Estas zorras querían al chico malo pero se llevaron una sorpresa
Maite me observaba con el temor de quien se siente atrapada y busca una manera de escapar de la situación en que se encontraba.
–Dani. Mi madre está al otro lado de esa puerta –exclamó airada. Aun así, me pareció discernir cierto deseo en que siguiera aproximándome a ella. O puede que simplemente viese lo que quería ver–. Me diste tu palabra de que no intentarías nada.
La miré con la inocencia de un timador que sabe ocultar que lo es.
–Te estaba hablando del trabajo –espeté frío–. Mientras la agarraba de la mano y tiraba de ella para ponerla de nuevo en pie–. Vamos. Siéntate frente al escritorio y enciende el ordenador. No tenemos tiempo que perder.
Mientras Maite obedecía sin perderme de vista, cogí mi portátil y me senté en la esquina de su cama más cercana a ella. Saqué los libros que íbamos a necesitar y un USB que arrojé sobre su mesa.
–Conéctalo y abre los dos primeros documentos.
– ¿Tanto te costaría pedir las cosas por favor? –dijo mientras obedecía mi orden.
Ignoré su pregunta mientras buscaba las páginas que contenían la información que había seleccionado y que debíamos usar para nuestro trabajo.
– ¿Por qué has elegido esta obra? –Alcé la mirada mientras la veía pasar los ojos por las diferentes diapositivas de la que sería nuestra presentación oral en clase.
–A mi madre siempre le encantó el arte –respondí, mientras seguía hojeando–. Cuando era más joven y su única responsabilidad era vivir la vida, comenzó un álbum de fotografías de ella en diferentes museos del mundo. A veces nos sentábamos en el sofá de casa y ella me contaba la historia que había detrás de cada cuadro, de sus artistas, de quienes habían sido y de las vidas que habían llevado. Aunque la escuchaba con toda mi atención, no me interesaba nada de lo que decía. Lo único que me importaba es que cuando lo hacía, sonreía.
– ¿Tan raro es que sonría?
–En esos días lo era.
– ¿Por qué? ¿Tiene que ver con lo que te pasó en el pecho?
Alcé la vista y la miré como si hubiera despertado de una ilusión.
“Idiota. ¿Qué haces contándole tu vida? –Me dije–. Céntrate”.
–Ve a la última hoja del otro documento –respondí–. Te iré dictando y tú escribirás. ¿Lista?
Ella asintió.
Durante una hora, Maite escribió todo lo que le decía. De pronto, paré cuando noté que mi móvil vibraba. Era mi madre.
“Genial”.
–Hola mamá –dije clavando los ojos en Maite–. Ahora estoy algo liado con el trabajo de arte del que te hablé. ¿Es importante?
–Hola, cielo. Siento molestarte cuando estás liado. Solo quería que supieras que he hablado con Sofía.
Aquellas palabras me pusieron tenso y eso no pasó desapercibido para mi reina, quien parecía no haber perdido detalle de mi expresión. Traté de mantener la calma mientras trataba de imaginar de qué podían haber hablado. No era posible que Sofía le hubiera dicho lo que sucedió en su casa la otra noche. Y aunque fuera así, yo no había hecho nada malo. No es como si me hubiera lanzado sobre ella después de encontrar su vibrador y tratado de hacerla mía.
– ¿De verdad? –respondí finalmente–. ¿Habéis hablado de algo interesante?
–Solo de nuestros trabajos y de cómo va todo. Está algo triste porque su hija aún no le ha confirmado si irá a pasar las navidades con ella. Se siente sola.
–Ya me lo imagino –cogí el libro que tenía apoyado entre las piernas y se lo di a Maite. Le indiqué por donde me había quedado y luego moví los dedos de mi mano para indicarle que siguiera copiando–. Es una lástima que su hija no quiera apreciar lo buena persona que es.
–Sí. Algún día se arrepentirá por no haber estado a su lado. Estoy segura. También le he dado las gracias por haberse tomado la molestia de alimentarte estos días. Cosa de la que me alegro. Detesto que te alimentes de comida precalentada.
–No haría falta si María siguiera trabajando en casa –espeté molesto porque no estuviera ya a nuestro lado.
–Lo sé, cariño. Una de las primeras cosas que haré cuando regrese será poner un anuncio en el periódico para buscar alguien que la sustituya. A no ser que te quieras ocupar de sus tareas.
–Apenas tengo tiempo para lidiar con mis horarios, mamá. Un reemplazo suena bien. ¿Llegarás mañana como dijiste?
–Sí. Creo que estaré allí para cuando regreses del instituto.
