Luego de la visita de un amigo comencé a ver a mi madre con otros ojos
UNA MADRE ABNEGADA
1
Abnegación. Asisto a un discurso en la congregación católica y la dichosa palabra se repite más de diez veces. Entre el público, escucho y aplaudo con sincero entusiasmo. Estoy contento y orgulloso de que la destinataria de las palabras, aquella a la que toda la congregación admira, casi diría que idolatra, y que junto a su marido asiste, ligeramente avergonzada, al panegírico que el líder le está dedicando, sea mi propia madre.
Mi mirada se cruza con ella y me sonríe modesta y contenta al verme aplaudir feliz. Yo le guiño el ojo y su cara se ilumina. Igual que se iluminó un par de horas antes cuando tras hacerme una mamada rápida, mientras el cornudo de se duchaba, obtuvo el premio de una corrida de escándalo que saboreó con glotonería al tiempo que apretaba con fuerza sus piernas entre las que mis dedos masajeaban con fuerza su clítoris. Después, se colocó obediente la pareja de bolas chinas que le había comprado, una en el culo y otra en el coño y se vistió para ir a misa, como la perfecta ama de casa que era.
A mí, educado en ese ambiente ultracatólico y lleno de inhibiciones, nunca se me hubiese ocurrido llegar a los límites en los que ahora nos encontrábamos. Así que acabó siendo un compañero de universidad, al que mi padre miró desde el principio con desconfianza calificándolo como «mala compañía» y al que mi madre, de natural bondadosa, acogió con afabilidad y cariño en casa, tratándolo como a mí, como a su propio hijo, el que me llevara a esta situación.
Pero Nicolás, que así se llamaba mi colega, nunca miró a mi madre con nada que no fuese una lascivia escasamente disimulada. Y en casa, en absoluto acostumbrados a esas actitudes, nadie se apercibió de las arteras intenciones de Nico. Sólo yo estuve al tanto de lo que tramaba y he de decir, superada la vergüenza inicial por mi comportamiento, que lo apoye con la malsana intención de imitarlo en cuanto se me presentase una oportunidad.
En septiembre del pasado año, comencé a cursar estudios de posgrado en una Universidad de otra ciudad. Era la primera vez que abandonaba el nido y la experiencia resultó altamente gratificante. Me abrí al mundo. Había vivido, hasta aquella época, limitado a mi familia y a la pobre y reprimida vida social que llevábamos en el club juvenil de la congregación católica de la que formábamos parte.
Había llegado a los veinte años virgen y con muy escasos escarceos amorosos: un par de morreos mal pegados y poca cosa más. Eso sí, en lo que a masturbarse se refiere, era un auténtico maestro: ¡qué remedio!
Toda mi represión saltó por los aires cuando entré en contacto con Nico, mi compañero de habitación en el Colegio Mayor. En los tres meses que transcurrieron desde el comienzo de curso hasta las vacaciones de Navidad, gracias a su ayuda, pude salir con un buen puñado de pibones y mojar el churro en chochetes que no habría imaginado ni en mis más calenturientas fantasías.
Precisamente por eso lo invité a venir a casa un par de días durante las vacaciones. Para ver si, con él cerca, conseguía romper la inercia mojigata que me acompañaba en mi ciudad desde mi más tierna infancia.
Y las cosas salieron a la perfección, pero en absoluto como había imaginado.
Ya lo he dicho, pero no está de más recalcarlo: mis padres recibieron a Nico cómo a un hijo. Como si fuese mi hermano. Sabían, yo sé lo había contado, que Nico me había echado un cable durante los últimos meses, para adaptarme a la vida fuera de casa. Me veían contento y eso los hacía felices.
Nico, por su parte, utilizó todas sus artes de embaucador para camelarse a mis padres. Peloteó descaradamente a mi padre y calibró a mi madre como hembra con una mirada de depredador que yo había descubierto en los últimos meses. Cada vez que salía con él en busca de chicas a las que cepillarnos.
Nico se percató enseguida de que mamá era bastante ingenua y confiada. Naif sería una palabra adecuada para definirla. La presa perfecta para un caza-coños como Nico, que no podía más que observarla como una presa relativamente fácil de engañar y, sobre todo, muy atractiva. Y más con el cuerpazo jamonero que se gastaba mi progenitora, a pesar de usar una ropa anticuada y poco favorecedora. Era difícil camuflar unos melones y un culazo de Milf tan potentes por muy cutre que fuese su vestimenta.
Había traído a Nico para que me ayudase con la chicas del barrio, pero, a base de poner por la nubes a mi madre, al principio sutilmente y luego más a lo bestia, acabó por retarme a que me la follase. Al principio me pareció una burrada. Pero ya estaba medio acostumbrado a que dijese bestialidades por lo que, como si fuese una gota malaya, acabó derribando mis inhibiciones y empecé a mirar a mamá con otros ojos.
Así que Nico tras haberla catalogado, profetizó que lo haría y me retó a conseguirlo. De hecho, me empezó a picar el gusanillo y le dije que, si llegaba el caso ya se lo contaría e igual le invitaba a compartirla…
Y, en cuanto Nico partió, empecé mi ofensiva.
