MI HERMANO MARCOS: Realicé todas mis perversiones a costa de mi hermano que sufre de paralisis desde los 10 años

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Pertenezco a una familia de clase media, pero con dos desgracias que marcaron el sendero de mi existencia. La primera fue la muerte de nuestro padre cuando mi hermano apenas había nacido, y la segunda, el accidente de tráfico que dejó a mi hermano, con tan solo 10 años, con una parálisis cerebral. Mi madre, desde antes de casarse, trabajaba de recepcionista telefónica en un centro hospitalario, aunque al casarse pidió licencia. A la muerte de mi padre tuvo que solicitar de nuevo su incorporación al trabajo para poder seguir manteniendo la casa, pues yo solamente tenía quince años.

Me casé a los 25 y me fui a vivir a La Coruña, pues mi marido era un pescador al que conocí en un viaje que hizo a Cádiz. Mi matrimonio fue totalmente normal, al menos así lo creo, salvo por la ausencia de hijos tras cinco años de matrimonio, pues mi esposo no pudo volver del mar para celebrar nuestro quinto aniversario. Una tormenta lo arrojó al agua y el día de Reyes apareció su cuerpo en unas rocas en la playa de La Lanzada.

Llegué a Cádiz junto a mi familia a los dos años de enviudar. Tan solo los había visitado en tres ocasiones desde que me casé, y ésta era la primera vez desde que murió mi esposo, pues después de su muerte continué mi vida en la aldea donde vivíamos, en donde teníamos una casa agradable y un trabajo en la tienda y panadería familiar. Vine para hacerme cargo de mi hermano por unos cuantos días, pues tenían que operar a mi mamá de un pequeño problema en la boca y al menos debería estar internada veinticuatro horas.

Marcos aún no había cumplido los 17, y aunque no estaba afectado por ninguna parálisis que le impidiera los movimientos, estos apenas podía coordinarlos, especialmente la parte izquierda, por lo que necesitaba de una ayuda muy importante para todas sus actividades; desde bañarlo, vestirlo y levantarlo de la silla de ruedas, hasta darle de comer, pues cada vez que lo intentaba solo, se acababa echando la comida encima. Llegué a casa en la mañana de un domingo del mes de julio. A pesar de lo poco que nos habíamos visto en los últimos siete años, la acogida fue maravillosa. Lloramos mi madre y yo al repasar las desgracias de nuestra vida mientras mi hermano, al otro lado de la mesa, retorcía su cuerpo y gesticulaba de forma incomprensible para mí.

Planteamos el problema presente ocasionado por la obligada ausencia de mi mamá ante su próximo ingreso en el hospital al día siguiente. Ella me puso al corriente de todas mis obligaciones. Las de la casa eran las mismas que venía haciendo desde que me casé, por lo tanto, rutinarias. Pero las otras, las referentes a como debería de atender a mi hermano, sí me encogieron el ánimo, aunque estuve muy lejos de aparentarlo. Simulé tomarme esa tarea como una más, igual que si mi hermano fuera un muñeco en todos los sentidos, más algo dentro de mí me decía que nada de eso era cierto.

Ya había vivido junto a él 10 años y sabía que su mente era normal. Pensaba igual o mejor que nosotras, pero era incapaz de expresarlo con palabras, pues solo emitía sonidos guturales difíciles de entender, salvo en sus risas o sus enfados. Esta experiencia me cambió. Ahora sé que yo misma no me conocía. Mi esposo pasaba la mayor parte del tiempo en el mar, y aunque su reiterada ausencia me hacía tener ciertas fantasías sexuales, nunca le fui infiel. Creo que por cobardía no me atrevía ni tan solo a pensar en esa posibilidad. Si a eso unimos que mis únicas amistades eran la de las mujeres de su familia, que vivíamos junto a la iglesia y que la única vida de esa aldea era la eclesiástica, ya esta todo dicho.

No tuve mucho tiempo para más reflexiones, pues estando en estas, Marcos comenzó a gesticular con la mano, y al tiempo que distorsionaba la mirada entre sus piernas, estiraba su enorme dedo índice señalándose allí. Mi madre rápidamente comprendió lo que quería y me invitó a aprender como debía de comportarme en dichas ocasiones, pues él tenía necesidad de orinar. Ella trajo del cuarto de baño una extraña botella, pero instantáneamente comprendí su utilidad. Yo, ilusa de mí, me ofrecí muy voluntariosa para ayudarlo a mi hermano, y mi madre, viéndome sin duda toda una mujer viuda, no tuvo inconveniente en que así lo hiciera. Lo que no tuvimos en cuenta ninguna de las dos fueron los pensamientos y los deseos de Marcos.

Bajé la cremallera del amplísimo pantalón y metiendo la mano dentro de la bragueta, encontré lo que no esperaba. Que ilusa, pensé que la tendría como cuando lo vestía a los diez años; ¡enorme error el mío, pero más enorme fue lo que encontré! Afortunadamente mi mamá había salido de la habitación y no pudo ver el sobresalto con el que retiré mi mano de aquella abertura. Pero sí que vi la sonrisa que ponía Marcos, aunque no sabía si era equivalente a una sonrisa real que expresaba el oculto placer que le causaba mi asombro, o solo un gesto incontrolado.

Me señaló de nuevo entre sus piernas invitándome, aparentemente de forma obscena por la forma de gesticular y de retorcerse, a que volviera a meter mi mano dentro de su bragueta. Ya repuesta, aunque terriblemente confundida por el tamaño de lo que parecía haber dentro, hice un nuevo intento. Se la tuve que agarrar con toda la mano, aquella verga era como dos veces más que la de mi marido cuando la de mi esposo, bien parada, mientras que la de mi hermano estaba flácida.

