Joven de 19 años somete a su profesor de 49 ¡Le obliga a TODO!

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Ese día entré a mi cátedra de historia, como era habitual. Soy profesor y doy clases a jóvenes estudiantes en la Universidad Central de Venezuela, de Caracas. Era la primera lección del semestre y como es habitual lo empleamos para conocernos. Ellos estudiaban medicina y yo les enseñaba tópicos sobre la historia de la salud pública. En general, constituía un buen grupo de muchachos, exigentes, cultos, y se podía prever un buen nivel de debate.

            Comparto mi actividad docente con la investigación histórica, especialmente sobre la era de la democracia civil en nuestro país. Los chicos casi siempre respetaban mis puntos de vista, confianza que era consecuencia de una reputación bien ganada a través de los años de dedicación a esta profesión.

            Aquella homogeneidad fue rota por un alumno que desafiaba en tono soez lo planteamientos hechos por mí y la mayoría de los componentes de la cátedra. Inmediatamente puse mi atención en él. Busqué sus datos en la hoja de los asistentes y lo ubiqué por la fotografía, ya que no recordaba la totalidad de los nombres. Se llamaba Roger, tenía 19 años y era un chico mulato, ojos cafés, cabello algo ensortijado y usaba barba sin bigotes. Debía medir alrededor de 1,80 y su presencia física era intimidante, ya que, aunado a su altura, poseía una contextura robusta, con algo de barriga y grandes pies.

            A pesar de mis bases éticas, que me producían disensiones internas, ya que debía juzgarlo con perspectiva profesional, atrajo mi atención más allá del mero hecho educativo. Trataba de no hacerlo, sin embargo, era inútil, mis pensamientos seguían centrados en él, aún fuera de clases.

            La razón principal de sus discrepancias era la visión que él poseía sobre el general Marcos Pérez Jiménez, quien gobernó el país entre 1952 y 1958 en manera dictatorial. Nuestras apreciaciones eran muy diferentes, como defensor que soy del período democrático, el cual surgió después de su derrocamiento. Pero la evidencia demostraría que había algo más que divergencias.

            Un día, apenas finalizada la clase, el chico en cuestión se acercó a mí con mucha determinación y me dijo sin más:

– Te espero en el restaurante que está cerca de las piscinas.

            Con el mismo denuedo se alejó y mi primera impresión fue pensar “¿qué se habrá creído este insolente?” Sin embargo, aquel incidente trivial me puso a pensar sobre si debía ir o no a su encuentro. La razón me decía que no debía ir, que debía mantener la distancia, pero la emoción me impulsaba a hacerle caso, ¿ir a no ir? parafraseando a Shakespeare.

            No disponía de mucho tiempo para pesar, el muchacho había tomado el camino para ir al lugar indicado y si deseaba encontrarme con él tendría que decidir rápidamente. Total, nada extraño debería pasar; siendo yo el profesor y él el alumno podría mantener en todo momento el control, o al menos con esa convicción me dispuse a ir.

Llegué al restaurante sin dar la impresión ir de carrera, pedí el almuerzo en la barra, me senté en un área poco concurrida y empecé a comer. Sentía que la vista me delataba, pues miraba a todos lados tratando de ubicarlo. Al poco rato él se acercó, aprovechando que yo estaba solo. 

– Aquí está el profe anti Pérez Jiménez -dijo en tono burlón-.

– ¿Qué te pasa muchacho?

– Sí, soy un muchacho, pero te tengo de cabeza.

– Estás loco, ¿por qué dices eso?

– No creas que no me he dado cuenta de tus miradas furtivas hacía mí en clases.

            Dicho esto, mi cuerpo, por causas psicosomáticas, me jugó una mala pasada, empecé a sudar y mi rostro enrojeció.

– ¿Ves lo que te digo? Mi presencia te tiene nervioso.

– Sigo pensando que estás loco -pero mi apariencia física me jugaba malas pasadas y eso se notaba a leguas-

– Yo sé que tú gustas de mí y vengo a proponerte algo.        

– No me interesa lo que vayas a decirme -nuevamente mi figura exterior no concordaba con mis palabras-

– Como sé que lo que voy a decirte te encantará, seguiré. Quiero que tengamos una relación más allá de lo estrictamente académico, algo secreto, sólo lo sabremos tú y yo.

– No, no deseo eso, ni nada que no sea la relación profesor-estudiante.

– ¡Ja ja ja! ¿por qué será que no te creo?      

– Retírate, por favor   

– No me iré de aquí sin lograr mi propósito.

– ¿Qué es lo que quieres decirme?

– ¡Ajá!, así me gusta, vamos avanzando.

– Sólo quiero saber qué es lo quieres decirme.

– Sí claro, y yo te creí.

– Habla y lárgate.

– Haré las cosas a mi manera perra.

            Esa expresión me terminó de descolocar, me había llamado “perra” un chico apenas terminando la adolescencia, pero dio en el clavo, estaba más deseoso que indignado y eso lo mostraba sin lugar a dudas. Terminé por callar y él continuó

– ¿Te extraña que te diga lo que eres?

