Las fantasías sexuales de Esther, una española cachonda

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Cuando llegué a Madrid estaba pletórica, pensaba que dejaba atrás todo y que tenía una oportunidad de renacer, limpia, nueva y fresca.

Mi tía me acogió bien y compartí habitación con una prima. Madrid era distinto, nadie se fijaba en ti, a nadie parecía importarle lo que fueras, solo lo que hicieras. Todo era un nuevo empezar, cada día conocías a gente diferente, con solo cambiarte de barrio era suficiente para que nadie te conociera y que pudieras hacer nuevas amistades sin el lastre de tu pasado, incluso del más reciente. Esa ciudad supuso todo un chute de energía para mí, tanto, que durante mucho tiempo mi condición de demonio dejo de exigir su tributo de sangre.

Encontré trabajo en una peluquería donde comencé a aprender el oficio. Además ayudaba en casa de mi tía y (en lo personal), mi prima me integró en su pandilla de amigos. Éramos de la misma edad y sin llegar a hacernos íntimas (tengo cierta dificultad como habrás podido comprobar para establecer relaciones profundas), nos llevamos bastante bien.

Tuve un novio. Estuvimos un tiempo, lo deje y me eché otro, volví a cortar… todo me parecía bastante divertido y bastante intenso, lejos del dramatismo que tuvo mi primer enamoramiento.

El ritmo de la capital era acelerado, banal y simple. El amor y el sexo se consumían cómo quién consume un cubata en una fiesta de estudiantes: a tragos rápidos. Fue una época buena. Descubrí que podía disfrutar de mi cuerpo y de las relaciones con otros a pesar de lo que me había sucedido, si bien es cierto que nada podía ser tan intenso como esos orgasmos que tenía justo después de haberme cobrado mis piezas, con la sangre aún caliente. Hubo una temporada que prácticamente cambiaba de chico cada fin de semana. Me fascinaba cómo aprendía el arte de manejarlos, de manipularlos para hacer lo que a mí me venía bien. Claro que yo podía leer sus mentes, así que todo era mucho más sencillo.

Hasta que un día volvió el demonio, o más bien resucitó, porque nunca se había ido del todo. Yo lo seguía teniendo presente, notaba que había anidado y que simplemente estaba hibernando en mí, esperando el momento propicio para volver a manifestarse. No era algo que me preocupara especialmente: si tenía que volver a matar lo haría, simplemente es que en ese momento me parecía inoportuno. Por primera vez en la vida todo me iba bien.

Hasta que conocí a la vieja y su asistente. Paquita venía a la peluquería una vez al mes. Una señora mayor, cascarrabias, mal encarada y avara. En la peluquería siempre me la dejaban a mí porque era la única que sabía manejarla. La acompañada una chica sudamericana que hacía las veces de acompañante y criada. Ella ya no podía salir sola a la calle y no le quedó más remedio que contratar a alguien. El resentimiento por depender de otra persona para algunas cosas y el mar carácter eran patentes, no hacía falta tener mi don de leer las almas para darse cuenta que aquellas dos se odiaban la una a la otra de la peor forma que puede hacerse, de una manera solapada, sorda, sin decírselo, larvando su inquina día a día, hora a hora y minuto a minuto que tenían que pasar juntas, necesitándose pero odiándose.

Y un buen día pude percibir algo más. Una pulsación maligna, otro diablo queriendo nacer, yo bien conocía los síntomas.

Paquita tenía obsesión con el dinero y no se hablaba con la familia, era una vieja solterona que no tenía trato con el hermano que le quedaba ni con sus sobrinos. Después de las noticias de las estafas con preferentes a gente mayor, había llegado a la conclusión de que los bancos le iban a robar su dinero de una forma u otra, así que decidió sacar sus ahorros y los guardaba en una caja oculta en un armario. Siempre se la veía preocupada, en su mente constantemente podía leer una cierta inquietud porque Flor, la chica sudamericana, la encontrara y acabara robándole, o porque cualquiera pudiera entrar en la casa y llevarse el dinero, eso le quitaba el sueño. Estaba decidida a hacerse una caja fuerte bien disimulada, solo esperaba que Flor cogiera vacaciones. Un sitio seguro dónde guardar el dinero y que pasara totalmente desapercibido, pero claro, tenía que encargárselo a un albañil o a una empresa especializada. No sabía que le dolía más, el dinero que le iban a cobrar o el que tuviera que ponerse en manos de extraños para ocultar su pequeña fortuna.