–Eso espero. Me apetece verte- Hecho de menos cenar con algo de compañía –aunque Maite obedecía mi orden y estaba escribiendo, por la forma lenta en que lo hacía estaba claro que prestaba más atención a mi conversación que al texto–. Avísame antes de subir al avión y cuando hayas llegado para saber que estas bien, ¿vale? Te dejo. Tengo que acabar este dichoso trabajo de arte.
–Lo haré, cielo. ¡Ah! Una cosa más. Casi me olvido. Le he pedido a Sofía que te prepare algo para la cena. Ha dicho que no tiene ningún problema, así que puede que se pase por ahí sobre las ocho u ocho y media.
Sofía vendría a casa.
Después de lo que había pasado entre nosotros estaba seguro de que no se atrevería hablarme a menos que fuera yo quien buscase ese encuentro. Al parecer iba a tener mi oportunidad de acercarme a ella. Tendría que pensar de qué manera iba a actuar, pero eso sería problema de más tarde. Ahora tenía que centrarme en lo importante.
–Sabes que le deberás más que una cena después de eso –respondí–. Le daré las gracias cuando nos veamos. Cuídate mucho, mamá. Te quiero.
–Y yo a ti cielo. Hasta mañana.
Apagué el móvil y lo arrojé dentro de la mochila. Cogí el libro de la mesa y Maite dejó de escribir.
– ¿Por dónde vas?
–La mitad del penúltimo párrafo.
–Bien. “Se dice que el autor pretendía…”
–Das repelús cuando haces eso –comentó mientras tecleaba mi frase a medio dictar–. Jugando a ser el chico bueno delante de los demás. ¿Tu madre sabe lo que su encantador hijo ha estado haciendo mientras ella esta fuera?
Cerré el libro con una mano tan fuerte que el golpe seco de las tapas al chocar entre ellas hizo sobresaltar a Maite. Dejé el libro en la cama, giré su silla para obligarla a mirarme y la acerqué hasta que su cara y la mía casi se rozaban.
–Dime. ¿Qué es lo que tiene que saber? ¿Qué he ayudado a una compañera de clase en un momento de necesidad? ¿Qué te salvé de una situación horrible de la que no habrías escapado sin mi ayuda? ¿O te refieres tal vez a todas esas veces en las que hemos gozado el uno del otro en lugares que la mayoría ni pensaría?
–Lo haces parecer como si fueras el héroe de la historia –repuso apartando la vista al escuchar mi última pregunta–. El caballero andante que va salvando a damiselas en apuros y obtiene lo que desea de ellas. No lo eres.
–Tienes toda la razón –dije agarrando su mentón y forzándola a volver a mirarme–. No lo soy. Los héroes hacen lo que es correcto y justo sin importar si al final sus acciones tienen recompensa. Yo hago lo que es necesario para conseguir hacer realidad mis propósitos. No voy a disculparme por tener claro quién soy ni lo que busco.
– ¿Y qué buscas de Gabriela, aparte de lo evidente? ¿Y de mí? ¿Qué soy yo para ti?
–Mejor pregúntate esto. ¿Qué quieres ser tú para mí?
Pasaron unos segundos en que nos contemplamos en el más intenso silencio. Vi como sus ojos trataban de descubrir que decir. Miré sus apetecibles labios abrirse sin prisas, tal vez con la respuesta a mi pregunta.
En ese momento llamaron a la puerta y ambos reaccionamos. La solté y empujé su silla que rodó de vuelta a su lugar. Maite se volteó y fingió que trabajaba en el ordenador, mientras la puerta se abría y aparecía en escena su madre con un plato en las manos. Lo contemplé con los ojos de alguien que había almorzado penosamente y ansiaba, más que el calor de una mujer, probar auténtica comida. Por lo que vi no eran más que un par de sándwiches pero tenían una pinta tan deliciosa que me daba igual.
–He pensado que quizás tendríais algo de hambre –dijo mirándome con una sonrisa cariñosa en la cara–. Mi hija siempre asalta la nevera a estas horas o me pide que le prepare algo.
–No tendría que haberse tomado molestias –respondí fingiendo culpa, mientras estiraba la mano y tomaba uno de los sándwiches–. Aunque debo admitir que parece muy apetitoso.
–Y lo es. Ya verás cuando le des un mordisco. Lleva tomate, lechuga, queso, un poco de tocino, aguacate, milanesa de pollo y mayonesa. Es el favorito de Maite. No puede pasar tres días sin comer uno. A veces me pregunto cómo puede estar tan delgada con lo que traga.
– ¡Vale ya, mamá! –Exclamó Maite airada, mientras, se levantaba de su sitio, le quitaba el plato de la mano y prácticamente la obligaba a salir del cuarto apoyando la mano en su antebrazo–. Gracias por la comida. Ahora dejamos solos. Estamos liados. Adiós.