– Yo no soy ninguna perra…

– Claro que lo eres, una perra sumisa.

– Nadie nunca me había dicho algo así

– Y te gusta, ¿cierto?

– Pues yo…

– Te tengo en el punto que deseaba -y en su rostro se dibujó una amplia sonrisa-.

– ¿Dónde vives puta? 

– En un apartamento al este de la ciudad.

– ¿Solo o acompañado?

– Solo.

– No, las cosas no son así. De ahora en adelante, cada vez que hables deberás terminar con las palabras “amo”, “señor”, “dueño” o “maestro”.

– ¿Qué?

– Sabes que lo deseas, pero si te niegas tendré que castigarte, de aquí en adelante, quien enseña aquí soy yo.

– Pero es que yo…

– ¡Maldita sea perra, termina todo como te dije! ¿o quieres que te haga pasar una pena acá mismo? ¡Habla!

– Sí…señor.

– Bien, bien, avanzamos, pero te quiero decidida, sin dudas.

– Sí señor.

– Eres una buena sumisa, yo te voy a enseñar como deberás comportarte conmigo. En principio, todo será secreto, así que tranquila. Harás todo cuánto te diga, pero este es el momento de pactar tus límites, después no tendrás otra oportunidad y yo decidiré si me conviene.

            Se había acercado más a mi silla y su mirada color café penetraba sin miramientos mi mente. Sin duda tenía la situación totalmente controlada.  

– Bueno yo…

– Me decepcionas, habla rápido, antes que me aburra y me marche.

– Yo no tolero el dolor fuerte -dudé un poco, pero luego terminé con el término “amo”.

– Pensé que se te había olvidado o te era incómodo llamarme como debes hacerlo. ¡Estúpida!, defíneme eso de dolor fuerte.

– No me gusta la penetración anal, ni nada que conlleve a un dolor fuerte.

 – Bien, respetaré eso puta, total, no me interesa, tengo castigos corporales que nada tienen que ver con la penetración, pero que, aun no siendo tan dolorosos, son molestos. Qué bueno es saber de medicina, ja ja ja.

            Se burlaba de mí a placer. Me pidió mi número telefónico y mi dirección y se marchó abruptamente, dejándome con más ganas de él.

             Por teléfono comenzó a escribirme casi instantáneamente través del WhatsApp. Me exigió que le dijera todas mis fantasías sexuales. Yo le confesé mi delirio sobre el fetichismo: lamer pies sudados, calcetines y calzados, especialmente botas. Entonces me envió una foto de las suyas, de color cuero. Ese detalle me encantó, pues, siempre lo había visto usando zapatos deportivos, los cuales también le quedaban muy bien. Le pregunté cuánto calzaba, me dijo que 45 (11 ½ en talla americana de varones) y casi me vuelvo loco de placer. Me ordenó que continuara, que le contara todo. Seguí diciéndole que me encantaba lamer axilas sudadas y a él también le gustó. Luego le dije que me volvía loco el vello axilar y el púbico, enviándome sendas fotos de su pene y axilas muy velludas. Su pene estaba erecto y se notaba el líquido seminal en el mismo. Parecía hecho para mí y yo quería hacer lo propio con él. Continué contándole que me encantaba el cuero negro en todas sus presentaciones de vestimenta y calzado, incluso guantes, máscaras y antifaces. Su dominio sobre mí comenzó a crecer a través de la información que le brindé y de sus conocimientos en materia de dominación, fetichismo y un tema que me aterraba, el sadomasoquismo.

– Puta, quiero que te metas un hielo en el culo y mientras me envíes una nota de voz.

Lo hice sin dudar, pero con temor de las consecuencias. El hielo me molestó mucho en el ano por el ardor que me causaba. Seguía sus órdenes aun no estando en su presencia porque me encantaban sus humillaciones y máxime, porque él era un chico y yo un maduro, además defensor de Marcos Pérez Jiménez. No podía haber mayor placer. Me ordenaba hacer videos y fotos de mis partes íntimas, mientras me enviaba notas de voz muy duras. Me traba siempre en género femenino y eso me llevaba al éxtasis.  

Tuve que reconocer que mis conocimientos de lo que debía ser un esclavo eran muy deficientes, mi amo me castigaba constantemente con la penetración del hielo. Ante tales circunstancias me prohibió masturbarme hasta nuevo aviso. Eso me golpeó mucho, pues, al no tener pareja, era la única manera de descargarme y más grave fue porque él me calentaba como nunca nadie lo había hecho.

Entre las órdenes me dijo que debía hacerme fotos íntimas todos los días, antes de dormir y al amanecer. Al día siguiente me reclamó que no le haya enviados los nudes de dormir. Grave error mío, involuntario, pero error al fin. Aquello me costó un castigo peor: introducirme de nuevo un hielo por el culo y, al mismo tiempo, verterme cera de vela en los testículos, mientras le reportaba mis quejidos vía telefónica. Esos sonidos estimularon mucho a mi amo, quien me ordenó pellizcarme los pezones lo más fuerte que pudiera y luego aplicarme hielo, con el consabido reporte oral por teléfono. La tecnología fue nuestra aliada esos días.