2
Me costó un poco convencerla. Tuve que insistir en que el dolor de la ingle se me hacía insoportable. Estuve un par de días haciendo el paripé de cojear, por las molestias y, en paralelo, me volví meloso y pelotillero hasta extremos insospechados. Todo en plan «Eres la mejor madre del mundo… Qué buena eres… Qué bien cocinas…. Qué limpio está todo… Eres el ama de casa perfecta… Y seguro que también eres la enfermera perfecta…» Y toda la retahíla de halagos la acompañaba de besitos, abrazos y manoseos que, aprovechando la candidez intrínseca de mi madre, no tenían nada de inocentes… Y la pobre ni se percataba.
A base de insistir, al final conseguí que, por suerte un día en que mi padre no estaba en casa, dijese las mágicas palabras:
-¡Anda, zalamero, ve a tu cuarto que te voy a mirar lo de la ingle!
Pegué un respingo y puse mi polla en alerta al tiempo que me levantaba como un resorte y me dirigía a mi habitación. Cojeando, eso sí.
Ella me siguió y me pidió que me quitase los pantalones. Lo hice y, antes de que pudiese reaccionar, me saqué los calzoncillos y los lancé hechos un gurruño a una esquina de la habitación. Tengo el pubis (y los huevos) depilados y mi polla, morcillona y de un tamaño respetable, parecía presta para la acción.
Mi madre enrojeció hasta la raíz del cabello y musitó un tímido:
-Pero… no, no hacía falta que… que te quitases…
-Pero, mamá, no ves que así será más fácil que me mires dónde me duele… Los calzoncillos me tapaban la zona.
-Sí, pero…
-¡Venga mamá, no seas antigua! ¿No me digas que ahora te va a dar vergüenza?
Ella, roja como un tomate, era incapaz de centrar la mirada y yo, no hay por qué negarlo, estaba disfrutando como un poseso de su azoramiento, así que decidí apretar el acelerador.
Me coloqué en la cama boca arriba y levanté las piernas, bien abiertas, para que mi mojigata madre pudiese husmear a gusto entre mis cojones.
La panorámica debía ser apoteósica, para la buena mujer, una vista del interior de mis muslos, mis cargados y gordos cojones, el ojete, preparado para recibir un lametón, y todo culminado por una tranca que cada vez estaba más rígida. No era precisamente la imagen recatada que una madre esperaría del vástago de una conservadora y tradicional familia católica…
Al estar tumbado boca arriba me perdí la expresión de mi progenitora. Pero con toda seguridad su cara debía de ser un poema… Sobre todo, teniendo en cuenta lo reprimida que era… todavía.
-¡Anda, mamá -dije finalmente- echa un vistazo a ver si ves porqué me duele tanto! Es en el interior de la pierna derecha, junto al testículo…-iba a decir huevo, pero me pareció excesivo, de momento.
No podía verla pero no me extrañaría que, por muy enfermera que fuese y por curada de espantos que estuviese en su trabajo, encontrarse así, con la polla y los huevos de su hijo a centímetros de su nariz y el ojete cerca de sus gruesos labios, mi sacrificada madre esbozase una mueca de asquito que hubiese pagado por ver. De hecho, la polla, ya tiesa como un roble, pegó un respingo al notar el calorcito de su respiración cerca de los cojones.
-Vengaaaa, mamá, porfaaa… -le pedí suplicante, como si estuviera sufriendo un dolor insoportable.
Ella pareció despertar de una ensoñación y, por sorpresa, se alejó de mí y dijo, nerviosa:
-Un mo… un momento, Andrés… Voy a ponerme unos guantes de látex…
Ya se había levantado, para ir a buscar los guantes, cuando, temiendo que, viendo en perspectiva lo que estaba ocurriendo, reflexionase y me mandase a urgencias (¡o al cuerno!), tuve que intervenir:
-¡Joder mamá! -ella frenó en seco. Nunca me había oído pronunciar un taco-¡Déjate de chorradas y mírame esto!
Ella se giró y empezó a decir, tímidamente:
-Pe… perdona, Andrés… Es que era por…
-No me molesta que me toques con la mano, ni nada… -le dije, volviendo a un tono amable y persuasivo- Además, hay confianza, mamá, somos familia, ¿no?
Esto último lo dije sonriendo e incorporando un poco la cabeza para observarla.
Cuando me vio mirarla, enrojeció más aún y agachó los ojos avergonzada. Era incapaz de sostenerme la mirada, lo que me puso el rabo aún más duro.
En aquellos momentos, tenía la sensación de que en cuanto acercarse su cara a mi ingle iba a empezar a soltar chorros de lefa hasta el techo. Así que, haciendo un esfuerzo de contención y poniendo mi mejor cara de pena, supliqué a mi madre:
-¡Anda, por favor, mamá, mírame esto! ¡Sólo será un momento!
Segundos después, volvía a tener a la jaca en mi terreno, con la cabeza entre mis piernas, esnifando la fragante mezcla olorosa de polla, cojones y culo que ya debía estar haciéndole arrugar la nariz. O humedeciéndole el coño, a saber…
Por mi parte ya se podía ir acostumbrando y tomándolo como un perfume afrodisíaco, porque ni de lejos iba a ser la última vez que estuviese en la misma tesitura.
