y me lo llevé a la boca, chupándoselo a conciencia. Me metí el dedo hasta los nudillos, y luego fueron dos, chupándole las yemas, las uñas. El gemía totalmente excitado, y más que lo iba a estar. Sin soltar su mano, me di la vuelta y abrí las piernas. Introduje uno de sus dedos, volviéndolo a lamer varias veces, hasta que mi culo estuvo lo suficientemente lubricado. Después metí el otro y él empezó a follarme con sus grandes apéndices. Puse mis manos entre mi cabeza y la pared, dejándome hacer. Movía la mano frenético, enloquecido por la entrega de su nuera. No pude reprimir el primer grito y no pude parar de hacerlo cada vez que sentía sus yemas acercarse al ano en cada cadencia de su penetración táctil. Aquellos dedos me abrían el culo y me preguntaba si su polla me daría el mismo placer. Con los ojos cerrados, acerté a cogerle la verga a tientas, estaba enorme, y la agarré mientras me seguía haciendo el trabajo manual. Estábamos listos para la penetración, así que acerqué el miembro. El se resistió, pues se sentía enormemente excitado explorando mi interior y no quería dejar de tocarme. Antes de sacar los dedos, fue capaz de meter un tercero y arrancarme otro gemido. Movió la mano, abrasándome el culo. El animal no entendía para qué sirve la lubricación y temía que quisiera meter esa manzana que llamaba mano. Afortunadamente él solo sacó la mano y metió la polla. Con esa dilatación la verga entró fácilmente, y una vez dentro, volvió a darme fuerte, mientras sujetaba mi brazo izquierdo, que tenía hacia atrás.
— No seas cabrón, dame bien —le incité.
Sin embargo, sabía perfectamente que él no podía hacer más de lo que estaba haciendo, pero espoleándolo así mantuve un tiempo el buen ritmo de mi querido suegro. Yo ya necesitaba llegar al orgasmo, así que me fui al suelo y abrí las piernas, levantando el culo todo lo que pude. Se puso de rodillas y me volvió a introducir su gordo pene por atrás. Tal y como él estaba, mi suegro tenía una visión privilegiada de mi coño abierto y de su rabo atravesando mi ano. Miraba hacia abajo, tan ensimismado que un hilo de baba le caía de la barbilla. Yo estaba tan cerda que se lo hubiese chupado, pero hubiese roto el ritmo de su polla en mi culo. Me agarró de los tobillos para abrirme más las piernas, llevándome a un grado más de placer, sin embargo, sé que lo hizo sólo para su puro deleite visual. Le cogí una mano, dejando la pierna pegada al suelo y le chupé los dedos, luego los llevé a mi clítoris, y dejé que me acariciase para que me llevara al clímax. La polla entraba y salía de forma que su capullo siempre quedaba a mitad del recorrido, podía notarla muy bien, y el falo hacía cierta presión en el esfínter. El ritmo de sus dedos estaba acoplado a dicha presión, y yo solo podía gemir y gemir, hasta que me corrí. Me puso a cuatro patas y siguió con su ímpetu, tardando cinco minutos más en llenar mi culo con su leche. Se vistió sin más preámbulos, por el riesgo de ser descubiertos y nos despedimos rápidamente. Me quedé en la alberca un rato más, desnuda en el agua, con dos dedos metidos en el chocho, entrando y saliendo lentamente, hasta que me terminé. Al volver al dormitorio, mi marido se despertó. Me metí bajo las sábanas y le comí la polla en el silencio de la casa, así completaba mi noche y en cierta manera le compensaba por mi debilidad. Fue como firmar una tregua por unos días.
Así pues, cinco meses después, volvía a tener sexo con uno de los presuntos padres de mi hija. Eso me hizo pensar en mí y en la vida que quería. Esos días andaba algo confusa y muy traviesa. Al mes siguiente, una mañana me hice la encontradiza con el primo de mi marido, y no dudó un momento en tirarme los tejos y repetir nuestra ceremonia de hacía unos meses, llenándome con su leche en el parking de su casa. Pocas horas después, esa misma tarde, mi suegro volvió de visita ya que mi marido estaba trabajando y quería acompañarme a una cita que tenía con el ginecólogo. En media hora ya me había vuelto a follar. Me sentía como una zorra con tanto semen dentro de mí. Decliné su ofrecimiento de venir conmigo a la consulta y fui tal cual, sin limpiarme. Cuando me puso en el potro y abrí las piernas, a la enfermera casi le dio un pasmo al ver lo que había dentro de mí. Se puso muy colorada, y luego me miró con mucha curiosidad, no podía apartar su mirada de mí. En cambio, el médico fue más grosero y no me gustó cómo me trató, no a todo el mundo le gusta jugar. Cambié de consulta en cuanto salí de allí.
