Mariano, un policía que se pone muy romántico cuando folla a Ramón
Unas cuantas cervezas y tapas más tardes, con nuestros gaznates y tripas saciados, abandonamos el bar. Me sentí un poco desangelado ante la situación. Supuse que tenía que contarme algo importante y no lo había hecho. ¿Se lo habría pensado mejor y se lo había guardado para sí?
En la puerta del bar, cuando me disponía a despedirme de él. Se dirigió a mí en un tono socarrón:
—¿Te piensas ir, así sin más? ¡Quillo, que ya no nos vemos hasta Septiembre.
—Entonces, tú… — Mascullé al tiempo que, inexplicablemente, sentí como el rubor visitaba mis mejillas —¡Qué hijo de puta estás hecho! ¡Podías haber empezado por ahí!
—¿Y quedarme sin ver la cara de pasmao que se te ha quedao?
No podía evitar sentir admiración hacia aquel hombre. Ver cómo sus ojos se iluminaban de ternura y pasión a la vez, propiciaron que de mi boca saliera una pregunta de la que, cuanto menos, sabía la respuesta.
—¿Te apetece venir a mi casa ahora?
—Por supuesto.
Sus palabras fueron como un resorte para mí. Sin pesárnoslos ni un minuto, partimos raudo hacia mi casa. Durante todo el trayecto apenas intercambiamos palabras, alguna que otra nimiedad y poco más. Encontrarme de repente con esa pequeña sorpresa me hacía sentir el hombre más feliz de la tierra.
Una vez en mi hogar, nos desprendimos de las ropas, dejando que nuestros cuerpos sucumbieran a sus instintos. A cada prenda mía que caía al suelo, Ramón me agasajaba con besos y caricias. Cada trozo de su piel que quedaba al descubierto, yo lo cubría con mis labios y mis manos.
Lo cogí de la mano y, silenciosamente, le pedí que me acompañara al cuarto de baño. Una vez allí, nos metimos en el interior de la placa ducha. Abrimos el grifo y dejamos que el chorro de agua nos refrescara.
De un modo casi rudo, sus manos acariciaron mi espalda, para bajar hasta mis glúteos. Me apretaba contra sí con delicado brío. Mutuamente, nos enjabonamos al tiempo que nuestras bocas se besaban. Sentir como la grandiosidad de su virilidad chocaba contra la mía, me hizo suspirar prolongadamente, tal como si hubiera tocado el cielo.
De un modo casi automático, mi suspicacia se puso a funcionar y noté un poco raro a mi amigo, quizás más apasionado de la cuenta. Aunque cada vez que nos veíamos, Ramón avanzaba un paso en nuestra “relación”. En esa ocasión, lo percibí como más entregado, como si hubiera perdido el miedo a tener sexo conmigo.
Una vez nos secamos, pasamos al salón. Hacía un calor horroroso y el aire acondicionado funciona bastante mejor en esa parte de la casa. Le pedí que se sentara en el sofá, con la única intención de efectuarle una mamada. Él con una pícara sonrisa asomándose en su rostro, se negó y me indicó que lo hiciera yo.
Sin darme tiempo a reaccionar y poder salir de mi asombro. Se agachó ante mí, cogió mi polla y se la colocó a la altura de la boca. Una sensación extraña atrapó mis sentidos, estaba absorto ante lo que sucedía y jubiloso al mismo tiempo. No era tan importante el acto en sí, sino la entrega que representaba.
La observó detenidamente, intentando capturar su imagen con la mirada, la masajeó un poco y tímidamente le estampó unos pequeños besos. Aquel pequeño acto encerraba tanto que, por primera vez, sentí que Ramón no se bañaba y guardaba la ropa.
A continuación pegó una pequeña chupetada en el glande, como si comprobara su sabor. Segundos después mi verga era succionada por sus labios, en un principio, sin premura y con mucha suavidad, para aumentar poco a poco la velocidad. He de reconocer, que su inexperiencia propició que sus dientes me dañaran en alguna ocasión un poco, no obstante se estaba portando a las mil maravillas y su boca demostró ser para mí otra gran fuente de placer.
Sin poderlo remediar, mi mente vagaba entre la estupefacción y el gozo. No me podía creer que un tío como Ramón, me estuviera haciendo una felación. Máxime cuando hasta ese momento, yo había sido para él una especie de sucedáneo de mujer, alguien a quien dejar que le comiera la polla y al que follarse a continuación. Aunque nunca me había tratado en la cama como alguien inferior (sino todo lo contrario), tampoco nunca me había visto como un igual. A pesar de los abrazos, a pesar de los besos, siempre había asumido por completo su rol de activo y nunca, hasta ese momento, me había tratado sexualmente como a un hombre.