Tomé la botella e introduje dentro del cuello de esta, la mitad del pene, mientras que yo batallaba nerviosa meter la verga dentro del envase, a él no se le iba la sonrisa de la cara y como la botella se llenaba de orina, tuve que sacársela y tenérsela sujeta con mi mano mientras terminaba de orinar en otra botella. Entró mi madre y me dijo que no le guardara el pene, pues había que secárselo, pero después de haber tirado el orín en el inodoro. Cuando volví para «guardársela», aquello era descomunal, casi como mi antebrazo e igual de duro.

La cara de Marquitos era de placer, los ojos los tenía casi en blanco y babeaba al tiempo que giraba la cabeza de derecha a izquierda; con una mano se agarraba su tremendo falo masturbándose claramente. Le quité la mano de ahí y tomando la verga con la mía me dispuse a guardársela, lo que hice con gran dificultad y con una sensación de culpable cosquilleo que no llegaba a comprender, o más bien, que no quería admitir. La tenía muy dura y rígida como un buen salchichón caliente. Sentía perfectamente en la palma de mi mano las oleadas de sangre cálida que mantenían inflexible la enorme verga, por lo que tuve que tenerla un buen rato, sujetándola con fuerza y manipulándola en múltiples direcciones para encontrar la forma de meter aquel insolente garrote, por la pequeña abertura de la bragueta, lo que le provocaba una erección y un placer aun mayor, aunque no pretendido, que le hacía gemir y chorrear saliva como si estuviera poseído.

Fui a la cocina e hice un ligero comentario sobre lo acontecido a mi mamá aparentando no darle importancia, pero queriendo que ella me aclarase algo de la actitud de mi hermano.

Déjalo, pobrecito… -, es todo cuanto me dijo.

Aquella primera noche en mi casa materna, no pude conciliar el sueño hasta el amanecer, pero no fue por extrañar la cama, pues en definitiva esa era también «mi cama» de siempre, sino porque en vez de adormecerme el silencio y la oscuridad, lo que estaba haciendo era despertar en mí a la mujer insatisfecha que había dentro de mi cuerpo, a la puta que todas llevamos dentro y que a lo largo de su vida no tuvo más que pequeñas fantasías eróticas abortadas rápidamente por una falsa sensación de culpabilidad. Un marido enamorado y puritano que no me permitía abrir mi verdadero espíritu sin que apareciese la sombra del fantasma de la vergüenza.

Con 32 años de vida sana, mi cuerpo estaba lleno de energía, y aunque hasta entonces no lo sabía, rebosante de sensualidad; 60 kilitos repartidos en 165cm de estatura, cintura muy delgada, y al no tener hijos, mis pechos y mi vientre seguían totalmente firmes, predominando mi redondo culo, siempre escondido en largas faldas, pues no debía ponerme pantalones. No sé como describir mi rostro, mi carita creo que es algo redonda y de mejillas sonrosadas; mis ojos son grandes y chistosos, mis labios carnosos, mi nariz es respingona, mis dientes son blancos; pero con todo esto, siempre me encuentro defectos, lo que me produce un complejo inevitable al verme en el espejo y contemplar una cara de boba.

Desde que me casé, mi pelo castaño claro, lo llevo corto y rizado. Sinceramente, creo que no soy tan guapa como quisiera, pero por el contrario, tengo un cuerpo muy goloso, según me decía mi marido. Las caderas son anchas y tengo muy buenas nalgas, redondas y muy empinadas que cuando camino, ¡ufff, me comen!… Mi piel es morena y muy suave, mis muslos son firmes y bien formados, siendo mi cuerpo, la envidia de mis tres cuñadas, a pesar de tener éstas entre 18 y 23 años.

El breve comentario hecho por mi mamá sobre la compostura de Marcos me estaba provocando insomnio al hacerme pensar más de lo que podía imaginarme. No tenía cura, ni posibilidad alguna de dar satisfacción a su libido. Mentalmente mi hermano era normal, como yo, pero creo que en su silencio y soledad tendría tiempo más que suficiente para darle vueltas a la cabeza a muchos temas, especialmente el sexual.

Con cerca de 17 años, él tenía un cuerpo fuerte y musculoso, posiblemente debido a sus constantes convulsiones o espasmos había desarrollado una musculatura mayor de lo normal. Su rostro era anguloso y afilado. Si conseguías apartar de tu mente los gestos extraños que hacía casi constantemente, podrías verlo muy atractivo, especialmente si se le veía totalmente desnudo; como me sucedió esa noche cuando tuve que verlo cuando fui con mi madre para acostarlo y aprender las mañas y hábitos necesarios para hacerlo sin lastimarlo y con el menor esfuerzo posible.

Me percaté que su único vello estaba en el pubis, el resto del cuerpo era fuerte y suave, pues mi mamá acostumbraba a untarle con frecuencia, crema en el cuerpo para mantener su piel en buen estado y evitar úlceras, especialmente en los glúteos. Una vez más, al desnudarlo para dormir, su pene se puso erecto como mástil de velero. La sonrisa extraña volvió a su rostro y de inmediato se la agarró con la mano más útil y se la peló, dejando la amoratada cabezota a la vista. Sin comentar nada, mi madre lo tapó con la sábana, y sin darnos tiempo de salir de la habitación, comenzó ésta a tener fuertes sacudidas. Evidentemente que se volvía a masturbarse sin tener ninguna consideración por nuestra presencia. Debía de hacerlo con tanta frecuencia que le parecería algo normal. Ninguna hicimos comentarios al respecto, pues si mi madre lo consentía y daba el visto bueno a sus desahogos, ¿quién era yo para criticarlo?…