En unos instantes empezó a palpar mi ingle, cerca de mis colgantes huevos, pero intentando, delicadamente, evitar el mínimo contacto.
Empecé a gemir descaradamente, como si sintiese una mezcla de dolor y alivio, con la única intención de inquietarla. Ella, que palpaba con sumo cuidado, musitó:
-Pues… Andrés, hijo, yo no sé… No estoy notando… No te veo nada, vamos…
-¡Aaaay! ¡Aaaay! -insistia yo- Sigue mamá… Por favor… Mírame por el escroto… Toca por allí…
Lancé el primer torpedo a su línea de flotación. A ver si colaba…
Evidentemente, si estando cómo estaba, con su cabeza incrustada entre las piernas de su hijo y con sus ojos a escasa distancia de una erección de caballo, y no haber salido corriendo, era el momento (por mí parte) de ir a por todas o de renunciar a mis planes.
Mamá, tímidamente, empezó a palpar con mucha suavidad mi tensos cojones.
En ese momento empecé a gemir en plan descarado, como si sintiese un tremendo alivio, lo que no pasó desapercibido para mamá. Algo más animada, al haber encontrado la fuente de mis molestias, dijo:
-Menos mal, hijo, parece que vamos acotando el problema… ¿te encuentras mejor?
-¡Aaaay! Sí, un poquito… Oye mamá, ¿porque no me das un besito….? Por favor, como cuando era pequeño, en plan sana, sana, culito de rana…
Ella volvió a quedarse congelada y yo, para presionarla, empecé a gimotear de nuevo como si estuviera roto de dolor.
Aunque lo que me tenía roto era la presión de la erección de mi tranca.
Despacito, como dice la canción, fue acercando sus labios a los huevos. Y me dio un besito muy suave, pero que me hizo pegar un respingo contenido, porque no quería asustarla ahora que la tenía contra las cuerdas.
No sé si ella se apercibió de mi gesto o no. En cualquier caso, parece que, poco a poco, fue venciendo la posible repulsión que tuviese y continuó con los besitos. Unos besitos secos y suaves, pero que me estaban poniendo como una moto.
-¡Muy bien, mamá, muy bien! -intenté animarla- Sigue, así, sigue…
Ella con la boca pegada a mis cojones, los ojos cerrados y concentrada en su labor, respondió:
-Ssssí… ‘ta bien… ¿te guddta así…?
A la pobrecita le costaba hablar con la boca pegada a mis huevos.
-Muy bien, mamá, muy bien, lo estás haciendo divinamente… -mientras hablaba ya no había podido resistir más y acababa de empezar a pajearme.
Mamá abrió un momento sus entrecerrados ojos y, al ver cómo me meneaba el rabo se quedó un momento con la boca abierta y los ojos como platos.
-¡Mamá, por favor, no pares ahora…! ¡Por Dios, continúa! ¡Chupa bien los huevos…! ¡Sana, sana…!
No sé si fue la referencia al Gran Hacedor o el desconcierto de ver, literalmente, delante de sus narices, a su amado hijo machacándose la tranca, pero mamá volvió a cerrar los ojos y se puso a chupar los huevos cómo si no hubiese un mañana.
Esta vez se dejó de besitos de «hermana» y empezó a lamer y babear como el que saborea un buen helado. La baba empezó a chorrear entre mis piernas y a remojarme el ojete.
Yendo a por todas, le pedí:
-¡Muy bien, mamá! Me aliviaría mucho si me chupas un poco el culo…
Bajó la cabeza. Decidí ser más directo y le dirigí la cabeza con la mano:
-¡La lengua en el ojete, mamá! ¡En el ojete…!
Ella, ya totalmente sometida, obedeció.
Todavía no sé cómo pude aguantar tanto tiempo sin correrme, teniendo en cuenta lo estimulante de la situación: la jamona de mi madre arrodillada entre mis piernas, con su lengua repelandome el ojete y soltando babas a cascoporro, mientras, con la polla cada vez más dura y soltando líquido preseminal mi mano derecha la meneaba con rabia.
Pero no quería desperdiciar la descarga como si fuesen balas de fogueo.
Mamá, disciplinada y resignada, al cincuenta por ciento, seguía sin rechistar mis instrucciones («así, así… más rápido, muy bien… escupe… lame«) siempre atenta a mis gemidos y mis reacciones.
Finalmente, le pedí la mano. Ella, la levantó, pensando que solo quería cogerla. No era esa mi intención. La coloque en la polla y le dije:
-Agárramela, mamá. Y mueve arriba y abajo… Me alivia mucho.
Ella, hizo un breve amago de soltarme el rabo. Pero fue solo para acomodarse y cogerla con más fuerza.
La miré y pude ver cómo la manita, con el anillo de casada en el anular, apretaba con firmeza mi venosa tranca y empezaba a moverse rítmicamente, sin levantar su atareada cabeza que proseguía incesante su labor de ensalivado a fondo de mi culo y alrededores.
Tras un breve periodo, decidí ir a por todas y, agarrando con fuerza la cabeza de mamá, la levanté y pude ver su enrojecida jeta y sus hinchados labios que se desplegaron de mi culo dejando espesos hilos de babas colgando entre su boca y mi culo.