Cerró la puerta sin darle la oportunidad de añadir nada y regresó al escritorio. No me gustó aquella actitud, pero lo dejé estar después de propinar el primer bocado a aquella delicia que me supo a gloria.
Un minuto después, la madre volvió a reaparecer con dos vasos de agua. Entró sin decir nada y los dejó sobre la mesa ante la mirada expectante de su hija.
–Tenía toda la razón –dije sincero mientras señalaba mi sándwich–. Está delicioso. Nunca había probado uno como este.
–Como me alegro. Lo cierto es que es una receta mía. El secreto está…
– ¡Mamá! ¿Estás quedándote ciega y sorda? Ya te he dicho que estamos ocupados. Vete ya de una vez. Nos haces perder el tiempo con tus tonterías.
Se hizo el silencio más incómodo y denso que recuerdo. Su madre me miró con un “lo siento” triste e inmerecido pincelado en los ojos. Sin decir nada, se dio la vuelta y se retiró con la vergüenza como estigma grabado en lo más profundo de su ser.
Dejé pasar unos segundos sin mirar a Maite. Di otro mordisco y saboreé con gusto y parsimonia un plato simple, pero que rebosaba del cariño y amor de una madre. Una buena madre. Tras dar un par de tragos de agua, miré a Maite decepcionado. Estaba seria, tratando de quitarle la corteza al pan.
–Mira que le tengo dicho que siempre lo quite.
Lancé un suspiro sigiloso y cuando volví a tomar aire le solté una gran verdad de la que muchos no somos conscientes hasta que es demasiado tarde.
–Algún día tu madre morirá –solté frió e indiferente a la espera de su reacción.
Tan como me esperaba me miró sorprendida de lo que dije. Su cara no tardó en pasar del asombro a la irritación.
– ¿A qué coño viene eso?
–Viene a que la has tratado como si no te importara en absoluto. Cuando alguien te prepara casi todos los días cosas tan sabrosas como estas sin esperar siquiera una miserable palabra de agradecimiento, eso dice mucho de ella. Cuanto te quiere y te importa. Cuando llegue el momento en que tu madre ya no esté a tu lado nunca más, ¿sabes en que no pensarás? En los buenos momentos que compartisteis. No –negué rotundo–. Lo único que pasara por esa cabecita tonta tuya serán remordimientos y culpa por crear escenas como las de hace unos minutos. Y sobre todo, pensarás en la cantidad de “lo siento” y de “te quiero” que no dijiste y en los abrazos que nunca tuviste el valor y la sinceridad de darle.
– ¿Qué sabrás tú de lo que sentiré? –espetó tal y como esperaba que hiciera. Era su carácter. Atacaba sin mirar sin saber si golpearía con un palo o una bala–. No me conoces.
–Nada en absoluto. Solo sé lo que he leído en docenas de novelas de libros. Y a pesar de ser solo historias muy diferentes todas ellas compartían dos cosas en común: la pérdida de un ser querido y el arrepentimiento por no hacer memorable y mejor el tiempo con esa persona –dejé pasar unos segundos–. Ahora puedes quedarte aquí y actuar como una niña estúpida, mimada e inmadura o demostrarme que me equivoco contigo, levantándote y saliendo a buscar a tu madre para disculparte, abrazarla y decirle que lo sientes y la quieres. Tú eliges que clase de persona quieres ser.
Sus ojos seguían en guardia y fieros, pero la expresión de su cara me decían que estaba pensando en lo que había dicho.
Giró su silla y salió del cuarto.
–Eres un cabrón –clamó al abandonar la habitación.
–Sé sincera –le respondí–. Al menos intenta que lo parezca.
Cuando sentí que ya estaba lo bastante lejos, aproveché para curiosear en su ordenador. Busqué todas las carpetas en la que Maite guardaba sus fotografías. Sentía ganas de abrirlas una a una y ver que maravillas encontraría allí, pero me contuve. En vez de eso, rebusqué en uno de los bolsillos de mi mochila y saqué un USB sin estrenar que conecte al pc. Seleccioné todas las carpetas que había e inicié una copia de ellas. Con algo de suerte aquellas imágenes me darían mucha información sobre quien era realmente Maite y cómo era su vida. Con mucha suerte también hallaría también pistas que me acercarán más a mi amada Gabriela. La mejor forma de atrapar una presa es comprenderla, saber todo lo posible para evitar que tenga forma posible de escapar una vez le arrojes el lazo sobre el cuello.
Al cabo de un par de minutos escuché como Maite regresaba. Aún no había terminado de descargar todos los archivos. Necesitaba ganar algo de tiempo extra. Me lancé a por el vaso de agua y me lo vacié de un par de tragos. Luego me levanté y me detuve frente a la puerta justo en el momento en el que ella aparecía. Aunque aparentaba estar enojada no estaba tan tensa como antes de que se fuera. Algo en ella había cambiado.