Aprendí como debía de hacerle para acostarlo o sentarlo en la silla de ruedas. A horcajadas, delante de la silla, debía de asirlo por debajo de las axilas, y con un apretado abrazo, ayudarlo a levantarse y evitar que perdiera el equilibrio. Girar ambos al tiempo y dejarnos caer juntos sobre la silla o la cama; así como en esta ocasión. Para acostarlo, antes debería desnudarle completamente la parte de arriba, y una vez en la cama, quitarle el pantalón. Dormía completamente desnudo, pues nunca le ponían calzoncillos. Mi hermano tenía un cuerpo bonito. En reposo sobre la cama, las convulsiones disminuían, y sus movimientos de piernas y vientre parecían entrar en un baile erótico para atraer a las sirenas; muy especialmente con ese falo duro y enorme dándose rítmicos golpes sobre el vientre.

No podía apartar de la mente esa enorme verga, ni la de mi difunto esposo. Me era imposible evitar verlos uno a lado del otro y compararlos. Unas ávidas manos nacían en mi mente para abarcar el tronco de mi hermano, y las imágenes que siempre soñé poder realizar alguna vez con mi marido, se repetían, pero ahora el cuerpo que mi mente colocaba en esas situaciones tan deseadas y nunca alcanzadas; era mi hermano quien se apoderaba de mi imaginación, y que intentaba rechazarlo, pero no podía. Con estos incestuosos pensamientos estaba excitándome terriblemente, y mientras frotaba mi sexo con deleite desconocido, me vino a la mente la descabellada idea de coquetear disimuladamente con un hermano mudo y deseoso. Sería muy excitante a la vez de dar a alguien tan desgraciado la oportunidad de disfrutar por unos días de algo que evidentemente deseaba y que nunca más podría lograr de no darle yo esta oportunidad.

El incesto es algo mal visto en nuestra civilización, pero además de que nadie podría saberlo jamás, en otras civilizaciones era aceptado, por lo tanto, todo se reducía a un tema de conciencia, de modo que si a nadie hacia daño, sino todo lo contrario, ¿por qué no probar?… Y además, ahora que era viuda y libre, ¿por qué debía de seguir sufriendo más represiones? Ni él ni yo éramos culpables de nuestras desgracias.

Me despertó mi madre al levantarse. La ayudé con sus cosas y llamé a un taxi para que la llevase a la clínica, yo no podía acompañarla por no poder dejar solo a Marcos. La intervención a que la someterían esa misma mañana era de cirugía menor, aunque molesta carecía de riesgo, posiblemente estaría internada un día para observación. Me advirtió nuevamente sobre los cuidados de mi hermano y salió de casa.

Cansada por haber dormido tan poco, volví a la cama dispuesta a seguir descansando, pero de inmediato me vinieron a la mente las ideas concebidas la noche anterior. Tan solo el pensar que había llegado el momento de ponerlas en práctica me excitó lo suficiente como para despejarme rápidamente. Haría pensar a mi hermano que dada su situación yo creía que para él el sexo no existía, que ignoraba completamente su estado mental real, lo que me permitiría todo tipo de libertades, y le haría creer que para mí, su sexualidad no había que tenerla en cuenta. Le daría la impresión de que todo cuanto ocurriese entre nosotros sería algo «normal» y por lo tanto, no tenía sentido alguno evitarlo.

Dos veces a la semana había que meterlo en la bañera y lavarlo totalmente, pero el resto de los días, como hoy, solamente había que darle un pequeño lavado después de llevarlo al inodoro para que hiciera sus necesidades.

Después de lavarme yo y de desayunar, me dispuse a atenderlo a él. Entré en su dormitorio, y en la semioscuridad de la habitación pude adivinar que estaba despierto y arropado de cintura para abajo con la sábana. Yo tan solo llevaba un camisón casi transparente por encima de las rodillas. Me había quitado antes de pasar las pantaletas y el sujetador. Crucé al otro lado de la habitación para subir la persiana del balcón, la luz blanca entró a raudales deslumbrándole totalmente. Mi cuerpo se encontraba entre él y el balcón, por lo que mi desnuda silueta ante el rectángulo de luz debía de verla perfectamente. Vi el asombro de sus ojos mirando con incredulidad las curvas de mi talle. Su cuerpo bajo las sabanas pareció convertirse en un nido de enormes serpientes retorciéndose, su cara, sin dejar de mirarme, no paraba de realizar círculos en uno u otro sentido, mientras que sus desorbitados ojos hacían el recorrido inverso al quedarse clavados en mi entrepierna. Mi rajita empezaba a humedecerse de excitación.

Me volví de espaldas, hacia el balcón, para mirar y dejar que mi hermano pudiera disfrutar un rato de mis redondas nalgas, apenas cubiertas por el camisón. Después separé un poco mis muslos y me dispuse a limpiar unas inexistentes manchitas en la parte alta del cristal, de manera que el camisón se subió hasta la mitad de mi redondo y ampuloso trasero dejándolo a la vista de Marquitos y a menos de un metro de distancia. Apenas fueron unos segundos de espectáculo, pero suficientes para caldear los ánimos de los dos; me sentía una alegre pecadora seduciendo a un escuincle.

De alguna parte de mi ser, nacía un gran deseo de ser contemplada y codiciada. No contenta con esto, aún de espaldas a él, me incliné como si mi nuevo objetivo fuera el limpiar alguna suciedad, también ficticia, pegada en la parte baja del cristal. Ahora mi culo quedó justo encima del colchón y tan solo a un palmo de su cara. El corto camisón se subió por encima de mis abiertas nalgas, por lo que le permití contemplar muy de cerca mis partes más guardadas y secretas durante el breve momento en que estuve rascando con la uña el cristal.