Después de ese día tan movido me relajé. Para cuando llegó el parto, el proceso de divorcio estaba más que avanzado. No obstante aún hubo más ocasiones de estrechar lazos con mi familia política. Cuando la niña tenía cuatro meses fuimos por última vez a la casa de campo. Una mañana, dándole el pecho, mi suegro se quedó con nosotras. Por entonces mi hija no me cogía bien, y a veces tenía que darle biberón. Ocurrió pues que todos estaban fuera, en una excursión, y cuando ya tenía a la niña acostada, le dije a mi suegro que a ver cómo me sacaba la leche que me quedaba. Toda una provocación. Se lanzó como una fiera. Yo tenía los pezones doloridos por la niña, pero él no paraba de chupar. Me vació completamente, pero como mientras chupaba con una teta, apretaba la otra, me puso perdida. Entonces la vi, a mi cuñada. Nos miraba escondida desde la otra punta de la casa. Sentí un gran alivio al tomar conciencia de que no los iba a ver más. La mirona tenía que llevar un rato y no se iba, así que dejé que presenciase la función completa. Cuando mi suegro acabó su ración, le dije que estaba loca por chupársela un poco, y así lo hice. Arrimó su polla a mi boca, y le cogí los testículos. Los usé para acercar y alejar su falo. Lo masturbé muy rápido e introducía mucho el rabo en la boca, para que tocase mi garganta todo lo posible, para que eyaculase lo antes posible. Cuando llegó, y cambiando mi costumbre, no me tragué ni una gota. Fui dejando caer la lefa conforme salía de su rabo, mezclado con mi saliva. Al acabar, una mezcla de leche y semen me envolvía desde la barbilla hasta la barriga. Me quedé mirando hacia el lugar donde estaba mi cuñada, ví perfectamente cómo se alejó al sospechar que fue descubierta. Lo más demencial de esa familia ocurrió después, con la siguiente toma de mi hija. Se repitió la misma situación, pero esta vez fue mi cuñada quien me acompañaba.
Una vez que mi hija estaba ya acostada, le pedí que me ayudara a rebajar la leche de mis ubres. Me miró incrédula, se negó, pero no se fue. Así que dejé mis pechos al aire, le agarré la cabeza y me la llevé a una teta.
— Sólo es un poco, no sabes el alivio que siento, guapa.
Su resistencia fue tan leve que casi mojo las bragas. Igual que su padre, chupaba y me agarraba el otro pecho. Con la edad que tenía y sin pareja, me pregunté si al menos tendría novia. Hice que me chupara el otro.
— Eres muy delicada, me está gustando mucho —y decidí ponerme muy mala—. Tu padre me ha puesto perdida antes —intentó quitarse, pero le sujeté la cabeza y no dejó de mamar—. Me habéis puesto muy cachonda los dos —me metí la mano bajo el pantalón elástico y empecé a pajearme, la primera vez que me tocaba desde el parto.
Ella sabía que la teta que chupaba sabía a mi leche y a la de mi suegro, pues vio cómo me ensucié y lo mal que me limpié. Esa familia sabía ponerme a mil. No dejó ni una gota en mis pechos. La hice sentarse encima mía y le desabroché la camisa y el pantalón. Con una mano en sus pechos y otra en su chocho, hice que llegara su momento de gloria con un sonoro orgasmo. Fue mi dulce despedida.
Poco tiempo después, ya acabando el divorcio, mi marido quiso hacer una prueba de paternidad. Le dije que, ya que habíamos acordado la separación de forma tan civilizada, se podía evitar el disgusto confiando en mí y dejándome la custodia. Pero como insistió, y estaba en su derecho, al final la hizo. Jamás he vuelto a verle, ni a él ni a su familia, así que me hago una idea de quién es el padre. Aunque eso, francamente, me importa bien poco.