-Mama -le dije, mirando fijamente a sus ojos- Necesito que me alivies… ¡Por favor…! La tengo muy hinchada… Es insoportable…
Ella, medio aturdida, se limitó a asentir jadeante. No sé si entendió a la primera lo que le estaba pidiendo. Pero está claro que, en cuanto le agaché la cabeza, apuntado su cara hacia la polla, que todavía sujetaba con fuerza con la manita, captó el tema a la perfección.
Con cierta torpeza, pero con mucha voluntad, abrió la boca y engulló el capullo y poco más, sin dejar de menear la polla con la mano. De momento, me bastaba. Tampoco me iba a quejar de la pobre mojigata. Bastante había conseguido, de momento.
Fue notar el calorcillo de su boca y, sobre todo, el cuadro de su esfuerzo por «aliviarme» lo que me hizo empezar a eyacular como un salvaje.
Previendo una posible reacción de asco, decidí apretar con fuerza su cabeza para evitar que la soltase.
-¡Por favor, mamá, por favor…! No te la saques… ¡Ahora no!
Sorprendentemente, cualquier amago de resistencia por su parte había desaparecido y no hizo el menor amago de sacarse la polla de la boca o de parar su rítmica paja. No obstante, no se tragó la leche y, a borbotones, se escapaba de la comisura de sus labios y chorreaba por el tronco hacia mis cojones.
Ya habría tiempo de acostumbrarla a no desperdiciar mis corridas. De momento, no podía quejarme, en absoluto de mi abnegada madre.
La polla iba perdiendo rigidez muy lentamente, mientras mamá, no parecía dispuesta a separarse de su trofeo. Parece que estaba bien contenta de su tarea terapéutica.
3
No diría que a partir de ese día todo fue coser y cantar, perdón, mejor dicho, coser y follar, pero, ciertamente, la cosa fue sobre ruedas.
Cada vez que tenía ganas de una buena mamada me bastaba con hacer el paripé y, cojeando un poco y poniendo cara de pena, decirle a mi madre:
-¡Joder, mamá, hoy me molesta bastante la ingle! Podrías…
No hacía falta ni terminar la frase y ya la tenía engullendo mi rabo con ansia viva, en mi habitación, el sofá o dónde fuese (dependiendo de si el alce -mi padre- estaba en casa o no…).
Poco a poco fue superando las arcadas y acostumbrándose a mi polla. Los trabajitos que me hacía eran completísimos, dignos de las mejores felatrices del porno, e incluía el repertorio completo de lametones, chupada de huevos y beso negro. En fin, todo aquello que cualquier macho pudiese desear de su guarra.
Con la práctica había aprendido a tragarse la polla al máximo de su capacidad. Su garganta profunda era más que aceptable. Disfrutaba un montón con el zumo de leche que recibía como premio al final de cada «servicio terapéutico«. Aunque seguía manteniendo los reparos y la apariencia de que no se trataba más que de un favor para evitarme molestias y dolores musculares por esa extraña inflamación que padecía y que nadie había visto. A no ser que consideráramos inflamación a una polla tiesa, claro…
Al principio, intentaba evitar solicitar los servicios de mi amable madre cuando mi viejo estaba en casa. Para no provocar situaciones incómodas. Pero el segundo fin de semana, desde que empezamos el tratamiento, por así decirlo, que además era puente por un festivo, decidí que ya estaba bien, que no estaba dispuesto a pasar cuatro días de espera entre mamada y mamada. Así que, ni corto, ni perezoso, empecé a presionar a la jamona, pensando erróneamente, que sería un trabajo arduo conseguir que me dedicase unos minutos de su precioso tiempo robados al sacrosanto servicio de esposa perfecta para su catolicón marido. Nada más lejos de la realidad. En cuanto me vio aparecer renqueando por el salón, dejó la cena y al pater familias a medias y aduciendo “¡Míralo, Pepe, pobrecito tu hijo cómo está! Voy a ver si le quito la contractura…” Me condujo a mi habitación y el resto es historia.
Baste decir que, apenas quince minutos después, mamá retomaba el plato de sopa que había dejado a medias, todavía con el delicioso sabor del esperma en sus papilas gustativas. Supongo que ese día la ración debió de resultarle especialmente nutritiva a mi madre, porque, tras decir al cornudo: «No puedo más, Pepe, estoy llena«, renunció al filete que tenía de segundo plato.
Ni que decir tiene que mis planes de habían vuelto más ambiciosos y que ya estaba preparando un encuentro en la tercera fase con mamá. Para vencer sus inhibiciones había comenzado una tremenda ofensiva de abrazos, caricias y besos con la que la atosigaba siempre que tenía ocasión. Procuraba arrimarme a ella, restregar mi polla, que se ponía tiesa en cuanto la veía aparecer, y sobarle a fondo las tetas y el culo mientras le besuqueaba el cuello y me la camelaba con frases chorras en plan: «Mira la mejor y más guapa mamá del mundo«.
Pero ella seguía sin soltarse. Era abnegada y generosa, pero tampoco tanto.
Habría que esperar el momento.