– ¿Satisfecho? –respondió mientras trataba de entrar a su cuarto.
–No –respondí mientras le bloqueaba el paso y mostraba frente a sus ojos mi vaso vacío–. Sé una buena anfitriona y llénalo por mí, ¿quieres?
La rabia le volvió con fuerza a la cara cuando me arrebató el vaso de entre los dedos y volvió a irse. Cuando se perdió por el corredor, me volví para mirar el ordenador. La copia estaba lista. Quité el USB y lo arrojé a la mochila antes de sentarme y disfrutar de lo que quedaba de mi sándwich.
Maite no tardó en volver con mi bebida. Cerró al entrar, devolviéndonos a la incómoda intimidad que nos envolvía, y dejó el vaso en la mesa justo a mi lado.
–Aquí tiene el señor su agua. Hazme un favor y ahógate.
–No creo que pueda complacerte. Al menos no con esa clase de favor –respondí mientras deslizaba la mirada desde su cuello hasta su trasero. Luego alargué el brazo y tomé el vaso de agua de Maite en vez del mío y di un trago largo.
– ¿Qué haces? Ese es mi vaso.
Me sequé la comisura de los labios y la miré.
–No voy a beber del que has traído –respondí con calma–. Te he mandado ir a por ella como si fueras una sirvienta y es más que claro que no te ha gustado nada que lo hiciera. Estoy casi seguro de que has escupido en él para así poder vengarte y sentirte victoriosa.
– ¿Quién te crees que soy?
–Creo que eres una persona. Cuando alguien nos humilla o creemos que lo ha hecho, lo más normal es tratar de buscar reparar el daño que hemos recibido. Si estuviera en tu lugar, habría escupido en mi bebida sin dudarlo.
–Tú no eres yo y no he hecho esa guarrería de la que me acusas.
–Entonces no creo que tengas problemas en beber de él. Lo cual hace que esta conversación deje de tener sentido y sea una completa pérdida de tiempo. Vamos, siéntate de una vez y come. Yo he terminado. Seguiré con el trabajo mientras lo haces.
Cogí el libro de la cama y ocupé la silla de Maite. Esperé a que ella hiciera lo propio y se sentase donde yo estaba momentos antes. Lo hizo con el desdén que era tan característico de ella.
Durante un rato me olvidé de que estaba allí junto a mí y me dediqué de lleno a copiar los fragmentos de textos para el trabajo. Cuando llegara a casa tendría que revisar cada a apartado y realizar los cambios que considerase pertinentes para mejorarlo tanto como fuera posible. Luego tendría que centrarme de lleno en la presentación visual. Debía ser lo bastante interesante para captar la atención de la clase, y lo bastante sobria de texto e imágenes para no terminar despertando el aburrimiento y el deseo de que se acabase nuestra exposición.
Necesitaría elaborar un discurso que no dejara indiferente a nadie y menos aún a la profesora de Arte. También tendría que redactar el de Maite. Al fin y al cabo era un trabajo en equipo. Si ella lo hacía mal, el pato lo terminaríamos pagando los dos. Y eso no lo iba a permitir. Ya era bastante castigo cargar con un compañero de trabajo como para ver como sus notas se verían afectadas. Si tenía que hacer la mayor parte del trabajo la haría. Y si tenía que sacar la mejor versión de Maite como estudiante, la sacaría aunque fuera a la fuerza.
Al cabo de diez minutos, mi compañera, mi amante y reina terminó de comer.
–Ya he terminado. Puedo seguir yo con lo que haces.
–Antes llévate el plato y los vasos a la cocina –ordené sin molestarme en mirarla, mientras cerraba el libro con el que estaba, sacaba otro de la mochila y buscaba el siguiente texto a copiar–. ¡Ah! Dale también las gracias a tu madre de mi parte. Me ha encantado su sándwich.
Aunque no podía verla, estaba seguro de que sus ojos me estaban atravesando con ganas. Lo único que esperaba es que esa rabia que sintiera fuese porque me deseaba casi tanto como me odiaba.
Mientras pasaba las hojas con una sonrisa maliciosa y juguetona pensando en Maite y en cómo realizar mi siguiente jugada sobre ella, escuché un estruendo. Algo se había caído y roto contra el suelo.
Sin dudarlo, me levanté y salí para ver qué había pasado. Cuando llegué al final del pasillo, donde conectaba el salón con la cocina, me llamó la atención encontrar a Maite allí, estática con los vasos y el plato hecho pedazos a sus pies.
– ¿Qué ha pasado? –pregunté mientras me acercaba a ella.