Tarea inútil porque yo había podido ver los pensamientos de Flor y ella ya sabía perfectamente de la existencia de lo que ocultaba.

Hubo una pulsión, una perturbación en la sala que yo solo pude notar. Entre ruidos de secadores, la charla de las clientas y el clic – clac de las tijeras lo percibí nítido: un deseo de matar, de acabar con una vida. Mientras Flor esperaba hacía planes para matar a la vieja. No es que deseara su muerte o simplemente que fantaseara con la posibilidad de acabar con su vida, lo analizaba totalmente en serio, valorando pros y contras.

Paquita no le había dicho nadie lo del dinero, no se fiaba ni de su familia ni de los bancos. Si ella moría, nadie sabría nunca que tenía el dinero en casa guardado desde hace más de un año, ni qué habría sucedido con él. El problema para Flor es cómo debía morir. Cualquier muerte repentina y no justificada la pondría en el punto de mira a ella.

No, era mejor esperar. Aquello se le hacía insoportable pero era lo mejor. Los achaques la asediaban, entre ellos el marcapasos que estaba ya para cambiarlo y ella se negaba a ingresar al hospital. Algún día se la encontraría frita, de muerte natural, y entonces sería su momento para hacer desaparecer la caja antes de dar aviso. Tendría que sufrirla un tiempo más pero era la mejor opción. Quizás pudiera ayudar dándole algo que la desequilibrara. Tendría que mirarlo. Quizás en Internet consiguiera encontrar ayuda. No sabía si podría aguantar otro año más con ella, pero no estaba dispuesta a irse con las manos vacías después de haber soportado a la vieja impertinente durante tantos meses. En cada visita que hacían parecían repetirse las mismas ideas, el mismo asco insoportable. Aquella vieja que no soportaba verse hecha una anciana y el deseo de su interna de acabar con aquella relación insufrible y hacerse con el botín. Seguía valorando opciones sobre distintas formas de provocarle un ataque cardíaco o de envenenarla sin que quedara rastro en una posible autopsia.

Demasiado para que no renaciera en mí el deseo de lo que ya te puedes imaginar. Ahora me sentía menos vengadora: el impulso de eliminar el mal ya cada vez me preocupaba en menor medida, era la brutal excitación que me embargaba al llevar a cabo el acto en sí de eliminar una vida. Deseaba sentirme otra vez poderosa, llegar al éxtasis. Era como un zumbido todo el día en mi cabeza, no podía ignorar el impulso. Pensé que todo había cambiado, que podría controlarlo, que no se volvería a repetir, pero estaba equivocada porque yo quería que sucediera y tarde o temprano iba a pasar. Y de hecho pasó.

Esta vez me permití el lujo de planear con detalle todo el asunto. En realidad no estaba del todo decidida. No quería complicarme la vida pero una vez que se despierta el instinto ya es imposible ignorarlo. Y yo había olido sangre. Así que empecé a seguirlas, conseguí averiguar dónde vivían y las horas en que entraban y salían. Me recreé en los detalles, quizás solo con imaginarlo fuera suficiente, me decía, pero no, no bastaba con soñarlo, no después de haber matado antes.

Pronto averigüé a que portero había que llamar para que con un simple “cartero comercial” me abrieran la puerta. También investigué el edificio, descubriendo que me podía ocultar arriba del todo, en el último piso, en un hueco que había junto a la caja del ascensor donde no subía nadie porque la azotea no era registrable, a excepción de aquellos vecinos que tenían trastero arriba. Revisé bien todo y me di cuenta que a la pequeña habitación guardamuebles solo subía Flor. Manías de la Paquita que no quería tender en el balcón y la mandaba con la colada arriba, para airear en esa habitación la ropa mojada.