4
No había perdido la esperanza de taladrar a mi madre, pero no acababa de encontrar la forma de conseguirlo y hacerlo de tal manera que le permitiera a ella salvar los papeles. Algo así como que ésa era la única opción que la buena mujer tenía, que follaba con su hijo, por necesidad, por altruismo, por hacer el bien o por lo que fuese, pero nunca por lascivia o por placer. Sí acaso eso sería un indeseado efecto secundario… Como los manchurrones de humedad que marcaban sus bragas después de cada mamada y la obligaban a cambiarse de ropa interior después de engullir la generosa ración de esperma que le soltaban los siempre atiborrados cojones de su hijo.
Al fin un golpe de suerte (mala suerte para el interesado, buena para nosotros…) acudió como Deus ex machina para permitir un feliz desenlace de nuestra historia de ¿amor?
Un accidente laboral bastante aparatoso acabó con los huesos de mi padre en el hospital. No fue extremadamente grave, se rompió una pierna y hubo que ponerle una prótesis en el hueso, pero nos garantizó dos semanas de ingreso en la Clínica de la Mutua del trabajo.
Mi madre pidió permiso en su trabajo para acompañarlo en el trance, pero se encontró con la Clínica en overbooking y en la habitación de mi padre lo único que había para acompañarlo era una incómoda silla. Caballerosamente, me ofrecí para ser yo el que se quedase con el viejo por las noches, pese a que él insistía en que estaba bien y no necesitaba nada. Mi madre, muy en su papel de abnegado puntal del hogar, y quién sabe si sintiéndose algo culpable por su compulsiva ingesta de zumo de polla, dijo que ni hablar del peluquín que si alguien tenía que quedarse sería ella, que era su obligación y tal y tal.
Resultado: tras pasar la noche en la puñetera e incómoda silla, sin casi pegar ojo, al día siguiente mi pobre madre tenía una lumbalgia del quince.
Mi padre, generosamente, la envió a casa a descansar, a ver si se curaba, solo faltaba que ella también se pusiese enferma. Y a mí, que a regañadientes me ofrecí para acompañarlo la siguiente noche, me exoneró de la obligación y me dejó libre como un pájaro. Para que de paso cuidase a mi baqueteada madre. ¡Y tanto que iba a cuidarla!
El momento había llegado. Al llegar a casa encontré a mamá apalancada en el sofá viendo la tele, tapada con una mantita, a pesar del calor, y con una bolsa de agua caliente en los riñones…
Ese cuerpazo pedía un masaje a gritos. Había llegado el momento de devolver los favores a mamá.
Me acerqué a ella y tras darle un casto besito en la mejilla me limité a preguntarle:
-¿Quieres que te ponga un poco de Réflex por la espalda, mamá…?
-Claro… -me respondió con voz trémula. Creo que, en esos momentos ya intuía cómo iba a terminar el asunto.-Pero, mejor que Réflex, ponme crema hidratante de esa de olor a vainilla que hay en el tocador…
Lo capté enseguida, si me pringaba las manos con Reflex y luego pretendía meterle mano, le iba a escocer un poco el chochete… Además, según pude comprobar luego, el dolor de espalda tampoco era de los que te dejan para el arrastre. Parece que la santita no era del todo sincera en cuanto a su presunta lumbalgia. Por lo menos a ella no le impidió cabalgar mi polla, ni recibirla disciplinadamente a cuatro patas… Pero estoy adelantando acontecimientos. Volveré al orden cronológico.
Bueno, pues allí la tenía, tumbada boca abajo en el sobrio lecho matrimonial. Una cama de 1,35, no muy ancha, de las que ya no se estilan, pero con un colchón cómodo y duro del que deduje, acertadamente, que me vendría luego la mar de bien para las maniobras sexuales que tenía intención de llevar a cabo.
La decoración del dormitorio era sobria, en consonancia con la pareja que compartía el lecho. Un armario ropero no muy grande, con las puertas de espejo, dos pequeñas mesitas a cada lado con sus respectivas lamparitas, una de las cuales era la única e íntima luz que nos alumbraba y en la pared del cabecero de la cama un par de láminas religiosas enmarcadas flanqueando un barroco crucifijo plateado con un doliente Cristo que se disponía, supongo que a su pesar, a ser testigo de una morbosa escena.
Cuando volví a la habitación, tras ir al lavabo a por el bote de crema hidratante, mamá ya se había despojado de la bata que llevaba y se ofrecía tumbada boca abajo, solo con las bragas y el sujetador, ambas prendas de color blanco y de un aspecto funcional. No era precisamente lencería erótica. Pero, bueno, yo iba hipermotivado y ver el culazo de jamona levantándose como un prometedor promontorio y sus melones desparramados a ambos lados y apenas contenidos por la tensa tela del sostén, hicieron palpitar mi rabo, anticipando la fiesta que estaba por llegar.
Mamá, tenía la cara girada y los ojos cerrados. Al oírme entrar se limitó a emitir un ronroneo parecido a un quejido. Se estaba haciendo querer.
-Tranquila, mamá, ya verás cómo enseguida te pones bien.