Como si mi voz la hubiera sacado de un trance se volvió a mirarme. Aunque solo unos segundos.
Cuando llegué a su lado me sorprendí al encontrarme con alguien que no era su madre junto al sofá.
Era un hombre.
Llevaba una camisa de tonos celestes bien planchada y metida por dentro del pantalón; pantalones oscuros y zapatos relucientes. Tenía el pelo oscuro y una barba de varias semanas bastante bien cuidada. No era viejo, pero estaba claro que tampoco era joven.
Se quedó mirándome con la misma confusión que me embargaba.
– ¿Quién es usted? –pregunté tratando de parecer indiferente.
–Soy el tío de Maite –respondió con un tono seguro y calmado–. Francis. ¿Y tú eres?
–Daniel –respondí seco. Miré a Maite que por alguna razón estaba tensa–. ¿Estás bien?
–Sí –dijo agachándose y tratando de reunir con cuidado los pedazos más grandes de cristal y porcelana–. He estado algo torpe.
–Culpa mía –dijo su tío con una sonrisa que mostraba una blanca sonrisa y que por alguna razón me sacaba de quicio–. Se ha asustado al ver a alguien que no fuese su madre.
–No te esperaba, tío –respondió ella casi molesta y sin mirarle–. Mamá no me dijo que vendrías.
–Ella no lo sabía. Quería daros una sorpresa. Tu madre se ha alegrado de verme.
– ¿Dónde está?
–Ha ido a comprar algo para la cena. Le hacía ilusión prepararme uno de sus platos especiales. No sabes cuánto echaba de menos su comida. Ni ver a mi querida sobrina.
– ¡Mierda! –exclamó Maite. Se había hecho un pequeño corte en uno de sus dedos.
– ¿Es profunda? –pregunté.
–No. No es nada.
–Será mejor que te pongas una tirita. Ya limpiaré yo esto –ella me miró de forma extraña–. Ve.
Pasó por mi lado y se perdió tras de mí. Miré fijamente a su tío.
– ¿Sabe dónde hay una pala y escoba?
–Justo en esa puerta que tienes al lado –la abrí y allí estaba lo que buscaba. Comencé a barrer y juntas los pedazos de vaso y plato, mientras aquel tipo se dirigía a la cocina, sin quitarme los ojos de encima, abría la nevera y sacaba una cerveza–. Así que te llamas Dani, ¿verdad? –Preguntó abriendo su lata y dando un largo trago.
–Daniel, si no le importa –a la gente que era incapaz de soportar o que despreciaba prefería que me llamaran de esa manera.
–Por supuesto. Dime, Daniel. ¿Quién eres exactamente?
Dejé de barrer unos segundos y le miré fijamente tratando de parecer inofensivo. Estaba claro que aquel tipo y yo no íbamos a llevarnos bien. Había algo en su mirada que no me gustaba. He detestado a casi todos los hombres de mí vida y el que estaba frente a mí tratando de interrogarme no sería una excepción. Bajé la vista para aparentar que me intimidaba su presencia y seguí barriendo antes de responder.
–Soy compañero de clase de su sobrina. Estamos haciendo un trabajo en pareja. Pero intuyo que usted ya lo sabía.
El tal Francis frunció el ceño confundido.
– ¿Cómo dices? ¿Por qué piensas que iba a saber quién eres?
–Supongo que al llegar le preguntaría a su hermana como estaba y cómo iba la familia. ¿No es cierto? –un ligero asentimiento de cabeza por su parte confirmó mi pregunta–. Me resultaría raro que su hermana y madre de Maite no le dijera antes de irse que su hija estaba haciendo un trabajo de clases en su cuarto con un compañero y que no nos interrumpiera. Sobre todo después de la pequeña rabieta que tuvo Maite con ella por tener algo de intimidad y acabar lo más pronto posible. Seguro que antes de irse a comprar le advirtió que no nos molestase. ¿Me equivocó?
Le miré mientras aguardaba su respuesta. Tardó unos segundos en forzar una sonrisa mordaz, pero esta vez sin dientes. Luego dio un trago de su cerveza y me señaló con su índice.
–Vaya. Eres un chico listo –expresó fingiéndose sorprendido, mientras esquivaba los trozos de cristal y se sentaba en el sofá–. De los que utilizan la cabeza. Eso me gusta. Lo cierto es que tienes razón. Mi hermana me dijo que Maite estaba con alguien y que os dejara en paz. Pero nada más verme, causó este desastre. Mujeres, ¿eh?
“Él la asusta pillándola desprevenida y encima le echa la culpa por ser mujer –pensé molesto–. Menudo tío más ejemplar”.