Aun siendo morena, la piel entre mis nalgas y bordeando mi ano, esta se oscurece muchísimo, y ese color oscuro junto con el negro y sedoso vello que me nace en esa zona, hace aún mayor el contraste, dando casi la impresión de que mis nalgas son blancas. Esta piel oscura, velluda, suave y jugosa, se extiende por toda mi vulva, lo que hace que destaque enormemente, pues esta es además de labios gordos, abiertos y carnosos, pero interiormente su color se aclara para ser de «color carne», ligeramente rosa. Los labios internos los tengo muy grandes, hasta el punto de que con las piernas separadas parecen unos pequeños testículos con forma de alas.

Me puse en pie y me volví con rapidez y mirada acusadora, con la intención de pillarlo en falta; y así fue, pero lejos de avergonzarse, sus ojos daban la impresión de relamerse de gusto. Con un impetuoso tirón le retiré la sábana de encima, al tiempo que le daba un rápido besito en la mejilla y le preguntaba, a sabiendas de su muda respuesta, que qué tal había dormido. Rodeé nuevamente la cama y retirando la silla de ruedas me dispuse a llevarlo al sanitario, pero no en la silla, como me dijo mi madre, sino llevándolo abrazado a mí. Como si fuera lo más natural del mundo, le giré el cuerpo poniendo sus pies fuera de la cama, me puse delante de él teniendo sus piernas entre las mías, y agachándome, procurando que a través del gran escote del camisón pudiera cruzar su mirada mi cuerpo desnudo; lo tomé del tórax para sentarlo al borde de la cama.

Su cara de alegría era inconfundible, parecía alelado, pero inmóvil y relajado. Le dije que conmigo iríamos andando juntos al servicio en vez de ir sentado en la silla; abrió los ojos de asombro sin saber como lo haríamos. Pasé sus brazos detrás de mi cuello y a la orden de «de pié», al tiempo que lo abrazada fuertemente y tiraba de su cuerpo para arriba, igual que había que hacer para sentarlo en la silla de ruedas, se levantó, pero esta vez de un pequeño paso atrás para sentarse, fueron muchos los que hubimos de dar juntos y apretados, hasta llegar al sanitario.

Yo iba con mis piernas abiertas para evitar que él tropezase con mis pies. Para mantenerle rígido, lo apretaba con fuerza de la cintura al tiempo que él se sujetaba ligeramente colgado de mi cuello. Como era casi tan alto como yo, su pecho presionaba sobre el mío, que él trataba de ver sin disimulo por el escote, y su pene quedaba exactamente a la altura de mi sexo. Apenas habíamos dado un par de trémulos pasos cuando comencé a sentir como su fierro comenzaba a endurecerse. Mantuve su cintura sujeta con una mano mientras que con la otra me subí disimuladamente el camisón para favorecer el contacto directo de su ahora horizontal y duro palanca, con mis ardientes muslos y mi babeante crica.

Después, y en vez de sujetarlo por la cintura con ambas manos, le dije que se agarrara bien a mi cuello y utilicé mis manos para agarrarlo ansiosamente del trasero y así poder controlar a mi placer el movimiento de su pelvis, al tiempo que le manoseaba los glúteos golosamente. Era una verga enorme; como jamás soñé que pudiera haberlas; sin duda era el fruto de sus constantes masturbaciones; no les miento, pues el glande se salía completamente por detrás de mis nalgas; así que retiré un momento una mano de su trasero para disfrutar de aquel capullo palpándolo con deleite y hundirlo entre mis nalgas. Era casi tan grande como un durazno, pero suave y viscoso por el flujo con que se había untado al pasar entre los labios de mi empapada vagina. Lo acaricié golosamente antes de separar mis ancas para sujetarlo entre ellas.

Caminábamos despacito al tiempo que yo me frotaba con su tranca y acariciaba su fuerte y suave trasero. Él iba gimiendo de gusto al tiempo que yo caminaba de espaldas. Aflojaba ligeramente mi abrazo para permitirme separar nuestras pelvis, y seguidamente apretarlo fuertemente para provocar el choque de nuestros sexos. Su miembro estaba tan envarado que podría haberme colgado de él si hubiera podido mantenerse en pie firmemente. Ejercía una presión desesperante en mi entrepierna. Tenía mis muslos totalmente chorreando y su falo engrasado para poder penetrar con suavidad por la más angosta abertura.

No podía más, me puse de puntillas y con una mano la deslicé en la entrada de mi cueva, planteé los pies y… ¡o maravilla!, una inmensa masa suave, dura y ardiente me desgarró hasta lo más profundo de las entrañas. Era un inusitado y terrible dolor el que me hizo sentir tan grandiosa invasión, pero extrañamente, lejos de retirarme, lo apreté más y más, como para romperme por dentro. Los dos bramábamos como locos. Me movía ligeramente hacia detrás sintiendo como esa enorme y dura vergota forzaba todas mis entrañas, tanto a lo ancho como a lo largo. Lo restregaba dentro de mí y lo hacía embestirme con rabia, como si mi deseo fuera que me penetrara hasta traspasarme o reventarme.