Nos volvimos a encontrar en clase días después. No podía verle a los ojos por la sumisión que había creado en mí. Era su conejillo de indias, al cual aplicaba técnicas dignas de Pavlov, condicionamiento operante para acostumbrarme a su dominio, usando una y otra vez humillación y dolor físico. 

Sus ojos se clavaban en mí cuando daba las explicaciones y automáticamente bajaba la cabeza o miraba a otro lado. Nuestro pacto era actuar normalmente en público, pero a mí se me dificultaba. Él, por el contrario, se notaba muy tranquilo (y a gusto) con esa situación.  

Al terminar la clase salí rápidamente, no sabía que me pasaba, tenía miedo, no estaba seguro de cómo debía reaccionar. Fui a un baño y él me siguió a cierta distancia, yo no me percaté de ello hasta poco después de entrar. Solo había un estudiante más aparte de nosotros, pues no era muy concurrido. Cuando aquel salió se dirigió a mí sin dudar.

– ¡Perra!, quítate el calzoncillo y me lo muestras al salir. Te estaré esperando en el comedor de aquí cerca.

            No me dio tiempo de contestar, salió sin decir otra palabra. En verdad sabía hacer bien su trabajo. Además, me volvió el alma al cuerpo, ya que no estaba seguro cómo sería su actuación en público luego de nuestros encuentros telefónicos. Entré a uno de los cubículos y me despojé lo más rápido posible de mi ropa interior. Tenía el corazón a mil y sudaba copiosamente. ¿Cómo evitar que se dieran cuenta de lo que estaba sintiendo? Puse el calzón en mi maletín y salí.

En el cafetín estaba él, sentado, solo, con su gran figura que me causaba tanta intimidación.

– Quiero ver tu calzoncillo perra sumisa.

– Sí mi amo.

Dicho esto, se lo intenté mostrar por debajo de la mesa y me dijo:

– ¡Ponlo encima de la mesa idiota!

            Con toda la vergüenza de la que era capaz de sentir así lo hice y él me contestó con sorna:

– Qué bonitos estos calzones profesor, ¿en cuánto los vende?

Su capacidad de llevarme al límite del miedo y el éxtasis parecía no tener fin. Afortunadamente, los calzones eran nuevos y simulaban ser sin estrenar.

– Hoy estás de suerte, tengo tres días sin cambiarme los calcetines y huelen muy bien, las feromonas te gustarán mucho. ¡Quítame las botas y los calcetines puta!

            De nuevo se me aceleraron la respiración y los latidos. No sabía qué hacer. Mi amo repitió la orden con una mirada amenazante y palabras de futuro castigo, así cumpliera sus órdenes. Sin duda, lo mejor era obedecer. De repente, razoné mejor, le pedí que pusiera sus pies en mis piernas, ocultando la acción siguiente a través del mantel, que fungía como barrera visual. Mi amo sonrió burlonamente, sabía que me tenía en sus manos y eso le daba satisfacción, pero también el hecho que esta vez había resuelto yo la manera cómo debía cumplir su orden sin despertar sospechas.

            Mi dueño elevó sus piernas en manera subrepticia y bien pronto sus enormes pies, calzados con las botas que tanto me gustaban, estaban sobre mis piernas, sentado él en la parte de la mesa que estaba a mi costado derecho. Con su mirada y sus manos me indicó que hiciera la operación con calma, que disfrutara del momento. Efectivamente, así lo hice. Pasé mis manos por sus botas y acaricié su cuero, algo gastado, cosa que me encantó. Luego desaté sus trenzas y las aflojé. Sentía que me miraban, pero era mi imaginación, había demasiada gente allí para centrar la atención en nosotros. Cuando logré quitar su bota derecha quedé impregnado por el fuerte olor a sudor que despedía. Dios, ¿qué me estaba pasando?

            Quité su calcetín y le coloqué rápidamente su bota. Luego repetí el mismo procedimiento con el pie izquierdo. Al final, tenía ambas piezas en mi mano y las metí en mis bolsillos para esconderlas.

– ¿Te gusta todo esto, ¿cierto?

– Si mi amo.

– ¿Cuánto?

– Mucho mi señor.

 – Muy bien, estás aprendiendo mi perra, sin embargo, sabes que te ganaste otro castigo por tus dudas con el calzón.

– Sí mi maestro. 

– Bien, pero si estás disfrutando de mis calcetines imagina cuando pruebes mis pies, axilas y pene, tengo dos días que no me baño.

– ¡Dios mío!

– Nos veremos esta noche en tu apartamento perra, ahora te someteré en tu casa. Te avisaré sitio y hora para que me vayas a buscar.

            Apenas dijo eso se levantó velozmente y se fue. Yo quedé muy excitado y humillado, pensando en lo que sería mi futuro de aquí en lo adelante y con una mirada al cielo, representando el éxtasis que sentía, me levanté a espera las nuevas indicaciones de mi dictador.

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