Sabía cómo entrar y cómo ocultarme, faltaba decidir a quién matar y como. Dispuse que mi víctima sería Flor. Había una pulsión asesina en ella que me atraía. Me preguntaba cómo sería matar a una mujer parecida, aunque solo fuera en algo, a mí misma. Solo si las circunstancias eran muy favorables me permitiría ir a por Paquita, que sin embargo no me atraía mucho. Para mí no resulta excitante matar a gente tan mayor. Así que solo lo haría si se cruzaba en mi camino.

Una vez más y con una buena dosis de suerte todo resultó sorprendentemente fácil. Solo tuve que ocultarme arriba y esperar que Flor llegara cargada con la colada. Ya una vez la había dejado pasar, días antes, porque justo cuando subía oí ruido en la escalera. Algún vecino entrando o saliendo, de modo que me oculté en el hueco tras el ascensor y la dejé entrar y salir sin hacerle ningún daño.

A la segunda resultó bien. Era un día festivo y la mayoría de la gente se había ido de puente. Yo libraba en la peluquería. Era jueves y amaneció un día soleado. Normalmente Paquita hacia la colada una vez a la semana, jueves o viernes. Supuse que esa mañana aprovecharía para abrir la ventana del trastero y poner la ropa al sol. Hubo suerte: tuve que esperar un buen rato pero Flor apareció con la colada. Con las manos ocupadas y totalmente desprevenida porque nunca supuso que allí pudiera haber nadie esperándola. Le di un golpe por detrás, fuerte y contundente con una barra de hierro. No llegó ni a verme, un solo golpe fue suficiente para dejarla semiinconsciente. Por un momento tuve la tentación de recrearme practicándole algún ritual similar a los que había practicado en Málaga, pero no me gustaba nada el sitio. Estaba al final de la escalera y aunque era discreto, si ella llegaba a gritar o alguien nos descubría yo no tendría escapatoria, solo había una salida. Por ello actúe rápido. De nuevo, usé el cordel y la estrangulé, pasando un lazo por el cuello y tirando con todas mis fuerzas tras pasarlo por el barrote del barandal. Fue rápido, ella estaba casi inconsciente y no pudo ofrecer resistencia.

En esta ocasión no me detuve a masturbarme. Estaba demasiado nerviosa y alterada, cuando le desgarré el vientre me puse a temblar. No era miedo, claro, sino simple y brutal excitación. Tan trastornada me encontraba que no podía darme placer en ese instante. Decidí centrarme, no quería cometer errores, de forma que procedí a revisar el hueco, viendo que todo seguía tranquilo en el edificio. Sustituí el cordel por una cuerda más gruesa y no sin cierta dificultad, conseguí lanzar el cuerpo por el vano de la escalera. Quedó colgando del último tramo, aunque la bajé más antes de anudar el cabo y fijarla. Era el momento más delicado para mí, de forma que salí disparada. Solo me detuve un instante para verla desde abajo. Era una composición brutal que todavía llevo fija en la retina. Podría decir que mi obra maestra hasta entonces: atrevida, rompedora, cruel. Aun no la he superado. Pasé meses masturbándome solo con esa escena. Quede saciada hasta tal punto que transcurrió un año entero antes de decidirme a matar de nuevo.

Aquello fue el acabose. Seguro que lo recuerdas, salió en todas las noticias. Yo evitaba verlo en casa de mi tía porque se me ponía una sonrisa de oreja a oreja y no quería que me consideraran rara. Pero fue un boom que puso todo patas arriba.

Había preparado una coartada llamando a un chico con el que había salido un par de semanas atrás. Pasamos el mediodía y la tarde juntos. Salimos a almorzar y luego follamos un par de veces. Pero no tuve que utilizarla, la policía no vino a la peluquería a preguntar. O no se les ocurrió o debieron pensar que no era relevante, ya que Paquita y Flor solamente venían una vez al mes. Tampoco a nadie se le ocurrió relacionarlo con los asesinatos de Málaga. En este caso no la violé y, a pesar del estrangulamiento y los cortes en el abdomen, entendieron que era un asesino diferente. O quisieron entenderlo, porque estoy segura que durante unos meses debieron estar acojonados pensando que tenían un asesino en serie, pero como vieron que pasaba un año sin más víctimas, debieron acabar concluyendo que había sido un asesinato aislado. Con una macabra parafernalia pero único al fin y al cabo, posiblemente producto de una venganza.