Verlo postrado ante mí, con mi polla encajada en su boca y pegándome una buena mamada, me hace pensar que algo está cambiando en su interior y que donde una vez solo vi sexo, parece estar creciendo algo más.
—¿Qué tal lo he hecho?
—¡Estupendamente!—Aunque lo intenté, no pude evitar que mi voz sonara condescendiente—. Pero no le llegas ni a la suela de los zapatos al maestro.
Sin reflexionarlo, me agaché ante él con la única intención de tragarme su cipote.
Desde que descubrí que me gustaban los hombres, he de admitir que de las cosas que más me agradaban era comerme una buena polla. Era evidente que chupando la de mi amigo disfrutaba de lo lindo. No solo porque tuviera que tensar los músculos alrededor de la boca para dejar entrar aquel enorme torpedo en mi cavidad bocal, también estaba el añadido de la expresión de satisfacción de Ramón, ver como sus ojos rebosaba de placer, me excitaba tanto como tener ese ancho trozo de carne entre los labios. Es casi lo mejor de practicar sexo con él. Es tan fogoso y efusivo que no puedes evitar entregarte sin medida.
—¡Joder, tío, có-mo la ma-mas!
Oír sus palabras me empujó a seguir jugando frenéticamente con aquel maravillo instrumento. Lo envolvía con la carnosidad de mis labios, saboreándolo golosamente, pringándolo con mis babas desde el capullo hasta los huevos e intentando que penetrara por completo en mi boca. De vez en cuando, en pos de proporcionarle más placer, daba pequeños golpecitos con su glande en mi lengua, para volver a devorarla en todo su esplendor, desde la cabeza hasta casi el final del tronco.
Pese a lo que me estaba gustando succionar aquel mástil de músculos y venas, no tuve más remedio que detenerme. Ramón, inesperadamente, me cogió fuertemente por debajo de las axilas y tiró de mí hacia arriba. Una vez tuvo mi rostro frente al suyo, me besó tiernamente, para terminar abrazándose a mi cuerpo de una forma, cuanto menos, arrebatadora.
Al tiempo que su lengua danzaba con la mía, sus manos se aferraron con suave violencia a mis posaderas y sus dedos empezaron a separar mis glúteos buscando mi caliente hoyo. Sabía perfectamente cómo elevar mi libido, mi corazón latía como si estuviera a punto de bullir y todo mi cuerpo se plegaba ante sus salvajes caricias. ¡El muy cabrón me estaba poniendo como una moto! Y era consciente de ello.
—¿Sabes lo que quiero? —Me susurró sensualmente al oído.
—¡Síii!
—¿Me lo vas a dar?
—Sí, pero vayamos a la habitación que estaremos más cómodos.
—No, tengo una idea mejor —Bajó la mirada y me señaló con ella la mesa del salón.
No podía salir de mi asombro. Lo miré de arriba abajo, por si estaba de coña o algo por el estilo. En su semblante no encontré ninguna señal de que estuviera de broma, solamente una lujuria desmedida que brillaba en sus ojos y se pintaba en su sonrisa.
Ramón estaba resultando ser toda una caja de sorpresas para mí. Si hace un año me hubieran contado que era tan imaginativo a la hora de practicar el sexo, no me lo hubiera podido creer. Tanto más avanzábamos en nuestra sexual relación, más facetas desconocidas de él descubría. En aquel momento me estaba proponiendo, a mí que soy un cinéfilo de pro, hacerlo como lo hicieron Jack Nicholson y Jessica Lange en “El cartero siempre llama dos veces”. Solo de pensarlo me puse tremendamente cachondo.
Despejamos minuciosamente la mesa de todos los enseres que la cubrían. Tras coger lubricante y preservativos de mi habitación, procedí a tenderme boca arriba sobre el rectangular mueble. Una vez acomodé la espalda y la zona lumbar, saque el pompis hacia fuera y encogí las piernas con la única intención de facilitarle a mi amigo el acceso a mi agujero.
Ramón extendió una buena cantidad de la gelatinosa crema en sus dedos, untó con ella mi hoyo y comenzó a hacer círculos sobre él. Una vez consideró que estaba suficiente impregnado de la resbaladiza sustancia, invitó a su dedo índice a internarse en el rasurado orificio. Demostró ser un maestro dilatándome y, poco a poco, haciendo gala de una paciencia infinita, consiguió meter hasta tres dedos.
Alcé la cabeza levemente, para apreciar su desnudez en toda su plenitud. Desde mi posición, me parecía más vigoroso que de costumbre. Me excitaba lo que no hay en los escritos, observar cómo me introducía metódicamente los dedos en mi esfínter mientras, para poner su polla bien dura, se masturbaba. Como consecuencia de todo eso, sentí cómo mi ano se ensanchaba y dejaba pasar sus dedos con mucha mayor facilidad.