–Un fallo lo tiene cualquiera –dije recogiendo los pedazos visible y amontonados en la pala–. Ya sea mujer u hombre.
–Disculpa si mi comentario te ha ofendido –dijo, mientras se habría de piernas y apoyaba los antebrazos en sus muslos, al tiempo que no me quitaba el ojo de encima–. No pretendía parecerte machista.
–No se preocupe. No me ha ofendido. Todos decimos algo que esta fuera de lugar alguna vez. No le juzgo por lo que ha dicho.
–Dime, Dani –me había llamado así a propósito, sabiendo que me molestaría que lo hiciera. Si ya me caía mal, ahora me resultaba detestable–. ¿Siempre eres tan serio?
Escuché una puerta abrirse tras de mí y los pasos de Maite dirigirse hacia donde estábamos. Apoyé la escoba y la pala en la pared y miró a aquel sujeto digno de todo mi desprecio e indiferencia.
–La mayor parte del tiempo. A veces sonrío.
–Debe ser todo un espectáculo –ironizó, segundos antes de tragarse los últimos tragos de su lata.
– ¿Va todo bien? –me preguntó Maite, situándose a mi lado. Miré su mano. Tenía una tirita en su dedo.
–Estupendamente, cielo –exclamó Francis–. ¿Te importaría traerme otra cerveza de la nevera?
Maite obedeció.
–No deberías beber tanto –le dijo–. O no podrás coger el coche cuando te vayas.
–Bueno, no tienes por qué preocuparte por eso. Voy a quedarme un par de días con vosotros.
Miré a Maite sin perder detalle.
– ¿Mis padres ya lo saben?
–No he tenido tiempo de hablarlo con ellos, pero seguro que a tu madre no le importará que ocupe el cuarto de invitados una semana. Y seguro que también convence a tu padre. Tu madre puede ser muy persuasiva. La familia debe estar unida.
“Ha pasado de quedarse un par de días a mínimo una semana. Lo que tiene de respetable está solo en su apariencia. Es el típico canalla caradura”.
Maite le dio su lata y luego se acercó a mí.
–Nosotros nos vamos al cuarto. Tenemos mucho que hacer.
–Claro, sin problema. Ha sido un placer, Dani.
Mi respuesta fue un ligero y forzado asentimiento de cabeza. Luego me di la vuelta y tras escuchar el chasquido de la nueva lata abrirse, seguí a Maite de vuelta a su habitación.
Esperó a que entrara y cerró la puerta.
Se volvió y me miró un momento antes de sentarse en su sitio.
No había enfado en su mirada. Aquella expresión era diferente. Pensé en preguntarle si estaba bien, pero no podía mostrar que me importaba como estuviera. Hacerlo estropearía el juego y Maite podía pensar que éramos algo que nunca seríamos. Ella me pertenecía y está bien preocuparse por lo que es tuyo. Solo tienes que hacerlo de manera que no se dé cuenta.
– ¿Vas a poder trabajar con ese corte?
–Ya te he dicho que no es nada. Estoy bien. Venga. Sigamos.
Había conseguido que respondiera sin que notara mi interés. Y por el tono estaba claro que no estaba para nada bien.
–Estupendo –respondí cogiendo el libro y sentándome en su cama–. Aun tenemos mucho que añadir. Escribe lo siguiente.
…
Llevábamos una media hora trabajando y comencé a hartarme de que Maite se distrajese de forma continuada. Cuando no se equivocaba al escribir alguna palabra, se olvidaba la mitad de lo que le había dictado y tenía que repetirlo de nuevo, no ponía las comillas o cambiaba la letra a cursiva cuando y donde se lo pedía. La paciencia es una virtud, pero en los humanos esta tiene un límite.
–Será mejor que lo dejemos por hoy. Estas distraída. Ya acabaré yo lo que pueda esta noche en mi casa y te enviaré tu parte.
–Puedo seguir –repuso mientras me miraba de reojo–. Ya estoy centrada.
“Veamos qué pasa cuando me niegue”.
Agarré mi mochila y la puse sobre la cama.
–Olvídalo. Hemos avanzado bastante –dije, mientras evitaba sus ojos y metía los libros dentro. Luego me colgué la mochila en un hombro y la miré. Agarré su barbilla hasta que sus ojos se vieron obligados a toparse con los míos–. ¿O es qué acaso quieres que me quede por otro motivo?
Sé soltó de mi agarré con un giro de cuello. Luego se levantó y abrió la puerta.
–Te acompañare a la salida –respondió mortificada mientras esperaba a que saliera de sus dominios.
Salí sin decir nada, sabiendo que me seguía de cerca. Cuando llegamos al salón encontramos a su tío tumbado impecablemente sentado en el sofá viendo un partido de fútbol. Había una segunda tercera lata abierta sobre la mesa, junto a un paquete de grasientas patatas fritas.