Lo cierto es que durante ese tiempo me calmé un poco y me volví más reflexiva. Me decía que tenía que seleccionar mejor mis futuras víctimas. A todas, hasta ahora, las conocía y eso implicaba que tarde o temprano alguien podría atar cabos y encontrar el hilo conductor. Por el momento he tenido buena estrella, pero la suerte algún día se acaba y basta con que te venga una mano mal dada de cartas para que se acabe el juego. Al menos en mi caso no me podía permitir ni un fallo. La próxima víctima (decidí), no sería de mi entorno. Pero entonces ¿cómo lo haría? No lo sabía pero en ese momento la sed de sangre no me apremiaba, con lo cual decidí esperar y observar. La ocasión se presentará y la candidata también, pensaba, y de nuevo acerté.

Nosotras vivíamos en Aluche, junto a la carretera de Extremadura. Tras el trabajo muchas tardes y noches, salía a correr. Me gustaba correr sola. Tantas horas en la peluquería exigían tener buenas piernas para permanecer de pie, pero por otro lado, el estar allí de plantón cortando el pelo, cogiendo rulos o haciendo mechas, hacía que te quedaras un poco anquilosada. En ese momento el único deporte que hacía era el footing. Ahora todos se lo llaman running pero para mí era lo mismo, salir a desconectar con mi música mientras corría, no pensando en nada, simplemente sudaba todos los malos rollos presentes y pasados, me sentía libre, me sentía bien. Muchas veces mi destino era la Casa de Campo, solo tenía que cruzar la avenida.

No era un lugar muy recomendable cuando caía la noche, sobre todo por ciertas zonas, pero yo no era la única que corría y además, simplemente no sentía miedo. Me sentía poderosa, capaz de enfrentarme a lo que fuera. Siempre llevaba una navaja y lo que era aún más importante: la determinación de usarla, de defenderme contra todo aquel que intentara hacerme daño. Hacía mucho que yo ya no contaba en el bando de las víctimas.

A veces llegaba hasta el lago donde al anochecer se juntaban un grupo de prostitutas. Esa zona era de chicas del este. No, no me daba miedo. Yo he crecido en las Veredillas y estoy acostumbrada a manejarme en ambientes complicados (ya conoces mi historia), y había decidido no sentir temor nunca más. Los proxenetas estaban casi siempre cerca pero habitualmente evitaban dejarse ver. No se metió ninguno contigo porque sabían cuáles eran sus límites y no querían líos con la policía. Un escándalo podía chafarles el negocio en un sitio tan emblemático como la Casa de Campo. Lo que me llamó la atención no fueron ellos, sino una de las chicas, rubia, menuda y vivaracha. Muy descarada. La mayoría languidecían apáticas, esperando un cliente para montárselo en el coche. Desengañadas unas, tristes otras, sumisas con su destino la mayoría.

Esta sin embargo era muy activa. Trataba de atraer a los clientes haciéndole señas, gritándoles o poniéndose en medio de la carretera. Pero no solo con ellos interactuaba. Interpelaba a cualquiera que le llamara la atención. Y yo, por algún motivo le caí en gracia.

– ¿Qué pasa rubita? Vienes mucho por aquí ¿Buscas trabajo? Te dejamos un árbol para que te pongas con nosotras.

Otras veces cambiaba el registro y se ponía en plan mujer fatal.

– Oye, esta quiere rollo. Nos mira mucho. Ven que te voy a hacer un precio especial ¿No has estado nunca con una mujer?

Nunca le dirigí la palabra. La mayoría de las veces le regalaba una sonrisa irónica y continuaba mi camino, cosa que no le hacía mucha gracia. Debía pensar que me burlaba de ella y me lanzaba un par de frases en su idioma, seguramente improperios, por el tono destemplado. Pero lo cierto es que había llamado mi atención. Ya sabes en qué sentido.

