Jovencita de 19 quiere calentar a su profesora de Literatura

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Para no restarle importancia a ella, la verdadera protagonista del relato, diré muy poco sobre mí. Me llamo Luis y soy doctor en Literatura, tengo treinta y siete años, aunque esto ocurrió cuando yo tenía treinta y cinco. Soy un hombre alto, moreno y no muy guapo. Pese a no ser muy agraciado, siempre he gozado de cierto éxito entre mis alumnas, sobre todo entre aquellas que buscan una figura paterna y que se dejan seducir por el saber y la cultura en un hombre que les saca más de quince años. Yo, que les daba largas charlas sobre Cortázar, Onetti y Sabato, mantenía cierto influjo entre algunas de mis alumnas, aunque probablemente a la mayoría les parecía un pedante. Diré que mi timidez me impidió siempre dar pie a relación alguna con ellas, pero María consiguió llegar más lejos.

María era alta, preciosa de cara -labios gordos, ojazos verdes de gata, facciones perfectas-, tenía muy buen pecho -no eran descomunales, pero eran unas tetas grandes y estaban MUY bien puestas- y tenía buen trasero. La única pega, si es que en realidad lo es, es que era un pelín ancha de caderas, lo cual aventuraba que su cuerpo se iría estropeando en la próxima década. María vestía siempre muy elegante, y por supuesto atractiva. Además, era una muchacha culta y que seguía con devoción mis clases de Literatura. Era buena estudiante, aunque desde luego no era brillante. Un tanto estirada y de familia aocmodada, era probablemente la chica más envidiada de la clase por el conjunto de sus atributos físicos y personales. Era la representante de curso entre el alumnado y también estaba en un par de grupos estudiantiles sin afiliación política. María, por decir lo anterior en pocas palabras, era un polvazo de diecinueve años.

En mis clases se sentaba siempre en primera fila, intervenía a menudo y, con cierta frecuencia, se acercaba al final de la clase a mi mesa a preguntarme alguna cosa. Al cabo de unas semanas de curso, yo empecé a fantasear con que ella se sentía atraída por mí (entraba en su instagram y me la pelaba a su salud casi siempre que me tocaba darle clases a su curso), pero al cabo de un par de meses aquella perspectiva empezó a parecer algo más que la ensoñación de un profesor salido. Todo fue más claro cuando María empezó a acudir regularmente a mi despacho, dentro y fuera de hora de tutorías, a pedirme que le recomendase lecturas. Yo le dejaba los libros -tengo una modesta biblioteca de cerca de 2000 títulos-, y unos días después me los iba devolviendo y venía a comentarlos conmigo. Siempre marcando las distancias, se mostraba cada vez más cercana y coqueta. Cada vez que estaba con ella media hora en mi despacho tenía que irme directo al baño cuando ella se iba, y por supuesto debía evitar levantarme de detrás de mi escritorio en su presencia, pues mi sempiterna erección me delataría. A menudo María me había sugerido ir a comentar las lecturas a la cafetería, algo por otra parte no del todo extraño en nuestra facultad; pero yo me sentía cohibido y siempre declinaba su propuesta.

Las semanas se sucedieron, y al fin ella dio dos pasos que resultaron ser clave para que yo viese claras sus intenciones. En primer lugar, con la excusa de que su grupo estudiantil organizaba un seminario, se empeñó en que yo fuese como orador. Yo, consciente de que para muchos de sus compañeros no era más que el pedante de Literatura de segundo, le dije que no, que ya me aguantaban suficiente en clase y que ese tipo de seminarios eran más enriquecedores cuando ellos mismos exponían. Entonces insinuó que a ella le encantaría hacerlo, pero que era muy insegura. Cuando me di cuenta la estaba animando a preparar una exposición, y ella ya tenía la excusa perfecta para que yo la preparase con ella. Esa semana nos vimos a diario, al final de cada tarde, en mi despacho. Era una gozada trabajar con ella: jovial, atenta, sexy… siempre elegante y a la vez seductora, de mirada felina y buen escote. Lo malo era el calentón de huevos con que me iba cada noche a mi casa. Nada más llegar entraba en su instagram (me hice una cuenta «b» para cotillearla) y me la machacaba con sus fotos. Últimamente solía utilizar para mi desahogo una fotografía que había subido recientemente, aunque probablemente era del verano anterior, en la cual María estaba en la playa en uno de esos bikinis cuya parte de abajo es tanga, tan de moda últimamente entre las jóvenes calientapollas.