Algo desfallecida y totalmente empalada, logré llegar al retrete. Giré y lo hice sentar sobre la taza, al tiempo que yo, con toda su verga dentro de mí, caí a horcajadas sobre sus muslos. Me quité totalmente el camisón para que él me sobara, manoseara y chupeteara a placer mis tetas. Daba agudos y prolongados gritos al tiempo que me embestía desde la taza del inodoro. Yo contribuía a robustecer los bestiales golpes que recibían nuestros genitales levantándome hasta dejar menos de la mitad de su verga dentro de mí, para seguidamente, y aprovechando su embestida, darme un sentón con fuerza y hundirla hasta lo más profundo de mi vientre y clavármela hasta la raíz; tal era la locura de ardiente pasión que me provocaban las relaciones incestuosas con mi hermano, que mi raja era un chapoteadero cada vez que esa verga se hundía en mis entrañas.

Debía de sujetar su oscilante cabeza para hacer que su abierta boca abarcase mis negros y turgentes pezones. Le restregaba mis babeadísimos pechos por toda la cara mientras él, con sus convulsivas manos, me agarraba de las nalgas abriéndomelas con saña. Era una locura de placer. Sentí como abría mi apretado ano para meterme hasta dentro tres de sus largos y huesudos dedos. ¿Cómo es que en su situación sabía tanto de esto?… ¿Sería instintivo?…

Sentí que me desgarraba el culo al tiempo que un largo aullido salía de su garganta y un manantial de cálido semen inundaba mi interior. Después de unas cuantas sacudidas, su esperma llegada con profundas y largas arremetidas, hasta lo más profundo de mi chocha; yo quedé abatida sobre él. Su pene, ahora ya blandito, aunque no flácido, permanecía aún muy dentro de mi cuevita. Marcos estaba también desfallecido e inmóvil, sentado en el retrete. Despacito me deslicé hacia detrás al tiempo que disfrutaba mirando y sintiendo como me salía de él. Me dejé caer de rodillas a sus pies y tomando la causa de mi placer; introduje su verga en mi boca para envolverla dulcemente con mis labios, lavarla con mi lengua, y disfrutar de la viscosidad que la envolvía y de la mezcla de olores y sabores que emanaban de ella.

Sentada a sus pies, aunque cansada, quería dar rienda suelta a todas las obscenidades que en tantas ocasiones imaginé, aunque nunca tuvieran nada que ver con la actual situación, pero que por permitirme ahora ser la única directora de estas, mi imaginación se desbordaba con las ideas más lujuriosas y desvergonzadas para reivindicar su realización. Aún sentado en el retrete, puse sus corvas sobre mis hombros y en esta postura incómoda lo animé a que meara para poder verlo desde mi posición. Con una mano sujeté su largo pene para evitar perderme los detalles, con la otra, metida entre sus piernas, separaba un poco más sus nalgas y con un dedo estimulaba su ano, clavándoselo tan hondo como pude.

Cuando hubo cumplido con mis expectativas, lo ayudé a incorporarse para ponerlo sobre el bidé. Ahora él solo se sujetaba de mis pechos. Lo senté de cara a la pared, y enjabonándome bien mis manos, le levé sus bonitas nalgas y su rosáceo ano. Cuando me harté de acariciarlo de las mil formas que se me ocurrieron, y lo penetré repetidamente con cada uno de mis dedos, lo puse de pie, ligeramente inclinado hacia delante y apoyado en la pared. Le abrí con impúdica voluptuosidad sus nalgas y besé y chupé su ano, así como absorbiéndolo con mis labios a modo de ventosa, introducía dentro de él mi afilada lengua para palparlo por dentro y disfrutar del calor y de la viscosidad que existía dentro de él.

Lo hice girar sobre el bidé, y apoyándolo en la pared, era yo quien ahora se sentaba ante él. Tomé con mi mano izquierda su enorme garrote para con ella y mi boca, ordeñarlo cuanto pudiera y saciarme de su cálido semen, al tiempo que metía dentro de su ano el pulgar de mi mano derecha para hacerlo disfrutar por ambas partes. Él gritaba como un animal extraño, al tiempo que con su mano más controlable me tenía agarrada por detrás de la cabeza haciéndome tragar su vergota hasta lo más hondo de mi garganta. Por mi parte, yo le metía mi pulgar al menos cinco centímetros dentro de su recto, pues por las razones que fuesen lo tenía dilatado como si de una buena vagina se tratara.

Nunca disfrute tanto de una bebida. Llenaba mi boca con su semen cálido y lo saboreaba como el mejor de los vinos. Cuando notaba una nueva oleada, lo tragaba degustando el esperma a lo largo de mi garganta, recibiendo así cada una de las eyaculaciones a que generosamente me invitó mi hermanito, pero procurando dejar siempre algo para untar bien mi cara y mis pechos.

Saciada de placer, lavé nuevamente su sudoroso y pringado cuerpo junto con el mío. En brazos lo llevé a la cama y allí, bocarriba e inerte, me tumbé a su lado. Todo aquello debió de ejercer una extraña reacción en su imparable sistema nervioso, pues lo dejó completamente paralizado y sin contorsión alguna. Únicamente sus ojos reflejaban el desconcierto que sentía ante tan agradables e increíbles contactos y visiones. Desnudos el uno junto al otro, ahora yo completamente agotada, me dejaba manosear y babear sin ningún pudor o sensación de asco. Pasaba sus manos por mi cara y mi cuerpo sin dejar resquicio alguno por besuquear y toquetear toscamente. Sobre todo se centraba en mis pezones, mi sexo y mis tremendas nalgas.

