Jamás me esperaba formar este tipo de amistad, pero tenemos tanta piel que no podemos dejar de follar cada vez que nos vemos

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Habían transcurrido unas tres o cuatro semanas, casi un mes desde mi traumática experiencia en casa de Carlos, pero ese tiempo no había sido suficiente para que mi maltrecho ano se recuperase del todo. Cada día, al palparlo para aplicar la crema que me habían prescrito, lo encontraba anormalmente dilatado, incluso en ocasiones, al sentarme, una punzada de dolor me obligaba a buscar una posición más cómoda.

Pero el hecho de que el ex legionario me hubiese vendido a sus hijos y dos amigos de estos como juguete sexual no sólo me había destrozado física, sino también, y sobre todo, moralmente. Después de acudir a urgencias y tener que confesar, tras muchos rodeos, cuál era la causa que me había llevado allí, pensé que había tocado fondo. Mientras el enfermero en prácticas se aguantaba la risa, la doctora me miraba con desprecio mal disimulado. Tener que separar las nalgas para mostrarles a ambos mi desgarro anal fue la humillación definitiva.

Aquella mañana de sábado mi mujer y yo habíamos ido a un centro comercial próximo a casa para hacer la compra semanal y, ya de paso, intentar dar con un regalo para el cumpleaños de Sara, que estaba a la vuelta de la esquina. Tras cargar el maletero del coche con bolsas repletas de víveres, mientras Mayte se dispuso a recorrer todas las tiendas de ropa en busca de la prenda o complemento perfectos para Sara, yo aproveché para agenciarme el Marca y sentarme en un bar con la única compañía de una cerveza helada. Estaba totalmente absorto en la lectura, alucinado con el estratosférico sueldo del último fichaje del Madrid, cuando alguien a mis espaldas me tocó el hombro, sacándome de mi ensimismamiento.

Al girarme, deseé que me tragase la tierra allí mismo. Era el rastafari amigo de los gemelos de Carlos. El mismo que, al principio, me había parecido tímido y hasta amable, pero que poco después se había transformado en un animal en celo, tan poco piadoso como sus colegas.

-¡Hey, tronco! ¿Cómo estás? -me saludó amigablemente, con un apretón de manos.

Me quedé paralizado. Simplemente no supe qué contestar a un veinteañero que había visto cómo me entregaba a él y sus amiguitos por 10 míseros euros sin apenas oponer resistencia.

-Oye, que el otro día nos abrimos a toda hostia de la kely de Fran y Sergio y me supo mal lo de… Bueno, ya sabes.

-No-no pasa nada -acerté a balbucear.

-¿Cómo que no, tío?

Y luego tuvo el buen gusto de bajar la voz.

-Íbamos mazo de pasados entre las birras y los petas y con el calentón se nos fue demasiado la bola. Sobre todo a David.

David, el chaval obeso con gafas. Tragué saliva intentando ahuyentar la imagen de la bestia parda que me había roto el ojal.

-¿Cómo tienes…?

-Está todo bien -le corté, anticipándome al final de su pregunta.

-¿Seguro, tío? Lo flipamos cuando te quedaste KO y bueno, ya sabes cómo se te quedó…

-Por favor, Pol… Te llamas así, ¿verdad? Escucha, mi mujer está por aquí también. Preferiría que no nos viera hablando. Lo entiendes, ¿no? Estoy bien, de veras.

-Vale, vale, tronco, ya lo pillo… Me abro ya -concedió al fin, probablemente al ver mi frente perlada de sudor-, pero antes te voy a pasar mi número, OK?

Nada más decir esto, cogió mi teléfono móvil de la mesa, y tecleó con pulgares veloces para hacerse una llamada perdida. Le dejé actuar sin decir nada ni tratar de impedírselo, hasta que volvió a plantar el móvil al lado de mi Mahou.

-Bueno, tío, pues te dejo a tu rollo. Llámame un día de estos, ¿eh?

Antes de marcharse, se acercó para darme un abrazo rápido, a la vez que me regalaba un considerable tufo a sudor. ¡Menudo olor intenso! ¿Pero es que nunca se duchaba? Valiente guarro estaba hecho el hippy aquel… Pero he de reconocer que, contra toda lógica, el chaval, a pesar de su desaliño y su descaro, me causaba cierta simpatía, quizá porque era el único (y esto incluía a Carlos) que se había preocupado por mi estado.

Decidí regresar a la lectura del Marca para templar los nervios. Conociendo a mi mujer, calculaba que aún le quedaría un buen rato entre trapitos, lo cual me vendría bien para relajarme. Sin embargo, al poco rato el pitido del móvil volvió a distraerme. En la pantalla apareció el aviso de un whatsapp de un número que no tenía grabado en la memoria, aunque enseguida supuse de quién se trataba. Durante unos segundos dudé si bajar la pestaña para leerlo o no, pero la curiosidad me venció.

Se trataba de una foto de Pol… ¡y qué foto! Su verga, larga y pendulona sobre un par de huevos hirsutos, me saludaba. En seguida me llegó otro mensaje, esta vez de texto: «La kieres?»