Durante un mes rondé por allí con la sola intención de saber sus costumbres y movimientos. En esas ocasiones cambiaba mi vestuario y me recogía la coleta bajo una gorra, no quería que me pudieran reconocer a posteriori y asociarme con esa zona de la Casa de Campo, sobre todo fuera de hora habitual de hacer deporte. Me di cuenta que raramente las chicas se encontraban solas en algún momento. Venían juntas y se iban juntas, generalmente en una furgoneta que proveían los proxenetas. Estos solían estar pendientes, casi siempre había uno de guardia por si había problemas con los clientes o la Pasma y también para poner orden si discutían entre ellas.

Estuve a punto de desistir, aquello era muy arriesgado, pero que quieres que te diga, me pone lo difícil. Me gusta superarme y además, por algún motivo esa chica me atraía. Era mi víctima, lo supe desde el primer instante en que la vi, de modo que decidí continuar buscando mi oportunidad. La paciencia es la primera virtud del cazador y en mi caso volvió a dar sus frutos. Observé que en ocasiones las chicas se desplazaban fuera del parque, a comprar algo de comida, agua, toallitas, etc… iban a un chino cercano o al kiosco que había en el lago si aún estaba abierto.

Fue en ese camino donde me aposté. Ropa deportiva ancha, gorra y pelo cubierto, mi mochila a la espalda con todo lo necesario. Desde lejos era difícil determinar si era chica o chico. Una noche la vi venir sola. Siempre lo hacían, no las dejaban abandonar el trabajo por parejas, pero a veces las acompañaba uno de los chulos. Examiné rápidamente el entorno. Había un breve espacio en que el camino discurría por un sendero, que la gente usaba para no andar por la carretera que ahí tenía varias curvas que podían resultar peligrosas por la falta de visión. Era el único sitio apartado de la vista donde podía actuar, ya lo tenía controlado. Le salí al encuentro y ella reaccionó con un poco de aprehensión hasta que me reconoció. Entonces me lanzó una sonrisa descarada y con una mueca en la cara me preguntó:

– ¿Te has perdido rubita? Hace mucho tiempo que no te vemos por el lago.

– Ahora corro por otro sitio. Pero hoy venía a verte, mira por dónde.

Saqué unos billetes de la mochila y se los enseñé. Bastante más de lo que valía un completo, según me había podido informar.

– Me gustaría que pasáramos unos minutos juntas ¿puedes?

– Claro – dijo ella cogiéndolos antes de que pudiera arrepentirme.

– ¿Vamos aquí mismo? No quiero nada complicado.

Nos apartamos a un rincón rodeado de matorrales altos, junto a una valla.

Miré alrededor pero nadie parecía habernos seguido. No obstante, no podía descuidarme mucho, incluso a aquellas horas y en aquel rincón apartado podía parecer alguien de improviso.

– ¿Sabes? algo me decía que tú querías tema conmigo. Tanto pasar corriendo por nuestra zona… Me he dado cuenta que te fijabas en mí – Me dijo con su acento eslavo aunque en perfecto castellano.

Yo asentí con una sonrisa. Claro que quería tema con ella. Pero no es la forma en que esperaba. Se acercó y me puso una mano en un pecho.

– Dime qué quieres que te haga.

– No quiero que me hagas nada, solo me gusta mirar. Quizás otro día me anime. En realidad me gustaría que jugaras un poquito con esto – Dije sacando un consolador de mi mochila. Ella se rio y lo tomo con la mano, limpiándolo con una toallita que sacó de su bolso.

– No es que desconfíe, se te ve una chica limpia, pero por si acaso.

Después se lo llevó a la boca y lo chupó lentamente mirándome con cara de vicio. Yo la observaba intensamente aparentando fascinación por lo que hacía.

No muy lejos se oyó el último metro pasar. Después, el lugar recobró el silencio oyéndose solo algún grillo aislado. Ella se sentó en el suelo, apoyada contra un pilar de hormigón de los que sostenían la valla y se quitó las bragas, mostrándome un sexo totalmente depilado. A la vez que se sacaba los pechos, me miraba burlona mientras sostenía el dildo.

– No es de lo más grandes que me he metido ¿También follas con tíos o solo te gusta mirar a las chicas?