– ¿Ya habéis acabado el trabajo? –preguntó mientras engullía una patata y daba un sorbo a la cerveza.
–Solo una parte. No es algo que se acabe en un día.
–Ya, claro. Que las cosas queden bien lleva su tiempo.
–Es verdad.
– ¿No ha llegado mamá? Son las ocho.
–Me ha llamado hace unos minutos. Tardará un rato en regresar. Se ha encontrado a una amiga de la infancia en el supermercado y tras hacer la compra han ido a tomar algo y hablar de sus vidas o yo que sé.
–El mundo es un pañuelo –respondí indiferente.
–Eso parece. Me ha dicho que llegará en una media hora. Le dará tiempo de sobra a prepararnos la cena. Hasta entonces podemos hablar y así me pones al tanto de tu vida y de cómo te va todo. Hace mucho de la última vez que nos vimos.
Miré a Maite y vi como se cruzaba de brazos.
–Sí, claro –respondió–. Me apetece mucho.
“Solo un necio se creería sus palabras”.
–Genial. En fin. Voy a recoger todo esto, mientras te despides de tu amigo.
“¿Estoy viendo fantasma donde no los hay o se muestra demasiado entusiasta por una charla?”.
Maite me acompañó hasta la puerta. Una vez fuera me volví para despedirme.
–Como ves he cumplido mi palabra –dije con una sonrisa–. Me he comportado tal y como querías.
–Sí. Es verdad. Gracias por eso. Oye. Estaba pensando que tal vez… si quieres puedes quedarte a cenar. A mis padres no les importará.
“¿Me invitas porque quieres o porque no te apetece nada quedarte a solas con el querido tío Francis?”.
– ¿Debo recordarte la conversación de esta mañana? –Lancé con frialdad.
Su mirada se acentuó mostrando claramente lo decepcionada que se sentía.
–Acabas de hacerlo. ¿Sabes qué? Olvídalo. Solo te he invitado porque tu madre no está y me daba lástima que cenarás solo. Pero es lo que te mereces. Capullo.
La puerta se cerró a unos milímetros de mi cara. Aun así reaccioné e incliné el cuello por si había calculado mal. Lancé un suspiro y apoyé un puño sobre la puerta.
A veces resultaba agotador jugar el papel de Dani, el chico malo. Aquella tarde, en ese preciso momento en que Maite me pedía a su manera que la ayudara, fue una de esas ocasiones en la que peor me sentí. Pensé en llamar y disculparme. No pude evitar reírme de aquella absurda idea. Me di la vuelta y empecé a bajar las escaleras sin poder evitar pensar en ella. Al llegar al portal me detuve.
“No puedo dejarla sola. No me fio de ese tipo. Tengo que subir”.
“¿Te has planteado que estés equivocado; que su tío solo sea un gilipollas de talla mundial?”.
“No”.
“Piénsalo bien. Es su tío”.
“Los monstruos también tienen familia. Y este es peor que un monstruo si se aprovecha de su propia sangre”.
“No estás seguro y lo sabes”.
“No me importa. No me arriesgaré”.
Subí los tres tramos de vuelta a saltos. Cuando llegué arriba me faltaba el aliento. Toqué el timbre con desesperación varias veces.
“Aún juegas a ser el chico malo, Dani. Deberías aceptarme de una vez y ser uno de verdad, en vez de pensar que eres buena persona”.
“Un malvado que pierde su humanidad está condenado a perder”.
“Y uno que la conserva está sentenciado a sufrir por su humanidad”.
Volví a pulsar el timbre varias veces.
“Cuando me llegue la hora de pagar por las cosas que he hecho y que haré, pagaré”.
“Pagaremos, Dani. Pagaremos. Juntos. Por cierto. ¿Ya has pensado que le dirás a su tío cuando abra?”
Antes de que pudiera pensar nada la puerta se abrió como un rayo y la figura del tío Francis apareció enfadada al otro lado.
– ¿Se puede saber a qué viene tocar el timbre como un maldito loco?
“Mírale bien”.
Miré su aspecto tan rápido como pude. Su camisa impecablemente planchada estaba mal colocada y una parte de ella sobresalía del interior del pantalón. Los dos botones superiores estaban desabrochados y otro estaba metido en el agujero incorrecto.
“Puede que sí sea un monstruo después de todo”.
De pronto noté como aquel imbécil descontrolado chasqueaba los dedos delante de mi cara y me sacaba de mis pensamientos.
– ¿Qué pasa? ¿Te has vuelto tonto de golpe?
“Déjamelo a mí”.
“No. Este es mío”.
“¿Seguro? Entonces es todo tuyo”.