Una vez llegó a la conclusión de que mi orificio estaba preparado para albergar en mi interior su miembro, empezó a introducirlo muy despacio, dejando que fuera mi ano quien se fuera abriendo poco a poco, sin forzarlo, pausada y suavemente. Cuando consideró que ya no me haría daño, introdujo sus manos bajo mis caderas y comenzó a cabalgarme al compás de un frenético mete y saca. La sensación de tenerlo dentro hizo que me agarrara al borde de la mesa y dejara salir de mi boca placenteros quejidos.
Por cada centímetro de su masculinidad que me penetraba, yo me encontraba más dichoso. Las gotas de sudor que brotaban de su frente y resbalaban por su rostro, originaban que este irradiara una especie de aura, mitad felicidad, mitad lujuria.
Se movía como si estuviera poseído, de vez en cuando, se detenía para ensalivarse morbosamente los dedos y presionar con su humedad mis pezones. A continuación reanudaba su salvaje cabalgar e inundaba mi interior de oleadas de gozo, como si no hubiera un mañana después.
Buscando prolongar el placer todo lo que él fuera capaz, apoyó la punta de los pies en el suelo y flexionando estos como si ejercitara los gemelos, dejó que su pene se moviera de formar transversal a lo largo de mi recto. Nunca antes me habían hecho algo así. Yo creí que mis sentidos, incapaces de contener tanto placer, me iban a hacer enloquecer.
—¿Estás bien?
—En la gloria —Contesté entre jadeos.
—Pues ahora vas a estar mejor.
A la vez que deslizaba su cuerpo de arriba abajo, sus caderas iniciaron un movimiento circular que fue una verdadera delicia. El tiempo pareció perder importancia, el resto del mundo se borró de mi mente y solo existíamos él y yo. No sé cuánto rato estuvo danzando su miembro en mis entrañas, solo era consciente de que la sensación de que iba a llegar al orgasmo no me abandonaba. Fruto de ello, una mancha de líquido pre seminal empapaba parte de mi vello púbico.
Sin dar indicio alguno de que aquello fuera a concluir, Ramón siguió moviéndose como un condenado y haciéndome gemir a cada oscilación de su pelvis. De cuando en cuando, su rostro se estremecía en una dulce y sensual mueca, al tiempo que me pedía generosamente que siguiera gozando. Yo sumiso y obediente, como en pocas ocasiones, disfrutaba cuanto podía del momento.
Al sentirse atravesados por aquel enorme y rígido trozo de carne, mis esfínteres parecían querer abrirse como una amapola para albergarlo en su interior. El roce con las paredes de mi ano de aquel miembro viril me estaba proporcionando un placer que no encuentro palabras para describirlo. El cúmulo de sensaciones que me embriagaban, al salir y entrar aquel cipote de mi cuerpo, no era comparable a nada que hubiera sentido antes.
Nos corrimos casi al unísono, su semen fue a parar a mi abdomen y se mezcló con el mío. Mientras intentábamos recuperarnos de la monumental paliza sexual que nos habíamos metido, Ramón posó dos dedos sobre la amalgama de semen que se había formado en mi ombligo. Tras empaparlos someramente en el blanquecino líquido y los metió en mi boca, sin contemplaciones de ningún tipo.
Todavía no había reaccionado ante aquel inesperado y morboso gesto, cuando tiró de mí con fuerza para que me incorporara. Al tenerme justo frente a él, acercó su boca a la mía y dejo que nuestras lenguas se unieran en un salvaje zigzaguear, envolviendo mi paladar en una variedad de sabores.
Sin dejar de besarme, me abrazó con frenesí, aplastando mi espalda con la yema de sus dedos, pegando su tórax con el mío y frotando nuestros adormecidos miembros. Parecía que intentara fusionar nuestros cuerpos en uno solo.
Se sentó en el sofá y me pidió que me colocara con las piernas abiertas sobre sus rodillas. No me había terminado de acomodar, cuando sus brazos rodearon mi espalda y prosiguió besándome, esta vez, más tiernamente. Entregado por completo a sus mimos y sumido en un satisfactorio estremecimiento, hundí mi cabeza en su pecho. Durante unos minutos pegué mi oído a su corazón y ronroneé como un gatito. Una vez me cansé de enredar los bellos de su pecho entre mis dedos, levanté la cabeza y, en un tono jocoso, le dije:
—Ramoncito, ¡cada vez me follas mejor!
—Yo a ti no te follo —Me contestó solemnemente —Yo a ti te hago el amor.
—¿Y eso? —Una sensación de perplejidad me sobrecogió, sus palabras estaban impregnadas de una sinceridad que me pareció, cuanto menos, peculiar.