– Follo mucho, no te creas – le respondí – y sí, siempre con chicos, pero estoy probando nuevas cosas.

– Muy bien guapa, hay que probar de todo, que algunas tenemos que comer.

Saqué entonces una pequeña petaca y me mojé los labios:

– ¿Quieres? – le ofrecí.

– ¿Qué es?

– Un poco de crema de Baileys, muy suave, sirve para calentar y dar ánimos.

Ella tomo la petaca y dio un trago corto, lo degustó y luego, satisfecha, otro más largo. Después continuó abriéndose de piernas y jugando con el consolador en su sexo. Se lo frotaba y lo pasaba por sus labios.

– Métetelo – le ordené.

Ella obedeció. Lo hizo sin ninguna dificultad, bien abierta para que yo la viera. Entonces simuló unos gemidos que sonaban a falsos y comenzó a follarse a sí misma. Era mala actriz, no sé si eso le servía con sus clientes pero esa impostura, esa falsa excitación, a mí me resultaba hasta molesta. Ignoro si por un solo instante, había pensado que podía engañarme y hacerme suponer que estaba disfrutando. De repente la cabeza se le fue a un lado mientras llevaba una mano a ella. Se estaba mareando. No había bebido mucho, de forma que supuse que la droga no la dormiría del todo pero me bastaba con debilitarla y confundirla. La empujé de lado y cayó apoyando las manos en el suelo.

-¿Qué pasa? ¿Qué pasa? – murmuraba desconcertada.

– No te preocupes, todo está bien – le decía yo mientras sacaba unas esposas y la engrilletaba con las manos atrás. Ella se revolvió furiosa, dispuesta a no ponerme las cosas fáciles.

– ¿Qué haces? ¿Eres policía? ¡Suéltame cabrona! – me gritó mientras intentaba ponerse en pie sin conseguirlo.

Un par de golpes en la cabeza bastaron para complementar el efecto del narcótico. La chica era dura pero conseguí dejarla seminconsciente. La amordacé y luego la incorporé apoyándole la espalda contra el pie de hormigón de la valla. Uno de los listones quedaba a la altura de sus hombros. La incliné lo suficiente para que el cuello tocara con él y luego saqué un alambre que lie alrededor. Cruzando un palo empecé a girar a modo de garrote vil, apretando lo suficiente para que su tráquea se cerrara y no dejara pasar el aire. A pesar de todo, se resistió hasta el último momento y me resultó muy dificultoso, pero también es cierto que la satisfacción fue mayor. Me encantó luchar contra ella hasta el final viendo que poco a poco se iba debilitando.

Cuando acabé me levanté y observé a mi alrededor: todo estaba tranquilo nadie parecía haber oído nada, solo algún coche por la carretera cercana, a esas horas casi con seguridad, clientes en busca de prostitutas. Pero allí estábamos quitadas de la vista.

La abrí de piernas y vi el consolador que había expulsado de su interior durante el forcejeo. Lo tomé y me lo puse en la nariz: todavía olía a su coñito. De nuevo el impulso homicida generó en mí una excitación incontenible, un pulso sexual que tenía que satisfacer de manera inmediata. Me bajé los pantalones del chándal y me masturbé introduciéndomelo hasta el fondo. Aún estaba mojado del lubricante que usaba y de sus flujos. Como ves, suelo introducir variantes sobre la marcha. Cada sacrificio me inspira algún motivo nuevo de placer.

El orgasmo me sobrevino pronto o al menos eso me pareció, me vine enseguida. Antes de marcharme jugué todavía un poco con ella, ya sabes, dejando las marcas de la casa. Y luego me borré en la noche.