Tapé con la mano el lateral visible de la pantalla del móvil y volví a mirar a la foto para ampliarla. Mi cuerpo reaccionó instintivamente al recordar en su plenitud ese capullo que en la imagen aún permanecía cubierto por pellejo. Aquella vez Pol me había mostrado el requesón adherido a él con total naturalidad y, haciendo gala de un vicio que me sorprendió en alguien tan joven, me lo dio a degustar.

«En los aseos ke tienes detras tuya. Puerta dl fondo».

De inmediato sentí cómo mi entrepierna crecía bajo mi pantalón. A mi mente volvieron los efluvios y sabores de aquel dormitorio de adolescentes salidos, lo cual no ayudó para nada a calmar mi erección, más bien lo contrario.

«Te animas o ke?»

Desde el punto de vista racional, aquello no tenía sentido alguno. No debería excitarme de aquella manera al rememorar mi violación porque eso era lo que había sido. Los cabrones de los gemelos pelirrojos conchabados con su padre, el hijo de perra mayor, para ponerme precio. El rastas de Pol sacando su lado más salvaje conmigo y el cuerpo orondo y sudoroso de David tendido sobre mi espalda mientras me forzaba hasta vaciarse dentro de mí.

No, no debería excitarme y, sin embargo, daba la impresión de que toda mi sangre se estaba concentrando en aquel momento en cierta parte de mi anatomía. Creo que tal cúmulo me afectó a la cordura porque acabé contestando a Pol con un rotundo y ansioso: «Voy».

Sin pensarlo más, me decidí a pagar la cerveza directamente en la barra, dejando algo de propina por no esperar el cambio. Cubriendo con el periódico mi notoria erección, enfilé el paso hacia los aseos.

Di gracias al cielo por que en aquel momento el servicio de caballeros no estuviese muy concurrido. Apenas un par de tíos usando los urinarios de pared y dos de los seis cubículos cerrados. El último, que era el que me interesaba a mí, permanecía al fondo con la puerta ligeramente entornada, tal como Pol me había indicado.

El rastas me esperaba sentado sobre la tapadera del inodoro, con la camiseta enrollada detrás de su cuello, los pantalones por las rodillas y las piernas bien abiertas. No me detuve a contemplar su desnudez, sino que eché rápidamente el pestillo de la cerradura tras de mí y, al volver a mirarlo, me vi atrapado en un morreo en toda regla. Estuvimos así un par de minutos, jugando lascivamente con nuestras lenguas, intercambiando nuestras salivas entre chasquidos, hasta que mi estúpida conciencia me hizo apartar y susurrarle:

–Espera, Pol… Podría ser tu padre…

-¿Crees que mi padre me la pone tan dura? -me contestó con una sonrisa de medio lado, invitándome a descender la vista a su entrepierna.

Contemplar aquellos 20 centímetros de carne dura y venosa me encendió aún más. El chaval olía a tigre, pero calzaba como un actor porno. Por si la visión de su falo desproporcionado no bastara para excitarme y quitarme los remilgos, Pol acercó su boca a mi oreja:

-¿Por qué no bajas y la ves más de cerca?

En cuanto me puse de rodillas, una bofetada sacudió mi pituitaria. El muy cabrón me ofrecía otra vez una polla con restos blanquecinos alrededor de todo el capullo y su mano en mi nuca me indicaba el siguiente paso. En esta ocasión mi ardor interno era tan grande que no me hice de rogar. Haciendo de tripas corazón, me decidí a procurarle una limpieza de sable de campeonato. Mientras me acostumbraba al penetrante olor y a ese sabor tan fuerte, la imagen de Carlos regresó a mi cabeza. ¿Qué diría si pudiera verme en ese momento mamándosela a otro tío con tanta dedicación y esmero, sobre todo sabiendo que era la primera vez que lo hacía por mi cuenta? Además, a juzgar por la expresión de Pol, quien no paraba de morderse el labio inferior para ahogar sus gemidos, no lo estaba haciendo nada, nada mal. ¿Sería capaz de llevarlo al éxtasis con mis labios y mi lengua, trabajándole concienzudamente esos genitales que cada vez me parecían menos apestosos?

Pero mi nuevo amigo tenía planes diferentes para mí. Me sacó los testículos de la boca, me levantó hasta ponerme a su altura y me anunció con firmeza que me iba a hacer lo que se le quedó pendiente en la habitación de los gemelos.

¡Joder! No llevaba ningún condón encima e imaginaba que él tampoco, pero… ¿cómo negarme a estas alturas? En nuestro primer encuentro, ese chico me había puesto a lamerle los pies, me había ahogado con su polla roñosa y, para acabar, me había utilizado de váter humano para descargar su vejiga. No llegó a follarme, pero ahora estaba dispuesto a rematar la faena. Y desde luego no iba a ser yo quien le pusiera trabas. Así se lo hice saber desabrochando mi cinturón y quedando desnudo de cintura para abajo.