—Por lo que se ve, hay que explicártelo todo —Al decir aquello me regaló una generosa sonrisa, dando aquello que no comprendía por obvio ——.Si he quedado contigo, no ha sido solo por el sexo (¡Qué también!)… Si lo he hecho, es porque hay una cosa que llevo dándole vueltas desde febrero.
Hizo una pausa y tras comprobar que había captado por completo mi atención prosiguió:
—He de admitir que, al principio me dolía la barriga solo de pensar que esto me estuviera sucediendo a mí—Volvió a guardar silencio, como si le costara un mundo lo que tenía que decir, tras cabecear unos segundos, reanudó su pequeño discurso ——.Lo he meditado mucho y considero justo que lo sepas…
—¿No estás dándole demasiadas vueltas a lo que sea? —Dije yo intentando quitarle importancia a lo que fuera que me tenía que contar.
—¿No te imaginas lo que puedas ser?
—No, pero si lo nuestro te supone algún problema. Lo podemos dejar —Respondí con la boca más pequeña que tengo.
—¿Dejar lo nuestro? ¡Y una mierda!
La respuesta de Ramón fue todo menos amable, parecía que hubiera tocado una fibra sensible en su interior. Como cada vez sabía menos de que iba la cosa, opté por no decir nada.
—Con lo listo que eres para algunas cosas, miarma, ¡qué torpe eres para otras!
—¿Quieres soltar ya lo que tengas que soltar? ¡Me estás poniendo nervioso!
La situación había pasado de ser tierna a tensa. Ramón tenía que decirme algo y le costaba muchísimo trabajo. En vez de ir al grano, estaba recorriendo todas las ramas del árbol.
—¿Desde cuándo nos conocemos?
—Desde el colegio, pero eso creo que ya lo sabes —Aunque intenté ser amable, no podía esconder mi fastidio ante tanta vaguedad.
—¿Quién ha sido mi apoyo siempre?
—¿Yo? —A mi pregunta el respondió afirmativamente con la cabeza — ¡Tiene muchos cojones! Toda la vida pensando que tú eras mi apoyo y ahora resulta que es al contrario
—¿Te quieres callar? —Me recriminó cariñosamente —¿Hay alguien en el mundo con quien yo tenga más confianza que contigo?
La pregunta de Ramón tenía tres pares y la bailaora. Pese a que acabamos de compartir un momento de los que uno siempre guarda en la memoria, yo no podía olvidar que era un hombre casado y que su familia ocuparía un lugar más importante que yo en su vida. Aun así, me la jugué haciendo una observación inapropiada.
—Antes pensaba que con Elena… Pero visto lo sucedido en los últimos meses, creo que no.
Sorprendentemente, aquello no le molesto y prosiguió con su retahíla de preguntas.
—¿Cuántos momentos buenos y malos hemos compartidos?
—La gran mayoría, tú fuiste de los pocos que estuvo a mi lado cuando la muerte de mi padre.
—Lo pasaste muy mal y era lo menos que podía hacer.
—La verdad es que nunca me has fallado.
—¿Por qué crees que sigo manteniendo estos encuentros furtivos contigo, a pesar de lo qué arriesgo?
—Por.. que te gus…ta.
—¿Cómo puedes estar tan ciego? —Me recriminó con cierta ironía —Si continuo viéndote, no es solo por el sexo. Si continuo arriesgando mi seguridad familiar por verte, es porque hay algo más…
—No te entiendo.
—¿Y me entiendes si te digo que eres la persona que más quiero en este mundo?
¿Cuántas veces había soñado con escuchar aquello? ¿Y por qué sentí como si toda la culpa del mundo se posara sobre mis hombros?
Podía haber dicho mil palabras y ninguna hubiera sido la más conveniente. Mi única respuesta fue un extenso beso. Me senté sobre su regazo, apoyé mi cabeza sobre su hombro y permanecí en silencio un buen rato. Me sentía la persona más feliz del mundo.
Al marcharse, sentí como si me arrancaran un pedazo. De la alegría de su compañía, pasé a la tristeza de mi soledad. Sin querer, me puse a darle vueltas al coco, a analizar los pros y los contras de la caja de Pandora que Ramón, con su declaración, acababa de abrir y que yo me veían incapaz de cerrar.
Presumía de tener toda mi vida bajo control, sin embargo, el plano afectivo siempre se me iba de las manos. Me enamoraba de las personas menos indicadas: un déspota como Enrique, un tipo casado como Ramón… Sabía que mi amigo nunca me haría daño a adrede. Por otro lado, era bastante obvio que nuestra relación me podía acarrear problemas no deseados.
Sin embargo, estaba contento conociendo que mis sentimientos eran correspondidos. Me lo podía negar mil veces, pero seguiría igual de prendado de Ramón. Pues amar no es aquello que queremos sentir. Amar es aquello que sentimos sin querer.
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