Me dejo caer en la tentación, otra vez
Después de la primera vez entre Mar y yo, los días siguientes fuerron irreales, inciertos como son los sueños. Cuando volvía a ver a María, mi novia, cuando me buscaba para besarme y me decía te quiero y yo le decía te quiero, mi corazón latía más despacio. Cuando la tenía en mis brazos, si bailaba conmigo, por ejemplo, mis ojos se iban siempre al techo. Dejaba de mirar la realidad pues toda ella me la suponía mentira y por tanto cuanto antes me despertase antes acabaría mi teatro. Y sin embargo no fue así, las infidelidades existen y su existencia no arruina la existencia de todo lo demás. Yo quería a mi novia aún, era capaz de hacerle el amor y incluso el desayuno, todavía. Y no sentía culpa exactamente; más bien era un descrétido, un estar fuera de lugar.
Mar se comportó fatal conmigo después de que nos acostásemos. Si había gente delante, me insultaba, me empujaba, se comía mi comida. En público, era la nieta más revoltosa del bautizo. Me sacaba peinetas y yo le sonreía mientras María se pasaba la mitad riéndole la gracia y la otra defendiéndome. Y en privado, era mucho peor. Hacía todo por que volviése a follarmela. En la cocina, mientras desayunaba, ella se ponía delante de mí en el frigorífico diciendo «aparta». Y entonces fingía tratar de alcanzar algo del estante más alto mientras rozaba mi pene con su culo. Ponía su manita en mis caderas y decía «venga, ayúdame» y me empujaba hacía ella. Volvía a sentir el picor en el estómago cada vez que hacía algo así. Me ponía duro como el enebro y mi primer instinto siempre era empujar; agarrar y empujar.
Pero me iba. Dejaba el desayuno y me iba a mi cuarto, esta vez bloqueaba la puerta. Solo era una niña encaprichada de mi juguete. «Ya se le pasará», pensaba, «espero que a mí también». Lo cierto es que ya solo podía masturbarme pensando en ella. Casi siempre era después de uno de estos intentos, siempre era imaginando una continuación. Y de ahí pasaba a los recuerdos. Cuando recordaba el sexo, tenía que parar durante un momento de tristeza al pensar en mi novia. Otra vez estaba engañándola, con el corazón al menos, y si me masturbaba demostraría que ni tan siquiera me arrepentía. Y unos segundos después seguía tocándome, recordándome como Mar lo hacía.
También influye el estrés. Quiero decir que si convives con tu novia y con tu amante es una situación estresante. Y si esta última te persigue en privado y te castiga en público, más. Yo estaba esperando el momento en que ella decidiera contar lo que había sucedido y arruinarme la vida. Pensaba que eso era menos probable si no estaba en casa, por lo que pasaba el día fuera: salía a correr, iba a la biblioteca, me quedaba en el trabajo o tomando algo con los del trabajo. Sobre todo corría, iba a barrios nuevos de la ciudad, llegaba hasta la playa y volvía o iba siguiendo el final del Turia. Pensaba que si me cansaba lo suficiente nada me molestaría. Pero volvía y la veía revoloteándo por casa descalza, con una camiseta de tirantes y sin pantalones. «Ya me iba a acostar…» me dijo una vez, estando yo sudado después de la carrera. «Pues no te lo pienses, niña», contesté. «Es que me falta el biberón», y acercó su mano a mi pantalón, sobando con alevosía. Siempre que hacía esas cosas, siempre que me insultaba también, lo que más me apetecía era cruzarle la cara, darle la vuelta, ponerla contra la pared y… Y nada. Solo la apartaba y me iba enfadado a mi cuarto, y otra vez a masturbarme mientras pensaba «¿Biberón?».
Es por esto que me sentía soñando, pero cuando otros sueñan con uno es costumbre llamarlo normalidad. Una noche de mayo Mar había sido la más insoportable, se había pasado el almuerzo tirándome comida a la cara. En vez de hacerme el tipo duro hice ver que me estaba tocando los cojones. «¿Te soplo una hostia por si te quedas con hambre?», le grité, extendiendo la mano sobre la mesa. Mar y María se quedaron petrificadas. Mi novia me miró preocupada, pasó su mano por mi cara para consolarme mientras yo le repetía que no era para tanto. Mar pasó su mano por su cuello y su pecho, ojiplática, sonriendo como una loca; me parece que hasta se disculpó.
Estaba más molesta los días que estaba más cachonda. Aquel viernes María se iba a pasar un finde con sus padres. Estábamos los tres en el sofá viendo la tele. Mar jugaba a las pataditas conmigo, cubriéndose detrás de María cada vez que giraba la cabeza. «Bueno, cari, te voy a tener que dejar solo para que te la cargues», me dijo la María, quitándose la piernas de la otra de encima. Se fue a su cuarto a por la maleta y Mar me dijo «Bueno, cari…». Estaba bloqueado por la ira. Ni siquiera me levanté para despedirme. «Adios, buen viaje». Y cuando se cerró la puerta y Mar se rió, se me removió la sangre.
«¿Vas a hacer el gilipollas todo el fin de semana?», le dije, tajante. «Eres un imbécil, Reyes», me dijo, «Y haré lo que me dé la gana contigo que para eso eres mío». «Eres una puta. Harías cualquier cosa por bajarte las braguitas para mí y que volviera a empotrarte contra la pared», dije. «Y tú eres un enfermo ¿O crees que no te imagino haciéndote pajas como si tuvieras trece años? cada vez que te rozas conmigo?», me acusó.