Dejé la crema en la mesita y, para adelantar faena y sin consultar con la interesada, me despojé de la camiseta y el pantalón y subí a la cama para colocarme a horcajadas sobre su pandero. Podría haberme quitado los calzoncillos, pero tampoco quería asustar a mi presa, no vaya a ser que alzase la vista y, mirando el crucifijo, le diese un ataque de pudor.
Aunque dudo mucho que ni la visión del crucifijo, ni una aparición divina hubiesen revertido la situación. Si la jamona no dijo nada cuando estaba sobre ella, con la polla como un palo, cuya dureza tenía que notar por fuerza, sólo separada de su piel la tenue tela de la ropa interior de ambos, creo que se había rendido a su destino. Y encantada de ello, además.
-Así estaré más cómodo, mamá, y me irá mejor para ponerte la crema…-dije para justificar mi postura sobre su culazo.
-Sí, hijo, hazlo cómo veas…
Cogí el bote y empecé, como un buen quiropráctico, soltando una plasta en los riñones que comencé a masajear con suavidad. Ella seguía ronroneando y murmurando, «va bien, hijo, va bien, sigue así…«
Y, aprovechando que el Pisuerga pasa por Valladolid, le desabroché el sujetetas sin pedir permiso. Su silencio y el ver como ella se incorporaba brevemente para que se lo quitase del todo me espoleó.
Fui masajeando sus domingas por detrás e, inclinándome sobre ella, empecé a besarle suavemente la cara y el cuello al tiempo que frotaba la polla, ya fuera del calzoncillo, por su pandero.
-¿Va bien, mamá?- le susurré al oído.
-Mmmuy bien… -respondió al tiempo que se incorporaba lo justo para que pudiese meter las manos bajo sus tetas y acariciar sus pezones, tiesos como piedras.
Ahora ya gemía descaradamente por lo que decidí subir de nivel. Paré un momento, haciendo caso omiso a sus quejas, y, tras quitarme los calzoncillos del todo,le pedí:
-Levanta un momento, mamá. A ver si te puedo quitar esto –“esto” eran las bragas king size que llevaba- y te doy crema más abajo…
Lo captó enseguida y alzó el trasero para que pudiese estirar de las bragas hacia abajo.
Nada más hacerlo me llegó un fuerte tufo a coño en ebullición que me puso verraco perdido.
-Quédate un momento así, mamá -le dije- que quiero mirar una cosa… Unos granitos que tienes por aquí…-mentí como un poseso, pero la ocasión la pintan calva… Aunque en este caso… Mamá lucía una buena pelambrera. Nada exagerado, pero se nota que no había descubierto las virtudes de un buen chocho mondo y lirondo… Aunque si tenemos en cuenta que el beneficiario era el santurrón de mi padre, pues, vamos, se entiende todo. En fin, ya me encargaría yo de reconducir su estética íntima por unos derroteros más placenteros… Para mí, claro.
El caso es que con mi nariz a centímetros del apretadito ojete de mamá y de su reluciente (ya babeaba) y apetecible coñito, hice un Kit-Kat recreándome con los excitantes efluvios que emanaban de mi progenitora, con la ridícula excusa de los inexistentes granitos, antes de entrar a matar.
Mamá permaneció con el culo en pompa, expectante y, a buen seguro, notando mi caliente aliento en sus partes nobles.
-Mama, ahora voy a abrirte las cachas para ver esto bien. No te asustes si notas que soplo o algo…
-No, no, hijo, no te preocupes. Me fío de ti. -«Pues estás apañada» pensé «¡ya te tengo mirando a Cuenca, a ver qué viene ahora… Je, je, je!»
Con delicadeza, le abrí el culo y, con el delicioso ano bien expuesto, empecé a soplar suavemente, mientras con la otra mano le comencé a acariciar el coño. Sin solución de continuidad, tras un par de suaves besitos empecé un beso negro y un recital de lametones que, combinados con la paja que le estaba haciendo, empezaron a arrancar primero gemidos y después jadeos cada vez más intensos de mi querida madre.
Llegó el momento de rematar la jugada. No hizo falta hablar. Justo cuando mamá, gimiendo como una puerca, se corrió, la agarré de la cintura, poniéndola a cuatro patas. Ella, todavía tímida, pero perfectamente consciente de lo que estaba ocurriendo, mantuvo la cabeza agachada, algo aturdida aún por el orgasmo.
Moví sus piernas con las rodillas, apunté el capullo a su vulva y, tras sujetarla con fuerza de los hombros, embestí de cuajo, clavándole la polla hasta los huevos de un solo golpe. Entró en el chorreante coño, como un cuchillo en la mantequilla caliente.
La jamona no pudo evitar un alarido, al tiempo que sus tetazas se movían como un péndulo. El grito me asustó y frené de golpe.
-¡No pares, no pares, hijo! -me tranquilizó ella-Todo está bien. No ha sido nada… Es que todavía me molesta un poco la lumbalgia…
Mientras mi cachonda madre trataba de justificarse empecé el rítmico vaivén que tanto había deseado. Con las manos agarrando con firmeza sus hombros, empujaba con fuerza y después sacaba la polla casi del todo. Del impulso, mamá empezó a dar rítmicos golpecitos en el cabecero de la cama. Por un momento me preocupó que pudiera hacerse daño y me detuve.
