La cita obligatoria de todos los jueves

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Como cada jueves, yo llegaba desde Barcelona a primera hora de la mañana. Después tomaba un taxi en el aeropuerto que me llevaba hasta el céntrico edificio de viviendas donde vivía en Madrid. A las 8:30 de la mañana me cruzaba en el portal con Juan Carlos, mi vecino. Era un alto cargo de un partido político que a sus 57 años lo había sido todo dentro de sus siglas. Nos saludámos cordialmente y comentábamos algunos aspectos del panorama político. En los últimos tiempos Juan Carlos se había visto obligado a apagar varios incendios internos provocados por los celos entre compañeros. Esto había llevado al partido a ocupar muchas portadas de prensa en la última semana con lo que mi vecino había tenido un trabajo estresante.

Tras compartir unos minutos de charla, él se subía al AUDI A8 oficial y yo me adentraba en el edificio. Después de atravesar un hall totalmente forrado de mármol entraba en el ascensor. Pulsaba el botón n°18 que me llevaba directamente a la planta ático. Al cerrarse las puertas me miraba en el espejo para repasar mi aspecto. A mis 32 años disfrutaba de un físico privilegiado. Apretaba el nudo de mi corbata y observaba como se ajustaba el traje de Armani azul a mi definida musculatura. No podía evitar una sonrisa de quién se sabe ganador. Canalla para ellas. Cabrón para ellos.

El ascensor tardó menos de un minuto en ascenderme a la máxima altura de aquel exclusivo edificio. Con un sonido de campana se abrieron las puertas y pasé a un amplio descansillo con un gran ventanal que separaba las puertas de las dos únicas viviendas que se distribuían en la planta ático. A la izquierda la letra B, cerrada a cal y canto desde el domingo. A la derecha la letra A, permanecía encajada, invitándome a entrar. No lo dudé.

Cerré la puerta a mi espalda y con parsimonia me deshice de la chaqueta. Ahora la camisa blanca a medida era lo que cubría mi cuerpo. Por fin vi a la persona que habitaba el ático:

-Te esperaba ansiosa.

Esa fue su bienvenida antes de levantarse del carísimo sofá de cuero. Eva lucía un espectacular desnudo a sus 50 años, 7 menos que su marido. Su doble maternidad hacia que sus tetas medianas comenzaran a ceder a la gravedad. Sus pezones oscuros estaban endurecidos de excitación. Tenia un cuerpo tonificado por el clycling. La mujer de mi vecino caminó hasta el ventanal desde donde se veía la gran avenida mientras yo me sentaba en el lugar que había ocupado ella.

Frente a mí, colocó un consolador de unos 20 cm pegado al cristal. Sin dejar de mirarme lo untó con un gel viscoso antes de colocarse de espalda a la ventana, dejando la polla de goma entre sus piernas. Suspiraba mientras se balanceaba levemente sobre el juguete. En cada movimiento el capullo ficticio asomaba por entre sus gruesos labios vaginales lampiños. De repente lo agarró para dirigirlo a su culo. Mordiendo sus carnosos labios y cerrando los ojos fue lentamente empalando su ano. No pudo evitar dar un gemido cuando el ariete de látex ocupó la totalidad de su recto.

Para entonces yo había liberado mi polla y lucía ante Eva una espectacular erección. Ella estrellaba su culo contra el cristal del ventanal provocándose una enculada casi dolorosa. Comenzaba a acariciarse el clítoris cuando me levanté, ya totalmente desnudo, y me acerqué a ella. Con una mano agarré una de sus tetas y con la otra tiré de su melena negra antes de comerle la boca. Eva intentaba agarrarme y arañarme:

-Te he echado mucho de menos esta semana.

La mujer de mi vecino se mostraba desatada cada vez que nos encontrábamos una vez a la semana. Llevábamos seis meses liados aprovechando las maratonianas jornadas laborales de Juan Carlos. Eva se había mostrado como una auténtica fiera sexual. Deseosa de experimentar todo tipo de juegos y posturas. Pese a nuestra diferencia de edad, 16 años, ella decía tener unas necesidades sexuales más cercanas a la de una mujer joven que a las de una de su edad y que su marido no se las cubría.

