Mamá sabe que soy una puta

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Perdí la cuenta. Las primeras veces se hace fácil llevar un pequeño diario mental de tus relaciones sexuales, incluso puedes recordar con facilidad todos los orgasmos que te ha producido tu pareja, los lugares, el día y la hora exacta de todos esos momentos, pero si fueses una mujer como yo, adicta al sexo, sin un antídoto que calme mi deseos, sabrías que no puedes retener todo en la mente, llega un momento en que pierdes la cuenta y ese hecho te produce morbo, te conviertes en una ninfómana si es que acaso no naciste para ello.

A eso hay que agregarle el ingrediente perfecto: un primo dos años mayor, tan sediento de sexo como tú, que se hospeda en tu casa, a escasos metros de tu habitación, y unos padres tan confiados que no sospechan lo que sucede mientras cumplen su jornada laboral o mientras yacen dormidos después de un largo y afanado día.

Una tarde, ese primo tan sediento de sexo como yo me cogió en la habitación de mis padres, en la cama para ser exactos, faltando poco tiempo para que mis padres aparecieran en casa. Yo me negaba e incluso me molestaba, pero él insistía y prácticamente me forzaba, me desprendía de mi ropa en una lucha que siempre terminaba ganando y me hacía suya a la fuerza mientras disfrutaba verme resistirme a él sin éxito, rindiéndome a su poder sobre mi, a su penetración, sus mordiscos, pellizcos, besos y demás.

Una vez terminado el acto, apresurada ordenaba la cama, cambiando las sabanas y preparando una historia por si mi madre lo notaba y me sometía a un interrogatorio, pero mis padres eran tan despistados que no se daban cuenta de todo lo que sucedía en su ausencia.

Diego me cogía donde le daba la gana, excepto en los exteriores de la casa, yo debía recoger el desorden que dejábamos para no levantar sospechas. Él disfrutaba con eso, con el morbo de saber que podían descubrirnos, yo entraba en pánico cada vez que a Diego se le ocurría cogerme en esas horas arriesgadas.

Siempre que llegaba del colegio sabía que cogeríamos, ya fuese en su habitación o en la mía, en mi baño, en el de planta alta o el de planta baja que usaban papá y mamá, en la cocina, en el lavadero, en la sala, al inicio de las escaleras, en el patio. Si yo me negaba daba igual, me convencía o me forzaba.

Esto de forzarme no era que me violara sino que a pesar de mis negativas ya que podrían descubrirnos él terminaba convenciéndome, obligándome a rendirme a su capricho y obviamente a disfrutar ambos del momento.

No tarde mucho tiempo en pervertirme o mejor dicho, en dejarme pervertir completamente y acceder a todos sus deseos aunque debo enfatizar que fui inteligente en ello. Seguí actuando como si algunas veces no quisiera solo para verle juguetear que me forzaba y que se hacía lo que él desease, me di cuenta de que sentirme manipulada de esa manera me excitaba más de lo que yo hubiese imaginado.

Me volví adicta a su semen, no a su sabor sino al morbo que me produce sentirla caer en mi lengua, mis dientes, mis labios, mi cara, mis ojos, mis senos, mis nalgas.

Muchas veces me fui al colegio con restos de semen en mi boca, saboreando poco a poco como si se tratara de leche condensada hasta que ya no queda nada, solo un pequeño sabor picante en la lengua y el paladar. Saludar a mis amigas con un beso en la mejilla sin que tuvieran la menor idea de que minutos antes un hombre se había corrido en mi boca.

Me encantaba que Diego me cogiera en mi baño, si él no estaba de ganas me bastaba salir del baño humedecida, desnuda, me presentaba ante él y como un imán se iba tras de mi, pues yo salía corriendo sabiendo que vendría a por mi a darme mi merecido de la forma como a él le gustaba, a la fuerza, con rudeza pero asegurándose de que yo disfrutara el momento tanto o más que él.

El sexo anal casi siempre estaba presente, estuviese o no preparada para ello y aunque pudiera parecer extraño Diego me ha hecho alcanzar riquísimos orgasmos siendo penetrada analmente sin hacerme una limpieza previa, otras veces simplemente no puedo y me duele pero él ya sabe cuando detenerse ya que el dolor es agudo o cuando continuar aunque me duela sabiendo que lo estoy disfrutando.