-¡Sigue, sigue, no pares ahora…!
Estaba desatada así que no vi motivos para retrasar la descarga de leche en el coño materno que llevaba esperando desde hacía tanto tiempo.
Después de desplomarme sobre su lomo, permanecí un largo minuto medio catatónico antes de echarme a un lado para ir preparando el siguiente asalto.
Mientras recuperaba el resuello observé que mamá permaneció boca abajo, en la misma postura que al comienzo pero con las piernas bien abiertas.
Me incorpore un segundo para echar un vistazo a su pandero y, por el entreabierto coño, pude ver un reguero de semen cayendo hacia la sábana.
Había descargado bien los cojones, está claro.
Mamá respiraba relajada, recuperándos. No dijimos nada. Por un momento pensé que se quedaría dormida. Pero no. Cinco minutos más tarde se giró de lado y me preguntó:
-¿Cómo estás, cariño, te molesta tu contractura?
No me costó nada deducir que era el código para reanudar la ofensiva y, por supuesto, entré al trapo.
-Pues… No sé, la verdad es que me molesta un poquito por aquí por la ingle y eso… ¿Y tú de la lumbalgia…?
-¡Aaah, bien, bien! –respondió distraídamente –Ya me molesta menos.
Menuda cuentista.
Mientras hablaba me palpe la polla, todavía morcillona para que viese con claridad cuál era el «y eso» al que me refería cuando contesté a su pregunta. Aunque no creo que abrigase ninguna duda al respecto, sobre todo si tenemos en cuenta cómo se amorró al pilón para poner mi soldadito en posición de firmes, al tiempo que afirmaba, categóricamente:
-No te preocupes, hijo, que enseguida te alivio la molestia…
Y engulló el rabo, todavía pringoso de sus flujos hasta que lo dejó reluciente.
A continuación, se montó ella misma y, ensartando su estrecho coñito en mi tranca, procedió a un frenético vaivén que hizo temblar la habitación.
Bajo su cuerpo, me dejé hacer admirando sus melones sujetándolos con las zarpas y magreando los pezones.
Ella permanecía como en trance, con los ojos cerrados. Concentrada en su placer.
Se corrió relativamente rápido, pero tuvo el detalle de no rematar la faena hasta que notó que de mi polla empezaba a brotar una nueva ración de leche, acompañada por un gruñido gutural.
Entonces frenó y abrió los ojos, todavía ensartada en mi rabo. Se encontró con la cara frente al crucifijo que presidía el lecho matrimonial y, sintiéndose culpable, no tuvo mejor idea que persignarse. Casi me descojono al verla ¿de verdad pensaba que Dios iba a preocuparse de una beata adúltera, con la de problemas que hay en el mundo? En fin, cosas de mi madre y sus complejos religiosos.
Después, desmontó rápidamente y, dándome la espalda, se hizo un ovillo. La oí gimotear y supuse que acababa de darle un ataque de remordimientos.
La abracé por detrás, para consolarla, darle apoyo y esas paridas. Aunque, eso sí, procuré encajar bien mi tibia polla entre los cachetes de su culo para que no olvidase qué era lo que necesitaba realmente para ser feliz: menos misa y más polla.
Más tarde, tras recuperarnos le sugerí que, para mejorar las posibles irritaciones que le había visto en mi exploración de bajos, lo que tenía que hacer era depilarse bien toda la zona: «Cuanto antes, mejor, mamá, cuánto antes mejor…» insistí. No tenía ganas de volver a comer chocho con pelillos.
Captó la sugerencia a la primera. Aquella noche echamos dos polvos más, siempre con la estúpida excusa de revisar las respectivas irritaciones, contracturas o chorradas. Pero fueron las dos últimas veces que mi polla tuvo que abrirse paso por el Mato Grosso de mamá. Sólo interrumpimos la fiesta para cenar y llamar al hospital para interesarnos por el cornudo.
La tarde siguiente ya estrené con agrado su nuevo coño de Barbie Superstar.
5
Después del desparrame absoluto en el que finalmente me folle a mi madre, pensé que era un buen momento para quitarnos las caretas y dejar de hacer el chorra con las paridas de las terapias y tal.
Pero, tan solo dos días después del primer polvo y con el viejo todavía en la clínica, cuando decidí decirle, así como de pasada, si echábamos un kiki y vi la cara de estupefacción y sorpresa que puso mi vieja, me di cuenta que lo de los eufemismos no es que fuese para largo. Es que era para siempre…
Y eso, que cuando le comenté lo de echar un polvo, le estaba medio sobando las tetas en el sofá y con la polla rígida firmemente apoyada en su trasero. El caso es que la beata santurrona se dejaba hacer de todo (y hacía de todo…) siempre y cuando hubiese algún motivo terapéutico (real o no) para llevar a cabo nuestras libidinosas intenciones. Hacerlo porque sí y, sobre todo, reconocerlo abiertamente era algo completamente impensable.
Así que ante su sorprendido:
-¿Qué has dicho…?
Respondí lacónicamente, mirando su espectacular cara de susto:
-Nada, nada… Sólo que me molesta un poquillo la ingle…
-¡Anda, anda…! Pasa para adelante y entra en la habitación que te miraré a ver si te quito la molestia… Y luego me miras tú los granitos esos que tengo por abajo.