Así debimos de pasar más de media hora, hasta que me pude recuperar lo suficiente como para continuar con mis obligaciones. Me levanté aunque antes de hacerlo no pude resistir la tentación y quise gozar otra pizca, por lo que poniéndome a horcajadas sobre la cabeza de mi hermano, me agaché para que él pudiera disfrutar con la vista de mi sexo. No decía nada en absoluto; únicamente movía su cabeza sin sentido. Me agaché y froté mi vulva sobre su cara y boca. Él tomó entre sus labios mis labios internos y los sorbió estirándomelos hasta la saciedad; sentía como se revolvían dentro de su boca entre su lengua, que finalmente sacó y metió dentro de mi vagina.

Fatigada por las sensaciones, me senté prácticamente sobre su cara, y a pesar que mis nalgas quedaban tapándole la nariz, él no tuvo ningún problema para respirar, pues a cada lengüetazo que me daba, yo me retorcía como lombriz. Cuando ya no aguanté más, empecé a derramarme a cántaros y él, ávidamente se tragaba mi flujo. Cuando abrí los ojos recuperándome del avasallador orgasmo, vi su percha insolente que cabeceaba al ritmo de la respiración de su dueño, no lo pensé dos veces y me abalancé sobre su enorme verga para mamársela un poco y lubricarla muy bien; y hecho esto, me levanté para sentar a mi hermano en la cama, apoyándole su espalda en la cabecera y que así pudiera ver todo cuanto hiciera con él.

De pie y de espaldas a su cara, le pasé mis nalgas sobre ella, abriéndomelas para que babosease bien mi ojete, cosa que hizo sin necesidad de que yo se lo indicara. A continuación avancé lo suficiente para estar sobre su vientre. Me puse en cuclillas, siempre mostrándole obscenamente mi tremendo culo, y enderezando su dura macana que le presionaba el vientre con fuerza, lo icé y apunté el glande a mi ano… Al menos tardé cinco minutos en poder cobijar la cabezota de su verga en el interior de mi culo. Me dolía terriblemente, pero al tiempo me volvía loca de placer. Él aullaba muy bajito y por alguna extraña razón no movía ni un solo músculo. Poco a poco, y uniendo mis agudos chillidos de perra en celo a los suyos de placer, me la fui clavando entera en mi adolorido trasero. Me llenaba por completo el intestino, pero una vez acomodada dentro de mis entrañas y con el esfínter suficientemente dilatado, el dolor dejó paso al placer.

Procuraba que mi hermano contemplara como me tenía penetrada y como mis movimientos de sube y baja sacaban y metían su macanota, junto con la piel de mi culo, como si se tratara de un calcetín que enrollas al tobillo. Estuve en esta posición y con estos placenteros meneos hasta que mi hermano se vino dentro de mí. Chorreaba su semen cuando yo subía y su palote salía de mi ano, aunque también servía de lubricante para cada nueva penetración.

Cuando terminó de vaciarse, me saqué la verga del culo, y continué de espaldas a su cara, levanté mi culo delante de ella, y a un palmo de sus espantados ojos, agachada, con mis manos separé mis nalgas cuanto más pude para que mi ojete pudiera estar completamente abierto y visible. Empecé a pujar haciendo un poquito de fuerza, hasta que lentamente descargué sobre su pecho y ante su desconcierto y asombro, unas duras heces que la penetración me había aflojado. Seguí pujando, expulsando uno que otro pedo, mientras me seguía cagando sobre él.

Una vez que la sensación de excretar me había pasado, me volví y bien abierta de piernas, y ante su estupefacta mirada, separé los labios de mi papaya y le dije que si quería beber mi orina abriera la boca. La abrió como una gran olla, acerqué mi vagina a ella y despacito fui orinándome dentro hasta dejarle la boca lo suficientemente llena, pero dándole tiempo a que se lo tragara. Después, con los labios de mi papaya bien abiertos, los froté por sus labios y por toda su cara.

Después de lavarlo y de lavarme, lo vestí con un amplio pantalón de deporte. Yo aún seguía completamente desnuda, lo que a él le mantenía hipnotizado permanentemente. Lo llevé a mi habitación y me estuve vistiendo delante de él para que no se perdiera nada que en su triste, aburrido y solitario futuro pudiera traerle recuerdos variados y maravillosos. Me vestí con una amplia y fresca blusa multicolor que me cubría hasta las caderas, por supuesto que sin brasier ni pantaletas; iba a ponerme la falda, pero como casi nadie visita la casa, deseché la idea.

Ya era mediodía y lo llevé a la cocina para hacer su desayuno. Me puse un delantal de plástico y preparé café con leche y pan de molde frito, con margarina y mermelada. Mientras me movía por la cocina en estos preparativos, Marquitos no aparataba la mirada de mis redondas nalgotas; y cómo la cocina es estrecha y alargada, con frecuencia debía de pasar junto a él y siempre que lo hacía era ofreciéndole mi caliente trasero para que con sus torpes y ávidas manos pudiera manosearlo por unos instantes. Su terrible tolete asomaba obsceno por la pernera izquierda de su corto pantalón de deporte, que con la presión de la erección se le había subido hasta la ingle.

Llevé el desayuno al comedor y después a mi hermano. Lo acerqué bien a la mesa y me senté encima de ella, frente a él, con las piernas bien abiertas y con los pies sobre los apoyabrazos de su silla, de manera que mi vagina y mi culo le quedaran bien visibles y accesibles. Puse su taza de café entre mis piernas y partí en tres tiras cada trozo de pan. Con la cucharilla tomé un buen pedazo de margarina y me la unté entre las nalgas. Era curioso observar las caras que mi hermano ponía tratando de adivinar que nueva sorpresa le deparaba cada momento. Jadeaba y se frotaba la verga con desesperación. Los ojos le giraban desorbitados y babeaba como un poseso sin dejar de realizar movimientos con la cabeza que parecía querer desenroscarse del cuerpo.