Ahora, ante ella, me pedía que la follara. No me hice esperar. Me acomodé entre sus piernas y agarrándola por ellas la penetré de un golpe de cadera. La mujer gritó al sentirse ocupada por sus dos agujeros. Comencé un movimiento de cadera con el que conseguía follarla doblemente. Con cada empujón de mi polla su cuerpo se estrellaba contra el cristal de la ventana haciendo que los 20 cm de consolador se incrustaran hasta el fondo de su ano. Pese a haber parido dos veces, su coño permanecía muy estrecho y mi polla quedaba apretada provocándome un placer indescriptible.

Entre suspiros, gemidos y gritos, continuamos follando contra el ventanal del gran salón del ático del político Juan Carlos, mi vecino. Fui acelerando el movimiento de cadera hasta sentir como mi semen comenzaba a subir:

-Me voy a correr Eva…

Le anuncié a mi vecina.

-Joder, joder, joder…

Fue su respuesta confirmándome que estaba apunto de llegar a su orgasmo.

Coloqué las palmas de mis manos contra el cristal y dí un último empujón contra Eva. Mi polla comenzó a escupir las reservas de semen de toda la semana en el interior del coño de aquella madura caliente. Ella cruzó sus piernas alrededor de mi cuerpo sin dejar que el consolador se saliera de su culo. Gritó antes de morder mi hombro evitando un alarido de placer. Permanecimos unidos unos segundos antes de separar nuestros cuerpos sudados.

Yo quedé de pie y apoyado contra el ventanal. Eva se bajó del consolador y, arrodillándose ante mí, comenzó a comerme la polla. Por un momento creí desvanecerme abatido por el placer. Desde arriba podía ver cómo aquella impresionante madura era insaciable. Movia la cabeza a lo largo de mi polla limpiándomela como una auténtica profesional.

Por fin terminó, mi polla había perdido dureza, necesitaba un descanso. Me flaqueaban las fuerzas y mis piernas perdían tensión. Para entonces Eva se había levantado y me había besado en los labios dejándome restos de mi propio semen. Con movimientos elegantes paseó su desnudez hasta el sofá donde comenzó a hacerse un dedo y esperaba que yo la correspondiera con sexo oral.

Después de un minuto de recuperación, alcancé el sofá a gatas. Eva abrió las piernas ofreciéndome toda la feminidad de sus espléndidos 50 años. No tardé en pasar mi lengua por su rajita rasurada. Separando los labios con mis dedos introduje la punta de la lengua en el interior de su coño rosado y, ahora, abierto por la follada. Sabía a polla, a sexo. Me encantaba el olor que producían la mezcla de nuestros fluidos corporales cuando follábamos. Me recreé en la comida. La visión que me ofrecía la mujer de mi vecino con sus piernas abiertas era magnífica. Su coño rosado y jugoso. Su ojete enrojecido y palpitante.

Le comí el coño y el culo durante un tiempo indeterminado. Pasando la lengua desde abajo hasta arriba. Succionando el clítoris con los labios, trillándolo con los dientes, mientras le pasaba la lengua muy rápido. Por fin Eva me agarró la cabeza tirando de mi pelo y cerró las piernas en torno a ella. Su «joder, joder, joder…» fue el preludio de un gran orgasmo. Me bebí todos sus flujos hasta que cayó rendida en el sofá de cuero.

Pero ahora era yo el que estaba con ganas de más. Sin darle tregua la volteé. Eva gritó excitada ante la fuerza con la que la manejaba. La coloqué a cuatro patas, apoyando su cabeza en el asiento del sofá. Yo detrás de ella, la agarré por las caderas y la penetré por el culo. Gritó de nuevo al sentir como mi polla no tenía nada que envidiar al consolador que aún seguía pegado al cristal del ventanal:

-Dame fuerte, cabrón. Párteme el culo.

Acaté sus órdenes y comencé a follarmela de manera frenética. Le daba por culo muy fuerte. Notando como su ano se dilataba sin oponer resistencia. Como mi polla avanzaba por el recto de aquella madura sin oposición. Eva se aferraba al asiento con sus dedos y gemía como una gata con la enculada que estaba recibiendo. Finalmente la agarré por la melena y aceleré el movimiento de mi cadera. Con un grito animal me volví a correr en el interior de la mujer de mi vecino. Sentía como mi polla latía en lo más profundo del culo de ella. Soltando los últimos chorros de semen en sus intestinos.

Caímos rendidos. Ella sobre el sofá, yo sobre el suelo, como cada jueves cuando yo llegaba desde Barcelona y su marido salía a trabajar en la sede de su partido político.