Un miércoles de junio, llegué del colegio, ambos teníamos unas ganas enormes de tener sexo esa tarde. Me duché, me preparé analmente y al salir Diego ya me esperaba en su habitación. Fui hasta él desnuda, dejando plasmadas en el camino las huellas de mis pies. Al verme en la entrada de su habitación me tomó del cabello y me hizo chuparle la verga por un largo rato, estuve aproximadamente unos quince minutos chupándosela, de rodillas, deseando que en cualquier momento se corriera en mi boca pero eso no pasaría.

Me ordenó subir a la cama, ponerme en cuatro con mis pies sobresaliendo y mi culo ofreciéndose.

Grité, pues, me la metió de golpe por mi cuquita y ahí estuvo un buen rato dándome fuertes nalgadas y jalando de mi cabello. Paraba por unos segundos y cambiaba a mi culito, también de golpe. Una vez más me penetraba, yo disfrutaba sus violentas embestidas, me dolía la cabeza, pues, jalaba de mi cabello con fuerza, no sentía mis nalgas de lo fuerte que las castigaba con sus manos, su pene yendo y viniendo dentro de mi se encargaba de equilibrar el dolor y el placer.

Me dio la vuelta. Quedé acostada frente a él que no perdió tiempo en volver a penetrarme esta vez por mi cuquita y empezó de nuevo el ritmo alocado, yo solo gemía, no podía hacer más que disfrutar lo que me hacía, era su muñeca y me traía y me llevaba a su ritmo y antojo, sin olvidar las obscenidades que me profería. Estuvo así durante un buen rato turnándose mi cuquita y culito y yo casi al borde del agotamiento de tanto placer y dolor.

Nos olvidamos de nuestro entorno, Diego parecía estar cerca de alcanzar un orgasmo, fue entonces cuando miré hacia la puerta y no podía creer lo que estaba viendo.

Por un momento pensé que era mi imaginación haciéndome una mala jugada. «No, no, no puede ser», pensé, pero Diego continuaba embistiéndome, incluso me abofeteó y me llamó puta. No podía estarme pasando eso, tanto que me cuidé, tanto que me advertí a mí misma y a Diego.

—Diego, para —le dije en voz alta y entrecortada debido al ritmo violento de las embestidas de su pene en mi culo.

—Cállate, zorra, esto te encanta —me respondió y me escupió dentro de la boca, algo que no pude evitar, pues, no me lo esperaba.

Me tenía tomada de ambas manos, no podía ni siquiera golpearlo para que reaccionara a lo que yo intentaba indicarle y su escupitajo me hundió más en la vergüenza.

Empecé a sollozar y advertí:

—Diego, mi mamá está detrás.

Fue entonces cuando Diego por mera intuición entendió lo que estaba pasando, miró hacia atrás y se percató de la presencia de mi madre en el umbral de la puerta, mirándonos, con cara triste y llorosa.

Diego me abandonó de inmediato, yo me cubrí la cara de la vergüenza que tenía y continué sollozando.

—Vístete, tu mamá se fue —me dijo Diego a los pocos segundos.

Abrí mis ojos y mi madre ya no estaba, me fui a mi habitación, entré al baño y me desplomé a llorar desconsolada por un largo rato.

Me sentí muy mal, no podía sacarme de la mente la cara de mi madre al verme allí en la cama de Diego, siendo cogida analmente, ver a su sobrino llamarme puta, escupirme y usarme como una vulgar. «Qué habría pensando mi madre de mi», pensé. Medité tantas cosas durante casi una hora, no quería salir del baño, no quería ver a nadie.

No salí de mi habitación sino hasta llegada la noche cuando mi padre me llamó para la cena, siempre solía hacerlo mi madre. Al bajar, me esperaban en el comedor, conversamos por casi dos horas en las que me enteré que habían echado a Diego de casa. Me hicieron muchas preguntas, las respondí todas siendo sincera, les conté todos los detalles, lloraron, se sintieron culpables de todo lo ocurrido.

Así fue como terminaron mis aventuras con mi primo en casa de mis padres, aventuras que duraron casi dos años y en las que experimenté casi todo en el sexo. Tardaría unos cuantos meses extrañándolo hasta que volvimos a tener intimidad, ya siendo una universitaria y viviendo independiente, lejos de mis padres en la ciudad capital.