Tomé una de las seis tiras del panecillo frito y me la froté por el culo para que quedaran bien untadas de margarina. Luego, con una cucharilla tomé mermelada del tarro, y abriendo con la misma cucharilla mis labios vaginales, dejé caer entre ellos la mermelada, que despacito fue bajando hasta el trozo de pan untado de margarina que previamente tenía en parte dentro de la cuca. Una vez untado este de la mantequilla, de la mermelada, y también del «moquillo» que mi sexo ya había empezado a expeler, le pregunté si le gustaría comérselo así.

Una extraña risa nerviosa llenó su rostro al tiempo que inequívocamente decía un «SI» constante con repetidos asentimientos de su cabeza. Saqué de entre mis labios el pan para mojarlo en la taza de café con leche y despacito lo acerqué a su boca. Parecía un pajarillo cuando sus padres le acercan la comida a su descomunal y desproporcionado pico. Él no piaba con desazón, pero gemía con desesperación con su grandísima boca abierta de par en par. Tomó entera la tira del pan y con una satisfecha sonrisa lo saboreó como es difícil de imaginar. Masticaba con la boca abierta y podía verse como la tostada se convertía en un bolo bien mezclado con la abundante saliva que la lujuria sustituía a la gula.

Una a una, de esta manera se comió todas sus tostadas. Seguidamente lo arrimé con mis pies al borde mismo de la mesa y le ordené que me limpiara con su lengua los restos de mermelada y mantequilla con los que estaban mis partes bien embadurnadas. Me tumbé sobre la mesa y me arrimé tanto a él con los muslos separados, que apenas tenía necesidad de inclinarse para chupetearme cuanto quisiera.

Desde luego que me limpió bien a fondo. Su larga y gorda lengua no dejó resquicio alguno por el que pasar o meterse, y no satisfecho con esto empezó a emitir extraños sonidos al tiempo que metía su lengua en mi trasero. Cada vez eran mas desesperados, así que doble mis piernas hacia detrás y con mis manos separé mis nalgas para que se diera rienda suelta a la libidinosidad que yo pensaba, y lograra meter aún más su lengua dentro de mí; pero lejos de apaciguarse empezó a absorber los bordes de mi culo, que por lo nalgona que soy, era como si tuviera una pequeña varilla entre mis nalgas, y así, conseguía metérmela muy hondo.

Sus carnosos y absorbentes labios, y su agilísima lengua, me tenían no a cien, sino a mil, por las lentas y suaves pasadas que realizaban tanto por el cráter de mi ano como por la profundidad que alcanzaba, y para desahogarme y estimularlo mucho más, no se me ocurrió otra cosa que ponerme en cuatro y abrirme de nalgas frente a su cara, empecé a pujar tratando de hacer del baño, de excretar en esa posición y frente a su cara. Con la fuerza que hacía un sonoro y apestoso pedo salió de mis entrañas para sorprender a mi hermano que intentaba averiguar que nueva trata se me había ocurrido; así que seguí haciendo fuerza de nuevo y una pequeña, pero gruesa y sabrosa pelotilla de mierda salió expulsada de mi culo… Mi idea era hacer que se comiera mi excremento, pero me dio miedo que pudiera enfermarse del estómago y que se terminara nuestra luna de miel.

A lo más que llegó, fue a meterme los dedos de la mano que mejor controlaba en el culo, y sentir como mi esfínter se contraía una y otra vez expulsando mi materia fecal. Con ese fenomenal espectáculo, mi orgasmo cimbró mi cuerpo y él se quedó completamente extasiado, cuando disparó potentes chorros de leche sobre la mesa, y que como gata en celo, lamí con deleite, a pesar que el aroma a mierda inundaba el comedor. Él solo veía como su cerda y perversa hermana, lo complacía con lo que quizá siempre soñó, y de verdad que lo notaba ya cansado.

Retiré la mierda y más relajado como jamás estuvo en su pasada vida, mi hermano me pidió su café con leche con la mirada. Lo bebió y rápidamente se quedó profundamente dormido, debía de estar extenuado. Eran ya cerca de las tres de la tarde y estaba terminando de poner en unos cuencos pequeños el arroz con leche que preparé para después de la comida, cuando nuevamente me sacó del ensimismamiento en que estaba extasiada, uno de esos sonidos guturales que eran propios de Marquitos.

Fui a ver que deseaba y como imaginé, eran ganas de orinar. Me gustaba tener que volver a toquetearlo, me era muy agradable, así como verlo disfrutar con mis escandalosos actos, pero tenía otras cosas que hacer y cada vez que empezaba con él, me ponía tan cachonda y desenfrenada que podía pasarme horas enteras sin otro pensamiento o deseo que no fuera volverlo loco de gusto y caer agotada de mil penetraciones bestiales.

En vez de darle la botella para que orinase, tal y como mi mamá me enseñó, lo llevé en su silla de ruedas al cuarto de baño y allí lo senté en el bidé de la manera acostumbrada. Nada más sentarse, me echó mano a mi pubis por debajo del mandil y me agarró con brío mi rajita mientras con su ya conocida risita balbuceante me daba a saber su agrado. Le retiré la mano diciéndole que eso… sería después de comer. Bajé su pantalón y le dije que orinara en el bidé, pues luego debía de lavarlo para limpiarle la gran cantidad de semen que tenía desperdigado por los muslos.

Cuando terminó, abrí el grifo y lo lavé enjabonándole bien los muslos, el trasero y su enorme longaniza. Manoseé bien su glande; metí mis dedos nuevamente en su trasero y chupé, chupé y chupé esa verga que me había transformado en una puta y marrana cerda, capaz de las peores cochinadas. Eyaculó otra vez, pero ahora dentro de mi boca. Nuevamente me tragué con placer el semen dulzón y denso que sentía estrellarse con fuerza en mi paladar a cada arrebato de delirio.