El segundo suceso clave sucedió tras su exposición, la cual fue todo un éxito y que se empeñó en agradecerme con una invitación a cenar. Yo me negué desde el primer momento, inventando la primera excusa que se me vino a la mente. Sé que pensaréis que soy un imbécil, pero creedme cuando os digo que soy realmente introvertido, y que aunque me halagaba resultarle atractivo a semenjante muchacha, la realidad es que me moría de miedo. Prefería seguir matándome a pajas y no arriesgarme a hacer el ridículo con ella en la cama. Además, no era descartable que ella, pese a sus diecinueve años, tuviese más experiencia que yo en la cama, un puto pajero de treinta y cinco. María se mostró decepcionada por mi negativa, aunque trató de disimularlo. Imagino que no estaba acostumbrada a no obtener lo que se proponía, y al saber que yo no estaba casado ni comprometido, este contratiempo la debió herir en su orgullo femenino. No obstante, no cejó en su empeño y siguió acudiendo a mis tutorías y pidiéndome lecturas, en las cuales no siempre captaba la esencia como se esperaría de una alumna tan dispuesta, y finalmente un día ocurrió aquello.

Estábamos en mi despacho, casi en la hora de cierre de la facultad, como tantas veces, cuando me soltó que sus compañeros la habían ofendido. Me dijo que hablaban a sus espaldas y la criticaban por venir tanto por mi despacho. Yo traté de consolarla, y le dije que poco importaban esas habladurías y que, al fin y al cabo, el peor parado sería yo, que seguramente quedaba como el profesor depravado. Fue entonces cuando me contó que hace unos días, en el libro de Rulfo que le había prestado, algún compañero o compañera le había escrito «chupapollas» en bolígrafo por todo el lomo del libro, y que por eso no me lo había devuleto todavía, pues no sabía cómo hacerlo. La tranquilicé y le dije que por el libro no debía preocuparse, y que no debía avergonzarse, pues era quien había escrito eso el que debía sentirse de ese modo. En ese momento, como tantas otras veces, nos miramos a los ojos y yo apenas logré sostener su mirada de gata. De repente, me besó.

Guau. Fue un beso largo, intenso, mi polla ya estaba a tope bajo mi pantalón. Me dejé llevar y nos besamos otra vez, ahora ya estaba todo hecho. Aun así, no me atrevía a llevar yo la iniciativa, a agarrarle esas tetazas, a tocarle el culo. Fue ella quien, con una naturalidad pasmosa, me desabrochó el pantalón, bajó la bragueta, sacó mi polla del bóxer y se arrodilló a trabajarla con esos labios gruesos mientras me miraba a los ojos con esa mirada de gata. La imagen era bestial, era mi más absoluta fantasía: yo en mi escritorio, sentado en mi cómoda silla de doctor en Literatura, y mi alumna más hermosa arrodillada, casi que debajo del escritorio, mamándome la polla con devoción.

-Chuuppp, slurpp.

-Oh, María -dije fuera de mí-, no sabes lo que esto significa para mí.

-Spuash, slurrrrp, chupp, pues te voy a hacer todo lo que me chuuup, slurppp, pidas. Cualquier chuuup, cualquier cosa, Luis, soy tuya.

-Uh, joder, oohgm, María, no creo que aguante, ohhh, demasiado… -me daba apuro correrme tan pronto, pero sobre todo hacerlo en su boca, sin avisarla.

-Tranquilo chupp, smuaaash -la devoraba con sus labios gruesos; la mamaba como quería, pasándola de un lado a otro de su boca; la tragaba de cuando en vez-, tranquilo, Luis, slurrpp, debes estar estresado chuuuuppp, smuuuuash, ahora descárgate en mi boca y smmuahhh chuppp, y ya después habrá tiempo de seguir con lo que te chuppppp, slurppp, apetezca.

La perspectiva de correrme en su boca me hipnotizó. ¿De verdad aquella diosa estaba dispuesta a tragarse mi esperma? Seguramente aquella pobre joven estaba enamorada de mí. No solo lo hizo, sino que me limpió la polla con los labios y la lengua, como jamás me lo habían hecho.

-Ssssschurrrppp, smuaaaash, bueno, creo que esto ya está. ¿Más relajado, Luis?

-Oh, sí, joder… María. ¿Pero esto… esto está bien?

-Esto es algo entre nosotros, los dos somos adultos y además ya todos pensaban que era tu chupapollas particular.

Continuará…

Comentarios y valoraciones positivas me animan a continuar la saga de María.

Muchas gracias por leerme.