Absurdo, ¿verdad? Pues esto es lo que había. Aunque, bueno, los remilgos se me quitaban totalmente en cuanto derramaba una buena ración de leche calentita en su garganta o, ahora ya sí, en su cálido y acogedor chochete.
El resto de días que mi padre permaneció en la clínica, los aprovechamos bien a fondo. De tres polvos durante la jornada no bajábamos.
Pero todo lo bueno termina y el viejo acabo de vuelta, con unas muletas y la perspectiva de una larga recuperación a la vista.
Se acabó usar la habitación de matrimonio para nuestras acrobacias. Aunque Dios aprieta pero no ahoga, y al menos el tema de la movilidad del viejo, o su carencia de ella, mejor dicho, nos vino como agua de mayo para «aliviarnos» de nuestras respectivas contracturas, usando, según el caso, la cama de mi habitación, o el sofá del salón, dependiendo de donde hubiese apalancado el viejo sus posaderas.
Por mi parte, había decidido empezar a explorar la última frontera e ir allanando el camino para la traca final.
A medida que iba haciendo comidas de conejo, ahora sí, perfectamente depilado, fui tanteando el tentador ojete materno. Primero con suaves lametones y después explorando con los dedos. Ella, salvo un breve respingo el primer día, se fue dejando hacer cada vez más complacida. La excusa era que tenía la zona un poco enrojecidas, bla, bla, bla…
Tras los primeros tanteos, fui volviéndome más osado. Y, lo que empezó siendo un dedo, acabaron siendo tres. Y combinados con un férreo masaje de clítoris que hacía berrear a la cerdita.
Mamá debía estar bien encantada con el asunto, porque acabó pidiéndome, con toda naturalidad y modestia, eso sí, que a ver si le echaba un ojo a «la irritación esa de ahí abajo…» A mí, como a todo buen hijo obediente, me faltó el tiempo para ponerla con el culo en pompa y empezar a excavar en su oscura y aromática gruta.
Que usase las manos para separar los glúteos y la polla como periscopio anal era cuestión de tiempo. Ocurrió más pronto que tarde y no pareció que sorprendiese a la santurrona.
Con mi padre en el salón viendo la tele y la puerta de mi habitación entreabierta, para oír cualquier movimiento sospechoso, le clavé la tranca hasta los huevos, después de haber hecho un trabajo previo de lubricación y ablandado. Ella se mordió los labios convirtiendo en gruñido el previsible alarido. No tardó ni cinco segundos en empezar a gemir bajito, como en trance. Yo, que estaba notando el placer más intenso de mi vida, empecé a barrenar su estrecho ojete, a un ritmo cada vez más acelerado.
Me corrí en dos minutos y, me desplomé a peso sobre ella, dejando que la tranca se me fuese aflojando poco a poco.
Fue una gran experiencia. A partir de aquel día en nuestra rutina semanal se incluyeron un par de polvos por el culo: revisión anal, como decía la adultera.
Así, furtivamente, permanecimos un par de meses hasta que, el cornudo se recuperó plenamente y volvió al curro. Yo, que acababa de empezar a trabajar también, intenté combinar mis turnos para no coincidir con él en casa y, de paso, poner a la guarrilla de mamá mirando a Cuenca a la menor ocasión.
6
Actualmente acabó de trasladarme a un piso de alquiler, que mi adorada madre se encarga de limpiar, “para que el chico no tenga tantos gastos”, le dijo al cornudo de mi padre. El viejo, cómo no podía ser de otro modo, no sospecha lo más mínimo y se queda en casa todas las tardes viendo telebasura mientras la putilla de su mujer se dedica a vaciarme los cojones en maratonianas sesiones con las más variadas guarrerías. De la limpieza de verdad ya se encarga una empresa…
Pero, así y todo, a pesar de su dedicación a cuidar de mis las dolencias de mi polla, mi santa madre no ha olvidado sus deberes parroquiales y son esas tareas que ha realizado durante el último año en la congregación católica de las que somos miembros las que le han reportado el premio a la abnegación que está recogiendo en estos momentos.
Un premio, como muy bien ha dicho el presentador de la gala, completamente merecido por su abnegación y sacrificio sin igual. Mamá, con una sonrisa de oreja a oreja y, entre los atronadores aplausos del público, lo ha recogido orgullosa, irguiendo su figura y, supongo que apretando con fuerza los glúteos, para notar como las bolas chinas que se ajustan bien a sus orificios.
Un rato antes, mientras engullía mi tranca y le iba introduciendo las bolas, unidas por un cordón en el coño y el culo, le hice prometer que esa noche se escapase de casa, con cualquier excusa para darme un buen repaso a las cervicales. Separando su boca de la polla, con un reguero de baba colgando, me miró con los ojos vidriosos por el esfuerzo de tragar y, con una resplandeciente sonrisa iluminando su cara congestionada, me dijo:
-¡Claro, hijo, a fin de cuentas hoy me dan un premio a la abnegación! No voy a dejar sufriendo a mi propio hijo, ¿no?
Y volvió a agachar la cabeza para obtener su recompensa.
Una santa, ya te digo.
FIN