Completamente desnudos comimos; primero le di a él su comida: pescado frito y arroz con leche. De pié a su lado y con sus dedos hurgando dentro de mi trasero y de mi coño, comió sin rechistar, aunque eso si, manchándose mucho más que de costumbre debido al constante movimiento de su mano izquierda que no cesaba de masturbarse. Cuando yo iba a empezar a comer a su lado, hube de levantarme, pues noté que se iba a correr y no podía evitar la tentación de tragarme tan delicioso néctar blanco y condensado, por lo que me agaché entre sus piernas para meter en mi boca su fascinante cabezota y que volcara toda su crema dentro de mi boca como aperitivo único.

Su abundante explosión inundó mi boca, y con mis labios prietos en la base de la cabeza de su reata para evitar derramar una sola gota, la batí antes de tragármela, con mi lengua aún en la verga, haciendo así mayor su placer, y provocándole de esta forma una enorme catarata de esperma que me supo deliciosa. Comí sin lavarme la boca, sin apartar la mirada de la vergota de mi hermano, y sin dejar de decirle la mayor serie de obscenidades que nunca imaginé que pensaría, y menos aun pronunciaría; y encima se lo estaba diciendo a mi hermanito pequeño. ¡Que barbaridad, pero como disfrutamos!…

Recogí la mesa, y después de arreglar todo aquello un poco, le puse la televisión y me fui a echarme una buena siesta para hacer tranquila la digestión y recuperarme del agotamiento que tenía, tanto físico como mental. Duermo bocabajo y creí estar soñando que me tocaban el trasero, pero un empujón fuerte entre mis nalgas para separarlas me hizo volver a la realidad. Mi susto fue morrocotudo, pues despertarme de manera tan desacostumbrada me sobrecogió. Pero aún me estremeció más el ver que era mi hermano quien estaba junto a mi cama tocándome las nalgas. Nunca había sido capaz de mover su silla de ruedas más de un palmo, pues su falta de coordinación le impedía dar a las ruedas de su silla en un solo sentido, por lo que tanto daba hacia atrás como para delante; a la rueda izquierda o a la derecha.

Su enorme deseo de sexo lo impulsó a cruzar la sala, llena de muebles, y a través del pasillo lograr llegar a mi dormitorio y ponerse junto a mi cama para tocarme. Parecía increíble el poder del sexo. Pienso que si hubiera permanecido unos días en casa, habría llegado a lograr que se metiera solo en mi cama.

Me agradaba despertarme con caricias cargadas de deseo. Me arrimé al borde de la cama para facilitarle sus manoseos y caricias. Estaba obsesionado con mi tremendo culo de nalgas apetitosas, pues me agarraba fuertemente de uno de los tobillos para separarlos y poder ver entre ellos. Llevé mis manos para detrás y yo misma me abrí de nalgas para facilitarle su labor. Después de un breve momento en el que intentó alocadamente meter sus dedos tanto por mi culo como por mi vagina, dio un fuerte gruñido de impotencia y se abalanzó sobre mi culo. Casi se cae de la silla si no llega a aferrarse a mis muslos.

Nunca había manipulado las ruedas de su silla, ni nunca había separado su espalda del respaldo sin ayuda. En una sola tarde ya había realizado dos cosas que creíamos imposibles. Temí que se fuera al suelo definitivamente, por lo que opté por sujetarlo como pude y bajándome de la cama, le metí mi mano por detrás, entre sus muslos, y de un fuerte empujón lo subí a mi cama. Lo acosté bocabajo y lo coloqué hacia la mitad inferior de la cama a fin de que tuviera mi trasero muy a su alcance. Yo también me tumbé bocabajo y me desplacé debajo de él, de manera que su cara estuviera justo entre mis separadas nalgotas.

Durante cerca de una hora estuve disfrutando de sus incansables manoseos y chupeteos. Todo mi trasero estaba enrojecido de mordidas e inundado de babas. Me sobaba el culo con gula y desvergüenza, disfrutando como nunca vi disfrutar a nadie con nada. Metía su lengua, sus dedos, sus ojos, su barbilla, sus orejas o su nariz, allá donde le placía. Restregaba su frente y su naricita tanto en lo carnoso de mis nalgas como en mi abierta y lubricada vulva. Absorbía la prominencia de mi abultado ojete o los labios de mi sexo, para meter dentro su lengua y lamerme bien profundo. Yo disfrutaba y me venía y él sorbía todo mi néctar.

Cogimos toda la tarde y buena parte de la noche. Me lamió el cuerpo entero repetidas veces. O más bien, le pasé repetidamente mi cuerpo por delante de su cara y de su boca para que me lo chupara. Me puse bocarriba, debajo de él, para que me la metiera al tiempo que me mamaba las tetas. Bocabajo para que me diera por el culo. Me cogió de lado, aunque aquí si que me costó un triunfo, y solo gracias al gran tamaño de la verga conseguía meterla por detrás sin que me la sacara demasiadas veces. No sé decir cuantas veces lo hicimos ni cuantas veces nos vaciamos, pero debieron de ser tantas que el agotamiento nos sirvió para tener el más largo y reparador de los sueños, pues pasaba del mediodía cuando desperté al día siguiente.

Después de comer, llamé al hospital para preguntar por mi madre. Hablé con ella y me dijo que llegaría a media tarde, por lo tanto apenas nos quedaban unas pocas horas para disfrutar.

Silvia Mendoza

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