Pol se escupió en la mano y, mientras me daba un nuevo morreo bien húmedo, me extendió la saliva por la raja hasta el agujero de mi culo, donde se regodeó a sus anchas. Sólo entonces recordé cuánto me molestaba aún esa zona por culpa de su colega David y dudé de estar preparado para recibir otra embestida por detrás… No obstante, me limité a hacer lo que Carlos habría esperado de un perro sumiso como yo: callar, darme la vuelta y arquear la espalda para facilitarle a Pol la penetración.

Cuando creyó que ya me había lubricado lo suficiente, Pol empezó a introducir su miembro. Yo lo sentí como un puñal ardiente y a punto estuve de gritar, pero el chico me leyó el pensamiento y colocó su mano derecha presionando mis labios. Luego empujó lento, con una delicadeza que no esperaba y, para que terminase de relajarme, con la mano izquierda rodeó mi polla. De inmediato sentí una súbita descarga eléctrica. Solo mucho después me daría cuenta de que era el primer hombre que me tocaba de ese modo. Pol me masturbaba suavemente contra los azulejos y, como contrapartida, mi ano le iba haciendo un hueco cada vez mayor.

De esa forma, no tardé en engullir la enormidad de su falo. Enseguida empezaron los empellones, que me hicieron mordisquear la mano que tapaba mi boca para acallar mis propios gemidos. Para colmo, Pol no dejaba de espolearme:

-Cómo tragas, zorra.

-Te voy a dejar el culo hecho un bebedero de patos…

-Cuando acabe no va a reconocerte el ojete ni tu puta madre.

Aquellas rápidas embestidas, con seguridad, no eran nada recomendables para mi ano inexperto, pero ya era tarde para detenerlo.

Cuando se cansó de follarme en esa postura, muslos contra muslos, su pecho sudoroso empapando mi espalda, me la sacó y me hizo sentarme sobre el váter, tenderme hacia atrás y preparar mi grupa para otra de sus entradas triunfales. De esta forma, con mis piernas sobre sus hombros y mi culo levantado, me la volvió a meter y prosiguió la cabalgada. A cada nuevo empujón de caderas, cada vez más seco y profundo, podía ver sus rastas moverse de forma sensual y sus ojos ardiendo de deseo o morbo. Dios, cómo jodía el maldito crío… Si seguía presionando así, iban a entrarme hasta sus huevos.

-¿Quieres que pare? -preguntó, al verme una expresión de sufrimiento contenido.

-Ni se te ocurra, cabrón. Si me la sacas ahora, te mato.

Mi propia voz me sonó como la de un extraño, un hombre de cierta edad salido y completamente desbocado. Mi amigo se limitó a sonreír con una pizca de malicia y a seguir con aquel metesaca que parecía no tener fin…

Pero sí que lo tuvo y fue uno de los grandes. Justo cuando iba a correrme sin apenas ayuda manual, Pol me pajeó con más fuerza y acabé eyaculando en tres chorros espesos que impregnaron mi pubis. Lamí mi propia leche en los dedos salados de Pol hasta que no quedó ni rastro. Luego suspiré, agotado y feliz, sin olvidar que ahora le tocaba a él. Al verle retorcerse de placer, entendí que le quedaba muy poco.

-¿Dónde la quieres?

-Tú decides -contesté sin pensar.

Creí que no iba a aguantar y que acabaría vaciándose entre las paredes de mi ano, pero en lugar de eso, en el último momento, dejó mi ojete huérfano y palpitante para soltar uno, dos, tres, cuatro y hasta cinco trallazos de leche ardiente en mi cara. La lefa me cruzó todo el rostro, me pringó la frente, las cejas y la barbilla. Unas gotas densas cayeron sobre mi camisa y me apresuré a hacerlas desaparecer con papel antes de limpiarme la cara.

Cuando nos recompusimos, convinimos en que saldría él primero del cubículo y, un par de minutos después, yo haría lo propio.

-Me ha gustado verte, Pol -dije al despedirnos.

-A mí también. ¡Me has dejao seco, cabrón!

-Te lo debía, ¿no? -dije, guiñando un ojo, aludiendo a su estreno en mi culo.

-Eso es. Ya te tengo marcado -contestó, divertido, y yo reparé en que, efectivamente, saldría de aquellos aseos públicos apestando a su sudor y a su semen.

Antes de abandonar los servicios, me lavé bien la cara y las manos, me enjuagué la boca y refresqué mi frente y mi nuca. Después de un rápido examen a mi indumentaria, me marché de allí, confiando en que nadie hubiese oído ni notado nada raro, pues habíamos sido muy precavidos en nuestros movimientos.

Escogí otro bar de la zona de restauración, resuelto a seguir fingiendo que aquella era una mañana de sábado monótona como cualquier otra. Pronto Mayte se reuniría conmigo y yo haría como si nada hubiera pasado, alabando el buen gusto en la elección del vestido de Sara, y conduciendo de vuelta a casa mientras hablábamos de cualquier nimiedad. Cualquier cosa bastaría para ocultar mis deseos más profundos e íntimos, como las ganas que tenía de volver a deslechar, con mi boca y mi culo, a ese ejemplar de macho asilvestrado. Al fin y al cabo, como Carlos me hizo saber, mi mujer también tenía mucho que callar, quizá más de lo que yo pensaba…

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