«Y te encanta, ¿verdad?», repliqué, «¿Crees que me voy a acobardar por estar cachondo?». «¿Es que estás cachondo, perro?», me preguntó. «Ven y tócalo», le ordené.
Su mano se introdujo en mi calzoncillo y comenzó a medir la envergadura de mi erección. No perdió tiempo para empezar a frotar mientras me miraba y me decía «Vas a hacer todo lo que yo te diga». «Puedes empezar tú», dije, y la agarré de los pelos para llevar su cabeza hasta mi miembro. No hubo que forzar nada. Ella se lanzó casi desesperada a lamer de mi polla como si fuera el manantial de agua del desierto. Gemía de solo lamer, había estado esperando esto tanto como yo. Su boca se adentraba hasta la arcada y lustraba mi escroto como queriendo beber el semen de él directamente. «¿Quieres mi leche en tu boquita, zorra?». «Quiero que me la metas por el culo, imbécil», dijo entre arcada y arcada. La agarré del cuello y alejé sus labios del manubrio; ella puso los ojos en blanco. La tiré contra el sofá y le di un azote tan fuerte como pude. «Ah, sí, joder», decía, «Ah, necesito polla».
La tenía ya por la cintura cuando algo me detuvo. Sentido arácnido. Cinco segundos después se escuchaba el tintineo de las llaves mientras yo me guardaba las intimidades debajo del pantalón. Entraba María. «La mascarilla». «Ah, claro, mira a ver que lleves la cabeza sobre los hombros, amor». «Adiós», «Adiós». Y cuando la puerta se cerró de nuevo yo estaba en mi cuarto, encerrado con la culpa, a salvo, solo.
Al día siguiente Mar intentó colarse en la ducha cuando yo estaba ahí. Discutí con ella. Ni siquiera sé qué quería argumentar. Solo empecé a escuchar cuando dijo «empieza a masturbarte ahora mismo». Fue como un silbato para perros. Yo obediente, me llevé la mano al pene y empecé a sacudir. «Así, muy bien, a pajearse para mami», dijo, provocando que lo hiciera con más velocidad. «Abre la boca», me dijo. La miré desafiante, pero cuando lo repitió, obedecí. «Más rápido», ordenaba, «la otra mano, acaríciate los huevos. Acaríciate debajo». «Mäs rápido, perro», demandaba, «quiero mi leche ya».
«Venga, venga vamos, córrete». Se puso de rodillas, y colocó su carita delante de mi verga. Me miraba con los ojos muy abiertos, contoneando su rostro hipnótico. «Córrete, córrete en mi cara, perro». «Venga, di que eres mi perro… di que eres mi perrito y córrete ya». «Soy tu perro, soy tu perrito… haré todo lo que quieras…», le contesté. Me sentía poseído, ya me llegaba la chispa de la eyaculación. Veía su boca entreabierta y su lengua asomando a recibir mi semen. No me resistí. Me la machaqué en su cara y me corrí tan fuerte que mi cuerpo se dobló sobre sí. Ella se lanzó a por el semen con la lengua a fuera, chupando del glande para exprimir el jugo. Se engulló todo, desesperada, con una mancha de la lefa en el moflete.
Me senté en la bañera, las piernas me fallaban, y ella se levantó. «Muy rico, Reyes… Así tienes que portarte siempre», dijo mientras se limpiaba las comisuras. Esa frase dio en lo peor de mí, mi orgullo. «Límpiate y espérame en mi cama. Cuando llegue, quiero verte en cuatro y con una coleta hecha», le dije sin mirarla. Ella no contestó.
Salí, me sequé levemente y fui desnudo hasta mi cuarto. Encontre su enorme culo apuntando hacia mí al abrir la puerta. Estaba en pompa, palpitando como si de la emoción. Habia llegado la hora. Caminé hasta él con el pene ya semi-erecto. Le di un par de azotes y hundí mi cara entre sus nalgas. Iba repasando con mi lengua desde su vagina hasta el ano mientras ella se volvía loca. Cada vez que decía mi nombre gimiendo la azotaba, y las carnes de su culo inmenso se removían y se erizaban, y yo lo sentía en los pómulos mientras escuchaba «Reyes, reyes… me encanta, me tienes loca… Reyes…».
La agarré por el pescuezo y llevé su oreja hasta mis labios. «Vas a darme el culo, ¿verdad?», le exigí. «Sí, es tuyo, puedes hacerme lo que quieras…», contestó. Empujé su ano con mi glande hasta que cedió los primeros tres centímetros. Mar se postró completamente mientras comenzaba a tocarse. Entraron cinco centímetros más, que empujaban poco a poco, ganando terreno como un ariete, mientras ella gemia y suplicaba «Ah… Ah, toda… Métela toda, ahh». Cada vez que hablaba se llevaba otro azote.
Cuando se la había metido entera por el culo, comencé a gemir yo, de rabia, y comencé a empotrarla como a una muñeca de trapo. Sentía su ano firme, que se resistía a mi polla mientras ella se derretía con cada embestida. Giró la cara y me miró con lujuria, abriendo la boca y mostrándome los dientes apretados. «Quiero tu semen dentro de mí», me dijo «Lo necesito…». No quería, pero aquello me excitó. «Ya me vas a hacer correrme», me dijo con pena, mirándome, con una mano en su clítoris y babeando sobre mi almohada, «Reyes…». «Córrete conmigo, puta», le ordené. Y gimió más fuerte y pegó más su culo cuando la empotraba e hizo que que me corriera de nuevo, dentro de ella.
Nos quedamos quietos, uno encima del otro, yo dentro de ella. Pensando que quietos estábamos bien, que solo al movernos volvería el caos.