La semana siguiente la pasé esperando otro estallido informativo parecido al del año anterior, cuando asesiné a Flor. Pero nada de eso sucedió. No solo no relacionaron ambos crímenes, sino que además, éste paso casi desapercibido en las noticias. Era una prostituta de la Casa de Campo así que pusieron el foco en las mafias de trata de blancas, y tampoco dieron detalles de cómo había sido asesinada. Alguien decidió que no valía la pena poner nerviosa a la ciudadanía por una simple meretriz, por muy joven que fuera. No sé qué hizo exactamente la policía, pero se ve que el caso molestaba y decidieron darle carpetazo con la menor publicidad posible. En cierto modo me sentí un poco ninguneada. Los otros asesinatos habían tenido tanto foco mediático que me parecía increíble que no se publicaran los detalles y que esto pasara con una noticia de treinta segundos en el telediario. Pero para mí resultó mejor: seguía estando a salvo.

Todavía estuve un año más en Madrid hasta que una amiga me convenció de probar suerte en Barcelona. A mí me apetecía un cambio de aires, necesitaba independencia, estaba ya un poco harta de compartir habitación con mi prima aunque me llevaba bien con ella. Lo cierto es que le estoy muy agradecida a mi tía: sin su generosidad las cosas para mí hubieran sido muy distintas. Pero era hora de volar sola. Así que cuando me propusieron venirme aquí a trabajar no lo pensé. Echaba de menos el mar, la brisa que viene cargada de humedad, el olor a sal y el bullicio de una ciudad a orillas del Mediterráneo. No estaba dispuesta a volver a Málaga pero Barcelona me pareció una elección demasiado tentadora para rechazarla. Y no me equivoqué. La Ciudad Condal me acogió, cosmopolita y llena de oportunidades. No es fácil salir adelante aquí, es una ciudad cara, pero tampoco falta el trabajo.

¿Tú lo sabes bien verdad Esther? Tú también eres una refugiada, en cierta manera.

No tengo necesidad de ocultarme pero aquí ya nadie me llama Elena, todos me conocen por mi nuevo nombre: Maxim. Ya sabes de dónde viene el mote, es lo primero que le cuentan a todas las clientas del Sweet Queen. La camarera boxeadora, la chica dura y todo eso. A mí me gusta. Ahora ya no soy rubia, me teñí de morena y tengo bastante éxito entre las lesbianas. Mi cuerpo también ha cambiado, a golpe de entrenamiento he desarrollado musculatura y el boxeo me ha aportado agresividad y capacidad de sufrimiento. Aguanto bien los golpes y no dejo uno sin devolver.

¿Estás asustada después de todo lo que te he contado? Vaya pregunta tonta ¿verdad? Claro que lo estás. Te has orinado encima y veo como tiemblas. Tratas de averiguar ahora mismo si tú eres la próxima. Puedo leerte la mente, recuerda, y ahora mismo te estás preguntando si no haré contigo una excepción, si no me gustas lo suficiente como para que te deje viva. Pero piensa, cariño, después de haberte contado todo esto ¿crees que puedo dejarte ir?

No, el día que es entraste en el pub mirándolo todo con ojos como platos, pensando que estabas allí de incógnito, que nadie se iba a percatar de tu juego, ya te eché la vista encima. Fue como si llevaras una sirena en la cabeza: como para no darse cuenta. Demasiado pipiola, demasiado inocente como para que no se estableciera una conexión entre tú y yo. Es ese mismo lazo es el que me ha unido a ti. El que me ha hecho fantasear muchas noches con verte así como estás ahora, atada a la cama y amordazada, esperándome. Por eso no he podido dilatarlo más y he vuelto sobre mis pasos. Esta vez entrando con mucha más discreción, segura de que nadie me observaba y también segura de que tú me dejarías entrar sin dudarlo ni un segundo.

Durante todo este tiempo te he conocido en profundidad y sé que no eres mala, sé que no te mereces esto, pero recuerda que no estamos en Disneylandia ni tampoco en el juicio final donde los justos serán absueltos y los pecadores castigados: estamos en la puta jungla y no te puedes hacer amiga de una pantera. El instinto no perdona.

Lo siento pero me gusta variar, introducir novedades: esta es la primera vez que mato a un ángel. No te preocupes: será rápido. Luego me divertiré un poco contigo, tengo mucho tiempo, pero tú ya no sentirás nada.

¿Lloras? Bien, desahógate, es normal. Yo beberé tus lágrimas saladas. Quiero que sepas que eres especial, ya te lo he dicho, es la primera vez que mato a un ángel.