Levanté las manos y le mostré las palmas al tiempo que miraba al suelo para mostrarle mi arrepentimiento.
–Lo siento mucho. Sé que no debería haber llamado como lo hice, pero necesito hablar con su sobrina urgentemente. Es muy importante.
Francis me miró como si quisiera golpearme en plena cara y estuviera buscando fuerzas para resistir la tentación.
– ¡Maite! ¡Tu amigo ha vuelto! Vamos, pasa.
Unos segundos después ella apareció por la puerta. Aun llevaba su sudadera puesta, pero a diferencia de antes de irme, ahora estaba subida hasta arriba y sus manos se resguardaban en los bolsillos. Su pelo parecía algo desordenado. No eran indicios suficientes para saber si había pasado algo en los poco más de cinco minutos que estuve fuera, pero el ambiente me hacía sospechar.
– ¿Qué ocurre? ¿Qué haces aquí?
Su tono de voz sonaba propio de ella; enfadada e incómoda por tener que dirigirle la palabra a alguien como yo, sobre todo después de cómo me había ido momentos antes.
–Siento molestarte. Gabriela te ha estado llamando como una desquiciada desde las siete. Debes de tener el móvil apagado.
– ¿Te ha llamado?
–Sí. Sabía que estaríamos juntos con el proyecto. Y por eso he vuelto. Al parecer ha perdido la copia final de su trabajo y quiere que vayas hasta su casa para echarle una mano– llevé mi mano derecha a la cabeza para fingir que me atusaba el pelo y así evitar que Francis, quien parecía esperar ansioso a que me fuera con sus brazos en forma de asa, viera como le guiñaba el ojo para que me siguiera la corriente. Por suerte reaccionó a mi aviso–. Leoni y Teresa ya están allí y han llevado sus portátiles. Yo también iré aunque solo podré quedarme unos cuarenta y cinco minutos. ¿Te vienes?
Maite miró a su tío unos breves instantes.
–Claro. Iré a por mis cosas.
–Maite, cielo es tarde para salir –argumentó su tío–. A tu madre no le hará gracia que te permita salir a estas horas.
“Mírale. No quiere que le quiten su momento de diversión”.
–Son solo las ocho de la tarde –repuso ella–. A mamá no le importará que me vaya a ayudar a mi prima cuando tiene un problema y me necesita.
–Además –intervine sin perder detalle de su reacción–, antes usted dijo que la familia debe permanecer unida, ¿no es así?
Estaba claro que mi contestación no le había gustado nada.
–Sí. Es verdad. Lo dije. La familia siempre es lo primero.
Fue repugnante escuchar esas palabras de su boca, pero me reconfortó la idea de haberle derrotado con su propia filosofía.
–Iré a por mis cosas.
–Si no te importa te acompaño. Antes olvidé dejarte una copia en el ordenador de lo que tenemos hasta ahora del trabajo. Vas a necesitarlo para organizar tu parte de la exposición.
Ella asintió.
–Vamos.
–Muchas gracias por entenderlo –le dijo a su tío.
Francis forzó una sonrisa que expresaba su rabia y disgusto. Aquella cara me hizo sonreír de verdad por primera vez en todo el día.
Cuando llegamos al cuarto de Maite la colcha de su cama estaba desbaratada. Cerré la puerta tras de mí.
– Todo era mentira, ¿verdad? Gaby no te ha llamado.
–No. No lo ha hecho. Es un poco temprano para irte a dormir, ¿no?
Maite se volteó y trató de acomodar la manta lo mejor y más rápido que pudo.
–Me apetecía tumbarme un rato.
– ¿Con el tío Francis encima tuya?
Me miró veloz y pálida.
– ¿Qué? ¿Acaso te has vuelto loco? Mi tío no me ha hecho nada.
No iba a forzarla a decírmelo. No le haría ningún bien a ella y discutir con un monstruo a unos metros nuestro no convenía para mi plan.
–Entendido. He debido malinterpretarlo. Será mejor que cojas un cambio de ropa para las clases de mañana –le ordené–. No vas a ir con tu prima. Esta noche te quedarás en mi casa.
–Si se te ocurre discutir, le diré a tu tío que era todo mentira y te dejaré a solas con él. ¿Qué compañía prefieres esta noche?
Pasó a mi lado enfadada y me empujó con su hombro. Abrió el armario y empezó a buscar qué llevarse.
No pude evitar sonreír. Maite estaba hecha una fiera.
Y pronto volvería a ser mi reina.
Continuará…
Gracias por el apoyo a la serie, los mensajes y comentarios. Y gracias a los que compráis el libro y me habéis hecho llegar vuestra impresiones. Es un lujo contar con vosotros.
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Un saludo y gracias de nuevo.